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Pacífico:
Al amanecer del día siguiente, incluso antes de que la tripulación del Beagle hubiera tenido tiempo de desayunar, el barco estaba cercado por canoas y a bordo pululaban ilusionados no menos de doscientos nativos. Cada uno de ellos trajo algo para vender, pero ya conocían bien el valor del dinero y no les interesaban los clavos o las ropas viejas. Muchos sabían algunas palabras de inglés, de modo que se podía mantener una rudimentaria conversación con ellos. Uno de los tahitianos a quien Darwin regaló algunos objetos sin importancia, le trajo un presente de plátanos asados y calientes, una piña y algunos cocos, y Darwin estaba tan contento con esta útil cortesía que contrató al hombre y a un compañero para ir con él como guías en una excursión de tres días por las montañas.
Sería difícil imaginar algo menos parecido a sus peligrosas y cuidadosamente planeadas excursiones por las montañas de Sudamérica. Darwin comunicó a sus dos guías que llevasen comida y ropa, pero contestaron que había abundantes alimentos en las montañas y que la piel era suficiente vestido. Y, en efecto, vivían de los productos de la tierra con la mayor facilidad y comodidad. Cuando paraban por la noche, los dos tahitianos construían en pocos minutos una excelente cabaña de bambú cubierta con hojas de plátano; se zambullían en un estanque y como nutrias perseguían con los ojos abiertos a los peces hasta los agujeros y rincones y así los cogían. Cocinaban comidas deliciosas a base de pescado y plátanos envueltos en pequeños trozos de hojas verdes que asaban entre dos piedras calientes, y que ellos mismos comían con satisfacción no disimulada. Nunca vi hombres que llegaran a comer tanto.
Le habían dicho a Darwin que los tahitianos se habían convertido en una raza triste, que vivía atemorizada por los misioneros, pero comprobó que era indudablemente falso. Sería difícil encontrar en Europa a un grupo de personas con rostros la mitad de felices y alegres. Sin embargo ocurrió un pequeño incidente revelador. En las montañas ofreció a sus guías un trago de licor; no se veían con fuerzas para rechazarlo, pero siempre que bebían un poco colocaban un dedo ante la boca y pronunciaban la palabra misionero. Una especie de conjuro, es de suponer, para tranquilizar la conciencia.
FitzRoy salió el domingo con un grupo para asistir al servicio religioso en la capilla de Papeete, la capital de la isla; Mr Pritchard, el primer misionero de la isla, ofició el servicio, primero en tahitiano y luego en inglés; la capilla estaba llena de gente limpia y bien arreglada. Después volvieron a pie a Matavai a través de bosquecillos de plátanos, cocoteros, naranjos y del lustroso árbol del pan.
Una de las misiones de FitzRoy en Tahití era reclamar una indemnización a la reina en funciones, Pomare, por un pequeño buque inglés que los tahitianos habían saqueado unos dos años antes; se había convenido una suma como compensación, pero no había dinero suficiente. Se celebró una asamblea a la que asistieron todos los jefes. No puedo expresar en toda su magnitud nuestra sorpresa ante el excepcional sentido común, la fuerza de los argumentos, la moderación, la franqueza y la rápida decisión que demostraron por todas partes... Los jefes y el pueblo resolvieron completar la suma que se exigía, y al amanecer del día siguiente se abrió una suscripción, quedando concluida de forma insuperable esta notabilísima escena de lealtad y buen sentido. Una vez terminada la discusión, varios jefes se reunieron en torno a FitzRoy y le interrogaron sobre leyes y costumbres internacionales relacionadas con barcos y extranjeros, y la reunión finalizó con una invitación de FitzRoy a la reina Pomare para visitar el Beagle por la niche. (A.Moorehead)
(Fuente: Peter Barber) |
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