Playa de la Fosca: Los Dalmau:
La playa de la Fosca siempre ha dado grandes nadadores. Antes de la guerra los mejores eran Josefina y Francesc Dalmau, hijos del doctor Laureà Dalmau, escritor y diputado en el Parlament por Esquerra Republicana. En las tardes de agosto, mientras paseaban por los pinares del Mas Juny y del Mas del Vent, los veraneantes comentaban con admiración el estilo elegante y la resistencia de los hermanos Dalmau. Ignoraban que el futuro de los dos se iba a escribir precisamente en aguas del Mediterráneo. El primero en enfrentarse a su destino fue Francesc: prisionero en la batalla del Ebro y recluido en el campo de Punta Carnero, se escapó y atravesó a nado la bahía de Algeciras, hasta Gibraltar. Cuando ya se creía a salvo, lo abordó una barca. -¿Adónde va? -Me he escapado. Quiero pedir asilo político, dijo agotado por la travesía. Los soldados ingleses le miraron y, sin perder la flema, añadieron: -Lamentamos comunicarle que deberá seguir nadando. Todavía no se encuentra en aguas británicas y aquí no podemos ayudarle. Días después, un submarino alemán hundió el carguero en el que le habían embarcado hacia Canadá. Otro barco, que se dirigía a Inglaterra, rescató a los supervivientes; el futuro doctor Francesc Dalmau acabó alistado en las tropas aliadas, desembarcó en Normandía, en la playa de Arromanches, participó en la liberación de Bélgica, recibió por escrito el reconocimiento del mariscal Montgomery y acabó reclutado como espía al servicio de su majestad. Una mañana de temporal de uno de los primeros veranos después de la guerra, su hermana Fina Dalmau se echó al agua para salvar a un hombre que se ahogaba. La Fosca es una playa magnífica para los niños y para los baños familiares, pero el viento de levante la somete a corrientes muy fuertes y peligrosas. En días de mar gruesa también hay remolinos; el más traidor está en la Roca Negra, que divide en dos la playa Gran. Cuando el remolino atrapa a alguien, la gente se concentra junto al agua, gritando y gesticulando, como si el griterío sirviera para algo. Como aquella mañana que Fina Dalmau nadó con decisión, rescató al hombre del remolino y lo arrastró hasta la arena. Era el director general de Seguridad, el policía más poderoso de España. Cuando se recuperó pidió conocer a su salvadora. -Pida lo que quiera. -Que mí padre pueda regresar a España. Se lo concedió. Pero cuando la noticia llegó a la comunidad cuáquera de Les Illes, junto a la frontera de Els Límits, donde Laureà Dalmau ejercía de médico, contestó: -No volveré hasta que puedan regresar todos los exiliados. Y no regresó hasta que se decretó la primera amnistía. Años más tarde, a finales de los sesenta, cuando de buena mañana regresábamos de la Roca Negra, después de levantar las redes, a la altura de la Agulla de Castell nos cruzábamos con el doctor Pipe Sánchez, que nadaba de la Fosca a las Formigues entrenando para la travesía del canal de la Mancha. Tenía el pecho más peludo de la costa catalana, muy adecuado para aguantar las bajas temperaturas de las grandes travesías y le mirábamos con mucho respeto, porque ya había atravesado a nado el estrecho de Gibraltar. Cuando nos acercábamos al doctor, reducíamos la marcha de la barca y admirábamos cómo clavaba los brazos como cuchillas dentro del agua, con una cadencia exacta. Después le veíamos alejarse poco a poco hasta que le perdíamos de vista entre las olas y reanudábamos la marcha hacia la playa dels Pescadors para sacar el pescado de las redes antes de que bajaran los bañistas. El estímulo de Pipe Sánchez animó nuestras propias travesías. Primero desde la playa Gran hasta el Bassit; después hasta la Piscina y, finalmente, del Bassit a Sant Esteve, atravesando de ida y vuelta toda la bahía de la Fosca. Antes, mucha gente nadaba para mantenerse en forma. Recuerdo a muchos turistas que bajaban del hotel Rocafosca, cubiertos por un albornoz que daba un aire de balneario a toda la playa. En el Bassit se ponían aquellas gafas pequeñas de nadador y se zambullían con un estilo muy sobrio, pero impecable; desaparecían haciendo crol, detrás de Cap Gros y una hora más tarde los veíamos volver con el mismo ritmo que tenían a la ida. Ahora ya no veo a tanta gente nadando. Quizás se debe al exceso de embarcaciones, que son peligrosas y provocan olas que dificultan la cadencia de las brazadas. Ahora, los veraneantes más bien corren o van en bicicleta. Y, en todo caso, se bañan. Queman tensiones jugando con las olas y con todo tipo de pelotas y utensilios de playa, mientras gritan en todos los idiomas, que se acaban convirtiendo en uno solo, ininteligible. Sopla un viento suave, que viene de las Formigues y trae este rumor lejano del gentío que se baña en medio de un gran griterío hasta las terrazas de los veraneantes. Voces y gritos de miles de personas que viven la fantasía del paraíso, ajenos al destino que tal vez se esté escribiendo en este preciso instante y que descubrirán cuando regresen a casa: quizás este padre que ahora mismo gritaba “niño, no te alejes” acaba de perder su trabajo; quizás aquella niña, que ha chillado cuando el chico le ha tirado la pelota, ya no entrará en la universidad. Puede que los dioses, que viven en alguna ciudad del norte de Europa y ahora mismo también se bañan en una playa mediterránea, ya hayan decidido. Pero ellos, pobres mortales, todavía no lo saben. (Rafael Nadal, 2012)

 

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