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Técnica:
Aunque uno quisiera, hoy es prácticamente imposible aislarse del mundo, incluso huyendo a los lugares más remotos donde todavía no llega Internet. Me di cuenta cuando, recorriendo varios monasterios de clausura, los religiosos me hablaban de sus trabajos, a través de las nuevas tecnologías, y me descubrían conocimientos insospechados. ¿También se puede llegar a Dios a través de Google? Por eso, a pesar de que no soy un habitual consumidor de blogs ni redes sociales, la amplia red de amistades inevitablemente me hace llegar informaciones sobre asuntos que creen de mi interés. Desde hace tiempo hay blogs y cuentas dedicados a combatir el sentido de la cultura, tal cual aún hoy la concebimos. Espacios que atacan a la lectura, a la escritura, al papel y a todos aquellos medios educativos que no se basen en el uso fundamentalista de las aún llamadas nuevas tecnologías. Por supuesto, soy defensor de la libertad de expresión, pero me preocupa, me descorazona que varios de estos profetas que claman contra el “pasado” y no ocultan su deseo de destruirlo sean profesores.

Un gran maestro y filósofo, Emilio Lledó, afirma que los seres humanos somos esencialmente palabra, comunicación, lenguaje. La vieja definición de que el hombre es un animal que habla, que tiene logos, sigue siendo irrefutable. Porque nuestra inteligencia es lingüística. Pensamos con palabras. Con palabras nos comunicamos. Y ellas organizan nuestras propias acciones. Sólo pienso en la medida que soy capaz de expresarlo en palabras: interiormente o hacia los demás. Pretender sustituir la palabra por aparentes equivalencias no es sino una forma falaz y taimada de empobrecer nuestra inteligencia. Y cada acto que atente contra sus manifestaciones fundacionales —la escritura, la lectura, la oratoria…— es un atentado contra nuestra riqueza civilizatoria. Roland Barthes, de quien se cumple este año el centenario de su nacimiento, en ¿Por dónde empezar?, escribe lo siguiente: “Frente al profesor, que está del lado de la palabra, llamemos escritor a todo operador del lenguaje que está del lado de la escritura; entre ambos, el intelectual, aquel que imprime y publica su palabra. No existe apenas incompatibilidad alguna entre el lenguaje del profesor y el del intelectual”. Y yo me pregunto: ¿profesores antiintelectuales? ¿Pueden realmente ser docentes quienes no hagan del logos el eje de su labor educadora, independientemente de su campo de especialidad? A veces pienso si no estaremos abocados a un colonialismo digital. Si, tras la dura y esforzada lucha que nos llevó a una sociedad más igualitaria, no estaremos creando artificialmente nuevas clases sociales: la de los proscritos, rango este último al que pertenecen no pocos de los pretendidos educadores a los que ya me he referido. Los colonos digitales actúan como la infantería del colonialismo digital. Su ataque se basa en combatir las evidencias de la “vieja cultura”: los anteriores sistemas cognitivos del saber, los derechos legítimos de los autores, el mérito basado en el estudio, el conocimiento y la experiencia; en suma, el sentido profundo de las humanidades, de la ciencia, a manos de una técnica vacía, puramente consumista, cuando no movida por intereses especulativos o comerciales… Y, como expresión de todo ello, cantan himnos de promesas democráticas. Pregonan una mutación antropológica con tintes de radicalidad. O conmigo o contra mí. Y cualquiera que no se pliegue a sus consignas, inmediatamente es arrumbado al ostracismo, calificado como retrógrado, cuando no como representante de los más oscuros intereses. Siempre, culpable de pensar. Los proscritos gutenberguianos y los inmigrantes digitales pedimos una tregua, un tránsito, una cooperación. Un tiempo que nos permita encajar el antes y el ahora, como siempre fue: el mundo del pasado con el del futuro, pues ningún futuro se construye en el vacío y desde el vacío. Uno de los mantras que esos colonos digitales repiten hasta la saciedad es el de que las nuevas generaciones son ya nativos digitales, en uso del término que inventó Marc Prensky. Esta idea de los nativos digitales, extendida por Ferri, es otra gran falsedad. No conozco a ningún nativo digital, simplemente porque no existen. Todo es tan reciente que hay escasísimo fundamento para construir esas “nuevas verdades reveladas”. Y jamás —o ese es mi más íntimo deseo— máquina alguna podrá sustituir o superar la labor humana, cercana, cómplice, estimuladora que un buen profesor tendrá siempre en sus alumnos. Los humanos aprendemos de los humanos. A través fundamentalmente de la experiencia. De las máquinas aprenden las máquinas. La escuela, la Universidad sólo tienen sentido en la medida que formen individuos cultos y libres, no meros consumidores o integrantes de masas informes. La escuela, la Universidad, con el uso sensato de los nuevos instrumentos de construcción y trasmisión de la información, han de seguir siendo agentes del pensamiento creativo, reflexivo, crítico, solidario y en permanente deseo de aprender. Bienvenidos los aparatos, los instrumentos que auxilien dicha labor si, sobre todo, enfatizan el valor fundamental del factor humano. Si para caminar en la vida necesitamos la pausa, la reflexión, el lento asimilar de cada concepto, pongamos en cuarentena todos aquellos instrumentos que apelan exactamente a lo contrario. La instantaneidad, la concurrencia efervescente de llamadas que diluyen nuestra atención, que tornan la contemplación en hiperactividad; que nos hacen ir de un lugar a otro, en un rumbo cada vez más errático, lo que tan poco tiene que ver con el inevitable sereno ritmo de saber. Madurar requiere de un tiempo. Hoy más que nunca, y precisamente como compensación a la “velocidad de los tiempos”, necesitamos apelar al silencio, a la intimidad, a la concentración, a la imprescindible construcción de referencias culturales, y a la capacidad de interpretación e integración del texto, de la obra. La mente no puede ser educada en la dispersión. En el continuo ajetreo. Somos caminantes, no velocistas. De ahí que, una vez más, reclame la práctica reposada de la conversación, del diálogo, de la comunicación, de la lectura. El libro de papel, desde su debilidad ante los ejércitos a los que se enfrenta, solo se ofrece a sí mismo, forma parte de un ecosistema y su función no es tan fácilmente sustituible por otros soportes. La biblioteca es una identidad individual, el archivo de Internet es una memoria masiva, una posibilidad nueva que se da a quienes siempre la tuvieron y tampoco antes la utilizaron. Los nuevos formatos todavía no han abierto suficientemente nuevos horizontes de lectura ni, al menos por ahora, han traído al territorio de la palabra leída las ingentes cohortes que anunciaban. Me atrevo a decir que la mayor parte de tales dispositivos, siendo así que incluyen la posibilidad de la lectura de libros, son usados para otras muchas tareas o distracciones, como, por otra parte, ya ha ocurrido con otros tantos inventos tecnológicos. La muerte del pensamiento —según escribe Bataille en El no-saber— “es la voluptuosa orgía que prepara la muerte, la fiesta que la muerte da en su casa”. El propio pensador francés, a mediados del siglo pasado, ya habló de la “teología del ocio”. Proteger la lectura, proteger el arte de decir y de escuchar, proteger la escritura. “La desaparición del lector en profundidad lleva a la regresión de la creación intelectual”, escribe Roberto Casati en Elogio del papel (Ariel). Y añade el escritor y director del CNRS (Centre National de Recherche Scientifique) “la escuela debe, en cierta medida, resistirse a las tecnologías distrayentes, el verdadero cambio es el desarrollo moral e intelectual de los individuos”. Demos a cada cual el justo lugar que le pertenece. A la tecnología el que tan eficazmente le corresponde. A la humanidad, a la ciencia humanista, el lugar que nunca debe ceder. Adorno, en La crítica de la cultura y la sociedad, hablaba del progreso y la deshumanización, de la difícil convivencia entre ambos. Hoy también vivimos idéntica encrucijada. De cada uno de nosotros depende la dirección que elijamos. Mi opción está tomada, pero no dejo de preguntarme: ¿ habrá escogido ya la humanidad otro camino distinto a aquel por el que llegamos hasta aquí? (César Antonio Molina)


Críticos:
Jamás contestes a una mala crítica, tal es el consejo que Truman Capote da a los escritores. Y es un buen consejo, ya que lo mejor que puede hacer el escritor ante una crítica adversa es guardar silencio y aparentar que no le importa demasiado. Pero claro que le importa, y mucho. Una mala crítica puede dejarle varias noches sin dormir, quitarle el apetito, llevarle a evitar en los días siguientes a familiares y conocidos ante el temor de que puedan haber comprado el periódico o la revista donde su libro es vapuleado y la hayan podido leer. ¿Son conscientes los críticos de la magnitud de su poder, del disgusto que pueden dar a ese pobre escritor que ha tenido la comprensible pretensión, si tenemos en cuenta el esfuerzo que supone terminar un libro, de ser leído amorosamente por alguien? El crítico puede objetar que ese es su oficio y que si le pagan —bastante poco, para complicar más las cosas— es para que opine sobre las virtudes o los defectos de los libros que se publican y separar así el grano de la paja, que por cierto, y según él, es lo que abunda más. Aún más, podría añadir ese crítico insobornable al atribulado escritor, ¿por qué supone usted que los demás deben leer sus libros? Nadie le ha pedido que los escriba, y si a pesar de todo se empeña en seguir haciéndolo no puede extrañarle que tengamos el derecho a protestar cuando nos hace perder nuestro tiempo y nuestro dinero. Todos estamos expuestos a la mirada crítica de los otros, y pretender no ser valorados por nuestros actos es un acto de supremo infantilismo. Andersen tuvo un extraordinario éxito en su vida de escritor y era recibido en todas las cortes europeas para que leyera públicamente sus cuentos. Pero se cuenta que soñaba con tener éxito como dramaturgo y que pataleaba como un niño cuando sus obras fracasaban en la escena, lo que pasaba una y otra vez. ¿Era Andersen tan infantil e inmaduro que solo vivía para lograr la adoración sin límites de los demás? Puede que lo fuera, pero no creo que la razón por la que los escritores escriban sus libros sea para exhibir el tamaño de sus egos. Lo hacen porque les gusta escribir, porque anhelan contar algo que no saben bien qué es, porque persiguen sueños que raras veces se realizan. O porque tal vez buscan en los libros una felicidad que la vida real no les da. Puede que Andersen tuviera un ego monumental, pero en ningún caso eso explica la maravilla de sus cuentos. Y si es raro que alguien dedique su tiempo a inventar historias más o menos disparatadas, ¿no es más raro aún dedicarlo a meterse con los que las escriben, y aspirar a ser algo así como un guía espiritual, ese faro que orienta a los siempre influenciables lectores en el proceloso mar de la mala literatura? Aún más, ¿no abundan entre los críticos también los grandes egos, los pedagogos airados, los exquisitos que confunden la literatura con el rincón del gourmet, los integristas que hacen del libro una religión sacrosanta cuyos sumos sacerdotes son ellos, o esos otros eternamente malhumorados que creen que las novelas o los libros de poesía se escriben con la única intención de perturbar su digestión? Pero ¿es comprensible que alguien dedique años, meses enteros a escribir pacientemente un libro con el único propósito de incomodar a un crítico en la hora de su siesta? No, claro, esto no tiene ningún sentido. Además, ¿no son todos los libros, incluso los más grandes, en cierta forma un fracaso? “La palabra humana —escribe Flaubert— es como caldera rota en la que tocamos música para que bailen los osos, cuando querríamos conmover a las estrellas”. W. H. Auden solía decir que criticar un libro malo no solo era una pérdida de tiempo sino también un peligro para el carácter. “Si un libro me parece realmente malo, entonces el único interés que puedo tener para escribir sobre él es la exhibición de mi inteligencia, mi ingenio y mi malicia. Es imposible que alguien reseñe un mal libro sin pavonearse”. Auden también decía que no necesitaba el consejo de nadie acerca de lo que le debía gustar o no, ya que solo suya era la responsabilidad de sus lecturas. Sin embargo, el mundo de la crítica está lleno de gente empeñada en tratar a los escritores y a los lectores como si fueran alumnos a los que tienen que llevar como sea por el buen camino. Tal vez por eso es un espacio abierto a la perversidad. Y no me refiero solo a la perversidad de los juicios que con tanta ligereza se emiten sino a la de los lectores que acuden presurosos a los suplementos y revistas culturales para ver cómo despellejan en ellos la novela del escritor que conocen. Aún más, escribe Juan Goytisolo: “¿Cómo pueden los críticos escribir en un par de días sobre novelas que, si valen, no tienen tiempo de analizarlas con seriedad, y si no valen, no merecen tal empeño?”. George Steiner dice que la literatura es un vendaval que se cuela por la ventana y nos desordena la casa. Es decir, nos enfrenta no tanto a lo que conocemos como a lo que no sabemos explicar. Un buen libro siempre nos deja perplejos, sin saber qué decir. ¿No es sospechoso que los críticos opinen con tanta facilidad, y con tan poco tiempo de reflexión, acerca de los libros que leen? Son expertos lectores, se puede objetar, con frecuencia profesores universitarios que han dedicado años al estudio de la literatura. Pero ¿haber hecho de la literatura un objeto de estudio garantiza ser un buen lector? Vuelvo a citar a Flaubert: “Los que se llaman ilustrados a sí mismos acaban siendo cada vez más ineptos en materia de arte. Se les escapa incluso qué cosa sea el arte. Para ellos son más importantes las glosas que el texto. Les interesan más las muletas que las piernas”. No, no creo que el escritor sea básicamente un insufrible ególatra. Está solo, se pasa horas y horas encerrado en su cuarto persiguiendo quimeras que raras veces alcanza. Recuerda a esas mujeres neurasténicas que pueblan la obra de Tennessee Williams, con sus torpes ensueños, su temor al fracaso, pero también, a menudo, con su maravilloso candor. Esas mujeres cansadas y un poco lunáticas, que aunque han asistido una y otra vez al fracaso de sus sueños no pueden renunciar a ellos. “Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”, dice la inolvidable protagonista de Un tranvía llamado deseo. Sí, los escritores, especialmente cuando no son jóvenes ni famosos, se parecen a esas pobres mujeres. Permanecen desvelados por las noches soñando con locas historias que logren conmover a las estrellas, y todo lo que consiguen es hacer bailar a los osos. Pero ¿pueden vivir sin esos bailes? No, no pueden, por eso solo les queda confiar en la bondad de esos desconocidos que son los lectores que alguna vez llaman a su puerta. (Gustavo Martín Garzo, 13/06/2015)


Beckett:
¿Marcel Proust? Durante largo tiempo se acostó temprano. ¿Samuel Beckett? En una noche de tormenta, al final del muelle de Dun Laoghaire, pasó por una experiencia epifánica que cambió la dirección de toda su escritura… Parece que hayamos entrado en un diccionario de tópicos literarios, pero no vamos a continuar, porque nos detenemos en ese lugar común sobre Beckett. Cuando me contaron por primera vez el lluvioso episodio de la “revelación” en el muelle, creí haber captado la intensidad de aquel momento, pero con el tiempo he oído y leído diferentes versiones. Porque si bien todo indica que la “epifanía” tuvo lugar, nunca estuvo claro, en caso de existir, qué clase de mensaje exactamente fue el que tanto caló en Beckett al final de aquel muelle en el que, por cierto, las autoridades irlandesas han terminado incluso por poner una placa que recuerda el espiritual acontecimiento. Pero ¿qué pasó allí de verdad? La versión más ortodoxa, es decir, la inscrita en la placa, dice que, después de la II Guerra Mundial, en Dun Laoghaire, en plena tempestad, Beckett descubrió que encontrar su voz propia pasaba por algo tan simple, pero también tan esencial, como —al llegar a este punto, es curioso pero siempre hay algo que me impide completar la historia— “escribir las cosas que uno siente…”. Si las cosas fueran así, qué fácil sería todo, suelo pensar cuando, boicoteado por interferencias de todo tipo, oigo a medias o quiero creer que oigo a medias la historia de la epifanía del muelle. Y es que si fuera todo tan sencillo —vas y te adentras en una escollera irlandesa y al rato, bajo la lluvia, encuentras la manera de escribir las cosas que sientes…— ya ni harían falta duros esfuerzos personales ni escuelas de letras; bastaría con verter sobre el papel las cosas que sentimos, es decir, en cierta forma bastaría con seguir aquel consejo tan interesante como burdo del romántico alemán Ludwig Börne: “Durante tres días consecutivos fuérzate a escribir todo lo que se te pase por la cabeza sin artificios y sin hipocresía; escribe lo que pienses de ti mismo, de tus mujeres, de Goethe, de la Guerra Turca, del Juicio Final, o tus superiores, y te quedarás estupefacto al ver cuántos pensamientos nuevos han salido fuera: en eso consiste el arte de convertirse en un escritor genuino en tres días”. Al enfocar el tema de la noche epifánica en su biografía de Beckett, Anthony Cronin cuenta que hay una confusión entre lo que, a través de la obra teatral La última cinta (Krapp’s Last Tape), narró Beckett acerca de su experiencia de aquella noche y lo que ocurrió de verdad. Según la crónica quebrada y fragmentada de los hechos que puede escucharse en La última cinta, todo sucedió bajo una intensa lluvia en ese espolón irlandés, “entre la espuma de las olas que brillaba a la luz del faro y el anemómetro que daba vueltas como una hélice”. Pero las interrupciones en la cinta impiden oír la totalidad de la historia que, por otra parte, tal como señaló el médico dublinés Eoin O´Brien, es una pura y absoluta invención. Porque Beckett tuvo un momento epifánico, sí. Pero este, según O´Brien, tuvo lugar en realidad en el pequeño muelle —nada que ver con Dun Laoghaire— que hay cerca de la casa del hermano de Beckett, concretamente en el puerto de Killiney. Hasta el momento epifánico, cuenta Cronin, se había esforzado Beckett por hacer lo que se da por supuesto que hace un novelista, esto es, describir un mundo que sea un simulacro realista del mundo que le rodea. Dicho de otro modo, había intentado ser creativo en el sentido más convencional del término. Pero en Killiney todo confluyó para que comprendiera que debía ir por un camino distinto y “volcarse en lo oscuro, escribir sobre el mundo interior, con todas sus tinieblas, ignorancia, e incertidumbre”. A consecuencia de esto, comprendió “que Joyce había avanzado todo lo posible en la dirección del mayor conocimiento, en el control del propio material. Siempre estaba sumándole cosas; no hay más que ver sus galeradas para comprobarlo. Comprendí que mi camino estaba en el empobrecimiento, en la falta de conocimiento y en la eliminación, en restar más que en sumar”. Y también entendió que para esta clase de operación de restar se imponía la utilización del monólogo en primera persona, pues cualquier otro modo verbal implicaría la omnipotencia de la que huía. Podemos, si queremos pensarlo así, suponer que ceñirse a un monólogo interior fue el consejo que le dio la voz en el muelle del puerto de Killiney. Pero también podemos pensar que no hubo voz, que no pasaron las cosas como en esa película en la que Charlton Heston encarna a Moisés y que solo hubo un pensamiento que no está registrado en ningún lugar y que se perdió en el tiempo. Cuando leí la biografía de Knowlson sobre Beckett, me sorprendió ver que allí había una nueva vuelta de tuerca en el relato de la epifanía y el giro radical; me sorprendió descubrir que Beckett insistió a su futuro y seguramente definitivo biógrafo para que deshiciera el malentendido creado por las palabras de Krapp en La última cinta y explicara que todo aquello no pasó en Dun Laoghaire, y menos en Killiney, sino “en la habitación de su madre en Foxrock”, porque allí había sido donde en realidad había experimentado la “revelación” y había podido por fin comenzar a escribir “sobre las cosas que verdaderamente le afectaban”. Pensé que todo quedaba más claro con este cambio de escenario: desaparecía la iconografía romántica (tormenta, muelle, fuerzas naturales, tempestades interiores) y también el muelle de Killiney y llegábamos a un lugar más íntimamente suyo, la casa de la madre vieja y enferma, el espacio donde más cerca podía estar de la verdad y donde mejor podía convertir su mundo en una síntesis de los contrasentidos de la razón. Así pues, la gran tormenta se perdió en el tiempo, pero pudo haber tenido lugar en 1946 en la casa de Foxrock, puede que fuera una tempestad interior y, al igual que al final de Molloy, no fuera en la medianoche ni lloviera. Y no debió de existir señal exterior que le hiciera hallar un camino en la escritura. ¿Pudo llegarle la revelación a través de su madre? Quién sabe, también pudo ser a través de un policía: “Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, dije, acabo de acordarme. ¿Y su mamá?, dijo el comisario. Yo no comprendía. ¿También se llama Molloy?, dijo el comisario. ¿Se llama Molloy?, dije yo. Sí, dijo el comisario. Yo reflexioné. Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, dije yo. ¿Y su mamá?, dijo el comisario, ¿también se llama Molloy? Yo reflexioné”. Le viniera de donde le viniera, la revelación pudo llegarle desde la ribera de lo peor impeorable. Entonces, parodiando su estilo, deberíamos preguntarnos “qué revelación para qué cuando”. No estaba muy equivocado al decirse que había que restar y volcarse en lo oscuro, en la más negra niebla de las tinieblas. (Enrique Vila-Matas, 2015)


Cultura y mirar:
Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De momento ya tenemos indicios de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que ha optado, al parecer, por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer índices de alfabetización escolar sin precedentes. Hace poco un editor me comentaba que el problema —o, más bien, el síntoma— no eran los bajos niveles de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la lectura. Si el problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación económica sería suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir continuidad estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el futuro. El preocupado editor —un buen editor, de buena literatura— añadía que, además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad, desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes autores de best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los colores a los curanderos espirituales de antaño. De querer preocupar todavía más al editor, y a los que piensan como él, se podría analizar detenidamente la última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas apareció en los medios de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para muchos de nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto. Dicen no tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras cosas más útiles y divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante generalizada falta de prestigio social de la lectura que probablemente oculte una incapacidad real para leer. Dicho de otro modo: el acto de leer se ha transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Me refiero, claro está, a leer un texto que vaya más allá de la instrucción de manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me refiero a leer un texto de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de la memoria y que exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en soledad, los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales. El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo complejo como algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que ya tenemos nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos textuales; no se atreve a elegir libremente en la soledad que, de modo implacable, exige la lectura. En definitiva, nuestro pseudolector actual ha sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos milenios. Este pseudolector —en el que se identifica a la mayoría de nuestros contemporáneos— no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que hemos llamado, durante siglos, “cultura”. Quien escuche una opinión semejante rápidamente alegará que hemos sustituido la cultura de la palabra por la cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se conversa de estas cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto de leer por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías, extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que el turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo. Esto probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la calidad de su mirada? ¿Mira auténticamente? A este respecto, puede hacerse un experimento interesante en los museos a los que se accede con móviles y cámaras fotográficas, que son casi todos por la presión del denominado turismo cultural. Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al asedio de dicho turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de Venus en los Uffizi y La Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten acercarse a las obras con detenimiento porque eso es imposible; apóstense, más bien, a un lado y miren a los que tendrían que mirar. La conclusión es fácil: en su mayoría no miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos segundos, a través de su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas las imágenes, los ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que desfila por las galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía de Leonardo, o en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de Miguel Ángel? Es más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas? Paradójicamente, nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la captación del sentido. El experimento en los museos, aun con su componente paródico, ilustra bien la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo, permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un acto superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si este niega las propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna manera, se identifican con los que requiere el acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libre elección desde la libertad. Frente a estas propiedades la mirada idolátrica es un vertiginoso consumo de imágenes que se devoran entre sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón, le ocurre lo que al pseudolector: tampoco está en condiciones de confrontarse con las imágenes creadas a lo largo de milenios, desde una pintura renacentista a una secuencia de Orson Welles: las mira pero no las ve. De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha sustituido a la cultura de la palabra sino que ambas culturas han quedado aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de muchos, al mismo tiempo. El pseudolector, que ha aceptado que a su alrededor se desvanezcan las palabras, marcha al unísono con el pseudoespectador, que naufraga, satisfecho, en el océano de las imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a la abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario actual el espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que escuchamos son escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede identificarse el oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última reforma educativa se defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser sustituida, en la enseñanza escolar, por la “lógica del emprendedor” no hace sino sancionarse el fin de una determinada manera de entender el acceso al conocimiento. Aunque ni siquiera quien ha acuñado esta frase sabe qué diablos significa la “lógica del emprendedor”, aquella sustitución es perfectamente representativa del modo de pensar dominante en la actualidad. El mundo político se ha adaptado sin titubeos al nuevo decorado, expulsando de su retórica cualquier conexión cultural. Esto habría sido imposible en los últimos tres siglos. Pero el mundo político, el que más crudamente expresa las oscilaciones de la oferta y la demanda, no es sino la superficie especular en la que se contemplan los otros mundos, más o menos distorsionadamente. La expulsión de la cultura —o de una determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación— es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de comunicación hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en ninguno de ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad, la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta conquista de la felicidad. (Rafael Argullol, 06/03/2015)


Héctor y Andrómaca:
Uno de los momentos más delicados de la Ilíada es la despedida de Héctor y Andrómaca (VI, 392-496). Aquiles, el personaje más sonoro del poema de Homero, se pasa buena parte de la obra enfurruñado en su tienda, incubando el resentimiento que le ha provocado Agamenón, caudillo de la coalición griega contra Troya, al arrebatarle su esclava y amante Briseida. Mucho más personaje que Aquiles es Héctor, “domador de caballos”, hijo del rey Príamo de Troya y hermano de Paris, enamorado de Helena. Es Héctor quien alienta a las tropas troyanas, a pesar del destino trágico que le espera. Héctor es descrito como “un león impaciente por combatir”, pero Homero le otorga matices de sutilidad psicológica que no concede a los otros personajes. Debajo de la armadura del campeón militar y del patriota sacrificado, se oculta un hombre dulce (así le llama Helena), un padre entrañable y un marido escindido entre el deber y el afecto. Sospechando el fin trágico que le espera en su combate con Aquiles, Héctor se retira un momento de la batalla para reunirse con su esposa Andrómaca y el hijo de pocos meses. Héctor sonríe mirando al niño, pero ella explota. Desgraciado, le dice, tu furia te pierde: dejarás un niño sin padre; yo quedaré abandonada. Quédate aquí, tras las torres, y no te vayas, que no regresarás. Héctor le confiesa que también él tiene este mal presentimiento, pero que no puede dejar a los suyos en la estacada. Por vergüenza social y por sentido del deber, no puede hacerlo. A continuación, describe a la manera griega, fatalista, el futuro: de todos los males que acarreará la caída de Troya, nada le inquieta tanto como la certeza de saber que ella y el niño sufrirán muchas desgracias. Cuando ella se lamente, desesperada, él confía en estar enterrado bajo la tierra para no tener que escuchar sus quejidos. Terminado este monólogo fatalista y deprimente, Héctor se acerca al niño, pero el niño se pone a gritar, asustado por el fulgor reluciente del casco de bronce y de crin de caballo. La ingenuidad del bebé concita la sonrisa del padre y la madre. La escena no puede ser más entrañable. Héctor se quita el caso y abraza al niño mientras inicia una rogativa: pide a los dioses que el hijo sea mejor guerrero que el padre y que un día, arrastrando los despojos del enemigo, consiga alegrar el corazón de su madre. Después, Andrómaca toma el niño en brazos riendo y llorando a la vez. Viéndola, Héctor tiene un gran sentimiento de pena y le pide que no se ponga triste. Para tratar de animarla le recuerda, una vez más, el fatalismo griego, diciendo: “De su suerte te aseguro que no hay ningún hombre que escape, ni cobarde ni valeroso, desde el mismo día en que ha nacido”. Héctor se pone el casco y Andrómaca se marcha a casa. De vez en cuando, se da la vuelta, llorosa, para mirar cómo él se va. En este fin de año, he releído esta escena maravillosa. Es formidable que un texto tan antiguo (tan difícil de datar, pero que podría alcanzar unos 8.000 años) contenga, como aún ocurre en nuestras vidas, una mezcla tan sensacional de ideología y sentimiento, de vivencias emotivas y de planteamientos retóricos. En el fondo, el relato de Héctor ha sido el dominante en todos los grupos humanos hasta hoy: la vida personal debe estar supeditada a la historia. El amor entre personas es menos importante que el destino de los pueblos. Un hijo vale mucho menos que una patria. Lo vemos estos días en los territorios fronterizos entre Rusia y Ucrania: se impone el relato histórico y nacional por encima de las vidas de tanta gente, ¡europea!, que pasa frío y hambre. Lo mismo ocurre, naturalmente, en todo el mundo islámico (no hace falta que sea en zonas de control ultra-islamista), en las que el peso de la Uma siempre constriñe y reprime el individuo. E incluso lo vemos en Occidente: a pesar de que el individualismo obsesivo preside las relaciones personales, la jerarquía del Estado se impone: predomina sobre nosotros el dictado económico. Un dictado que exige sacrificios siempre individuales, y a menudo dolorosísimos, para salvar las estructuras generales (sean bancos, monedas o mercados). Y más allá de la dinámica económica, la cultura humana continúa rigiéndose por principios retóricos que se imponen a los individuos de manera, si no trágica, sí fatalista: la obligación del consumo produce más infelicidad que satisfacción; las modas imponen modelos de comportamiento tan restrictivos, si no más, que los viejos dictados morales; la obligación de poseer no provoca más que obstáculos a la libertad. Como le sucede a Héctor, la construcción de la felicidad humana siempre encuentra una excusa para ser aplazada: una exigencia histórica, una obligación social, una moda insuperable, un valor dominante. Quien más quien menos, cuando llega el año nuevo tiende a replantearse la vida. Hay quien se reafirma en viejos propósitos concretos (retomar las clases de inglés, iniciar un régimen dietético). Hay quien se propone ordenar mejor el tiempo. Hay quien, pensando en el trabajo, en las amistades o en el tiempo libre, se hace el firme propósito de separar mejor el grano de la paja. Aunque a menudo conseguimos ganar espacios de libertad (es decir, de decisión y responsabilidad personales), con frecuencia no sabemos, en el fondo, por qué hacemos lo que hacemos. Pasan los años y, como Andrómaca, de vez en cuando, si no llorosos, con cierta melancolía, no damos la vuelta para ver cómo se aleja lo que más deseábamos. (Antoni Puigverd, 05/01/2015)


Cervantes:
La Sociedad Astrónomica Española ha presentado una propuesta ante la Unión Astronómica Internacional para bautizar a uno de los veinte sistemas planetarios descubiertos en los últimos años con el nombre del autor del Quijote y de algunos de sus personajes principales. Los astrónomos españoles se han fijado en una estrella huérfana en la constelación de Ara, alrededor de la cual orbitan cuatro planetas y han pensado, no sin razón, que sería una excelente ocasión de elevar al firmamento el nombre más alto de nuestra literatura. Han pensado que la estrella debería llevar el nombre de Cervantes y los cuatro planetas los de sus grandes creaciones, Don Quijote, Sancho, Rocinante y Dulcinea. Es una hermosa propuesta que une las ciencias y las letras, las dos grandes marías olvidadas por los sucesivos desgobiernos de la piel de toro y sus inenarrables ministros (y ministras) de incultura. No será nada fácil porque se trata de una votación a través de internet y es muy posible que la comunidad hispanohablante no llegue a juntar fuerzas para un empeño tan quijotesco. Sin ir más lejos, en el referéndum celebrado para elegir las nuevas Siete Maravillas del Mundo se quedaron fuera prodigios como Angkor Wat en Camboya, la Alhambra granadina, los Guerreros de Terracota o las Torres Petronas de Kuala Lumpur. En un auténtico alarde de mal gusto salió elegido en primer lugar el Cristo Redentor de Brasil, ese ambipur gigante, mientras que ni siquiera aparecía mencionada Venecia, en palabras del poeta Joseph Brodsky, “la mayor obra de arte sobre la Tierra”. Aun así, la propuesta de este Cervantes galáctico cuenta con bastantes posibilidades, ya que hay muchos simpatizantes del escritor fuera del ámbito de nuestro idioma. De hecho, la sombra del Quijote se expandió de inmediato a través de diversas traducciones y cobró un inusitado brío durante el romanticismo, cuando lord Byron dijo: “Es el libro más triste del mundo, y más triste aun porque nos hace reír”. Thomas Jefferson aprendió castellano con ayuda del Quijote y un diccionario. La Madame Bovary de Flaubert, una de las novelas capitales del siglo XIX, repetía en clave femenina el conflicto entre sueño y realidad que es la marca de agua cervantina. En sus memorias, Anthony Burgess dice que a lo largo de su vida lo leyó cuatro veces, “la segunda en español”, mientras Faulkner reconocía que lo leía cada año, “como otros leen la Biblia”. Más quijotesco que nadie, Dostoievski aseguraba que el día en que el Hombre se presentara en el Juicio Final y Dios le recriminara por sus innumerables tropelías y crímenes, al Hombre le bastaría una sola cosa para salvarse: un ejemplar del Quijote. También ha tenido, no obstante, detractores ilustres. El último de ellos, Martin Amis, lo considera “un libro ilegible”: “Su epopeya sólo es épica por la extensión: carece de ritmo y de ímpetu. Es una antología, una aglomeración, crece por acumulación. Preguntarse “¿Qué pasará después?” no tiene sentido, porque en el mundo del Quijote no hay después: sólo más”. Más duro todavía fue Nabokov, quien en su célebre curso universitario sobre la novela, lo considera un libro malvado y cruel y asegura que, “al lado del rey Lear, don Quijote sólo podría ser su bufón”. Aun así, al final de su larga relectura reconoce que el viejo hidalgo enloquecido representa todo lo bueno, lo puro y lo noble del espíritu humano. La pregunta no es si el Quijote se merece una estrella anónima sino si la estrella se merece el Quijote y, sobre todo, si nos lo merecemos nosotros. (David Torres, 13/08/2015)


Ilíada:
[Entrevista a Caroline Alexander] El dios Zeus ideó una estrategia para ayudar a los troyanos: enviar un falso sueño de victoria al caudillo griego Agamenón, que además acababa de tener un enfrentamiento con el héroe Aquiles. “Pensó que aquel mismo día iba a apoderarse de la ciudad de Príamo, / nada sabía el muy necio todo lo que Zeus tenía previsto hacer”, escribe Homero. No hay nada tan destructivo, tan letal, como la confianza ciega en su propio triunfo, la creencia absoluta en la victoria. Esa es una de las muchas historias universales que contiene la Ilíada. Nunca sabremos con seguridad cuándo y cómo se compuso —los expertos prefieren el verbo “componer” a “escribir” porque no está claro el papel que tuvo la escritura en su creación—. Sobre su autor, Homero, que la tradición describe como un bardo ciego, existen más dudas que certezas. Sin embargo, allí siguen sus relatos, anclados más que nunca en la memoria viva de nuestra cultura. Como escribió Gore Vidal en sus memorias: “Al igual que las diferentes capas de Troya, donde en algún profundo lugar están todas esas ciudades amontonadas sobre otras ciudades, uno espera encontrarse con Aquiles y su amado Patroclo y con toda esa fuerza con la que dio comienzo nuestro mundo”. Ahora que Grecia lleva años enfrentándose a sueños de victoria, Homero está presente en las librerías españolas con una oleada de novedades. En los últimos tiempos se han publicado tres libros sobre su obra —El mundo de Homero (Crítica), de John Freely; El eterno viaje. Cómo vivir con Homero (Ariel), de Adam Nicolson, y La guerra que mató a Aquiles. La verdadera historia de la ‘Ilíada’ (Acantilado), de Caroline Alexander—, además de una historia del mundo en el que surgieron esos relatos, la Grecia clásica, Héroes que miran a los ojos de los dioses (Edaf), del helenista Óscar Martínez García, autor de la última traducción al castellano de la Ilíada (Alianza Editorial, 2010). “Como en todos los libros que llamamos clásicos, en la Ilíada y la Odisea encontramos, nosotros los lectores, el reflejo de nuestra propia experiencia. En estas obras no sólo leemos de forma literal las historias que están contadas: leemos también el texto transformado en metáforas de historias que nos son propias, en símbolos de nuestros temores y deseos”, explica Alberto Manguel, que publicó hace algunos años El legado de Homero (Debate). Preguntado sobre la recalcitrante actualidad de Homero, Adam Nicolson responde desde su domicilio en Inglaterra: “Tal vez la coincidencia de tantas obras se deba a que estamos viviendo un periodo violento y difícil de nuestra propia historia”. Este autor de grandes libros de viajes y aventuras, cuyo ensayo es a la vez un recorrido vital y literario por Homero, prosigue: “La Ilíada nos cuenta lo que le ocurre a la gente cuando se enfrenta a una realidad brutal. En un mundo caótico, muy inseguro, Homero nos proporciona unos fundamentos muy profundos, es una fuente de conocimiento. Para mí, la gran virtud de su visión es que nos señala que este es el mundo real, el lugar en el que todo ocurre, a diferencia de la tradición cristiana donde la fuerza de la vida parece estar en otro lado. Lo que viene a decirnos Homero es que no se puede dejar la felicidad para más tarde y eso es muy formativo si entra en nuestra mente”. La fuerza de la Ilíada es tan grande que alguno de los pasajes más famosos de aquella epopeya, como el talón de Aquiles o el Caballo de Troya, ni siquiera aparecen en sus páginas; sino que pertenecen a otras versiones y relatos de aquel conflicto, como la Eneida, de Virgilio, la relectura romana del mito. En sus 15.693 versos, este poema épico relata un episodio de apenas dos semanas del largo asedio de Troya, que enfrenta a diferentes caudillos guerreros griegos con los troyanos. Transcurre en el noveno año de un conflicto que se prolongará uno más, y que es relatado en decenas de poemas e historias que circulaban de padres a hijos. Homero no oculta que los soldados griegos están deseando volver a casa. Un regreso que, como demuestran las desventuras de Ulises en la Odisea, no será nada fácil. Con los dioses interviniendo constantemente a favor de uno y otro bando, el centro de la narración se encuentra en el enfrentamiento entre dos héroes, el griego Aquiles y el troyano Héctor, después de que este último haya abatido en combate a Patroclo, el gran amigo del griego. La narración acaba con uno de los momentos más emotivos de la literatura universal, cuando Príamo, el padre de Héctor, viaja hasta el campamento griego para convencer a Aquiles de que le entregue el cadáver de su hijo. “Una de las cosas más emocionantes de Homero es que es capaz de captar un sentimiento nuevo de la humanidad que estaba surgiendo en ese momento: la compasión por el derrotado”, asegura Óscar Martínez. “Nunca trata a los troyanos como enemigos, sino como seres humanos. Eso ocurre en el encuentro entre Aquiles y Príamo. En la Odisea se captura la palabra nostalgia por primera vez, cuando Ulises en la isla de Calipso dice que siente el dolor del regreso. Cómo no va a hablar de nostalgia un poema que nos describe la historia de un pueblo que se había tenido que desperdigar por todo el Mediterráneo”. Freely, experto en el Imperio Otomano y autor de libros de viajes, que enseña en la Universidad Bogazici de Estambul, trata de buscar en su libro lo que hay detrás de la Ilíada y la Odisea, lo que la arqueología y la historia pueden aportar a nuestro conocimiento de Homero, pero también la obsesión de muchos estudiosos por encontrar restos que nos lleven hasta ese mundo de héroes y dioses. Homero canta desde el siglo VIII antes de Cristo a unos acontecimientos que transcurrieron en el siglo XIII aunque, como explica Óscar Martínez, “su musa es la de la épica, no de la historia”. Sin embargo, sí refleja un momento crucial del mundo griego: su renacimiento después de la Edad Oscura cuando, por motivos que se desconocen, la civilización micénica se hundió en apenas unas décadas y la cultura helénica desapareció durante cuatro siglos hasta que resurgió para convertirse en el principio de todo nuestro mundo. En cierta medida, Homero simboliza la victoria de la poesía y la literatura sobre el desastre y la decadencia. El libro de Caroline Alexander (Florida, 1956) es un profundo estudio de la Ilíada pero, sobre todo, de lo que esta epopeya nos enseña sobre cualquier guerra. Ha colaborado como periodista con numerosos medios, como The New Yorker o National Geographic y es autora de una recreación del desastroso viaje de Ernest Schackleton a la Antártida, Atrapados en el hielo. La guerra que mató a Aquiles. La verdadera historia de la ‘Ilíada’ nos sumerge en un mundo salvaje y violento, en el que no hay gloria en morir en combate. Pero, sobre todo, demuestra hasta qué punto Homero está cerca de nosotros.

PREGUNTA. En su libro asegura que Homero es nuestro contemporáneo porque trata asuntos tan cercanos como la rebelión ante un dirigente incompetente o la crueldad de la guerra. ¿Por eso seguimos leyéndolo? RESPUESTA. Creo que la razón por la que leemos la Ilíada generación tras generación, y el motivo por el que esta historia está tan viva para nosotros tantos siglos después, es porque describe la guerra de una forma sincera y precisa. No es una evocación sentimental o poética de la guerra, sino una caracterización de la guerra tomada de la historia y la experiencia. Los hechos básicos de una guerra, sin importar el tiempo y el lugar, no han cambiado; por eso nos importan todavía los personajes de Homero, sus palabras, sus destinos y sus historias. Homero es un gran poeta no porque utilice un lenguaje poético, sino porque describe de forma certera y auténtica la experiencia de la guerra. Y nos reconocemos en ella. P. Homero nos muestra que no hay nada peor para un ejército que un sueño de victoria, que creerse invencible. ¿Sigue siendo así? R. En el canto segundo de la Ilíada, Zeus baraja todas las posibilidades para destruir al ejército griego. Podría enviar una plaga, golpearle con rayos, pero la mejor forma es enviar a su comandante en jefe un sueño ilusorio de victoria. Creo que es imposible leer esa escena sin pensar en el presidente estadounidense George W. Bush y su sueño de victoria de invadir Irak. Creo que las ilusiones de los dirigentes en tiempos de conflicto representan un hecho indeleble de las guerras. P. Usted escribe que Homero se empeña en mostrar que no hay nada glorioso en las muertes en las guerras y que trata de identificar a cada víctima del combate. ¿Es la Ilíada un libro contra la guerra? R. Creo que la Ilíada nos muestra que un guerrero puede alcanzar la gloria falleciendo en un conflicto, pero también deja muy claro que la gloria no compensa la pérdida de una vida. Homero refleja la muerte de cada uno de los participantes en la batalla como algo terrible, triste, trágico. De tal forma que guerreros desconocidos, cuyos nombres sabemos pero no mucho más, los héroes que ganan y los héroes que pierden, todos sufren a causa de la guerra. Como civiles, una de las escenas más famosas y más bellas de la Ilíada es cuando Héctor se despide de Andrómaca y de su hijo pequeño. Es cuando Homero nos muestra que la guerra afecta a cada vida que toca. No creo que podamos decir que la Ilíada sea pro o antiguerra, creo que la épica es mucho más sutil: Homero considera que la guerra forma parte de la vida humana de la misma forma que la muerte. Nunca desaparecerá y eso es lo que esta triste historia nos muestra. P. ¿Sabemos algo con seguridad sobre el autor y la historia de la composición de la Ilíada y la Odisea? R. No podemos dar nada por seguro. Tenemos buenas razones, basándonos en la lingüística, para estimar que fue un poeta que trabajó en torno al 700/730 [antes de Cristo] en una región que es hoy el oeste de Turquía. El hecho de que un poeta ciego cante la guerra de Troya en la Odisea ha llevado a muchos a pensar, desde la Antigüedad, que puede tratarse de algún tipo de autorretrato. P. ¿Cuál es su personaje favorito de Homero? ¿Y su escena favorita? R. Me resultar muy difícil señalar un personaje favorito. Me gusta mucho la caracterización de Sarpedón, que no es un personaje principal como Aquiles o Héctor, pero está magníficamente retratado. Dependiendo del momento, elegiría a cualquier personaje ¡menos a Agamenón! En cambio, mi escena favorita es el momento de la embajada en el canto noveno, cuando los griegos visitan a Aquiles para rogarle que regrese a la batalla y le ofrecen presentes muy valiosos. Les deja de piedra cuando les dice que su vida es mucho más valiosa que cualquier regalo. Ese es el mensaje central de la Ilíada y es especialmente significativo que sea un gran guerrero el que lo transmite. P. Al final de su libro asegura que la Ilíada es un poema sobre la guerra, que concluye que no hay ninguna recompensa para el héroe que muere en el campo de batalla. Sin embargo, parece que la humanidad no ha entendido todavía ese mensaje. R. Un soldado moderno puede leer la Ilíada y descubrir, punto por punto, una descripción de su propia experiencia. Creo que su grandeza está en que demuestra que la tragedia de cualquier guerra —la ineptitud de los mandos, la pérdida de vidas, el dolor— nunca cambia. (G. A., 15/08/2015)


Leer en silencio:
La noticia habla de una biblioteca de Helsinki que a conseguido multiplicar en poco tiempo el número de sus usuarios. Kari Lämsä, su director, pensó que para conseguirlo tenía que cambiar el concepto de una biblioteca seria y aburrida, lo más parecido a un inmenso almacén alejado de la vida, por otra más participativa y alegre. Su proyecto se ha transformado en un modelo a seguir por otras bibliotecas estatales de Finlandia. Y es que en esas bibliotecas no solo se va a leer, se puede bailar, coser a máquina, dormir la siesta y asistir a conciertos. Nada que ver, sigue contándonos la noticia, con esas bibliotecas de siempre cuya quietud y solemnidad recuerdan el interior de los conventos y las iglesias. ¿Tiene sentido esto o nos estamos volviendo locos? Lämsä afirma que la razón de su éxito es haber creado una biblioteca refractaria al silencio. Pero ¿se puede leer sin silencio, sin quietud? Aún más, ¿uno de los problemas más graves de nuestra época no es nuestra incapacidad creciente para permanecer en silencio? No digo que esté mal que la gente baile, cosa a máquina, acuda a conciertos o a clases de cocina, pero ¿una biblioteca es el lugar para hacerlo? Nadie duda que el libro esté sufriendo una profunda crisis. Los profesionales del sector hablan sin cesar sobre qué hacer para resolverla, y nadie ha dado con la solución a un problema que más que con el libro en sí tiene que ver con el tipo de sociedad y el mundo que hemos creado. Nadie lee poesía, la novela se ha transformado, en el mejor de los casos, en un mero vehículo de entretenimiento, los teatros sobreviven con dificultad, y el cine trata de conjurar el lacerante espectáculo de sus salas vacías inclinándose cada vez más al espectáculo audiovisual. Y ¿qué decir de la cultura misma? Ha hecho tabula rasa de todo aquello que alimentó durante siglos los sueños y los pensamientos de los hombres. ¿Alguien lee hoy en día la Odisea o la Ilíada, el Amadís de Gaula o los preciosos sermones de san Bernardo, “Miel en la boca, cántico en el oído, júbilo en el corazón”, así decía el monje cisterciense que debían ser las palabras que se elevaban a Dios. ¿Qué ha pasado en nuestro tiempo para que sintamos un desinterés tan absoluto por lo que hicieron y pensaron los hombres y mujeres que nos precedieron? No es extraño que seres inquietos como Kari Lämsä hagan malabarismo para conjurar esta dolorosa desmemoria. Las nuevas bibliotecas ya no son iglesias, proclaman. Pero ¿es tan malo que se les parezcan un poco? A los niños y niñas de mi generación se les enseñaba a respetar el silencio. No podíamos hablar en las capillas, en las salas de estudio, cuando venían las visitas. El silencio era indisociable de las salas de cine, de los espacios de lectura, de los juegos solitarios, de la noche. Era el tiempo de la ensoñación, de la espera de lo inesperado, el tiempo de atender las otras voces del mundo: las voces de los aventureros, de los locos, las voces de los héroes y de los perseguidos. El personaje de un cuento Heinrich Böll se dedica a coleccionar silencios. Le ha tocado vivir en una época y en un país terrible, la Alemania de después de la guerra, y trabaja en la radio. Una de sus tareas es preparar las cintas grabadas para su emisión. Él debe revisarlas, y hacer cortes, para evitar las pausas innecesarias. Pero no tira esos trozos, los guarda en una caja con la intención de volver a unirlos un día y obtener así una cinta en que lo único que se oiga es el silencio. La hermosa parábola no ha perdido su vigencia, pues no creo que haya existido un tiempo en que el silencio esté más desvalorizado que hoy. Los medios de comunicación han transformado al hombre contemporáneo en un ser cada vez más parlanchín y desinhibido, que no tiene problemas en opinar sobre lo primero que se le ponga a tiro. ¿Supone esto que hoy día las palabras estén más valoradas que nunca? Más bien sucede lo contrario, y pocas veces las palabras y las ideas han valido menos. Puede que el antídoto sea actuar como el personaje del cuento de Heinrich Böll, y leer es una manera de hacerlo. ¿No consiste justo en eso la lectura: en coleccionar silencios? El silencio es el espacio de la reflexión, pero también del pudor. Por eso todos los que guardan algo valioso hablan en susurros, atentos a esas otras voces que cuentan la verdadera historia de lo que somos. (Gustavo Martín Garzo, 02/08/2015)


Libros para Mujeres:
Por una parte está el no tan conocido hoy en día (y sobre todo para los lectores no germanos) Klopstock. Klopstock protagonizó un movimiento de masas hacia 1750 y despertó pasiones encendidas. Era como un One Direction de las letras, escribiendo poesías amorosas que conseguían enardecer a sus lectores. Tanto era así que en el posteriormente famoso Las desventuras del joven Werther la mención del nombre del poeta consigue tener un efecto directo sobre los sentimientos de los protagonistas. Klopstock, como siempre esperamos de los poetas, estaba enamorado de una muchacha con la que obviamente no se casó y a la que le escribía poemas de amor. Las poesías de Klopstock se hicieron muy populares y empezaron a ser leídas en voz alta. Las lecturas se convirtieron de hecho en eventos de masas. El propio Klopstock ganaba dinero con ello… y otros muchos hicieron también caja leyendo, imprimiendo y distribuyendo bien pudiesen hacerlo o bien haciéndolo a lo pirata. Klopstock despertaba sobre todo la pasión de las lectoras, que lloraban en las lecturas de sus poemas. Y, por supuesto, los críticos biempensantes no veían con buenos ojos ni a su obra ni a su recepción masiva. El primer best seller sentimental Pero Klopstock no era el único entonces que despertaba el interés de las lectoras, al mismo tiempo que él estaba poniendo las lecturas de poesía de moda en Alemania otro escritor estaba movilizando a las lectoras en otro país. De forma paralela, Samuel Richardson estaba viviendo el éxito de su gloria con Pamela, la novela que todo el mundo tenía que leer a mediados del XVIII. Tanto era así que las damas inglesas se dejaban ver con los ejemplares de la obra simplemente para mostrar que estaban a la moda. Pamela no solo era un boom editorial en su Inglaterra natal. Según explica Bowmann, Richardson era entonces el escritor más famoso y más leído en toda Europa y sus novelas habían sido traducidas al francés, al alemán y a otras lenguas europeas. En España, como descubrimos gracias a otra fuente, se publicó por primera vez en 1794, aunque había sido ya representada en adaptaciones teatrales con éxito. Pamela podría parecernos ahora una novela un tanto, por usar el lenguaje popular, chunga, pero en su momento tenía cierto punto subversivo y llamativo que hacía que el texto llegase a muchos lectores. Pamela es una muchacha que, ante un revés de la fortuna familiar, tiene que convertirse en criada. Cuando se convierte en criada, entra a trabajar para el señor B., que quiere rápidamente convertirla en su amante. De hecho, llega a intentar violarla. Pamela resiste a todos los avances de su señor y, teniendo en cuenta que se subtitula La virtud recompensada, acaba casándose con él ya que el señor B. acaba enamorándose de ella. Y ahí está el punto que va contra lo habitual. No solo la criada no capitula como previsto ante el señor sino que además se acaba convirtiendo en la señora. Pamela, por supuesto, era leída con pasión por las señoras, pero también por todas esas muchachas que no tenían fortuna y que empezaron a ver que otra cosa era posible. ¿Cómo nació la novela? Pamela fue un perfecto artefacto editorial, como nos cuenta Bollmann. Richardson era un tipógrafo sin pretensiones literarias y, cuando tenía 50 años, se entregó a escribir un libro de modelos de cartas. El futuro escritor era muy hábil detectando tendencias del mercado y sabía que un libro así tendría éxito. Escribir cartas era crucial entonces, ya que era como se presentaban las personas unas a otras, y tener un modelo era algo muy atractivo. Mientras escribía los modelos de las cartas, se le ocurrió la idea de una novela epistolar que fuesen las cartas que una chica escribía a sus padres. Las dos o tres primeras cartas, confesaba el propio autor, nacieron para “instruir a muchachas bien parecidas que debían entrar al servicio de personas desconocidas, para que no cayeran en la trama que se tiende a su virtud”. Así nació Pamela. Escribió la novela de forma rápida, entre noviembre de 1739 y enero de 1740. Su mujer y sus amigas iban siguiendo las entregas de la historia con auténtica pasión. Mientras escribía, por cierto, Richardson no dejó su trabajo principal de tipógrafo. Pamela se convirtió en un bombazo. Los lectores debatían el final y si estaban o no de acuerdo con el mismo y rápidamente aparecieron libros que lo imitaban (y parodias, por supuesto: Henry Fielding escribió una de las primeras). (Raquel C.Pico, 2015)


Virginia Woolf:
Los cuatro hermanos Stephen, hijos del biógrafo, editor y alpinista Leslie Stephen, vivieron en Kensington educados en las formalidades acartonadas de la sociedad victoriana hasta que, muertos los padres, se trasladaron como una forma de rebeldía soterrada al distrito de Bloomsbury, un barrio decadente, lleno de estudiantes indolentes y parejas divorciadas. En aquella casa de estilo georgiano, el 46 de Gordon Square, los cuatro hermanos, Thoby, Virginia, Vanessa y Adrian, comenzaron a vivir sin ataduras con las nuevas amistades que Thoby había recabado en el Trinity College de Cambridge, un grupo denominado Los Apóstoles, que pasó a la historia, menos por lo que apartaron al arte y a la literatura como por ser los primeros exploradores de la nueva moral, la libertad de costumbres, el elitismo y la seducción, las señas de identidad de la cultura contemporánea. Los amigos de Thoby eran jóvenes veinteañeros desenfadados, Lytton Strachey, Clive Bell, Saxon Sídney-Turner, Walter Lamb y Desmond McCarthy, a los que después se unirían Duncan Grand, Roger Fry y Leonard Wolf. Solo Virginia alcanzó un puesto muy relevante en el mundo literario y en menor grado Vanessa como pintora, gracias a su hermana. Virginia, neurótica desde la adolescencia, casada con Leonard Wolf, aglutinó a aquella dorada pandilla, a la que se sumaron el escritor E. M. Forster, el economista Maynard Keynes y el filósofo Bertrand Russell. La presencia de las chicas entre aquellos muchachos era un caso insólito. Algunos eran homosexuales “pero no de una forma irremediable”, como decían ellos. El aura de aquella época viene marcada por unas fotos evanescentes en que se ve a estos seres con pantalones blancos de pliegues, sombreros fláccidos y a ellas con vestidos anchos y pamelas; todos tenían casas de campo donde aparecían recostados en hamacas durante las eternas vacaciones de verano o en viajes exóticos, con la seguridad de que su dicha era merecida después de haber derribado todas las convenciones sociales, pero su diseño de inocentes cazadores de mariposas no podía ocultar las turbulentas pasiones. Ante todo eran adoradores de la belleza, incluso a la hora de morir, lance que Thoby fue el primero en experimentar como una representación estética. Siendo muy jóvenes todavía los cuatro hermanos viajaron a Venecia, Florencia, Bríndisi, Patras, Olimpia, Atenas, con baúles forrados de loneta, pasajeros en camarotes de lujo en todos los barcos y vagones de primera clase del Oriente Express. Thoby y Vanessa enfermaron durante el viaje; ella se recuperó, pero aquel chico encantador murió en Londres de fiebre tifoidea después de haber regresado a casa. Tenía 26 años. Morir de un juvenil empacho de Grecia era la suprema elegancia. Tiempo después, su hermana Virginia elevó el suicidio a categoría literaria, de modo que el alumno que no sepa que la escritora se adentró en el río Ouse con los bolsillos del abrigo llenos de piedras podría aprobar, tal vez, el examen de Literatura, pero no el de Psiquiatría. Exquisita educación Las pasiones envasadas bajo la exquisita educación discurrían normalmente en aquel grupo de adoradores de sí mismos hasta que irrumpió Vita Sackville-West en la vida de Virginia Wolf. Esta famosa pareja se conoció durante una cena con Clive Bell en diciembre de 1922. Cuatro días después, Vita invitó a Virginia a un almuerzo a solas. De ese encuentro cada una sacó su propia impresión. Vita le dijo a su marido: “Simplemente adoro a Virginia Wolf y tú también la adorarás. Te rendirás ante su encanto y personalidad. Es completamente natural. Viste de un modo bastante atroz. Pocas veces he quedado tan prendada de alguien”. Virginia anotó en su diario: “No es muy de mi gusto severo: recargada, bigotuda, con los colores de un periquito y toda la soltura de la aristocracia, pero sin el genio del artista”. Pese a ello, Vita fue la pasión más turbadora de Virginia, una historia de amores lésbicos plagada de celos. Vita Sackville-West era poeta, novelista, periodista, viajera, pero sobre todo ejercía el oficio desenfadado de ser una aristócrata nacida en el castillo de Knole con raíces hasta el siglo XVI, aunque en su árbol genealógico se había colgado una tal Pepita, su abuela materna, hija de una gitana acróbata española casada con un barbero y luego con un bailarín hasta convertirse en amante de Lionel Sackville, a quien le hizo cinco hijos, entre ellos, la madre de Vita. Se casó con Harold Nicolson, diplomático, viajero y homosexual, que después de hacerle dos hijos vio con agrado las amantes que pasaban por la vida de su mujer. Se cuentan hasta dieciocho las mujeres con las que tuvo una historia de amor lésbico y aunque la más tórrida la vivió con Violet Tresusis, hija de Alice Keppel, amante de Eduardo VII, la más literaria, complicada y morbosa fue con Virginia Wolf. Recibida como una intrusa De Vita le atraía más que su belleza su pasado en el castillo de Knole, el desenfado con que rompía las reglas de una aristocracia tan arraigada, pese a lo cual esta amiga fue recibida como una intrusa en el grupo de Bloombury, “una importación innecesaria para nuestra sociedad”, decía Vanessa. Los respectivos maridos, Leonard y Harold, contemplaban con distante inquietud esta historia entre sus mujeres, cada vez más intensa, más ineludible hasta que en diciembre de 1925 se acostaron juntas por primera vez en Long Barn, la casa que Vita poseía cerca del castillo de Knole. Parece que la iniciativa fue de Virginia, pese a que la más experta era Vita, que a partir de ese día no cesó de aventar las brasas de ese fuego pero deteniéndose en el último momento ante sus llamas para que ese juego no cesara, hasta que un día la abandonó y Virginia humillada escribió la novela Orlando, una biografía de esta pasión y fue así cómo la venganza, los celos y la melancolía escalaron una cumbre de la literatura. (Manuel Vicent)


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