Librerías             

 

Librerías:
Desaparición de librerías:
Qué suerte haber nacido en esta época en la que la felicidad está al alcance de la mano. Ya no tenemos que preocuparnos por nada. Apenas abrimos los ojos por la mañana podemos comprobar cuánto nos quieren en Facebook, cuánto ha gustado nuestra última foto de Instagram, recibir nuestra dosis de endorfinas en forma de likes antes de salir siquiera de la cama. Y luego, seguir haciéndolo mientras desayunamos o camino del trabajo. Y continuar así, sin pensar nada en absoluto, durante el resto del día. ¿Qué más podríamos desear? ¿Qué puede haber mejor que este dulce estado de felicidad cada vez más plana, tan plana como la tecnología de nuestros dispositivos? Y mientras nuestros proveedores de bienestar siguen desarrollando miles de apps cada día, fantásticas apps que nunca habíamos necesitado y que en la mayoría de los casos todavía no sabemos muy bien para qué sirven, a nuestro alrededor continúan desapareciendo las librerías y el sector cultural es esquilmado. Si fuésemos capaces de asomarnos ahí fuera, de separar por un instante nuestra nariz de las pantallas, comprobaríamos que ya no están donde siempre estuvieron las librerías Catalonia, Negra y Criminal o Áncora y Delfín de Barcelona, las librerías Paradox, Altaïr o Rumor de Madrid, o Renacimiento en Sevilla, o Villar en Bilbao, o Pau en Valencia, o Cervantes en Salamanca. En el año 2014 desaparecieron a razón de dos librerías al día. Como en un cuento de terror. Por supuesto, este Gobierno, el mismo que suprimió el Ministerio de Cultura y lo diluyó en Educación y Deportes, el mismo que mantuvo durante años como su máximo responsable a un individuo que odiaba el cine, los libros y a sus autores, no ha asistido impasible a esta desintegración: ni mucho menos, ha hecho todo lo posible por minar aún más las frágiles estructuras culturales de nuestro país y por socavar toda la capacidad de influencia de quienes entiende son sus enemigos. Así, la venta de libros se ha mantenido en caída libre durante años, hasta que la industria editorial ha pasado de facturar 3.186 millones de euros en 2008 a los 2.196 millones actuales, cada vez más lejos de los 4.000 millones de euros que aun durante la crisis los libros aportan al PIB en nuestra vecina Francia. No obstante, nada de esto tiene la más mínima importancia. Si de verdad alguna vez fuésemos capaces de volver a interesarnos por el mundo exterior, el que se extiende más allá de las pantallas de nuestros móviles, ¿por qué habrían de importarnos los libros? Al fin y al cabo, la tecnología está llenando nuestros momentos de ocio como nunca lo supo hacer la literatura. Qué más da. Cinco de cada diez españoles reconoce no haber leído ningún libro este año. Ni el pasado. Ni el anterior. Y tan felices. Los niños del mañana no volverán a emocionarse con las aventuras de La isla del tesoro, nunca temblarán con John Silver El Largo, y los únicos piratas que conocerán serán los que se sirvan del trabajo ajeno para poder bombardearlos con lucrativos banners y pop-ups publicitarios. Cuando desaparezcan las librerías, ya no surcarán los mares con los siete viajes de Simbad el marino, porque nadie les habrá hablado de Las mil y una noches. Y, por mucho que naveguen en una Red en la que estén contenidos todos los libros, si nadie les ha enseñado el valor de la literatura ni se acercarán a esos archivos. Ya no habrá más caballeros andantes con la cabeza llena de libros. El mundo estará lleno de enlaces, pero no habrá intertextualidad, porque sin haber leído a Stevenson no podrán llegar a Poe, y sin Poe no arribarán a Borges, y sin Borges los caminos dejarán de bifurcarse. En pleno éxtasis HD se perderán todos los matices y no sabrá leerse la realidad más que a través de unos iconos. Los adolescentes, que nunca habrán conocido la melancolía a través de las memorables páginas de los rusos, vivirán por siempre en un mundo feliz privado de todas sus aristas. Sin adivinar siquiera por qué es tan indeseable vivir en un mundo feliz. Dicen que en 2015 creció al fin la venta de libros, pero no es cierto, tan solo no volvió a desplomarse por sexto año consecutivo. Dicen que este año se han abierto nuevas librerías independientes, pero nadie explica que las que cierran son las grandes, con muchos más empleados y fondos. Y a pesar de todo, esto todavía nos deja lugar para la esperanza. Porque cada uno de esos libreros independientes, que de verdad cree en los libros y en la literatura, es un portador de la llama. Un héroe anónimo que mantendrá vivo el fuego durante los tiempos de oscuridad. Y cuando algún día una generación se dé cuenta de que esa felicidad plana y anodina era un fraude, y de que todas las nuevas tecnologías de la evasión juntas nunca podrán reproducir un ápice del auténtico placer de la lectura, ni de la forma de estar en el mundo que implica, ellos estarán allí para hablarles de la última moda: leer historias de mucho más de una línea, leer historias infinitas. (Juan Jacinto Muñoz Rengel, 06/08/2016)


Librería barrio:
La librería de mi barrio tenía un escaparate de cristal donde vivía un globo terráqueo de color azul, con países verdes, marrones, rojos y amarillos, y continentes desconocidos donde vivían las tribus de los pendientes de hueso y Quatermain buscaba la minas del Rey Salomón. Junto a la esfera del pie de metal, reposaban cajas de colores Alpino y rotuladores Carioca que querían vivir en plumieres de plástico y acompañarte al colegio. A veces, cuando mis amigos no estaban me acercaba y me sentaba en el alféizar. Cuando entraba gente y los dependientes estaban ocupados, entraba y paseaba por la cueva de las maravillas. El dependiente vestía un guardapolvo azul marino con dos bolsillos en los que guardaba lápices boca arriba de puntas afiladas y olía a colonia barata de la mercería de la esquina. Le ayudaba una señora que siempre fue mayor, con el cabello blanco y gafas de cadenilla para no perder su muletilla de vista artificial. Un expositor de alambre negro guardaba libros con dibujos de los personajes en el lomo, que prometían mil aventuras por mundos y dimensiones desconocidas. Me paraba delante para aprenderme los nombres de Nemo o Ahab, de príncipes y princesas medievales, y portadas de un cohete que iba a herir a una luna con boca y ojos, o de un huérfano de pantalones a jirones por los tobillos, al que perseguía un caballero con bastón y sombrero de copa. Más allá,las cajas de los esqueletos desmontables de la Anatomía Humana, de la que solo pude comprarme una vez la correspondiente a la osamenta. Así quedo para siempre en el mueble de mi habitación. Un cuerpo de huesos de plástico, huérfano de sus caparazones de músculos rojizos y carnes rosáceas. La librería de mi barrio olía a grafito y siete enanitos cavaban en sus paredes para sacar purpurinas de metales preciosos con las que bordar Estrellas de Oriente que guiasen a los Magos. La librería de mi barrio ya no existe. En su lugar pusieron un bar de desayunos y barrechas que primero fue de un señor de Cuenca y hoy regenta una familia de cerca de Shanghai que preparan pulpo a feira y bocadillos de lomo con queso al estilo de los cantones orientales. Pero a veces en alguna mesa te encuentras al señor Scrooge hablando con el Tío Gilito mientras en la Verde del de billar Ivanhoe apuesta a la bola roja contra los hijos del Capitán Grant. Si tomas un café puedes ver en la pecera a la blanca Moby Dick sacando la lengua a un capitán enloquecido y barba de cuáquero. En los lavabos entran juntas los grupos de Mujercitas y en el de hombres encuentras a Mortadelo con disfraz de dispensador de jabón líquido para manos, que ríe cuando le aprietas porque tiene cosquillas. A veces el señor de Shanghai tiene que expulsar a Oliver Twist que entró a pedir limosna mientras Fagin te robaba la cartera. Vaga el espíritu del dependiente con olor a Varón Dandy jugando a sacar las tres piñas en la máquina tragaperras, casi al lado de un agujero en la pared que dicen que lleva al Centro de la Tierra, enfrente de un expositor de viajes que promete Cinco semanas en Globo por solo treinta denarios de plata. No entiende nada el señor Yang, que vino de su tierra amarilla para preparar pato laqueado y ahora ha de batallar diariamente persiguiendo con una escoba a los personajes que decían de ficción, y que se ocultan tras las paredes del bar. Ora ha de perseguir a Strogoff, correo del Zar, que pasa corriendo a caballo entre las mesas, ora ha de aguantar los pronunciamientos militares de Aureliano Buendía, y cuidarse muy mucho de que no le muerda el cuello un conde transilvano ni de que el monstruo de los zapatos del número 49 y cabeza plana se acerque a las niñas inocentes. Pero el señor Yang está provisto de sabiduría de Confucio y paciencia de chino. Han llegado a un pacto de no agresion literaria y a cambio de hacer la vista gorda, Harry Potter le ayuda a lavar los platos, y David Copperfield y Alatriste toman las comandas cuando el bar se llena. A veces, ya de anochecida, cuando la clientela se va recogiendo en sus casas, me siento en el alféizar como antaño, y observo cómo de cada rincón de esa casa van saliendo sus antiguos moradores. Juegan al bridge Nemo y Poirot, pelean cohortes romanas contra galos irreductibles puestos hasta el culo de poción mágica, mientras por la acera pasea Haddock medio borracho, con Milú cogido de una correa, en tanto Holmes y Watson investigan quién asesinó a esa ración de boquerones. La librería de mi barrio ya no existe. En su lugar se ilumina un neón que pone Gran Muralla, pero ni mil ocupantes podrán acabar jamás con el espíritu de sus primeros moradores. La librería de mi barrio ya no existe, pero en ocasiones me siento en el alféizar y miro mi niñez a través del escaparate. (Manuel Fernández García, 07/10/2016)


[ Home | Menú Principal | Documentos | Fotos | Crisis | Cerveza ]