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Leer por leer:
Crisis de la lectura, crisis de la producción:
El cuadro de la producción y de la circulación de los textos en forma de libro en el ámbito de la cultura escrita de tradición occidental que hasta ahora se ha construido parece dibujar un continente armoniosamente homogéneo, fundado sobre un canon uniformemente aceptado y sobre reglas de ordenación universalmente respetadas. Y sin embargo, las apariencias están desmentidas por recurrentes síntomas de desestabilización y por continuas alarmas de crisis que conciernen tanto a la editorial como a la lectura. Y en efecto, en ambos sectores las contradicciones parecen evidentes, las incertidumbres del programa son grandes y las demandas de intervencionismo estatal resultan deprimentes. ¿Existe, en definitiva, una crisis de la lectura y del libro? ¿Y cómo se configura? También en este caso para entender es necesario analizar y distinguir. Extrañamente, las alarmas más fuertes vienen de las áreas en que la producción y circulación de los textos impresos son más dinámicas y están más difundidas socialmente, es decir, de los Estados Unidos y de Europa, no de África y América Latina. Japón constituye un caso aparte. En Estados Unidos, que es el país del mundo que produce más libros y papel impreso y que posee una industria editorial muy sólida y organizada, aunque obsesionada con la idea de una crisis que amenaza con aparecer en cualquier momento, los problemas de los que más se resiente son el del analfabetismo creciente en las áreas urbanas y el del progresivo descenso del nivel de preparación académica de los estudiantes medios y universitarios de las escuelas públicas: en realidad son dos aspectos diferentes del mismo fenómeno. Según Robert Pattison, el sistema escolástico americano tiende cada vez más a separar una enseñanza de élite, instalada e impartida en los colleges más caros y más preparados, fundado en la cultura oficial y en el absoluto respeto de los usos lingüísticos tradicionales, de una enseñanza de masas, tecnicista y de bajo nivel. «Tenemos -afirma aquél- una literacy del poder y de los negocios y otra literacy, aún en formación, de la energía popular»; y concluye que si esta contraposición se transformase en un enfrentamiento violento de clases y culturas «sería el final del experimento americano». Por otra parte, Estados Unidos es el país en el cual es más clara la diferencia entre una cultura juvenil mediática, volcada en la música rock, el cine, la televisión y los juegos electrónicos y que deja en segundo plano la lectura, limitada ésta a obras de narrativa contemporánea y sobre todo de ciencia-ficción y tebeos; y una cultura juvenil tradicionalmente cultivada, que se basa en la lectura de libros, en la asistencia al teatro y al cine de calidad, en escuchar música clásica y en el uso sólo complementario de las nuevas tecnologías mediáticas. Una vez más, en Estados Unidos, la lucha contra el analfabetismo urbano de masas ha sido planteada sobre un programa de refuerzo y de difusión social de la lectura de libros. Ya en 1966 Robert McNamara fundó una asociación llamada «Reading is fundamental», que hoy cuenta con cien mil colaboradores repartidos por todos los estados y que se dirige sobre todo a la infancia; y más recientemente Barbara Bush ha creado una Foundation for Family Literacy que ha tenido un fuerte respaldo federal. El año 1989 ha sido proclamado «Year of the Young Reader» y 1991 «Year of the Lifetime Reader»; por último, el 6 de febrero de 1990 el Senado estadounidense ha aprobado el «National Literacy Act», que crea una estructura gubernamental para combatir el analfabetismo sobre todo el territorio nacional, unificando anteriores iniciativas privadas o locales y concediendo conspicuos fondos federales. Por otra parte, según otras fuentes, en Estados Unidos no sólo está en crisis el alfabetismo de masas, sino también la lectura de calidad, la de los lectores preparados, que leen frecuentemente y por convicción y que crean opinión. Según el juicio, completamente informal, de un experto en la industria editorial estadounidense, en todo el país (habitado por 236 millones de personas) estos lectores experimentados no suman más de 15 ó 16.000, a los cuales habría que añadir unos 500 ó 600 lectores de poesía. Esta opinión es evidentemente paradójica y no puede responder a la realidad, aunque lo comparten otros autorizados testigos con los que he tenido ocasión de hablar sobre esta cuestión. De todos modos, el hecho mismo de que esta opinión sea expresada, divulgada (e incluso compartida) demuestra que en Estados Unidos, más allá de los problemas y de las características de la realidad productiva, la llamada crisis del mercado del libro se siente como un problema inminente. Europa presenta otra cara del problema, la de una crisis convulsiva de las empresas editoriales grandes y pequeñas, que pasan frenéticamente de una fusión a otra, de un grupo de propietarios a otro, de un aumento de capital a otro, en espera del mítico fin de la unidad continental y siempre atento a cuanto sucede en el mercado, rico y desorientado, de los países del Este europeo y de la URSS. En Europa el libro no está aún tratado del todo como una mercancía, y sobre todo los operadores culturales y los pequeños editores se oponen a que llegue a serlo completamente. En este sentido fue lógica la polémica que surgió en Francia en torno a la liberalización del precio del libro. La Ley se promulgó en 1979 con el objeto de adaptares a las leyes del mercado y fue anulada por una ley que aprobó Jack Lang el 1 de enero de 1982, que restablecía el precio único en todo el territorio nacional. Por su parte, si en nuestro continente, los viejos mitos son difíciles de destruir, asimismo es cierto que las editoriales europeas, siguiendo el camino de las estadounidenses, se encuentran alteradas por un fenómeno de desculturización que agrede al proceso de producción del libro a todos los niveles, del que dan cuenta la selección, la manipulación editorial, la traducción y la presentación gráfica de los textos, y que provoca la caza del autor y el libro de éxito, la frenética creación del instant book y el anclaje pasivo en autores del pasado (vid, el «re-descubrimiento» de los clásicos en ediciones modernizadas). Este cambio radical de orientación y de procedimientos, llevado a cabo especialmente por las grandes editoriales en constante transformación y desvastadas por repentinas variaciones de los equipos de trabajo y las programaciones, no consigue conquistar nuevos espacios de mercado y nuevo público, debido también al efecto de una feroz competencia, con dimensiones nacionales y continentales. En esta situación las empresas editoriales más débiles, como es el caso de la italiana, se encuentran en mayores dificultades respecto a las más fuertes y más capacitadas, como la inglesa, la alemana y la española. A pesar de ello, en estos últimos años las editoriales europeas (incluida la italiana) publican cada vez más, diversifican los productos, traducen abundantemente, y en conjunto se muestran más activas y dinámicas de lo que eran hace algunas décadas; pero no consigue crearse un espacio de mercado seguro y en expansión; y viven (como la estadounidense) en el miedo a una progresiva (o imprevista) reducción del ya de por sí limitado público interesado. El caso japonés es una cuestión aparte, como ya se ha apuntado, ya que los habitantes del Imperio del Sol constituyen la más grande concentración de lectores «experimentados» que se conoce, a lo que corresponde una industria editorial moderna, altamente organizada y sofisticada, que produce casi 40.000 títulos al año con una tirada total de cerca de mil millones y medio de ejemplares y que cuenta con unas 5.000 empresas. El lector japonés lee abundantemente porque posee un nivel cultural muy elevado y porque considera un deber estar informado y formado por la cultura escrita, en un país en el que el prestigio de la escuela y la universidad están fuera de toda discusión. Los sectores de mayor éxito son los manuales, la literatura de entretenimiento y de información y los tebeos; los precios además con muy bajos. En conjunto se trata de un fenómeno de lectura generalizada de masas, con características de consumo inducido, probablemente único por la naturaleza autoritaria y jerárquica de la sociedad japonesa y por ello no es fácilmente exportable a ningún otro lugar.

El desorden de la lectura:
De cuanto hemos dicho hasta el momento parece evidente que en el ámbito de las áreas culturalmente más avanzadas (EE.UU. y Europa) se va abriendo camino un modo de lectura de masas que algunos proponen expeditivamente que se defina como «posmoderno» y que se configura como «anárquico, egoísta y egocéntrico», basado en único imperativo: «leo lo que me parece». Como ya se ha dicho, esto se ha originado a causa de la crisis de las estructuras institucionales e ideológicas que hasta ahora habían sustentado el anterior «orden de la lectura», es decir, la escuela como pedagogía de la lectura dentro de un determinado repertorio de textos autoritarios; la Iglesia como divulgadora de la lectura orientada hacia fines piadosos y morales; y la cultura progresista y democrática que centraba en la lectura un valor absoluto para la formación del ciudadano ideal. Pero esto es también el fruto directo de una más potente alfabetización de masas, del acceso al libro de un número mucho más elevado de lectores que el de hace treinta o cincuenta años, de la crisis de oferta de la industria editorial respecto a una demanda caóticamente nueva en términos de gusto y en términos numéricos. Todos ellos son elementos que se parecen en gran medida a la crisis que ya atravesara la lectura como hábito social y el libro como instrumento de este hábito durante el siglo XVIII europeo; cuando nuevos lectores de masas plantearon nuevas demandas y la industria editorial no consiguió responder a sus crecientes necesidades más que de un modo incierto y con retraso; cuando las tradiciones divisiones entre los libros llamados «populares» y los libros de cultura se debilitaron para numerosos lectores burgueses y para algunos de los nuevos alfabetizados urbanos. Contrariamente a lo que sucedía en el pasado, hoy en día la lectura ya no es el principal instrumento de culturización que posee el hombre contemporáneo; ésta ha sido desbancada en la cultura de masas por la televisión, cuya difusión se ha realizado de un modo rápido y generalizado, en los últimos treinta años. En Estados Unidos, en 1955, el 78% de las familias tenían un televisor; en 1978 este porcentaje creció al 95% y en 1985 llegó al 98%. Al mismo tiempo, en la sociedad norteamericana disminuía el número de periódicos: en 1910 había más de 2.500, que descendieron a 1.750 en 1945 y a 1.676 en 1985. La situación europea y la japonesa son, desde este punto de vista, similares a la estadounidense, aunque no se presentan con las mismas características. En general, se puede afirmar con seguridad que hoy día en todo el mundo el papel de información y de formación de las masas, que durante algunos siglos fue propio de la producción editorial, y, por tanto «para leer», ha pasado a los medios audiovisuales, es decir, a los medios para escuchar y ver, como su propio nombre indica. Por primera vez, pues, el libro y la restante producción editorial encuentran que tienen una función con un público, real y potencial, que se alimenta de otras experiencias informativas y que ha adquirido otros medios de culturización, como los audiovisuales; que está habituado a leer mensajes en movimiento; que en muchos casos escribe y lee mensajes realizados con procedimientos electrónicos (ordenador, máquina de vídeo o fax); que además, está acostumbrado a culturizarse a través de procesos e instrumentos costosos y muy sofisticados; y a dominarlos, o a usarlos, de formas completamente diferentes a los que se utilizan para llevar a cabo un proceso normal de lectura. Las nuevas prácticas de lectura de los nuevos lectores deben convivir con esta auténtica revolución de los comportamientos culturales de las masas y no pueden dejar de estar influenciados. Como es sabido, el uso del mando a distancia del televisor ha proporcionado al espectador la posibilidad de cambiar instantáneamente de canal, pasando de una película a un debate, de un concurso a las noticias, de un anuncio publicitario de una telenovela, etc., en una vertiginosa sucesión de imágenes y episodios. De un hábito de estas características nacen en el desorden no programado del vídeo nuevos espectáculos individuales realizados con fragmentos no homogéneos que se superponen entre ellos. El telespectador es el único autor de cada uno de estos espectáculos, ninguno de los cuales se incluye en el cuadro de una cultura orgánica y coherente de la televisión, pues, efectivamente, son a la vez actos de dependencia y actos de rechazo y constituyen en ambos casos el resultado de situaciones de total desculturización, por una parte y de original creación cultural, por otra. El zapping (nombre angloamericano de esta costumbre) es un instrumento individual de consumo y de creación audiovisual absolutamente nuevo. A través del mismo, el consumidor de cultura mediática se ha habituado a recibir un mensaje construido con mensajes no homogéneos y, sobre todo, se le juzga desde una perspectiva racional y tradicional, carente de «sentido»; pero se trata de un mensaje que necesita de un mínimo de atención para que se siga y se disfrute y de un máximo de tensión y de participación lúdica para ser creado. Esta práctica mediática, cada vez más difundida, supone exactamente lo contrario de la lectura entendida en sentido tradicional, lineal y progresiva; mientras que está muy cercana a la lectura en diagonal, interrumpida, a veces rápida y a veces lenta, como es la de los lectores desculturizados. Por otra parte, es verdad que el telespectador creativo es en general también capaz de seguir, sin perder el hilo de la historia, los grandes y largos enredos de las telenovelas, que son las nuevas compilaciones épicas de nuestro tiempo, síntesis enciclopédicas de la vida consumista, cada una de ellas puede corresponder a una novela de mil páginas o a los grandes poemas del pasado de doce o más libros cada uno. El hábito del zapping y la larga duración de las telenovelas han forjado potenciales lectores que no sólo no tienen un «canon» ni un «orden de lectura», sino que ni siquiera han adquirido el respeto, tradicional en el lector de libros, por el orden del texto, que tiene un principio y un final y que se lee según una secuencia establecida por otros; por otra parte, estos lectores son también capaces de seguir una larguísima serie de acontecimientos, con tal de que contenga las características del hiperrealismo mítico, que son propias de la ficción narrativa de tipo «popular».

Los modos de leer:
El orden tradicional de la lectura consistía (y consiste) no sólo en un repertorio único y jerarquizado de textos legibles y «leyendas», sino también en determinadas liturgias del comportamiento de los lectores y del uso de los libros, que necesitan ambientes convenientemente preparados e instrumentos y equipos especiales. En la milenaria historia de la lectura siempre se han contrapuesto las prácticas de utilización del libro rígidas, profesionales y organizadas con las prácticas libres, independientes y no reglamentadas. En Europa, durante los siglos XIII y XIV, por ejemplo, la lectura de los profesionales de la cultura escrita, rodeados de libros, atriles y otros instrumentos, se oponían a las libres experiencias de lectura del mundo cortés y a las que carecían de disciplina y de reglas del «pueblo» burgués de lengua vulgar. Mientras ha durado, el orden de la lectura imperante dictaba incluso a la civilización contemporánea algunas reglas sobre los modos en que debía realizarse la operación de la lectura y los comportamientos de los lectores; esas reglas descienden directamente de las prácticas didácticas de la pedagogía moderna y han encontrado una puntual aplicación en la escuela burguesa, institucionalizada entre los siglos XIX y XX. Según tales reglas, se debe leer sentado manteniendo la espalda recta, con los brazos apoyados en la mesa, con el libro delante, etc.; además, hay que leer con la máxima concentración, sin realizar movimiento ni ruido alguno, sin molestar a los demás y sin ocupar un espacio excesivo; asimismo, se debe leer de un modo ordenado respetando la estructura de las diferentes partes del texto y pasando las páginas cuidadosamente, sin doblar el libro, deteriorarlo ni maltratarlo. Sobre la base de estos principios se proyectaron las salas de lectura de las public libraries anglosajonas, lugares sagrados para la lectura «de todos», y que en consecuencia resultan prácticamente idénticas a las salas de lectura tradicionales de las bibliotecas dedicadas al estudio, al trabajo y a la investigación. La lectura, teniendo como base estos principios y estos modelos, es una actividad seria y disciplinada, que exige esfuerzo y atención, que se realiza con frecuencia en común, siempre en silencio, según unas rígidas normas del comportamiento: los demás modos de leer, cuando lo hacemos a solas, en algún lugar de nuestra casa, en total libertad, son conocidos y admitidos como modos secundarios, se toleran de mala gana y se consideran potencialmente subversivos, ya que comportan actitudes de escaso respeto hacia los textos que forman parte del «canon» y que, por tanto, son dignos de veneración. Según una investigación llevada a cabo por Piero Innocenti sobre un grupo de lectores italianos completamente casual, todos ellos de cultura media-alta, los hábitos de lectura de los italianos, al menos en niveles de edad y clase social documentados, son más bien tradicionales. Sobre ochenta entrevistados, sólo algunos desean leer al aire libre; doce de ellos señalan de prefieren leer sentados ante una mesa o un escritorio; y cuatro indican también la biblioteca como lugar de lectura. De todos modos, el espacio favorito es la casa y dentro de ella su habitación (el que la tiene), mientras que la forma de leer varía entre la cama y el sillón; la mayoría considera el tren como un óptimo lugar para la lectura, prácticamente equivalente al sillón casero. Sustancialmente se trata de respuestas que remiten a un código del comportamiento que aún está vigente desde los siglos XIX y XX, vinculado a unas costumbres (con excepción del tren) que se establecieron hace algunos siglos en la Europa moderna y que básicamente carece de novedades relevantes. El convencionalismo y el tradicionalismo de los hábitos de lectura de los entrevistados de esta investigación provienen tanto del elevado grado de cultura, como de la clase social, la edad y del hecho de que se trata de europeos culturizados. En este sentido, no es casual que la única joven del grupo de menos de veinte años de edad y que sólo tenía estudios primarios ha mostrado preferencias y hábitos claramente opuestas a los de los demás, y entre las maneras de leer ha señalado también la de extenderse en el suelo sobre una alfombra. Ya se ha apuntado el hecho de que los jóvenes de menos de veinte años de edad representan potencialmente a un público que rechaza cualquier clase de canon y que prefiere elegir anárquicamente. En realidad, rechazan también las reglas de comportamiento que todo canon incluye. Como se ha escrito recientemente, «los jóvenes afirman que leen de todo, siempre y en cualquier lugar. El tebeo tiene esta característica, que se adapta a todos los ambientes...» La impresión que se tiene cuando se frecuentan los lugares de estudios superiores en Estados Unidos y en especial algunas bibliotecas universitarias (si es que una experiencia personal y casual puede asumir un significado general) es que los jóvenes lectores están cambiando, como en todos los países, las reglas del comportamiento de la lectura que hasta ahora han condicionado rígidamente este hábito. Y esto se advierte en las bibliotecas, lo cual es aún más importante para el observador europeo, porque significa que el modelo tradicional ya no tiene validez ni siquiera en el lugar de su consagración, que en otros tiempos fue triunfal. ¿Cómo se configura el nuevo modus legendi que representan los jóvenes lectores? Éste comporta, sobre todo, una disposición del cuerpo totalmente libre e individual, se puede leer estando tumbado en el suelo, apoyados en una pared, sentados debajo de las mesas de estudio, poniendo los pies encima de la mesa (éste es el estereotipo más antiguo y conocido), etc. En segundo lugar, los «nuevos lectores» rechazan casi en su totalidad o los utilizan de manera poco común o imprevista los soportes habituales de la operación de la lectura: la mesa, el asiento, y el escritorio. Pues ellos raramente apoyan en el mueble el libro abierto, sino que más bien tienden a usar estos soportes como apoyo para el cuerpo, las piernas y los brazos, con un infinito repertorio de interpretaciones diferentes de las situaciones físicas de la lectura. Así pues, el nuevo modus legendi comprende asimismo una relación física con el libro intensa y directa, mucho más que en los modos tradicionales. El libro está enormemente manipulado, lo doblan, lo retuercen, lo transportan de un lado a otro, lo hacen suyo por medio de un uso frecuente, prolongado y violento, típico de una relación con el libro que no de lectura y aprendizaje, sino de consumo. El nuevo modo de leer influye en el papel social y en la presentación del libro en la sociedad contemporánea, contribuyendo a modificarlo con respecto al pasado más próximo, como es fácil constatar si examinamos las modalidades de conservación. Según las reglas de comportamiento tradicionales, el libro debía -y debería- ser conservado en el lugar adecuado, como la biblioteca, o dentro de ambientes privados en muebles específicos, como librerías, estanterías, armarios, etc. Sin embargo, actualmente el libro en una casa (incluso ahora también en las bibliotecas en donde los materiales de consulta yo no son sólo los libros) convive con un número de objetos diferentes de información y de formación electrónicos y con abundantes gadgets tecnológicos o puramente simbólicos que decoran los ambientes juveniles y que caracterizan su estilo de vida. Entre estos objetos el libro es el menos caro, el más manipulable (podemos escribir en él, ilustrarlo, etc.) y el que más se puede deteriorar. Las modalidades de su conservación están en estrecha relación con las de su utilización: si éstas son casuales, originales y libres, el libro carecerá de un lugar establecido y de una colocación segura. Hasta que los libros son conservados, se encontrará entre los demás objetos y con los otros elementos de un tipo de mobiliario muy variado y sigue su misma suerte que es, en gran medida, inexorablemente efímera. Todo ello termina por tener a su vez algún reflejo en los hábitos de lectura, en el sentido de que la breve conservación y la ausencia de una colocación concreta y, por tanto, de una localización segura, hacen difícil, incluso imposible una operación que se repetía en el pasado: la de la relectura de una obra ya leída, y que derivaba estrechamente de una concepción del libro como un texto para reflexionar, aprender, respetar y recordar; muy diferente al concepto actual de libro como puro y simple objeto de uso instantáneo, para consumir, perder o inclusive tirarlo en cuanto se ha leído. Hace ya algún tiempo Hans Magnus Enzensberger, después de haber afirmado perentoriamente que «la lectura es un acto anárquico», reivindicaba la absoluta libertad del lector, contra el autoritarismo de la tradición crítico-interpretativa: El lector tiene siempre razón y nadie le puede arrebatar la libertad de hacer de un texto el uso que quiera; y continúa: "Forma parte de esta libertad hojear el libro por cualquier parte, saltarse pasajes completos, leer las frases al revés, alterarlas, reelaborarlas, continuar entrelazándolas y mejorándolas con todas las posibles asociaciones, recabar del texto conclusiones que el texto ignora, enfadarse y alegrarse con él, olvidarlo, plagiarlo, y, en un momento dado, tirar el libro en cualquier rincón".


Nuevos medios:
Somos humanos, y por tanto envejecemos. Y somos seres racionales, y por lo tanto abstraemos. Por eso a menudo las personas que van notando las depredaciones de la edad las abstraen y las proyectan haciendo de su propia decadencia un heraldo del apocalipsis. A veces el desencanto de los desengaños acumulados se traduce en la senectud en cínica creencia de que ninguna novedad puede ser buena, de que todo lo que viene nos defraudará. A menudo la nostalgia tiñe de vivos colores el pasado y por contraste de grises el presente y de negros el futuro. En suma: cuando nos hacemos viejos es frecuente que nos volvamos cascarrabias, que despreciemos las novedades y a la juventud y que inventemos un pasado idílico que jamás existió. Así surge la extendida preocupación de cierta intelectualidad sobre los devastadores efectos de las nuevas tecnologías sobre la sociedad, el futuro y especialmente los jóvenes, esos flojos incapaces de leer un libro, agobiados por las constantes alertas de sus móviles (un peligro inminente), que deben ser mantenidos alejados de los peligros de las redes sociales en vacaciones so pena de convertirse en botarates arrastrados por la irresistible capacidad seductora de sus aparatos. Artículos publicados en la última semana y coronados por esta obra maestra de la literatura de terror internauta: ¿ ha destruido el smartphone a una generación? ¿ Es la combinación del móvil y las redes sociales el nuevo tabaco? No, según la Ley de los Titulares de Betteridge. El artículo en cuestión, adelanto de un libro pronto a la venta, basa sus afirmaciones en un puñado de anécdotas convertidas en categoría y en algunas estadísticas como la alarmante subida en el número de suicidios de adolescentes en EEUU desde 2007, año de aparición del iPhone y alba de la Era del Smartphone. Para rebatir tanto alarmismo, conviene subrayar que correlación no es causalidad; el argumento ignora la crisis económica que empezó en 2008 y selecciona los datos, olvidando citar que las tasas de suicidio entre adolescentes (sobre todo varones) están hoy en EEUU muy por debajo de los récords entre 1985 y 1997 (mucho antes de móviles o redes sociales). Los expertos en este doloroso tema creen que el reciente aumento relativo del suicidio adolescente tiene múltiples causas. Pero a quien está seguro de antemano del resultado, un quítame allá esos números no acabará de convencerle. Sobre todo cuando el alarmismo es tan rentable en términos comerciales. Existe una amplia literatura que analiza con cansina minuciosidad los múltiples efectos negativos que las nuevas tecnologías, léase Internet, el teléfono móvil y las redes sociales, causan en jóvenes y no tan jóvenes. A pesar del chiste y del tópico muchos autores piensan en los niños y se preocupan por su bienestar: tantos que ya va haciendo falta una sección dedicada a la tecnofobia en librerías y bibliotecas. Cuentan con el respaldo de toda una industria de estudios sobre los peligros de la Red, a menudo realizados por ONG dedicadas al estudio de la drogadicción que, para sorpresa de nadie, suelen descubrir que móviles y redes sociales son adictivas. Destaca la falta de novedad de los argumentos: según todas estas diatribas, las nuevas tecnologías amenazan nuestra mente, aíslan a las personas destruyendo sus relaciones sociales y enloquecen a quienes carecen de suficiente fuerza mental. Pero si las tecnologías criticadas son nuevas, las razones del rechazo no pueden ser más antiguas. Platón ya denostaba la escritura en el siglo IV aC afirmando que destruiría la memoria de la humanida. San Agustín se preocupaba por la lectura silenciosa de San Ambrosio en el siglo IV. En el siglo XIX las gentes de bien entraron en pánico moral por el efecto de las novelas en la concupiscencia de las señoritas al mismo tiempo que Las tribulaciones del joven Werther de Goethe causó una oleada de suicidios entre jóvenes desengañados en toda Europa. Cervantes dibujó a un Alonso Quijano que “de tanto leer y leer se le secó el cerebro y perdió el juicio”, porque sus contemporáneos del siglo XVI ya entendían el chiste. Los siglos pasan, pero las justificaciones de la neofobia siguen siendo las mismas. Y con la perspectiva del tiempo podemos ver que esos temores son falsos. La escritura no destruyó la memoria de la humanidad y con ella su inteligencia: la multiplicó al hacer posible la conservación del conocimiento, su transmisión y su traspaso a las generaciones siguientes. La lectura silenciosa y en soledad, una aberración en la antigüedad, nos ha facilitado acceder a profundidades de pensamiento y análisis entonces inimaginables. Las novelas antaño consideradas peligro para la moral pública son hoy la cura para las presuntas enfermedades que causa la vida en las redes. Y la rueda de la tecnofobia sigue girando. Todas estas novedades tan peligrosas se normalizaron y con ello abrieron posibilidades maravillosas a la humanidad. Hubo problemas, por supuesto: los juglares y los cuentacuentos se quedaron sin trabajo, los refectorios medievales dejaron de tener como banda sonora a un monje leyendo y las novelas redujeron el bordado como entretenimiento para las damas. Ninguna tecnología es del todo inocente ni carece de efectos negativos, ni siquiera la escritura, la imprenta o las novelas. Pero a cambio ganamos mucho más. La sociedad occidental creció alrededor de estas invenciones, que pasaron a formar parte de su misma esencia. Los libros se convirtieron en la principal herramienta educativa y cultural; los periódicos en uno de los puntales clave de los sistemas políticos democráticos. La ciencia y la cultura avanzaron a gigantescos saltos que han mejorado el bienestar de casi todos. Los temores de Platón, San Agustín, Cervantes o los moralistas decimonónicos han resultado infundados: la escritura no roba la mente, la lectura no enloquece ni convierte a la gente en animales desbocados. Igual que supimos dominar estas antiguas tecnologías del conocimiento seremos capaces de domesticar las nuevas. Los jóvenes ya están usando móviles y redes sociales de un modo diferente al de los adultos, que estos no entienden y por tanto les alarma. Y así es como debe ser, porque así es como ha progresado la humanidad. Siempre con el soniquete de los tecnólogos presagiando catástrofes. (José Cervera, 12/08/2017)


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