Filosofía: Utilidad             

 

Filosofía: Utilidad:
Por qué sobra la filosofía:
Los profesores de la Universidad Complutense de Madrid se han enterado por los periódicos del plan que el rectorado de esa institución prepara para la reorganización de sus centros. Lo esperaban con interés, porque las universidades públicas están muy necesitadas de atención, como en general todo nuestro sistema educativo. La mala noticia es que, descontando la cansina muletilla retórica de la “calidad docente e investigadora”, el plan no contiene más que números. Los números son importantes. Las facultades superiores son también centros de gestión, y la gestión es en buena medida cosa de números. Pero en cuestión de números los supuestos beneficios del proyecto no están mínimamente cuantificados (no hay memoria económica, aunque se anuncia un ahorro que no llega al 1% del presupuesto de la universidad), sino ocultos por otra muletilla, la del “dinamismo y la flexibilidad”, inconcreta e insuficiente para justificar el destrozo académico que dichos números esconden. La finalidad de la universidad no es la gestión, sino la enseñanza y la investigación. Y en este punto no todo se puede reducir a números. Aunque en todas las facultades podamos contar personal, estudiantes, asignaturas y titulaciones, el conocimiento científico implica una diferencia cualitativa irreductible entre la economía y la termodinámica, entre el arameo y el derecho romano o entre la fonética y la química, aunque sus horas de enseñanza se cuenten en créditos y las de investigación en plazos cuantitativamente homogéneos. Y aquí es donde el plan sí tiene grandes ambiciones. Tras años de cháchara sofística acerca de la búsqueda de la excelencia en la investigación, y de su necesaria vinculación con la docencia para garantizar la calidad de esta última, el nuevo plan dibuja unas facultades y departamentos convertidos en cajones de sastre donde los profesores no se reunirán por la especificidad de sus investigaciones o por su cualificación en un área de conocimiento, sino por sedicentes “afinidades académicas” que convierten por decreto sus especialidades en “homogéneas” y que nada tienen que ver con las articulaciones teóricas del saber científico. En la enseñanza secundaria recordarán este sistema: el de las “asignaturas afines”, que obliga a un profesor de Latín a explicar Ética o a uno de Geografía a impartir Historia del Arte. Porque en realidad se trata de convertir las universidades en centros de enseñanza secundaria y de someterlas al proceso de degradación profesional que se ha llevado a cabo en este sector, a fuerza de descualificar los perfiles académicos de las titulaciones, los docentes y los estudiantes, quienes después de todo tendrán que incorporarse a un mercado laboral que considera la cualificación científica y la formación humanística como un obstáculo para la empleabilidad.

Así que no es extraño que una de las principales propuestas de este plan sea la desaparición de la Facultad de Filosofía, una materia que ya desde hace años sufre el acoso de las autoridades educativas del país, que prácticamente la han desterrado de la enseñanza secundaria, principal destino profesional de los graduados en las Facultades de Filosofía. También en este caso se aducen números. Unos números muy poco convincentes, porque no es en absoluto cierto que la Facultad de Filosofía de la UCM haya perdido alumnos en los últimos 10 años, y porque algunos de esos números son muy parecidos a los de otras facultades que sin embargo se salvarán de esta poda, pero que en cualquier caso no dejan de ser solamente números. Desde luego, la Filosofía no es más importante que la Geología, la Odontología o el Turismo (otros de los estudios que pierden también su autonomía según este plan); puede que lo sea mucho menos en determinados aspectos, pero no vale escudarse solamente en los números para hacerla desaparecer como en un espectáculo de prestidigitación. Hay que tener al menos la valentía de dar una explicación que no sea solamente contable y ofrecer algún argumento acerca de por qué se ha decidido marginar del sistema educativo español estos estudios, aducir, en fin, alguna razón académica para la clausura de una facultad que, aunque no pueda competir en tamaño con la de Ciencias Económicas y Empresariales, es un centro de referencia internacional de la producción de filosofía en una lengua con 500 millones de hablantes. Puede que haya motivos de peso para considerar que la filosofía es un estorbo grave para el “dinamismo y la flexibilidad” que repiten como un mantra quienes diseñan estos planes, pero si no se explicitan esos motivos terminaremos pensando que la molestia que les produce una facultad tan pequeña e insignificante obedece a razones públicamente inconfesables. De acuerdo con el proyecto que hemos conocido, Filosofía se convertiría en un departamento de una Facultad de Filología ampliada. Lo cual resulta, desde el punto de vista académico, una propuesta enteramente arbitraria: ¿por qué la filosofía es más afín a la lingüística que a la matemática, a la historia o a la sociología, más aún cuando la Facultad de Filosofía de la UCM imparte actualmente un doble grado con la Facultad de Derecho y otro con la de Ciencias Políticas? No se puede esgrimir como precedente la gloriosa Facultad de Filosofía y Letras de la Segunda República, que integraba en una común cultura humanística especialidades hoy metódicamente muy separadas, y a la vez mantener la escisión completa de la no menos vieja y gloriosa Facultad de Ciencias de la UCM, que se disolvió en especialidades cuya autonomía de facultades independientes el mencionado plan deja intacta, sin que sepamos por qué, aunque se pueda sospechar el interés particular que obra en el trasfondo. Mientras las supuestas ganancias no se cuantifican ni se concretan, las pérdidas son ya muy claras: de acuerdo con los vientos dominantes, un departamento minoritario de Filosofía en el seno de una facultad ajena carecerá de toda posibilidad de planificación propia, de acceso a los recursos necesarios y de esa visibilidad pública que una materia amenazada requiere para su simple supervivencia. El nuevo plan es para la filosofía, a la que solo en la universidad le dejan ya un lugar, un golpe letal. Es cierto que, como se insiste desde el rectorado, se trata únicamente de un borrador que ha de someterse a debate y discusión. Esperemos, por tanto, que llegado ese momento podamos todos argumentar y tengamos la obligación de hacerlo no solamente con razones cuantitativas sino también con conciencia de la responsabilidad que la universidad pública tiene en el sistema educativo de un país democrático. De este sentido de la institución ha hecho gala siempre el actual rector de la Universidad Complutense, a él apelamos hoy. (Fernando Savater, 01/07/2016)


Relevancia:
El pensamiento es la energía más sutil y necesaria de cuantas existen. Es una energía cara. Para producir personas capaces de generarla necesitamos todo el completo sistema educativo, que cuesta mucho, y una sociedad que, con confianza, lo pague. En los largos años en que nos educamos aprendemos una larga cantidad de cosas que traen de suyo el sernos en apariencia inútiles. Cosas que probablemente usemos muy pocas veces. Nociones de casi todo, de matemáticas, de gramática, de geografía, de física, de historia, de cristalografía… que nos gusta saber que se quedan ahí. Son como escalones que nos permitirán acceder después a otros saberes más complejos. La filosofía es la más extraña. Es un saber del que muchas sociedades han prescindido y prescinden. Es fascinante. Nace con Grecia y nos acompaña desde entonces, cambiando y modulándose sin descanso, con unas teorías trepando sobre otras hasta componer un edificio asombroso al que conocemos por el nombre de Historia del Pensamiento. Porque no es cierto que la filosofía enseñe a pensar. A pensar nos entrena, sin duda, pero nos enseña lo que ha sido pensado y su porqué. Nos muestra el suelo sobre el que navegamos. El enorme flujo de ideas y argumentaciones que nos ha traído hasta nuestro presente. A veces lo peculiar de nuestra tradición nos sorprende: parece un enorme e insensato derroche de inteligencia. Pero luego nos damos cuenta de que, con toda esa masa, hemos hecho cosas. No son solamente ideas, sino que se han traducido a instituciones, comportamientos, reglas y costumbres. Eso nos sucede porque ese saber está intrínsecamente vinculado a lo que somos, nos ha moldeado en realidad. Somos la primera humanidad producto de un diseño del cual las ideas filosóficas fueron las principales autoras. Encarnamos el resultado de la imaginación ética y política de quienes dieron ese gran salto sobre el mero sucederse. Esa Historia es la nuestra. La historia de la filosofía es la clave de lo que somos y de por qué lo somos. Está todo ahí. De Platón a Descartes, de Spinoza a Darwin; de Hegel a Freud. De Tocqueville a Beauvoir. De Agustín a Marx. En la filosofía no hay caminos imposibles. No sólo forma parte del núcleo duro de las Humanidades, sino que es la raíz misma de aquello en que nuestra civilización consiste. Somos progenie de las ideas. Ellas son nuestros muros firmes. Eso lo tenemos que seguir sabiendo y trasmitiendo. (Amelia Valcárcel, 12/07/2016)


Académicos:
Lo que caracteriza al filósofo es el hecho de que trabaja con las ideas. Todos los filósofos, por definición, comparten dicho objeto: es eso y no otra cosa lo que los constituye como tales (por supuesto que pueden tomar la decisión de abandonar el territorio de las ideas y, siguiendo las indicaciones de Marx en su tesis XI sobre Feuerbach, dedicarse a transformar el mundo, pero en tal caso estarán comportándose como ciudadanos con elogiable sensibilidad política y social, pero ya no como filósofos). Lo que diferencia a unos filósofos de otros, lo que permite establecer una tipología entre ellos, es el lugar donde creen encontrarlas. Así, el filósofo mundano se caracteriza por su convencimiento de que la realidad en su conjunto y en sus detalles se encuentra ya empapada de ideas, y que, revestidas con uno u otro ropaje (el de las opiniones explícitas de los individuos cuando sentencian en su vida cotidiana acerca del sentido de las cosas, el de los tópicos asumidos acríticamente por casi todo el mundo, etcétera…), nos tropezamos con ellas de continuo. El filósofo académico, en cambio, está persuadido que el habitat privilegiado, por no decir exclusivo, de las ideas son los textos filosóficos, porque es ahí donde pueden desplegar toda su potencia teórica en condiciones, donde muestran su auténtico valor de conocimiento. Descrita de semejante manera esta dualidad de figuras, no parece que tenga demasiado sentido plantearla como si se tratara de una disyuntiva ante la que no hubiera más remedio que optar. A fin de cuentas, en ambas podemos encontrar los elementos sustanciales del registro filosófico, distinguiéndose únicamente por el lugar en el que colocan el acento de lo que entienden como lo más importante. La cosa empieza a radicalizarse, y plantearse en términos de opción, cuando examinamos las materializaciones de las dos figuras y, sobre todo, reparamos en las menos acertadas. Así, el peor filósofo mundano es el que cree que basta con ponerse delante de la tele (o similares) y darle a la cabeza. Como si fuera suficiente con dejar ir la propia capacidad de interpretación y análisis de lo que pasa, dar libre curso a la especulación espontánea y desordenada, en definitiva, a la libre asociación de ideas e imágenes, para que así, sin necesidad de disciplina, destreza ni lectura previa alguna, fluya ya un pensar penetrante y poderoso. Por el otro lado, el peor filósofo académico es el que cree que las ideas solo están en los libros, contraviniendo así el designio fundacional de la filosofía misma e incurriendo en la paradoja de exaltar, librescamente, el pasaje platónico acerca de la risa de la muchacha tracia, pero asumiendo en el fondo la actitud de ésta al resistirse a aplicar él mismo a la realidad más inmediata la plantilla de su discurso abstracto. En efecto, como es sabido, la joven sirvienta de la anécdota era incapaz de entender que los cálculos en los que andaba abstraído su señor, Tales de Mileto, y que le provocaron un cómico tropezón que dio con sus huesos en el suelo, no alejaban a éste de la realidad, sino que le servían precisamente para trabajar mejor con ella. El mal filósofo académico es aquel que, lejos de entender, como el presocrático, que nada hay más práctico que una buena teoría y que las ideas abstractas son un atajo inmejorable para acceder al núcleo duro del sentido de lo real, considera que los textos filosóficos son un fin en sí mismo. El más confortable lugar para quedarse a vivir, en definitiva. Pero los defectos de esa variante de filósofo académico no deberían hacernos incurrir en el error de desdeñar el valor de las herramientas que domina, en ningún caso sustituibles por la banal pirotecnia del peor filósofo mundano, persuadido de que sus intuiciones valen como categorías o que sus estados de ánimo —o incluso de salud— fundan doctrina. Confunde de esta manera, como llevan haciendo los insustanciales desde tiempo inmemorial, sus deposiciones teóricas con aforismos, sentencias, máximas y similares. Su insustancialidad no le permite emprender adecuadamente una de las tareas filosóficas hoy más urgentes, que es la del combate con las cambiantes formas que va adoptando el sentido común dominante. Se encuentra en el lugar adecuado para hacerlo, que no es otro que el territorio del impersonal se heideggeriano (se dice, se piensa, se cree…), esto es, en el de las opiniones mayoritarias en un determinado momento en la sociedad, pero carece de las herramientas y de la competencia discursiva para llevar a cabo la necesaria tarea de la crítica de todo ese universo mental. Así, es frecuente que no atine a la hora de dilucidar la efectiva novedad de un planteamiento o de una idea que acaba de irrumpir, reivindicando tan inédita condición, en el escenario del discurso público. El erudito de turno no le sirve de la menor ayuda, puesto que, por definición, a cualquier presunta novedad que aparezca en el panorama de las ideas le encuentra un antecedente o un precursor (“esto mismo ya lo había dicho mucho antes…”, suele ser su frase favorita). Pero tampoco él consigue ir muy allá con su vacua celebración adanista de cuanto descubre (que por venirle de nuevas considera sin más como nuevo). No deja de ser curiosa la simétrica impotencia de ambos para entender de lo que se trata, aquello que se halla en juego en el recurrente debate acerca de la antigüedad o la novedad de cualquier propuesta teórica. Ninguno de ellos ve que lo nuevo no se encuentra en lo que lo nuevo en cuanto tal nombra (a sí mismo), sino en aquello que no puede nombrar porque todavía no es, y que, como mucho, intuye. Por eso llevan razón, en un cierto sentido, los que —académicos o no— tienden a dar por ya sabida cualquier novedad que se les pueda presentar. Es cierto: en parte acertaban los contemporáneos más reticentes a las propuestas de Darwin, Freud, Wittgenstein o el propio Marx (o, por supuesto, cualquier otro autor que hoy tengamos por revolucionario en lo suyo) cuando subsumían las propuestas de estos en las presentadas con anterioridad por otros, ya conocidos. Lo que no percibían —y les condenaba a aparecer en el futuro como amedrentados cauterizadores del asombro o, peor aún, como el necio del proverbio chino, que se queda mirando el dedo en vez de lo que éste señala— era que la novedad que anuncia lo nuevo, aquello “que todavía no es” recién aludido, son los efectos a que da lugar. Desde su específico punto de vista, el historiador de la ciencia Thomas S. Khun ya nos había advertido de la esterilidad de determinadas maneras de plantear este asunto. El paradigma emergente, afirmaba, no resuelve los problemas en los que el paradigma anterior se había quedado embarrancado. No responde a sus preguntas cruciales, sino que plantea otras, de todo punto diferentes. Por ello, quien se empeñe en interpretarlo como una propuesta más de solución a las dificultades teóricas heredadas quedará con toda seguridad decepcionado, porque el paradigma que aspira a obtener la hegemonía no viene a salvar al antiguo, sino a enterrarlo. Y obtendrá la hegemonía, se ganará el calificativo de “nuevo”, si, efectivamente, permite penser autrement, por decirlo a la manera de Foucault, si consigue desplazarnos a otro escenario teórico, esto es, a un entramado de preguntas completamente diferente. Lo nuevo en materia de pensamiento no es, pues, aquello que se anuncia como tal (¿quién no lo hace?), sino aquello que consigue que terminemos viendo el universo de nuestras ideas bajo una nueva luz. O también: aquello que nos convierte en capaces de preguntarnos por lo que nunca antes había despertado nuestra curiosidad. (Manuel Cruz, 24/02/2015)


Landero:
Ocurre a veces que uno necesita reconciliarse formalmente con la razón, días en que el mundo se vuelve opaco y el alma se siente huérfana de conceptos y anhelosa de armonía y claridad. Es el momento entonces de regresar a la filosofía. Y es que a veces el conocimiento intuitivo y emocional del arte y de la literatura empacha y cansa, quizá porque su empeño no es tanto esclarecer las cosas como enriquecerlas y, valga la paradoja, iluminarlas con nuevos enigmas, de modo que en la filosofía descansamos de ese oscuro entender y, por decirlo así, canjeamos por ideas claras y distintas nuestras perplejidades y vislumbres, como quien convierte su incierta mercadería en letras de cambio bien acreditadas. Siempre he sido aficionado a la filosofía, y nunca me ha faltado un filósofo de cabecera. Cada momento ha tenido el suyo. Ha habido épocas de Nietzsche, de Ortega, de Spinoza, de Berkeley, de Heidegger, de Benjamin y Adorno, de Sartre y de Camus, y de tantos otros, y siempre de Schopenhauer, de quien nunca me canso, y por supuesto de Montaigne. De Montaigne me admira la suave y amena indagación que hace de sí mismo y de las cosas sencillas de su alrededor. Pocas veces nos dice nada que el lector no creyera haber pensado antes. La obviedad se convierte sin saber cómo en un hallazgo y en un don. Los pensamientos de siempre cobran en él el resplandor del primer día, y hasta sus muchas citas clásicas se nos revelan con toda la fuerza repentina de la novedad. De pronto descubrimos que todo en el mundo está por descubrir. Así que uno es una especie de trotaconceptos, un vagabundo que en cualquier parte (un tratado de lo más sesudo, un artículo de periódico, una sentencia, hasta un refrán) encuentra hospedaje: es decir, encuentra el consuelo, y hasta la caricia maternal, de una idea que de pronto, como un relámpago en la noche, pone luz en el mundo. En cuestión de ideas, soy nómada. Apenas he conocido el placer de la creencia, y aún menos el de la militancia. Soy un viajero que hoy hace fonda aquí, y pide siempre el menú degustación, y que mañana continúa alegremente su camino. Como mero aficionado a la filosofía, me gusta además mi irresponsabilidad de lector, cosa que en la literatura me ocurrió solo en mis primeros años de juventud, cuando leía de todo, sin ley ni canon, y tenía tan buen apetito que no había libro o cómic al que le hiciera ascos. Por otra parte, yo suelo leer los textos filosóficos con cierto ánimo novelero, como si me contasen una historia cuyos personajes, héroes y malvados, son las ideas, y donde hay un argumento, un conflicto, una trama, una intriga, y hasta un desenlace desdichado o feliz. De filosofía, entiendo poco, y no aspiro a más, y en mis lecturas hace tiempo que renuncié a obtener cualquier botín teórico, lo cual me ofrece una levedad de lo más placentera. Vivo desde siempre en una alocada soltería filosófica. Luego, otro día, resulta que te cansas y hasta reniegas de ese lenguaje y de esa luz, de esas pretensiones de alzar una torre de conocimiento tan alta como la de Babel, y regresas a la penumbra del arte y la literatura, y así vas, de los filósofos a los poetas, del razonamiento a la revelación, del no entender entendiendo al alivio, y acaso también al espejismo, de entender algo de una vez para siempre, y de reposar al fin en esa Ítaca tan inalcanzable que es la ilusión de la verdad. De las palabras que te guían a las palabras que te pierden. Uno no sería ni la persona, ni el ciudadano, ni el lector y el escritor que es, sin la filosofía, sin esa fina lluvia de ideas, de pálpitos, de querellas intelectuales, de ecos dialécticos, que nos vienen del pasado y que se filtran en nuestra inteligencia y en nuestro corazón y que nos dotan de la clarividencia y el carácter necesarios para enfrentar críticamente el mundo y construir nuestra visión propia de la realidad, y que solo ahí, en ese gran río de conocimiento que es el legado de nuestros mayores, podemos encontrar. Esa es nuestra herencia, y no tenemos otra. En la filosofía (y, si se quiere, también en la literatura, que no es otra cosa que el patio de vecindad de las humanidades) está la llave de nuestra salvación como personas libres, lúcidas y mayores de edad. Porque ocurre que del mismo modo que las facciones de nuestro rostro o las huellas de nuestros dedos son distintas, así también nuestro mundo interior y nuestra visión de la realidad son por fuerza exclusivos. Somos irrepetibles. Estamos condenados a ser originales. O mejor: en nosotros está la semilla de la originalidad, y de nosotros depende que caiga en buena tierra o que se agoste sin remedio. Pero para saber lo que valemos, y para lograr ser nosotros mismos, nos lo tenemos que ganar, y para eso es necesario un poco de soledad, de recogimiento, de esfuerzo, de lentitud… y de la ayuda de nuestros filósofos, de los de antes y de los de ahora, de los densos y de los ligeros, de los ceñudos y de los festivos, porque sin ellos estaremos condenados a la ignorancia y a la palabrería: carne de cañón. Y he aquí que ahora, nuestros actuales gobernantes, no contentos con haber menoscabado la literatura en las escuelas, los libros en las bibliotecas y el teatro y el cine en las taquillas, han decidido también arrinconar a la filosofía, haciéndola meramente optativa, lo cual equivale a su extinción. ¿Qué muchacho, o qué padres de muchacho, van a elegir o a animar a elegir como asignatura la filosofía, que al fin y al cabo no sirve para nada, cuando se puede optar por otra materia más técnica y práctica, que acaso pueda servir para aspirar a un puesto de trabajo, por mísero que sea? Triste país el nuestro. Trabajando cada cual para obtener sus pequeñas ventajas, nos estamos labrando entre todos la desdicha colectiva. Hoy sabemos ya que, en asuntos de educación, de ciencia y de cultura, el sueño de la Transición produjo, si no monstruos, sí figuras grotescas. Al cabo del tiempo, al cabo de tantos proyectos y sueños de regeneración, uno contempla el panorama social y comprueba que, tras la apariencia y el barniz de la modernidad, seguimos siendo el mismo país ignorante y atrasado de siempre. Queda una gran minoría ilustrada, cómo no, pero se antoja poco logro para las oportunidades históricas que tuvimos y que una vez más desperdiciamos. Diríase que hay una conjura para que estas cosas sean así. No de otro modo se puede interpretar el desprecio y la saña con que nuestros gobernantes persiguen a las humanidades en las escuelas y a la ciencia y a la cultura allá donde se encuentren. Como si hubieran recibido de ellas una afrenta que hay que vengar y reparar. Seguimos, pues, como siempre en nuestra desdichada historia, a la espera de un Gobierno ilustrado, que crea de verdad en esa gran evidencia de que el progreso y la grandeza de un país se construyen por fuerza desde la educación. Algo que todo el mundo dice pero que nadie hace, quizá porque tampoco ellos, los mandatarios y demás malandrines, son amigos de la lectura y el estudio. Basta leer un par de horas a Montaigne, o cultivar el hábito de alternar, aunque sea solo de pasada, con nuestros queridos filósofos, para defendernos de la banalidad y desenmascarar y ponernos a salvo de los discursos baratos, tramposos, fatuos y hasta ridículos de la mayoría de nuestros políticos. Más que nunca, ante la ristra de elecciones que se nos avecinan, quizá esta sea la hora de regresar a la filosofía. (Luis Landero, 28/04/2015)


Ejemplaridad:
En agosto de 1943, el filósofo francés Jean Cavaillès es arrestado por la Gestapo y finalmente fusilado el 17 de enero de 1944 en la ciudad de Arras. Durante el juicio, cuando un miembro del tribunal le pregunta por los motivos subjetivos que le habían movido a la resistencia, responde que “había sabido encontrar en la continuidad de la lucha un antídoto para la humillación de la derrota”, precisando de pasada que, dado su amor a la Alemania de Kant y de Beethoven, con su postura militante “demostraba que realizaba en su vida el pensamiento de sus maestros alemanes”. Todo filósofo es movido por la convicción de que las interrogaciones filosóficas no son algo contingente, sino que anidan en todos los seres de razón, como problemas invariantes de la existencia. Pero ante un orden social sustentado en el repudio de la verdad, para Cavaillès el debate conceptual pasaba necesariamente por el combate militante. En esa misma Europa de la guerra, en el Oflag II B —un cuartel-prisión para oficiales en Pomerania— un grupo de reclusos intenta que aquella atmósfera opresiva no sea óbice para el ejercicio de la filosofía. En esos años la obra de Husserl está proscrita en Alemania por su condición de judío. Sin embargo, en el Oflag II B, el interno Paul Ricoeur se hace con un ejemplar de Ideas del pensador, que lee y comenta a escondidas de sus guardianes, realizando en los márgenes una traducción que en los años cincuenta se publicaría en París. Historia de anotaciones al margen que tiene un noble y trágico precedente: En 1553 el pensador aragonés Miguel Servet fue conducido a la hoguera. No se trataba solo de la circulación pulmonar de la sangre, expuesta en el libro V de su Restitución del cristianismo; es también asunto de honor intelectual frente a la palabra autoritaria y la correlativa venganza del poderoso, pues conminado por el reformador Calvino a leer su Institución de la religión cristiana, Servet le había devuelto el ejemplar plagado de notas críticas. En el juicio el pensador nunca se doblegó, acusando al propio Calvino y pidiendo que este fuera sometido a idéntico interrogatorio que él mismo. Hay precedentes de esta actitud: “A regañadientes acepto tu muerte, como a regañadientes hubieras aceptado que te concediera la vida”, habría dicho César al enterarse del final trágico del filósofo estoico Catón el Joven, vencido por haber tomado el partido de Pompeyo, pero jamás genuflexo ante aquel a quien había acusado de perjuro e ilegalidad. Recordando que las doctrinas religiosas imperantes daban apoyo a las arraigadas convicciones sobre la centralidad de la Tierra, el Nobel de Física Max Born se pregunta: ¿qué hizo que las nuevas hipótesis astronómicas fueran abriéndose camino? Pues simplemente, responde, que lograr explicar el entorno terrestre o celeste constituye “el ardiente deseo de toda mente pensante”, deseo que no se aminora en absoluto por el hecho de que aquello que se trata de aclarar “sea eventualmente de total irrelevancia para nuestra existencia”. Total irrelevancia para la existencia empírica, pero fundamental para la dignidad del espíritu humano, por la cual, sin necesidad de remontarse a Sócrates, tantos pensadores se han jugado el espíritu y la vida. Aun sin llegar a ser objeto de condena y prisión, decenas son los filósofos que han respondido con entereza en circunstancias que hacían difícil mantenerse fieles a la exigencia de verdad: “Hay que irse”, es la sobria despedida de René Descartes a su muerte en Estocolmo en 1650. Doce años más tarde, la Iglesia pone la obra completa en el Índice y cuando en 1667 sus restos retornan a Francia el monarca Luis XIV prohíbe todo elogio público. El filósofo, más que indicarnos dónde reside el bien, ha de dar pruebas de entereza, lo cual exige seguir respondiendo a las exigencias del pensar en los momentos mismos en los que el combate contra los enemigos del pensamiento constituye el primer imperativo, pues la filosofía puede ayudar a la liberación siendo efectivamente filosofía. De ahí los arrestos de Cavaillès para escribir en la cárcel un abstracto tratado sobre lógica y teoría de ciencia. Al proseguir con el rigor que se conoce su admirable trabajo al servicio de la causa del lenguaje, a la vez que denuncia el feroz tratamiento de la crisis griega por los poderes mundiales, Noam Chomsky hace hoy día honor a esa indomable tradición. (Víctor Gómez Pin, 21/08/2015)


Base cero:
En otro de los bandazos a los que nos tiene acostumbrados el Ministerio de Educación, ahora quiere volver a introducir la filosofía en la Educación Secundaria. Los lectores saben que soy partidario del Método Base Cero para redactar los programas educativos. Antes de incluir una asignatura, hay que justificar rigurosamente para qué hace falta, y cuáles son sus objetivos y sus contenidos. Eso implica huir del pensamiento inercial y políticamente correcto y de los intereses corporativos. Aunque soy catedrático de Filosofía de Secundaria —o, tal vez, por ello—, creo que no se debe recuperarla sin responder previamente a una pregunta: ¿por qué es mejor estudiar filosofía que dedicar esas horas al inglés, la informática, las matemáticas, la música o el deporte? Si nuestro tiempo fuera infinito, podríamos estudiar todo, pero por desgracia está tasado, y es escaso.

Presupuesto base cero: la técnica económica que podría salvar la educación: Los defensores de este método para elaborar presupuestos económicos creen que se puede hacer algo parecido en el sistema educativo con respecto a los currículos Empecemos por los contenidos. Con frecuencia se dice que lo importante de la filosofía son las preguntas. Sin duda, preguntar está en el comienzo de todas las ciencias. Pero estas se ocupan no solo de plantearse cuestiones, sino de resolverlas. Y en la filosofía parece que se acoge este segundo paso con cierto recelo, que conduce con frecuencia a un escepticismo posmoderno, al elogio del pensamiento débil y de la modernidad líquida. No parece que la filosofía haya progresado. Seguimos estudiando con fervor a los presocráticos, y el estudio de esta se parece más al de la historia de la literatura que al de una disciplina científica. ¿Experiencia poética o científica? Creo que sufrimos una confusión, fomentada por muchos pensadores, que consideran que la filosofía es un estilo conceptual de exponernos su mundo biográfico. Sin embargo, una cosa es la experiencia filosófica, que es una actitud personal de búsqueda de la verdad, y otra el contenido científico alcanzado por esa actividad. ¿La filosofía se parece más a la experiencia poética o a la experiencia científica? Ambas producen obras magníficas, pero aquellas solo nos hablan del mundo del poeta, mientras que las científicas intentan fundamentar verdades universales acerca de la realidad. El haberse posicionado más cerca de la poesía que de la ciencia ha planteado problemas a la introducción de la filosofía en las aulas. La filosofía es un servicio público, porque pone a disposición de la ciudadanía recursos intelectuales para vivir libre y responsablemente Para el alumno, la historia de la filosofía es un desfile de opiniones en el que unos autores contradicen lo que han dicho los anteriores, sin que consigan ponerse de acuerdo. Después de haber aprendido trabajosamente lo que eran las ideas para Platón, tienen que estudiar cómo su discípulo Aristóteles desmonta su sistema, y propone otro que después será desmontado por los empiristas, que a su vez serán corregidos por Kant, y luego por Hegel, que dijo una frase fúnebre: "La filosofía, como el búho de Minerva, emprende el vuelo al anochecer, y siempre llega tarde". Su discípulo Marx pensó que eso era un disparate y que la filosofía debía adelantarse y transformar el mundo, etcétera, etcétera, etcétera. Por supuesto que esta aventura de la inteligencia humana en busca de la verdad es apasionante y merece ser estudiada, lo mismo que la aventura de la creación artística o religiosa. Pero ¿tiene algo más que ofrecer la filosofía a nuestros alumnos? Sí. La filosofía puede proporcionar en este momento un conjunto de conocimientos suficientemente justificados. Estudia dos temas principales: (1) el funcionamiento de la inteligencia humana, en sus dimensiones teórica y práctica. La primera dimensión se ocupa de los problemas del conocimiento y de la verdad. La segunda, de la acción. Y en ambos casos, de los criterios de evaluación científicos y morales. (2) La filosofía aspira a comprender las creaciones de esa inteligencia. A lo largo de la historia, los seres humanos nos hemos dedicado con perseverancia a crear lenguajes, inventar religiones, hacer música, pintar, organizar la convivencia, explicar el mundo, elaborar técnicas, etc. Esta aspira a comprender esas actividades, relacionándolas con la inteligencia que las ha producido. Por eso hay una filosofía del derecho, de la ciencia, de la política, del arte, etc. Su objetivo final es conocer para comprender, comprender para tomar buenas decisiones, tomar buenas decisiones para actuar. El conocimiento está al servicio de la acción. Reconocerán el lema del nuevo HUMANISMO del que tanto les hablo. Novena competencia A partir de la cumbre de Lisboa, la Unión Europea ha seleccionado ocho competencias básicas que deben transmitirse a través de los sistemas educativos, y que la legislación española recogió en la LOE : lingüística, científica, numérica, tecnológica, cultural, aprender a aprender, aprender a emprender, y educación para la ciudadanía. Cuando apareció, critiqué duramente esta selección, porque me parecía que tenía dos defectos: ofrecía una visión fragmentada y parcial de la cultura humana, y carecía de un nivel crítico. Ambas cosas las proporciona la filosofía, y por eso pedí, sin éxito, la introducción de una novena competencia, que ahora vuelvo a reclamar. Ninguna medida educativa tendrá éxito si no se consigue antes convencer a la sociedad de su necesidad Comprender las realizaciones humanas significa conocer los valores, los problemas, los éxitos y fracasos que han dirigido la evolución humana, para estar en condiciones de comprender nuestro presente y de organizar nuestro futuro. El pensamiento crítico es necesario para librarse de dogmatismos, lavados de cerebro, fanatismos. En un momento como el actual, en el que los sistemas de adoctrinamiento son poderosísimos, y en el que la celeridad y potencia tecnológica nos obliga a tomar decisiones sobre el futuro de nuestra evolución, creo que la introducción de la filosofía —de la novena competencia— es necesaria, desde el punto de vista personal y social. Incluso debería estudiarse la introducción en Primaria de los programas de 'filosofía para niños', que tienen una historia de éxitos. La filosofía, he dicho muchas veces, es un servicio público, porque pone a disposición de la ciudadanía recursos intelectuales para vivir libre y responsablemente. Y debemos defenderla como tal. Ninguna medida educativa tendrá éxito si no se consigue antes convencer a la sociedad de su necesidad. Por eso, una vez más, hablo de este tema, aun a riesgo de aburrir… Espero que solo a las ovejas. (José Antonio Marina, 12/08/2017)


[ Home | Menú Principal | Guerra | Soberanía | Aristóteles | Cristianismo ]