Jean-Paul Sartre             

 

Jean-Paul Sartre:
Nació en París en 1905. Estudió en la École Nórmale Supérieure, recibiendo en 1929 la "agrégation" de filosofía. De 1931 a 1933 fue profesor en el Liceo de Le Havre. Después de estudiar en Berlín la fenomenología y Heidegger, enseñó filosofía (1934-1939) en los Liceos de Le Havre, Laon y Neuillysur-Seine. De 1940 a 1941 estuvo prisionero de los alemanes; al ser liberado, volvió a profesar en el Liceo de Neuilly y luego en el "Liceo Condorcet" de París, hasta 1945, cuando fundó Les Temps Modernes y se consagró por entero a la actividad literaria. Sartre es o, mejor, fue (véase ad finem) el principal representante del llamado existencialismo francés, o por lo menos de una de las más influyentes direcciones del mismo. A su formación y desarrollo ha contribuido Sartre no solamente por medio de obras de carácter filosófico, sino también por medio de ensayos, novelas, narraciones y obras teatrales. Algunos de sus puntos de partida se hallan en la fenomenología de Husserl; otros, en Heidegger; otros, en la reacción contra la tradición racionalista y "asimilacionista" francesa (de Descartes a Brunschvicg, Lalande y Meyerson); otras, en diversos autores, corrientes y experiencias. La yuxtaposición de estos elementos no es suficiente, empero, para formar la unidad del pensamiento de Sartre. Tal unidad procede de un núcleo de intuiciones originarias auxiliadas por un peculiar estilo a la vez analítico y dialéctico. Aunque nos referiremos principalmente en este artículo a la ontología fenomenológica desarrollada por el autor en su obra sobre el ser y la nada, hay que tener en cuenta que ésta se halla completada por otros trabajos y, además, preformada en varios escritos primeros. Sucede esto especialmente en las obras sobre la fenomenología de la imagen y de lo imaginario. La eliminación de la concepción "cosista" de las imágenes es posible, en efecto, según Sartre, porque se admite el carácter intencional (V. INTENCIÓN) de la conciencia (v.), la cual se proyecta no solamente sobre lo presente, sino también sobre lo ausente. De este modo la conciencia no es concebida como un reflejo o un efecto de una causa identificada con una cosa: es "algo" que resulta patente tan pronto como subrayamos su esencial libertad, que no es ni un desvío ocasional de la relación causal ni tampoco el resultado de una afirmación metafísica arbitraria.

Sartre rechaza, por lo pronto, los numerosos dualismos modernos, entre los cuales destacan el de la potencia y el acto, y el de la esencia y la apariencia. Frente a ellos hay que reconocer, según nuestro autor, que cuanto es, es en acto, y que la apariencia no esconde, sino que revela la esencia; más aun, es la esencia. Pero que la apariencia tenga su ser propio significa que tiene un ser; hay, pues, el ser del fenómeno no menos que el fenómeno del ser. El examen de este último nos lleva a una concepción fundamental que, como se ha advertido a veces, resuelve los dualismos tradicionales en un nuevo dualismo que el autor se esfuerza, no siempre con éxito, por evitar. Se trata de la distinción entre el ser en sí o el En-sí (En-soi) y el ser para sí o el Para-sí (Pour-soi). La distinción es de índole ontológica, pero de una ontología fenomenológica. El En-sí carece de toda relación; es una masa indiferenciada, una entidad opaca y compacta en la cual no puede haber fisuras. El En-sí es, en suma, "lo que es". Pero el En-sí no es todo el ser. Hay otro ser, el Para-sí, del cual no puede decirse, empero, propiamente que es lo que es. El Para-sí es enteramente relación y surge como resultado de la aniquilación (o anonadamiento) de lo real producido por la conciencia. Por eso el Para-sí es lo que no es; surge como libertad y evasión de la conciencia con respecto a lo que es. El Para-sí es, pues, nada (v.). Pero decir "es nada" es decir a la vez poco y demasiado. No puede decirse, en efecto, que la nada es, ni siquiera que la nada anonada, sino que la nada "es anonadada". Esta nada nos muestra, por lo demás, "algo": la presencia de un "ser" por medio del cual la nada se aboca a las cosas. Es el ser de la conciencia humana. Su "nadidad" permite comprender su esencial libertad, el hecho de que no pueda decirse que el hombre es libre, sino que su ser es "ser libre". Adviértase, con todo, que con esto no se resucita el antiguo dualismo entre el espíritu y las cosas. La conciencia no es una entidad "espiritual", sino una intencionalidad que no es nada "en sí" misma, pero que tiene que habérselas con el mundo (v.) en el cual está y que se expresa en un cuerpo, esto es, en una facticidad. El "ser en el mundo" no es un estar de una cosa en otras, sino un carácter constitutivo de la existencia humana. Varias consecuencias se derivan de ello. Una es capital: es la esencial mala fe de la conciencia. La constitución del Para-sí no permite, en efecto, decir que lo que este Para-sí hace equivale a su ser: tal identificación es obra de la mala fe. Pero tampoco permite decir que lo que es equivale a su trascendencia, pues ello equivaldría a negar completamente su facticidad: tal identificación es, pues, también obra de la mala fe. Ahora bien, esta mala fe aparece desde el instante en que la conciencia se expresa y en que se revela el carácter dialéctico de la intencionalidad. Convengamos, así, en que el Para-sí es lo que no es. Pero precisemos que esta negación no equivale a la negación de las estructuras del Para-sí. Estas estructuras son varias: la presencia del Para-sí ante sí mismo, que no es coincidencia consigo mismo, sino "equilibrio entre la identidad como cohesión absoluta y la unidad como síntesis de una multiplicidad" (lo cual hace de tal presencia algo enteramente distinto de la plenitud del ser); la facticidad en tanto que estar en el mundo en cierta situación; el ser y no ser a la vez sus propias posibilidades. Algunas de las estructuras son negativas; otras, en cambio, positivas. Estas últimas se revelan sobre todo por medio de una fenomenología de las tres dimensiones temporales (pasado, presente, futuro) y de los éxtasis de la temporalidad, ya analizados por Heidegger, pero retomados por Sartre con el fin de mostrar que el tiempo de la conciencia en tanto que realidad humana que se temporaliza como totalidad es "la propia nada que se desliza en una totalidad como fermento destotalizador", y con el fin de manifestar todas las consecuencias de concebir la realidad humana como una temporalización de la temporalidad originaria. Pero la fenomenología de la temporalidad es insuficiente. Es menester comprenderla dentro del marco de un análisis de la trascendencia del Para-sí. Uno de los elementos de esta última es el conocimiento. Para entenderlo y saber cómo el Para-sí puede abocarse cognoscitivamente al mundo hay que tener presente que si el Para-sí de la conciencia es una falta de ser, no es una falta de ser. De lo contrario resultaría ininteligible cómo el Para-sí es capaz de deslizarse en el En-sí y otorgarle lo que éste en cuanto puro hecho no tiene: significación. En ello consiste esencialmente el conocimiento, el cual no es reflejo de la realidad (como sostiene el realista) ni construcción de la realidad (como mantiene el idealista extremo), ni menos aun identificación del sujeto y del objeto por medio de una realidad a través de la cual se ven las cosas: Dios. Dios o cualquier Absoluto de su tipo es para Sartre una entidad contradictoria: es la contradicción que revela la afirmación conjunta del En-sí y el Para-sí o la construcción de una imposible síntesis de ambos. Tal síntesis no es para Sartre sino el Para-sí que se ha petrificado en el En-sí. El motivo de la trascendencia apunta a uno de los aspectos del pensamiento de Sartre más acabadamente desarrollados por él: la fenomenología del Otro y del ser para otro o Para-otro (pour autrui). El aislamiento del Para-sí podría dar origen a un solipsismo. Mas éste no es sino la transposición al Para-sí de las categorías que corresponden al En-sí. Cuando sometemos la existencia del otro a un análisis ontológicofenomenológico descubrimos que el solipsismo opera, en efecto, sólo con "cosas". Eludida esta dificultad podemos concebir la inclusión del otro en mí y, en general, la intcrrelación entre sujetos como intcrrelación entre diversos proyectos. Dentro de las consecuencias del examen de esta interrelación se hallan las "objetivaciones" que se producen en el curso de varias formas de relación: la mirada, el amor, el odio, la indiferencia, la comunicación lingüística. Se trata de relaciones que permiten comprender por qué y cómo un sujeto se convierte en objeto para los proyectos del otro. Fundamental es a este respecto el papel desempeñado por el cuerpo como un objeto o medio a que nos hemos referido en el correspondiente artículo. Ahora bien, la objetivación de un sujeto por otro sujeto no convierte al primero en objeto para sí, sino sólo para el otro. En supuestos análogos se basa la fenomenología sartriana del "nosotros". Ahora bien, todos estos análisis tienen por finalidad hacer comprender la estructura esencial y fundamental del Para-sí y en particular el hecho de su necesaria libertad. Pues, en efecto, toda "realidad" se organiza en torno al proyecto del ser en el mundo de un Para-sí, proyecto que marca la dirección o sentido de los "hechos" que acontecen en él. Aquí se halla, según Sartre, la solución de las dificultades que habían obsesionado al pensamiento tradicional y que habían obligado a algunos autores a concluir que hay un abismo entre el ser y el hacer. Tal abismo se desvanece cuando el ser y el hacer se dan en un Para-sí. La tarea de lo que Sartre llama el psicoanálisis existencial consiste justamente en hacer ver que sólo un análisis y dialéctica concretos de los proyectos puede descifrar los comportamientos empíricos del hombre, concebido como totalidad y, por lo tanto, como una realidad en la cual cada uno de sus actos (no sólo la muerte o ciertas situaciones límites) es cifra de su ser. En el curso de este psicoanálisis existencial se hace patente la estructura de la elección propia del ser humano y el hecho de que cada realidad humana sea "a la vez provecto directo de metamorfosear su propio Para-sí en un En-sí-Para-sí, y proyecto de apropiación del mundo como totalidad de ser-en-sí bajo las especies de una cualidad fundamental". Observemos, empero, que este proyecto termina inevitablemente en el fracaso. El hombre es una pasión, pero una pasión inútil. Pues al hombre le sucede lo mismo que a Dios, mas por razones inversas. Como Sartre declara en varias de sus obras teatrales (por ejemplo, Les manches, Le diable et le bon Dieu), el hombre y Dios están igualmente solos y su angustia es parecida; cada uno no tiene más que su propia vida, de modo que el hombre llega a matar a Dios para que no le separe de los hombres. El hombre es, en suma, su propio fundamento, pero no en el sentido en que Dios lo sería si existiese de acuerdo con las filosofías y las religiones tradicionales. La pasión del hombre, dice Sartre, es inversa a la de Cristo, pues el hombre se pierde en tanto que hombre para que nazca Dios. La ontología de Sartre no puede, según su autor, dar lugar a prescripciones morales. Pero puede dejar entrever lo que será una ética que considere el hecho de la realidad humana en situación. Esta ética ha sido anticipada por Sartre en obras literarias y presentada en parte en su análisis de la vida y la obra de Jean Genét. Sartre se ha ocupado al respecto principalmente del problema del mal, polemizando contra las teorías tradicionales que hacen del bien el ser y del mal el no ser o que los separa en sentido maniqueísta haciendo del mal el ser del no ser y el no ser del ser. El mal no puede ser, según nuestro autor, simplemente lo que hace el otro (como cree el "hombre honrado"). Pues aunque en su principio el mal es un mal-objeto y representa la parte negativa de nuestra libertad, ello expresa únicamente la peculiar dialéctica del mal y del hombre malo, el cual no puede ser, pero tampoco puede no ser. La dialéctica del mal es, así, análoga a la dialéctica de ese "no ser" consciente que es la conciencia. Lo más explícito de Sartre sobre este punto es su tesis de que una moral verdadera es "una totalidad concreta que realiza la síntesis del bien y del mal": el bien sin mal, dice Sartre, es el ser parmenídeo, esto es, la muerte; el mal sin bien, es el no ser puro. Se trata de una síntesis objetiva "a la cual corresponde como síntesis subjetiva la recuperación de la libertad negativa y de su integración en la libertad absoluta o libertad propiamente dicha". Sartre advierte que con ello no pretende ir, en un sentido nietzscheano, "más allá del bien y del mal". Lo que debe hacerse es no separar abstractamente los dos conceptos aun cuando se reconozca la imposibilidad de la mencionada síntesis en una situación histórica concreta. La moral es a la vez inevitable e imposible. Es inevitable, porque una inmoralidad sistemática no hace sino enmascarar una afirmación última del bien. Es imposible, porque solamente dentro del clima de la imposibilidad puede darse cualquier norma moral. Lo mismo que se habla de un "primer Heidegger" y de un "último Heidegger" o de un "primer Wittgenstein" y de un "último Wittgenstein", puede hablarse de un "primer Sartre" y de un "último Sartre" — a menos que en este caso el "último Sartre" sea, en rigor, el "penúltimo Sartre". Este "último Sartre" es el "Sartre marxista" de la Critique de la raison dialectique y de algunos escritos que precedieron a la publicación de la Critique, la cual todavía no está terminada. Según Sartre, hay que distinguir entre "filosofía" e "ideología". Ahora bien, mientras el exietencialismo es una ideología, el marxismo es una filosofía. Más todavía: es "la totalización del Saber contemporáneo", porque refleja la praxis que la ha engendrado. El marxismo es para Sartre la filosofía no superable de nuestro tiempo; es "el clima de nviestras ideas, el medio en el cual éstas se nutren, el verdadero movimiento de lo que Hegel llamaba espíritu objetivo". "Tras la muerte del pensamiento burgués", el marxismo es por sí solo "la cultura, pues es lo único que permite comprender los hombres, las obras y los acontecimientos". No se trata del "marxismo oficial", aun cuando no se trata tampoco de una "superación del marxismo", ya que, según Sartre, no es necesario superar al marxismo; éste se supera a sí mismo. No se trata tampoco de un "revisionismo", pues no es menester "revisar" una filosofía que se adapta ella misma al movimiento de la sociedad. En todo caso, no se trata de un materialismo dialéctico a secas. Sartre pone de relieve que el materialismo dialéctico no puede, o cuando menos, no ha podido dar cuenta de la ciencia, que sigue permaneciendo en el estadio positivista. Pero no se da cuenta de la ciencia tratando de forzarla o de colocar en su base supuestos que no explican nada del modo como concretamente se produce el pensamiento científico. Se podría concluir que se trata de un materialismo histórico, distinto del materialismo dialéctico, pero Sartre indica que no se puede tampoco establecer una separación entre dos campos del saber; el marxismo, si es algo, es intento de "totalización". Esta 'totalización" es la que ensaya Sartre, incorporando a ella la antropología filosófica existencialista. Por este motivo se ha dicho que el marxismo de Sartre es o un marxismo existencialista o un exietencialismo marxista, pero debe tenerse en cuenta que, a su modo de ver, no se pueden colocar estas dos "filosofías" lado por lado por la razón de que una de ellas, el exietencialismo, por valiosa que sea, no es, según apuntamos, una filosofía, sino una "ideología". En otros artículos de la presente obra nos hemos referido a algunos puntos del "último pensamiento" de Sartre; por ejemplo, en RAZÓN (Tiros DE) hemos tocado la cuestión de la concepción sartriana de la dialéctica crítica contra la dialéctica dogmática. Recordaremos aquí sólo que para Sartre la razón dialéctica es primaria, porque ella misma se funda dialécticamente — aunque por el momento no se encuentre sino "la experiencia apodíctica en el mundo concreto de la Historia" y no, o no todavía, la experiencia (o los resultados) de las ciencias naturales positivas. Recordaremos asimismo que la dialéctica en cuestión es "actividad totalizadora". A base de ella pueden establecerse las diversas categorías de que trata Sartre a través de un análisis de la necesidad material: la praxis individual, que es ya dialéctica; las relaciones humanas; el grupo; la historia, etc. No es este el lugar de dar cuenta de los análisis más concretos de Sartre, que son de naturaleza sociológica, bien que expresados en un lenguaje filosófico — y en la mayor parte de los casos en su anterior "lenguaje existencialista". Diremos únicamente que, desde el punto de vista filosófico, lo que interesa en el "último Sartre" es el modo como da cuenta de la necesidad marxista por medio de la libertad cxistencialista — y el modo también como da cuenta de las relaciones materiales de producción por medio de una nueva versión del "proyecto" existencia!. Todo ello no significa que se trate aquí de un existencialismo teñido de marxismo, ya que el existencialismo está simplemente "enclavado" en el marxismo. Significa sólo que si el "Saber" es marxista, el "lenguaje del Saber" puede muy bien sei existencialista. Por lo demás, al decir que el marxismo es la filosofía no superable de nuestro tiempo, Sartre no hace de ella una "filosofía eterna"; en rigor, el marxismo tendrá que ser superado cuando "exista para todos un margen de libertad real más allá de la producción de la vida". En su lugar se instalará "una filosofía de la libertad" — para concebir la cual no poseemos ninguna experiencia concreta. (Ferrater Mora)


Camus: Terrorismo:
“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no”. Pocos ensayos de reflexión filosófica comienzan con la contundencia con la que lo hace El hombre rebelde, de Albert Camus. Y pocos han capturado en una fórmula tan precisa la esencia de su contenido. Imaginemos, por ejemplo, a una directora de instituto en Cataluña que, ante la convocatoria de una consulta ilegal, se niega a someterse a las presiones del poder político. De entre los miles de funcionarios que ostentan ese cargo, solo ella dice no. Como ya demostró Antígona, más de dos mil años atrás, la rebeldía en absoluto es un atributo genérico. Y, sin embargo, el no rebelde que Camus propugna no es nunca un no absoluto: presupone un sí innegociable que es el que le da sentido. Nuestra directora de instituto dijo no a la coacción política, pero a partir de un síheroico a la legitimidad democrática. El hombre rebelde es, en sí mismo, un ejemplo excelso de rebeldía. Cuando la mayoría de los clérigos, por usar las palabras de Julien Benda, pusieron su inteligencia al servicio de una escolástica del despotismo, solo unos pocos se atrevieron a pronunciar un no rebelde y, de entre todos ellos, pocos más rotundo que el que Camus proclama en su libro. Hoy nos resulta conmovedora la sorpresa del escritor ante los furibundos ataques con los que fue recibido su ensayo por sus hasta entonces compañeros de viaje, pero si leemos con calma encontraremos en sus páginas alusiones lacerantes a la complicidad de aquellos con los crímenes totalitarios: “La sangre ya no es visible, no salpica bastante el rostro de nuestros fariseos”. La amenaza por antonomasia que se cierne en nuestros días sobre el mundo libre nos permite leer El hombre rebelde como una reflexión en profundidad sobre el terrorismo. Camus no se engaña al respecto: sabe que en la modernidad este fenómeno se encuentra estrechamente vinculado a la existencia de las ideologías: “En la época de la negación”, nos dice, “podía ser útil interrogarse sobre el problema del suicidio. En la época de las ideologías tenemos que habérnosla con el asesinato”. Salvando las distancias, El hombre rebelde aspira a ser una crítica de la sinrazón pura del crimen ideológico. Por sus páginas desfilan las principales variantes del terrorismo: los regicidas, los deicidas, el terrorismo individualista acuñado por el visionario Necháyev y, por supuesto, las formas del terrorismo de Estado que representaron el fascismo y el comunismo. Hay, incluso, una mención especial a algo que, por lo general, pasa inadvertido para los estudiosos de este libro: el terrorismo de la cultura, esa pervivencia de la frivolidad romántica que llevó, por ejemplo, a los surrealistas a considerar como la obra de arte más bella el asesinato indiscriminado. Resulta asombroso cómo el tiempo puede rejuvenecer algunas obras que parecían haber envejecido, pero también cómo ciertos acontecimientos pueden ensombrecer en ellas zonas que se juzgaban primordiales e iluminar, por el contrario, otras que habían permanecido en una extraña penumbra. Una de las líneas de fuerza que recorre El hombre rebelde es la constatación de que en todas las ideologías homicidas habita un componente más o menos importante de nihilismo. Para Camus, al igual que para Dostoievski, este fenómeno, al que Nietzsche se refirió como “el más incómodo de los huéspedes”, es prácticamente sinónimo de ateísmo. “Si Dios ha muerto”, proclamaba Iván Karamazov en una frase que tiene una presencia especial en el libro, “todo está permitido”. Pues bien, si algo vienen a recordarnos los episodios de terrorismo yihadista que asuelan nuestras ciudades es que tanto Camus como Dostoievski estaban equivocados: no es la ausencia de Dios, que implica muchas veces la búsqueda de una ética rigurosa y desesperada, sino su afirmación absoluta la que, según nos demuestra la historia, otorga amparo ideológico a las mayores aberraciones homicidas. “Los mayores crímenes son perdonados si se cometen en nombre de Dios”, gritaba con rabia el cantante del grupo de rock Lords of the New Church allá por los años ochenta. Algunas religiones incluso reservan para los asesinos un lugar de honor en su anhelado paraíso. Pero hay otras aristas en El hombre rebelde que habrían pasado inadvertidas a no ser por las formas actuales del terrorismo. Camus desmonta de forma implacable la lógica homicida que subyace bajo el crimen político, pero, entrando en flagrante contradicción con sus propios postulados, le concede cierta dignidad moral al terrorista que se inmola para conseguir sus objetivos: “Quien acepta morir”, nos dice, “pagar una vida con otra vida, cualesquiera que sean sus negaciones, afirma con ello un valor que le supera a él mismo como individuo histórico”. Pero, podemos preguntarnos: ¿qué valor puede afirmar la eliminación de una vida que no sea el del fanatismo? ¿Y qué valor podría tener un valor que para afirmarse necesita acabar con las vidas de los individuos? ¿Es más disculpable, por ejemplo, el asesinato de una persona a manos de su pareja si el homicida acaba después con su propia vida? ¿Habría perseverado Camus en este punto de vista después de contemplar su ciudad adoptiva sembrada de cadáveres por obra y gracia de unos terroristas suicidas? No es una mención incidental: el pensador vuelve una y otra vez a esta idea deleznable a lo largo de su libro, y se reafirma en ella en las entrevistas que concede tras su publicación: “El rebelde no tiene sino una forma de reconciliarse en su acto homicida si se ha dejado llevar a él: aceptar su propia muerte y el sacrificio”. Esta inexplicable zona oscura de El hombre rebelde no tiene, por supuesto, por qué extenderse al resto del ensayo, ni, mucho menos, ensuciar la indiscutible dimensión moral de un pensador que, como Raymond Aron, Hannah Arendt o nuestro nunca suficientemente reivindicado Chaves Nogales, fueron capaces, en tiempos de penumbra, de decir no a las incitaciones estupefacientes de las ideologías asesinas. El hecho de que la imagen y las palabras de Camus recorrieran abundantemente las redes sociales tras los atentados de París y Bruselas vendría a poner de manifiesto que su rebeldía intelectual y su ejemplaridad moral se encuentran más vivas que nunca. Pero también debería hacernos recordar que ese último vestigio de fascinación romántica (él, que se rebeló como nadie contra todos los absolutos románticos) por una épica de la muerte puede infectar incluso a las mentes más brillantes. “Hay algo en ellos que aspira a la esclavitud”, escribió el pensador en sus carnets para referirse a sus antiguos compañeros de viaje, aquellos que seguían profesando de voceros del estalinismo. Sumisión, por otra parte, se titulaba el documental sobre el islam que le costó la vida su director, Theo Van Gogh. Aunque el rostro del fanatismo haya cambiado, en nada lo han hecho sus ambiciones homicidas. Tampoco lo ha hecho el dilema que Camus planteara en su día: sumisión o rebeldía. (Manuel Ruiz Zamora, 06/08/2016)


Sujeto/objeto:
En el mismo periodo de tiempo [1944] Sartre escribe El ser y la nada, una de sus obras fundamentales. En ella, ayudado por la fenomenología de E. Husserl, quiebra la distinción cartesiana sujeto/objeto. Distinción perversa que no da cuenta de la interconexión mutua de sujeto y objeto y el acontecer del fenómeno, de «las cosas mismas», como escribió Husserl. Así lo dejó dicho Sartre en la citada obra: Cierto es que se ha eliminado en primer lugar ese dualismo que opone en el existente lo interior a lo exterior. Ya no hay un exterior del existente, si se entiende por ello una piel superficial que disimule a la mirada la verdadera naturaleza del objeto. Y esta verdadera naturaleza, a su vez, si ha de ser la realidad secreta de la cosa, que puede ser presentida o supuesta pero jamás alcanzada porque es “interior” al objeto considerado, tampoco existe. Las apariciones que manifiestan al existente no son ni interiores ni exteriores: son equivalentes entre sí, y remiten todas a otras apariciones, sin que ninguna de ellas sea privilegiada. El sujeto no es una sustancia fija e inalterable, pues nos guste o no, somos seres dependientes del cambio, de este modo lo que nosotros somos no es de una vez para siempre, sino que está por hacerse encerrado en un proyecto vital irrenunciable. La existencia es la realidad inapelable con la que los seres humanos estamos condenados a cargar, pero esta carga tiene cierto alivio, cierta tregua macabra: la libertad. Estamos en posesión de elegir nuestro destino, en contraposición de aquellos que comparten nuestra existencia, a saber, las cosas y el Otro. Según Sartre, la identidad es construida, se va haciendo en el mundo y con los demás, con los Otros. Los Otros comparten nuestro espacio vital, nos condicionan, nos alteran, nos objetivan y, finalmente, la libertad del otro desestabiliza nuestra libertad. Así, lo objetivo se convierte en algo que se puede dominar, pero se es incapaz de hacerlo totalmente, ya que, en esta lógica de conflicto dialéctico, él otro también mira y objetiva, o sea me cosifica. De este modo, ver al otro es comprender la posibilidad de ser visto por el otro. El hombre se sabe hombre, se sabe libre porque comparte existencia con el Otro, y es el Otro el que va determinando constructivamente, traumáticamente la identidad. La puerta se abre, pero ningún protagonista sale, sino que decide libremente quedarse, vivir con los demás. Libertad preñada de conflicto, de dominación de los espacios compartidos, del mundo en común. Para terminar precariamente con este conflicto debemos o bien subyugar la libertad de los unos a otros, o bien construir espacios compartidos donde las posibilidades de existencia tengan un sentido en común, un despliegue de proyectos vitales, quehaceres vitales colectivos, algo muy parecido a lo que sostenía H. Arendt con la función de las instituciones dentro del espacio público, y que desarrollará Sartre en su obra El existencialismo es un humanismo. (Oliverio Martínez - amberesrevista.com)


Sartre y sus ex amigos:
Estaba ordenando el escritorio y un libro cayó de un estante a mis pies. Era el cuarto volumen de Situations (1964), la serie que reúne los artículos y ensayos cortos de Sartre. Lo encontré lleno de anotaciones hechas cuando lo leí, el mismo año que fue publicado. Comencé a hojearlo y me he pasado un fin de semana releyéndolo. Ha sido un viaje en el tiempo y en la historia, así como una peregrinación a mi juventud y a las fuentes de mi vocación. Sus libros y sus ideas marcaron mi adolescencia y mis años universitarios, desde que descubrí sus cuentos de El muro, en 1952, mi último año de colegio. Debo haber leído todo lo que escribió hasta el año 1972, en que terminé, en Barcelona, los tres densos tomos dedicados a Flaubert (El idiota de la familia), otra de las tetralogías que dejó incompletas, como las novelas de Los caminos de la libertad y su empeño en fundir el existencialismo y el marxismo, Crítica de la razón dialéctica, cuya síntesis final, prometida muchas veces, nunca escribió. Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción, quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos, su logomaquia y convencido de que buena parte del esfuerzo intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos filosóficos, sus polémicas y sus úcases, hubiera sido tal vez más provechoso consagrarlo a otros autores, como Popper, Hayek, Isaías Berlin o Raymond Aron. Sin embargo, confieso que ha sido una experiencia estimulante —algo melancólica, también— la relectura de su polémica con Albert Camus del año 1952, sobre los campos de concentración soviéticos, de su recuerdo y reivindicación de Paul Nizan, de marzo de 1960, y del larguísimo epitafio (casi un centenar de páginas) que dedicó a la memoria de su compañero de estudios, aventuras políticas y editoriales, amigo y adversario, el filósofo Maurice Merleau-Ponty (1961). Era un soberbio polemista y su prosa, que solía ser siempre inteligente pero seca y áspera, en el debate se enardecía, brillaba y parecía insaciable su afán de aniquilación conceptual de su contrincante. No se equivocó Simone de Beauvoir cuando dijo de él que era “una máquina de pensar”, aunque habría que añadir que ese intelecto desmesurado, esa razón razonante, podía ser también, por momentos, fría y deshumanizada como un arenal. Leída hoy, no cabe la menor duda de que su respuesta a Camus era equivocada e injusta, y que fue el autor de El extranjero quien defendió la verdad, condenando la muerte lenta a que fueron sometidos millones de soviéticos en el gulag por el estalinismo a menudo por sospechas de disidencia totalmente infundadas y sosteniendo que toda ideología política desprovista de sentido moral se convierte en barbarie. Pero, aun así, los argumentos que esgrime Sartre, pese a su entraña capciosa y sofística, están tan espléndidamente expuestos, con retórica tan astuta y persuasiva, tan bien trabados e ilustrados, que suscitan la duda y siembran la confusión en el lector. Arthur Koestler pensaba en Sartre cuando dijo que un intelectual era, sobre todo en Francia, alguien que creía todo aquello que podía demostrar y que demostraba todo aquello en que creía. Es decir, un sofista de alto vuelo. La evocación de Paul Nizan (1905-1940), su condiscípulo en el liceo Louis le-Grand y en la École Normale Supérieure, a quien lo unió una amistad tormentosa, es soberbia y —adjetivo que rara vez merecían sus escritos— conmovedora. Hijo de un obrero bretón que, gracias a su talento, recibió una educación esmerada, Nizan fue muchas cosas —un dandi, un anarquista, autor de panfletos disfrazados a veces de novelas que seducían por su violencia intelectual y su fuerza expresiva— antes de convertirse en un disciplinado militante del Partido Comunista. Cuando el pacto de la URSS con la Alemania nazi, Nizan renunció al partido y criticó con dureza esa alianza contra natura. Poco después, apenas comenzada la Segunda Guerra Mundial, murió en el frente de una bala perdida. Pero su verdadera muerte fue la pestilencial campaña de descrédito desatada por los comunistas para envilecer su memoria. Camus rompió con Sartre por la cercanía de éste con el Partido; Nizan, por las diferencias y reticencias que guardaba con aquél. En su ensayo, que sirvió de prólogo a Aden, Arabie, Sartre hace un recuento muy vivo de la fulgurante trayectoria de ese compañero que parecía destinado a ocupar un lugar eminente en la vida cultural y que cesó, de aquella manera trágica, a sus 35 años. En tanto que, cuando refuta a Camus, aparece como un perfecto compañero de viaje, en el que dedica a defender la vida y la obra de Nizan, Sartre es un debelador implacable del sectarismo dogmático que cubría de calumnias infames a sus críticos y prefería descalificarlos moralmente antes que responder a sus razones con razones. El ensayo es también una premonición de lo que podría llamarse el espíritu de mayo de 1968, pues en él Sartre propone a Nizan como un ejemplo para las nuevas generaciones, por haber sido capaz de romper los moldes ideológicos y las convenciones y esquemas dentro de los que se movía la izquierda francesa, y haber buscado por cuenta propia y a través de la experiencia vivida un modo de acción —una praxis— que acercara el medio intelectual a los sectores explotados de la sociedad. El ensayo sobre Merleau-Ponty es, también, una autobiografía política e intelectual, un recuento de los años que compartieron, como estudiantes de filosofía en la École Normale Supérieure, su descubrimiento de la política, del marxismo, de la necesidad del compromiso, y, sobre todo, su toma de conciencia del odio que les inspiraba el medio burgués de que ambos provenían. Este odio impregna todas las frases de este ensayo y se diría que, a menudo, es él, antes que las ideas y las razones, y antes también que la solidaridad con los marginados, el que dicta ciertas tomas de posición y pronunciamientos de los dos amigos. Sartre es muy sincero y poco le falta para reconocer que, en su caso, la revolución no tiene otro objetivo primordial que borrar de la tierra a esa clase social privilegiada, dueña del capital y del espíritu, en la que nació y contra la que alienta una fobia patológica. En este ensayo aparece la famosa afirmación sartreana (“Todo anticomunista es un perro”) que llevó a Raymond Aron a preguntar a Sartre si había que considerar a la humanidad una perrera. Merleau-Ponty fue el último de los intelectuales de alto nivel con los que Sartre fundó Les Temps Modernes en romper con la revista que, durante años, fue para muchos jóvenes de mi generación una especie de Biblia política. A partir del alejamiento de Merleau-Ponty, en los años cincuenta, sólo quedarían con Sartre los incondicionales, que, durante toda la guerra fría, aprobarían sus idas y venidas y sus retruécanos a veces delirantes en esa danza sadomasoquista que vivió hasta el final con todas las variantes comunistas (incluida la China de la revolución cultural). Este ensayo impresiona porque muestra la fantástica evolución de Europa en el medio siglo transcurrido desde que se escribió. Cuando Sartre lo publica, la URSS parecía una realidad consolidada e irreversible. La guerra fría daba la impresión de poder transformarse en cualquier momento en guerra caliente y, aunque Sartre y Merleau-Ponty discrepan sobre muchas cosas, ambos están convencidos de que la tercera guerra mundial es inevitable y que, una vez que estalle, el Ejército soviético tardará muy poco en ocupar toda Europa occidental. La política impregna hasta los tuétanos la vida cultural en todas sus manifestaciones y los extremos apenas dejan espacio a un centro democrático y liberal que tiene pocos defensores en el mundo intelectual. No sólo Sartre y Merleau-Ponty ven en De Gaulle y la Quinta República a un fascismo renaciente y en Estados Unidos a un nuevo nazismo. Semejante disparate es en aquellos años de esquematismo e intolerancia un lugar común. Produce vértigo que pensadores que nos parecían los más lúcidos de su tiempo se dejaran cegar de ese modo por los prejuicios políticos. Ahora bien. Pese a las orejeras ideológicas que delatan, aquellos debates tienen algo que en el mundo de hoy ha sido barrido por, de un lado, la banalidad y la frivolidad, y, por otro, el oscurantismo académico: la preocupación por los grandes temas de la justicia y la injusticia, la explotación de los más por los menos, el contenido real de la libertad, cómo conciliar ésta con la justicia e impedir que sea sólo una abstracción metafísica, etcétera. En nuestros días los debates intelectuales tienen un horizonte muy limitado y transpiran una secreta resignación conformista, la idea de que aquellas utopías de los tiempos de Sartre y Camus han quedado para siempre erradicadas de la historia. Hoy por hoy, tratándose de política, el sueño está prohibido, ya sólo son admisibles los sueños literarios y artísticos. (Vargas Llosa, 2012)


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