El espejo del mar:
El océano tiene el temperamento falto de escrúpulos de un autócrata salvaje malcriado por la mucha adulación. No puede soportar el menor asomo de desafío, y no ha dejado de ser el enemigo irreconciliable de barcos y hombres desde que los barcos y los hombres tuvieron la inaudita osadía de echarse a navegar juntos pese a su ceño. Desde ese día no ha dejado de engullir flotas y hombres sin que su resentimiento se haya visto saciado por el número de víctimas, por tantos barcos naufragados y tantas vidas truncadas.
[...]
Un barco anclado en una rada abierta, con gabarras de carga al lado y su propio aparejo de fuerza columpiando el cargamento sobre la regala, está cumpliendo, en libertad, una de sus funciones vitales. No hay reclusión; hay espacio: agua clara alrededor, y un cielo despejado por encima de sus topes, con un paisaje de verdes colinas y encantadoras bahías extendiéndose en torno a su ancladero. No ha sido abandonado por sus propios hombres a las frágiles mercedes de la gente de tierra.
Aún ampara a su pequeña banda de devotos, que cuidan de él, y uno siente que de un momento a otro va a deslizarse por entre los promontorios y desaparecer. Es sólo en casa, en la dársena, donde yace abandonado, apartado de la libertad por todos los artificios de los hombres que sólo piensan en una rápida expedición y en fletes lucrativos. Es sólo entonces cuando las odiosas sombras rectangulares de muros y tejados caen sobre sus cubiertas con lluvias de hollín.
[...]
Un ancla es una pieza de hierro forjado, adaptada admirablemente a su fin, y el lenguaje técnico es un instrumento pulido hasta la perfección por siglos de experiencia, algo sin tacha para su propósito. Un ancla de antaño (porque en la actualidad existen inventos que parecen champiñones y objetos como garras, sin forma ni expresión concretas, simples ganchos)...un ancla de antaño era, a su modo, un instrumento de lo más eficiente. De su acabamiento da prueba su tamaño, pues no hay otro dispositivo tan pequeño para el importante trabajo que debe realizar. ¡Fijense en las anclas colgando de las serviolas de un gran barco! ¡Cuán minúsculas resultan en comparación con el enorme tamaño del casco! Si fueran de oro parecerían dijes, juguetes decorativos, no mayores en proporción que un precioso pendiente en la oreja de una mujer. Y, sin embargo, de ellas dependerá, en más de una ocasión, la propia vida del barco.
Un ancla se forja y se configura buscando fidelidad; dadle fondo que morder, y se aferrará a él hasta romper el cable, y entonces, independientemente de lo que después pueda sucederle a su barco, esa ancla se ha "perdido". Bien, dicha pieza de hierro, honrada, tosca, de tan sencillo aspecto, tiene más partes que miembros el cuerpo humano: el arganeo, el cepo, la cruz, las uñas, las mapas, la caña. Todo esto, según el periodista, se "echa" cuando un barco, al arribar a un ancladero, fondea.
[...]
Un barco, en una dársena, rodeado de muelles y de los muros de los almacenes, tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión. Cables de cadena y sólidas estachas lo mantienen atado a postes de piedra al borde de una orilla pavimentada, y un amarrador, con una chaqueta con botones de latón, se pasea como un carcelero curtido y rubicundo, lanzando celosas, vigilantes miradas a las amarras que engrillan el barco inmóvil, pasivo y silencioso y firme, como perdido en la honda nostalgia de sus días de libertad y peligro en el mar.
[...] Si, un barco quiere que se lo mime con conocimiento de causa. Uno debe tratar con comprensiva consideración los misterios de su naturaleza femenina, y entonces él estará a nuestro lado, fielmente, en nuestra incesante lucha contra fuerzas ante las que no avergüenza salir derrotado. Es una relación seria, aquella en la que un hombre vela celosamente por su barco. Este tiene sus derechos igual que si pudiera respirar y hablar; y de hecho hay barcos que, por el hombre que lo merezca, harán cualquier cosa, como dice el refrán, menos hablar.
Un barco no es un esclavo. No hay que forzarlo en una mar gruesa, no hay que olvidar nunca que uno le debe la mayor parte de sus ideas, de su habilidad, de su amor propio. Si uno recuerda esa obligación naturalmente y sin esfuerzo, como si fuera un sentimiento instintivo de su propia vida interior, el barco navegará, aguantará, correrá por uno mientras pueda, o, como un ave marina cuando va a reposar sobre las enfurecidas olas, capeará el temporal más fuerte que jamás le haya hecho a uno dudar de si viviría lo bastante para volver a ver salir el sol.
[...] El amor que se profesa a los barcos es profundamente distinto del que los hombres sienten por cualquier otra obra salida de sus manos -del amor que, por ejemplo, tienen a sus casas-, porque no está manchado por el orgullo de la posesión. Puede darse el orgullo de la destreza, el orgullo de la responsabilidad, el orgullo de la entereza, pero por lo demás se trata de un sentimiento desinteresado. Ningún marino ha querido nunca a un barco, aun cuando le perteneciera, meramente por las ganancias que le llevara al bolsillo.
El mar -ésta es una verdad que debe reconocerse- carece de toda generosidad. No se sabe de ningún alarde de cualidades viriles -valor, audacia, entereza, fidelidad- que haya conmovido jamás su irresponsable conciencia de poder. El océano tiene el temperamento falto de escrúpulos de un autócrata salvaje malcriado por la mucha adulación. No puede soportar el menor asomo de desafío, y no ha dejado de ser el enemigo irreconciliable de barcos y hombres desde que los barcos y los hombres tuvieron la inaudita osadía de echarse a navegar juntos pese a su ceño. Desde ese día no ha cesado de engullir flotas y hombres sin que su resentimiento se haya visto saciado por el número de víctimas, por tantos barcos naufragados y tantas vidas truncadas. Hoy, como siempre, está presto a seducir y traicionar, a destruir y a ahogar el incorregible optimismo de los hombres que, respaldados por la fidelidad de los barcos, intentan extraer de él la fortuna de sus casas, el dominio de sus mundos, o tan sólo unas migajas de comida para aplacar su hambre. Si no siempre está de humor tan encendido como para destruir, si está siempre, celadamente, listo para ahogar. El más asombroso prodigio de todo el piélago es su insondable crueldad.
(Joseph Conrad)
La vuelta al mundo del Fortuna:
Esta madrugada nos ha entrado una borrasca y el barógrafo ha empezado a bajar. Llevábamos una velocidad de unos 15 nudos, con planeadas de hasta 19. Todo parecía muy bonito cuando empezó
a formarse la típica ola de estas latitudes, haciendo que el barco se tambalease hasta provocar la primera orzada. Más tarde tuvimos otra en la que todo parecía que se iba a romper. Y así se rompió la funda de un sable de la mayor. Entonces decidimos arriarla para reparar. Con la mayor arriada, llegó el tercer loof u orzada. A la rueda, empecé a tirar con todas mis fuerzas. Ion me ayudaba. El barco ha acabado casi volcado, y al estar yo a sotavento, toda el agua me arrasó, llegando a creer que estaba fuera del barco. Es decir, que, después de esta guardia, de haber volcado cinco veces, el no haber destrozado todo es casi un milagro. Para mí ha sido la peor
guardia de esta etapa. (Isidro Martí)
Mi regata alrededor del mundo:
Al dejar atrás las islas de Diego Ramírez, nos azotó el tiempo típico del cabo de Hornos: la fuerza del viento pasó a ser de temporal y el cielo se cubrió de nubes bajas y grises. El color de la mar cambió espectacularmente del gris azulado al verde pálido y transparente.
Lo más notable fue el cambio de su estado: las olas se acortaron y empinaron más, con sus laderas que subían por detrás del barco como paredes de verde hielo. Presentíamos que nos aproximábamos
al cabo. Lo primero que distinguí fue la vaga silueta de tierra a través de la bruma, y entonces, mientras permanecía en la proa, apareció la sombra gris de los enormes acantilados, a una cinco millas de distancia. Se interpusieron las nubes y lo perdimos de vista, pero minutos después
reaparecieron los acantilados... Cuando un lugar ha sido el tema de tantos mitos y leyendas, resulta difícil de creer que se tiene ante los propios ojos. (Claire Francis)
Contra viento y marea:
Fue la etapa más dura, no por las condiciones metereológicas, sino porque el barco estaba muy zurrado y la tripulación era prácticamente nueva... Las averías se sucedían, las velas se rompían con extraordinaria facilidad y la adaptación de los nuevos tripulantes se hacía francamente
difícil, a pesar de su buena voluntad. La parte final la hicimos con un viento completamente invernal, empezamos a navegar viento en popa con sureste de fuerza 8-9, hasta llegar el día 27 de marzo al través del faro de la isla de Ouessant. En aquel momento habíamos cubierto nuestra
vuelta al mundo. Durante las últimas millas, la depresión llegó más fuerte y violenta,
entrando en el canal de la Mancha con una mar blanca y un frío intenso.
El día 28 de marzo, finalmente, avisamos la isla de Wight, y en una navegación de gran precisión, una noche lluviosa de clima británico, cruzamos la línea de llegada a las 23 horas. El sueño se había hecho realidad. De Portsmouth a Portsmouth, cabo de Hornos por babor, era ya parte de
nuestra historia. Habíamos dado la vuelta al mundo. (Enrique Vidal)
Hielo flotante:
La visibilidad era muy reducida; el frío, intensísimo. Navegábamos con viento de poniente de 35 a 40 nudos con el génova atangonado. Marco Facca iba al timón. De repente se produjo un estallido: en una orzada se había partido en dos el génova 4. Instintivamente y a toda velocidad me dirigía a proa para tratar de arriar los trozos que quedaban de esa vela. Enrico, el otro tripulante de guardia, bajó al pañol de velas para preparar un foque e izarlo enseguida. En aquel momento le grité: ¡Enrico, mira a proa! Un hielo flotante de cuatro metros de diámetro y uno de altura
se hallaba justo en proa. Ya no podía hacer nada, ni había nada que hacer. Íbamos navegando a 7 u 8 nudos, sólo con la mayor y grité fuerte al timonel: ¡Orza violentamente! En aquel momento Marco orzó, agradeciendo que me oyera. Logramos pasar a unos diez metros a barlovento de aquel glowler, o hielo flotante, que son los más peligrosos, ya que apenas se ven. Fue verdaderamente milagroso que Enrico y yo lo lográsemos ver en plena noche. (Enrique Vidal)
Inquisición:
Fue una comparación poco afortunada por parte de Obama. Y es que realmente no es posible remitir las ejecuciones del Califato, la imagen del desdichado piloto jordano en llamas, a las hogueras de la Inquisición española. Y no porque esas hogueras no hayan existido sino porque, exactamente igual que en Valladolid o Sevilla, otras hogueras iluminaban las plazas públicas de cualquier ciudad alemana, francesa, italiana o inglesa, o de cualquier otro rincón de Europa. Ciudad o simple comunidad rural, como sucedía —especialmente en Inglaterra— con las brujas. Si Obama, hubiera leído, por ejemplo, Opus Nigrum,posiblemente la mejor novela de Marguerite Yourcenar, se hubiera hecho una idea de lo que era moneda corriente en las ciudades alemanas con una población enfrentada por motivos religiosos. O en la Francia de la Ilustración, donde se podía acabar en la hoguera rodeado de público y de balcones atestados, por el mero hecho de ser sorprendido llevando un libro prohibido. Algo que sabían de sobra un Voltaire —por lo que evitaba vivir en Francia— o un Rousseau, consciente éste, por otra parte, de que su Ginebra natal no era un lugar mucho más seguro. Allí precisamente ardió Miguel Servet, en Ginebra y no en España, su país de origen. Como Savonarola o Giordano Bruno en Italia; algo que le podría haber sucedido también a Dante de no haber puesto tierra de por medio respecto a su Florencia natal. No, las hogueras no fueron precisamente una peculiaridad española. Para el caso, mucho más acertado hubiera estado Obama al relacionar la muerte del piloto jordano con los linchamientos por motivos raciales propios de su país, algo mucho más próximo así en el tiempo como en el espacio, y a los que Hollywood ha popularizado en diversas películas.
Claro que la idea de que la Inquisición y sus hogueras eran una característica poco menos que exclusiva de España no corresponde a una impresión personal de Obama, sino a una creencia ampliamente extendida por el mundo entero. Y lo que es peor: al hablar del mundo entero hay que incluir a España, es decir, a los españoles, que en su gran mayoría dan por buena dicha exclusividad. Sí, la dan por buena pese a los esfuerzos de numerosos historiadores tanto nacionales como extranjeros —especialmente, ingleses y franceses— que, desde diversos puntos de vista, se han esforzado en disipar el equívoco. Esto es: si se tiene tan claro todo lo que se refiere a la actividad de la Inquisición española es por su carácter impecablemente burocrático, puesto que cuando se quemaba o descuartizaba a alguien, todo quedaba registrado, documentado, tanto el dato en sí como las razones que lo suscitaron. Una burocracia inexistente en otros lugares, donde el resplandor de las hogueras caía de inmediato en el olvido.
En España, en cambio, ese rigor burocrático se extendía a todos los órdenes de la vida, desde la meticulosidad con que, al recoger los ocho apellidos de cada ciudadano se garantizaba el que una parte de la población pudiese alardear de su pureza de sangre, al sinnúmero de datos concretos relativos a la expansión de los virreinatos americanos recogidos en el Archivo de Indias, sin equivalente en la expansión colonial de otros países. Y uno de sus aspectos principales era el referido al funcionamiento de la Justicia. Colón, sin ir más lejos, tuvo problemas por haber esclavizado a los habitantes del Nuevo Mundo. O el caso de Elcano, que también tuvo sus problemas debido a que el peso de las especias que trajo consigo al completar la vuelta al mundo no se correspondía con el inicialmente declarado; la cuestión sólo quedó zanjada al caer en la cuenta de que tal pérdida de peso era debida a que dichas especias se habían secado en el curso del viaje.
Las leyendas negras son así: se destacan los aspectos más negativos de una realidad determinada, ajena a la propia, mientras se pasa por alto los positivos —si es que los hay— y, sobre todo, se silencia en lo posible el hecho de que tales aspectos negativos se dan asimismo en la realidad a la que uno pertenece. Vamos, pura propaganda. Y es que toda leyenda negra es fundamentalmente eso: propaganda. Propaganda contra todo país que amenaza con alcanzar una posición hegemónica. De ahí que, en el caso de España, el principal objetivo fueran sus mejores representantes de tal tendencia hegemónica, reyes como Isabel y Fernando, como Felipe II. Toda una revisión de la Historia a posteriori. Porque en tiempos de Felipe II, por ejemplo, cuando era esposo de Catalina Tudor, la imagen que de los españoles se tenía en Inglaterra era la de gente seria, austera y reservada, en consonancia con su afición a vestir de negro. Una imagen que contrastaba con la propia, un pueblo más bien dado a la improvisación y la buena vida.
Ahora bien: lo peor de las leyendas negras no es que se conviertan en poco menos que en artículo de fe ampliamente extendido, sino que sus víctimas, es decir, el pueblo directamente afectado, terminen interiorizándola, dándola por buena, lo que les sitúa en un plano inferior al de la realidad circundante. Ni más ni menos que lo que le sucedió a España a lo largo de unos doscientos años, al entrar en una fase de depresión colectiva tras la pérdida de toda influencia en la Europa de finales del XVII, postración moral de la que sólo empezó a salir a finales del XIX, con la Generación del 98. Perduraron —y aún perduran— eso sí, algunos tópicos y prejuicios, como el hecho de que en ocasiones se siga dando por bueno ante el turista, el extranjero, que somos un pueblo más dado a la fiesta y a la siesta que al pensamiento, al simple hecho de pensar.
No hay país que no cargue con un tópico a ojos de sus vecinos: los ingleses y la hipocresía, los franceses por jactanciosos, los alemanes por su cabeza cuadrada, los italianos por fantasiosos, y así siguiendo. Tópicos anodinos en la medida en que no han sido interiorizados, aceptados como rasgo característico por los pueblos a los que les son atribuidos. Pero la falta de autoestima propia de España facilita el que aquí, en cambio —con ayuda de determinados productos cinematográficos y televisivos— sean aceptados sin rechistar por una buena parte de la población. Una actitud muy propia de un país que pasa con la mayor soltura del “¡España no hay más que una!” —en especial cuando se gana algún encuentro internacional de fútbol— al “Este país no tiene remedio”, ante algún tipo de contrariedad, sea individual o colectiva. Una bipolaridad que pasa del triunfalismo al derrotismo sin transición alguna y que conduce, por ejemplo, a hacer extensiva la propia ignorancia —en todas partes hay gente ignorante— a la comunidad, al país entero, convirtiéndola en un rasgo distintivo nacional.
Pondré dos ejemplos. El del jardinero de un hotel en animada cháchara con un joven matrimonio alemán que se expresaba en un perfecto español, al que se dirigía comiéndose de vez en cuando las palabras y utilizando los verbos en infinitivo, como si el extranjero fuera él; a unos metros, los hijos del matrimonio, jugando animadamente. “¡Qué niños tan inteligentes!”, dijo el jardinero, “tan pequeños y ya hablan alemán”.
El otro se refiere a las aceras de Madrid, perfecto ejemplo de la dejadez e improvisación que, a consecuencia de esa autoconvicción a la que acabo de referirme, es para muchos uno de nuestros principales rasgos distintivos. Se trata de unas aceras tan caras y pretenciosas en su diseño como mal acabadas y peor mantenidas. En ninguna otra ciudad del mundo me he encontrado de bruces en el suelo —afortunadamente sin mayores consecuencias— por no andar mirando dónde ponía los pies, atento a las irregularidades y trampas del pavimento.
El caso es que si por una parte resulta irritante comprobar que en el ancho mundo siguen aún vigentes algunos de los tópicos establecidos sobre España, no menos irritante resulta comprobar que, interiorizado el tópico, la realidad cotidiana española siga en parte asumiéndolo como propio. Ante tal panorama, lo mejor es tomar distancias. Cuanto más lejos, menos importancia le damos a todo eso. Recuerdo el sosiego con que, en el curso de un viaje, mientras desayunaba tranquilamente en Macasar, la capital de Isla Célebes, recibí una llamada telefónica en la que, entre otras cosas, se me puso al corriente de algún embrollo de la política española. Todo lo veía objetivado, integrado en los avatares del ancho mundo; mi realidad inmediata era otra. Sí, tomar distancias como remedio. Y ese factor irritativo que resulta de la proximidad se esfuma. Por suerte. Vamos, o por desgracia.
(Luis Goytisolo, 04/04/2015)
Hugo Pratt:
De los confines de Asia al Triángulo de las Bermudas. De la búsqueda de la clavícula del Rey Salomón a una expedición hacia el continente perdido de la Atlántida. Los ojos de Corto Maltés han escrutado los más lejanos horizontes en un mundo sin GPS, el de los albores del siglo XX. Un mundo que ya se desmoronaba, en el que los sables aún convivían con las armas de fuego, los caballos con los tanques y las largas travesías marítimas con los coches. Casi 20 años después de la muerte de su creador, el gran Hugo Pratt -que hizo de Maltés una suerte de alter ego suyo, con el que a menudo se confundiría autor y personaje-, el legendario viajero regresa con una nueva aventura que lo llevará hasta Alaska y el Ártico. Son dos españoles, Rubén Pellejero y Juan Díaz Canales, quienes firman el esperado regreso de este Ulises moderno, por cuyas venas corre sangre ibérica: Corto Maltés es hijo de una gitana de Sevilla apodada la niña de Gibraltar (que hasta habría posado como modelo para Ingres) y de un marino de la Royal Navy del Reino Unido.«No me desagrada la idea de que alguien pueda algún día retomar a Corto Maltés», decía Hugo Pratt poco antes de morir, casi como premonición, intuyendo que su personaje, al que dotó de tantos rasgos de su propia personalidad y biografía, aún navegaría por mares lejanos y escenarios que ni siquiera él habría imaginado. España, Italia y Francia, a través de las editoriales Norma, Rizzoli y Casterman, se han aliado en una magna e insólita coproducción europea (al menos en la escala del noveno arte), para resucitar al héroe trotamundos, con el beneplácito de la que fuera colaboradora y colorista de Pratt durante 17 años, Patrizia Zanotti. Zanotti, entre otras cosas, es la directora de la empresa Cong, propietaria de los derechos del personaje. Con un título al más puro estilo Pratt, Bajo el sol de medianoche, Corto Maltés regresa con otra aventura clásica, épica, en la mejor tradición de Joseph Conrad o Robert Louis Stevenson: una historia llena de batallas y traiciones, con el telón de fondo de un tesoro misterioso y salpicada de libros y versos. La literatura actúa como motor de la historia: antes de morir (los autores especulan con la leyenda de si fue un suicidio o una sobredosis de morfina), Jack London deja una carta para Corto en la que le encarga la misión de encontrar a una antigua amante, con la promesa de un tesoro de por medio. Ya en el álbum-precuela La juventud, ambientado en 1904, Hugo Pratt hizo que un jovencísimo Corto conociera a Jack London en Manchuria, donde era corresponsal en la guerra ruso-japonesa. Fue precisamente el escritor quien le presentó a Rasputín, el loco desertor ruso de instintos homicidas que se convertirá en algo así como el mejor amigo de Corto. «Nos importaba que se respirara el ambiente y la atmósfera de Hugo Pratt. No es una copia, nunca ha sido la intención. Queríamos aportar algo nuevo respetando la esencia del personaje», admite Rubén Pellejero, que ha dibujado al viejo Corto de siempre, pero con un aire más contemporáneo. Esa silueta con el petate al hombro, caminando por uno de tantos puertos, con las gaviotas recortadas en el cielo, el fular al viento y el pitillo en la boca, en la que se adivina una sonrisa irónica... Una estampa 100% prattiana que irrumpe en las primeras viñetas del álbum. Pero Pellejero incluso la mejora con unos paisajes más preciosistas y sofisticados, manteniendo esa paleta cromática de tonos pastel que remite a los fondos difuminados de Pratt y a sus acuarelas. La elección de Pellejero, creador del personaje Dieter Lumpen (ese antihéroe aventurero que nació en la revista Cairo en 1986), no ha sido casual: su obra bebe directamente de la influencia y estética de Hugo Pratt. «Corto es más que un personaje de cómic, es un icono», admite Pellejero, que incluso ha potenciado esa elegancia y el porte de dandi rebelde a lo James Dean que convirtió a Corto en modelo de Christian Dior en un perfume llamado Eau Sauvage. Aquí un amigo«Corto es el amigo que todos quisiéramos tener. Es cínico como todos los antihéroes, pero recoge los valores caballerescos del mundo romántico. No piensa matar por grandes ideales, le importan más las personas que las causas. Es un humanista y respeta al enemigo caído», describe el guionista Juan Díaz Canales, autor de Blacksad, que le valió un premio Eisner (los Oscar del cómic) en Estados Unidos. En el siglo de lo digital, Corto Maltés se perfila como el último héroe romántico. «Su figura y todos los valores que representa sigue siendo muy necesarios, especialmente hoy en que ciertos conceptos, como lealtad u honestidad, parecen pasados de moda», añade Canales. La primera historieta de Corto se publicó en la revista italiana Sgt. Kira, en 1967, con la mítica La balada del mar salado, en la que el protagonista aparece a la deriva en alta mar, abandonado por su tripulación, un atajo de piratas buscavidas que lo traicionan. Cronológicamente, la acción de su aventura en Bajo el sol de medianoche se sitúa tan sólo unos meses después de La balada..., en el año 1915. Canales y Pellejero construyen una narrativa exquisita, llena de sutilezas, en la que los gestos, las miradas y los silencios expresan todo lo que es -y todo lo que calla el personaje-, siguiendo el legado de Pratt, que rompió los esquemas de la época con su manera de contar historietas. Aunque hoy ya esté absolutamente normalizado, en los 70 los trazos expresionistas y esquemáticos de Pratt, con un dibujo esencialista y depurado, a veces incluso tosco, que huía de cualquier canon académico, revolucionaron el cómic europeo de la línea clara. Pratt fue un gran maestro del blanco y negro, jugaba con el vacío e imprimía un ritmo cinematográfico y un tempo veloz a esas viñetas sin textos, con paisajes en los que se pierden los pensamientos no formulados de Corto y esa mirada soñadora de quien ha visto atardeceres en Etiopía o Argentina. Desde sus inicios, Pratt admiró profundamente el cómic norteamericano de Will Eisner (el creador de The Spirit) y, sobre todo, de Milton Caniff, el llamado Rembrandt del cómic, al que nunca se cansó de reivindicar. «A veces Pratt ni siquiera ponía fondos, lo que da una fuerza mayor al dibujo. Su trazo era de una modernidad absoluta y evolucionó a lo largo de su carrera. A veces bebía de los códigos de la aventura clásica o se tornaba más detectivesco y policial. No siempre repite el mismo esquema, lo que nos da una libertad creativa enorme», apunta Pellejero. Realidad y ficciónHugo Pratt se movía con habilidad por la fina frontera entre realidad y ficción, con álbumes históricos llenos de datos y documentación que extraía de los más de 20.000 volúmenes de su famosa biblioteca en Suiza. Introducía sin reparos personajes históricos en sus historietas: Corto llegó a conocer a James Joyce en Trieste, al dramaturgo americano Eugene O'Neill en Argentina, al famoso ladrón de bancos Butch Cassidy e incluso a un joven portero de hotel llamado Vissariónovich Dzhugashvili que después dirigiría la URSS con puño de hierro bajo el nombre de Stalin (y que, por cierto, evitará que Corto sea fusilado). La propia vida de Pratt guarda muchas similitudes con la de Corto: vivió en Venecia hasta los 10 años, cuando su padre fue destinado a Etiopía en la II Guerra Mundial tuvo que alistarse contra su voluntad al ejército de Mussolini. Desertó y trabajó como traductor para los aliados, fue prisionero de los alemanes, vivió 10 años en Buenos Aires, también en Londres, París, Italia y Lausana, donde falleció un día de verano de 1995. Una vida de novela que Pratt plasmó en los viajes de Corto. «Hay espacios biográficos de Corto Maltés que no se han desarrollado. Aún quedan muchos vacíos por llenar y muchas historias por contar. El propio Pratt se cuidó mucho de no cerrar la cronología de Corto Maltés», explica Canales. Algunos de esos espacios en blanco son los años 20 y 30, por ejemplo, que podrían situar a Corto «en el incipiente Hollywood o en la República de Weimar», según fantasea Canales, que promete más horizontes para Corto. Pratt también quiso dejar en la bruma el final de Corto: parece ser que desapareció en la Guerra Civil española, mientras luchaba con las Brigadas Internacionales. Pero, ¿qué significa eso de desaparecer?
VANESSA GRAELL, 25/09/2015
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