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Ingmar Bergman (1918-2007):
Crisis (1945): Juegos de Verano (1950) Los años 50 permitieron afianzarse a Bergman. Al principio de la década rodó dos brillantes historias de amor que exaltaban a la vez el esplendor del verano sueco y los fuegos efímeros de la pasión: Juegos de verano (1950) y Un verano con Monika (1952), donde alcanzó su plenitud la sexualidad de Harriet Andersson. A partir de entonces, dos temas se entrecruzan constantemente en su filmografía: el primero, reflexivo y filosófico, analiza la angustia de un mundo que se interroga sobre Dios, la dicotomía Bien/Mal y, de una forma más general, sobre el sentido de la vida; el segundo, cáustico, brillante y satírico, borda sutiles variaciones sobre la incomunicación en el seno de la pareja. Noche de circo (1953) La carrera de Bergman en Suecia estuvo a punto de verse frenada a causa de la desfavorable recepción crítica de Noche de circo, un análisis mordaz del deseo, el sentimiento de culpa y la vulnerabilidad humana. Pero la obtención por parte de Sonrisa de una noche de verano del Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1955, volvió a situarle en posición privilegiada y le permitió abordar un proyecto que acariciaba desde tiempo atrás.
Sonrisas de una noche de verano:
El séptimo sello (1956): El clamoroso éxito obtenido por el film ofreció la posibilidad de dirigir, uno tras otro, cuatro importantes títulos: el primero fue Fresas salvajes (1956), con el director de cine Victor Sjöstrom como protagonista. Bergman recurriría nuevamente a sus recuerdos de infancia para efectuar un acercamiento lúcido y benévolo a la vejez, con toda su carga de lamentos y recriminaciones. Rodó después En el umbral de la vida (1957), un ejercicio de apariencia más documental que disecciona las reacciones de tres mujeres ante la maternidad. En El rostro (1958 ), un mago que no es otro que el propio Bergman se gana la vida fascinando al público y exponiéndose a la vez a sus sarcasmos. El manantial de la doncella (1959) es una cruel historia de violación, asesinato y venganza, basada en una balada medieval.
En el transcurso de los años siguientes, el estilo de Bergman experimentaría un cambio sensible. El cineasta aborda una etapa aparentemente austera. Una técnica más depurada, una temática más profunda y un marco infinitamente menos brillante se ponían al servicio de un pensamiento inquieto y desgarrado: el cineasta reconciliaba forma y fondo. La trilogía formada por Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1962) y El silencio (1963) le permitió ajustar cuentas definitivamente con su educación religiosa. Dejando a un lado su preocupación por el lugar del hombre en el Universo para considerar el del artista en el seno de la sociedad, Bergman se convirtió en portavoz intelectual de su tiempo, persuadido de que el ser humano había llegado a una fase crítica de su evolución y de que la apatía del mundo moderno era tan sólo el reflejo de un cierto desencanto.
El Silencio (1963):
Persona (1966):
Gritos y susurros (1972): Siempre fue consciente del impacto de la televisión, y desde 1969, año en que realizó El rito para la pequeña pantalla, mantuvo una relación fluida con el medio, también destino original de Secretos de un matrimonio (1973) y la adaptación de La flauta mágica (1974). En 1976, un escándalo fiscal llevó a Begman a exiliarse en Munich, donde dirigió para Dino de Laurentiis El huevo de la serpiente (1977), ambiciosa reconstrucción del Berlín inmediato a la posguerra. La película se hizo eco del desasosiego y las preocupaciones del realizador como ocurrió también en De la vida de las marionetas (1980), donde se reflejan la impotencia y el sentimiento de fracaso de un individuo perseguido por la sociedad.
Televisión: A partir de entonces, trabaja regularmente en el medio televisivo, para el que dirige títulos como Después del ensayo (1983), Los dos bienaventurados (1986) o En presencia de un payaso (1997), mientras que sus guiones son llevados al cine por otros cineastas, generalmente cercanos a su entorno, como su hijo Daniel Bergman, firmante de Niños del domingo (1992), el danés Bille August, que trasladó a la pantalla Las mejores intenciones (1992), y su ex-compañera sentimental, la actriz y directora Liv Ullman, realizadora de Confesiones privadas (1997) e Infiel (2000).
Despunta poco en los textos y conversaciones sobre Bergman; para sus píos exégetas suele constar como título transitorio, y además supone, junto a su siguiente película, “El ojo del diablo”, un ejemplo de insatisfacción declarado por el propio autor. En segundas lecturas, sin embargo, “El manantial de la doncella” no apunta a un Bergman menor ni menos entregado a sus habituales motivos. Es más, que excepcionalmente el gran realizador sueco optara por reducirlos al bosquejo, insertándolos en una historia sencilla de delito y venganza, contribuyó a que sus mayores virtudes traslucieran con insólita naturalidad. Quizá la injusta devaluación de este relato medieval extraído de una antigua balada escandinava, que el director rodó en la plenitud vital de sus 40 años, haya que buscarla en su mala situación estratégica, entre “Fresas salvajes” o “El rostro”, y la etapa inmediatamente posterior, madrina de pilares como “Los comulgantes” y “Como en un espejo”. Aun así, el conflicto intelectual, de honda raíz sartriana, entre ser y existir; el absurdo, la angustia, la destrucción de la identidad subjetiva y el potencial poético de su amalgama, se encuentran tan presentes en esta película como en aquellas, aglutinando en la figura del padre (Max Von Sydow) la agria contradicción entre la cotidianidad terrenal y la sumisión religiosa propias de la época. De tan adusto y creyente, Töre personifica los ceremoniales de una vida marcada por la trascendencia, que lo reducen a la sombra de un hombre hasta que descubre que su única hija, Karin (Birgitta Petersson), ha sido violada y asesinada en el bosque por los mismos pastores que, al caer la noche, acaba de acoger en su hogar. Nunca esa profundidad inextricable de Bergman, parte mito, parte realidad, quedó tan en solfa como con la funcionalidad y concreción formal que el director empleó para rodar esta historia, incluso a la hora de enunciar su metáfora última, a la que toda la cinta sirve de prólogo. La cámara testimonia la planificación de un continuo tableau de aliento pictórico, cuya dinámica es todo menos arbitraria, y en el que la absorbente sensación de que los personajes son marionetas manejadas desde arriba se flexibiliza a la hora de mostrar por igual la mezquindad (humana, demasiado humana) de cristianos y paganos. La princesa virginal, ahora muerta, en realidad lo era sólo en apariencia; su madre, Märeta (Birgitta Valberg), se culpa de lo sucedido “por amarla a ella más que a Dios”, y otro tanto se apunta la descarriada Ingeri (Gunnel Lindblom), consumida por su condición adoptiva y la disidencia de su culto a Odín, cuando el ente más cercano a la santidad es, claramente, el benjamín de la cuadrilla de asesinos (Ove Porath), cuya infancia e inocencia no obstan para que Töre le quite la vida igual que a sus hermanos mayores. Bergman propone también una extraña sensualidad de los opuestos en las escenas previas a la violación, con una Karin que coadyuva sin querer al fatal desenlace mientras se pierde en sus deleites de niña mimada, y unos pastores libidinosos (Tor Isedal y Axel Düberg) forzando un cortejo imposible mientras los planos se cierran, primero sobre los rostros, y sobre el grupo más tarde. Mientras tanto, Dios, que prefiere divertirse a guardar silencio, deposita en el sapo que la envidiosa Ingeri había introducido en el pan de la joven la revelación del mal que está a punto de acometerse, y que a modo de desquite premonitorio, de negligencia hipócrita, queda a los ojos silenciosos del cuarteto durante el instante previo a la tragedia: “¿Aún no habías visto Mi señal? Pues para ti ya es tarde, hija Mía”, parece excusarse el Creador. En efecto, Dios no calla del todo, pero está sordo y reacciona tarde, y para colmo sólo responde a la voz de los aduladores, de forma que cuando Töre halla el cuerpo de su primogénita y alza sus manos al cielo, prometiendo expiar sus pecados levantando una iglesia en el mismo lugar, el Todopoderoso se despereza con un truco de ilusionista y hace que de allí brote agua, dejando a sus títeres humanos entre el consuelo inútil y el ejercicio de poder implícito en tan inescrutable designio. “El manantial de la doncella” es, en definitiva, la constatación de un desequilibrio, el de de la omnipotencia del Ser Supremo respecto a su ajenidad y sus caprichosas fluctuaciones. (David Fuentefría, 2016)
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