Alan Turing             

 

Alan Turing:
Durante este año oiremos hablar mucho de Alan Turing, uno de los científicos más importantes del siglo XX. A pesar de su corta vida, hizo fundamentales contribuciones en informática, hasta el punto de ser considerado uno de los padres de esta ciencia. Turing estableció los fundamentos teóricos de la computación y avanzó ideas que varias décadas después de su muerte siguen plenamente vigentes. Paradójicamente, fue víctima de una sociedad que le debía haber reconocido como un héroe, por haber jugado un papel fundamental en el equipo de matemáticos que consiguió descifrar los mensajes codificados que los mandos del ejército nazi se intercambiaban mediante las sofisticadas máquinas de cifrar Enigma. Algunos historiadores estiman que la intercepción y el descifrado de estos mensajes acortó la Segunda Guerra Mundial en al menos un par de años, evitando decenas o incluso cientos de miles de víctimas. Pero la genialidad de Turing no se limitó, ni mucho menos, a sus extraordinarias capacidades para descifrar mensajes.

Turing nació el 23 de junio de 1912, por lo que este año se celebra el centenario de su nacimiento con actos de homenaje en casi todo el mundo y, en particular, en Reino Unido, su país de origen. Homenajes que nunca tuvo en vida, sino todo lo contrario. Turing era homosexual y fue procesado y condenado por ello, en 1952, en base a una ley injusta por homofóbica. Le dieron a elegir entre la prisión o la castración química. Escogió ésta última opción, causándole importantes secuelas físicas y psíquicas que, junto con el rechazo social por la condena, provocaron su muerte por envenenamiento al morder una manzana que contenía cianuro potásico. A pesar de los intentos de sus familiares de atribuirlo a un accidente, la opinión mayoritaria, así como la causa oficial de la muerte, fue que se había suicidado. En 1936, mucho antes de que se construyeran los primeros ordenadores, Turing desarrolló los fundamentos teóricos de la computación mediante la introducción de un concepto, conocido ahora como Máquina de Turing, sobre el que se basan todos los ordenadores actuales. La Máquina de Turing es una rigurosa formalización de conceptos tan básicos en informática como el de algoritmo y el de calculabilidad y, gracias a ellos, determinó dónde están los límites de lo que es calculable por un ordenador. Demostrar imposibilidades es de importancia extraordinaria en ciencia. Por ejemplo, la imposibilidad de construir máquinas con movimiento perpetuo condujo al descubrimiento de las leyes de la termodinámica en física. De la misma forma, conocer los límites de las matemáticas y de la computación nos puede enseñar algunas reglas básicas acerca de sus posibilidades o, como dice el matemático Gregory Chaitin, nos permite saber cuándo no debemos intentar lo imposible. Además, Turing es considerado el padre de la Inteligencia Artificial (IA). En el artículo publicado en la revista Mind, en 1950, titulado "Computing Machinery and Intelligence" (Maquinaria informática e inteligencia), argumentaba que en un plazo de unos 50 años habría ordenadores inteligentes capaces de hacer deducciones lógicas, de aprender adquiriendo nuevos conocimientos tanto inductivamente como por experiencia y de comunicar mediante interfaces humanizadas. Era una idea muy radical en aquel momento y, de hecho, el debate todavía persiste. La agumentación de Turing se basaba en otro importantísimo concepto matemático, el de máquina universal, propuesto también por él. La máquina universal de Turing es capaz de emular a cualquier otra, aunque sea más compleja que ella misma. Dado que los seres humanos somos máquinas —complejas máquinas biomoleculares, pero máquinas al fin y al cabo— podemos pensar, como hizo Turing, que su máquina universal, origen de los ordenadores actuales, debería poder emular la inteligencia humana.


La prueba de Turing:
No podía pasar por alto la cuestión de cómo averiguar si una máquina es o no inteligente y, para responder a esta pregunta, propuso una prueba que lleva su nombre: el Test de Turing. Este test es una variante del llamado juego de imitación en el que participan tres personas: un interrogador, un hombre y una mujer. El interrogador se sitúa en una sala distinta y se comunica con las otras dos personas mediante mensajes de texto en un terminal de ordenador y dispone de cinco minutos para, por las respuestas que recibe a sus preguntas, determinar quien es el hombre y quien la mujer. Esto sería fácil si no fuera porque en este juego el hombre miente, pretendiendo ser la mujer, con el objetivo de confundir al interrogador. La mujer, por su parte, intenta, a través de sus respuestas, ayudar al interrogador a discernir correctamente quién es quién. Si pasados los cinco minutos el interrogador no es capaz de saber con una certeza superior al 70% quien es quien, entonces el hombre gana el juego ya que ha conseguido confundir al interrogador haciéndose pasar por mujer. Pues bien, el Test de Turing consiste simplemente en sustituir en este juego de imitación el papel del hombre por un ordenador,de tal forma que si consigue confundir al interrogador, haciéndole creer que es la mujer, diremos que el ordenador es inteligente. Si bien es cierto que hasta ahora no hay ningún programa de ordenador que haya superado este test, hay que decir que tampoco es realmente un objetivo de los investigadores en IA conseguir superarlo y, por lo tanto, no se han dedicado muchos esfuerzos a ello. El principal motivo es que este juego de imitación, en base al estado actual de la IA, no es un buen indicador para determinar si una máquina es inteligente ya que, como mucho, solamente evalúa aquellos procesos cognitivos que son susceptibles de ser expresados verbalmente. Sin embargo, hay otros procesos cognitivos fundamentales que no son verbalizables y cuya modelización y evaluación son imprescindibles en IA. El ejemplo más paradigmático es la actual investigación en robots autónomos cuyo objetivo es dotarles de sofisticadas habilidades sensoriales y motoras, que permitirán que dichos robots puedan aprender a reconocer y comprender lo que vean, toquen, oigan y huelan. También deberán tener capacidades de razonamiento espacial para aprender a interpretar su entorno, que generalmente incluirá a otros robots y también a seres humanos, lo que requerirá que desarrollen capacidades de socialización. Para poder medir los progresos hacia estos objetivos, un test como el propuesto por Turing no sirve. Necesitamos un conjunto de tests que evalúen todo el rango de capacidades que conforman la inteligencia y, en particular, la capacidad de adquirir conocimientos de sentido común, el problema más importante que debemos resolver para lograr inteligencias artificiales de propósito general. Pero aún hay más contribuciones científicas de Turing. En una conferencia en la Sociedad Matemática de Londres, en 1947, disertó sobre la posibilidad de construir máquinas conexionistas, basadas en redes de neuronas artificiales, con capacidad de aprendizaje. Concepto sorprendentemente vigente en los actuales sistemas conexionistas de IA. La última, y asombrosa, noticia sobre la genialidad de Turing es del pasado febrero. Investigadores del King's College de Londres han confirmado experimentalmente una teoría que Turing formuló hace 60 años y que explicaba cómo se generan los patrones biológicos que dan lugar, por ejemplo, a las rayas en los tigres o las manchas en los leopardos. El estudio, publicado en la prestigiosa revista Nature Genetics, demuestra que dichos patrones se deben a la interacción de un par de morfogenes, uno inhibidor y otro activador, tal y como predecían las ecuaciones que había formulado Turing. Este resultado es de tal magnitud que puede incluso tener aplicaciones importantes en medicina regenerativa. A nadie se le escapa pensar cuántas veces más nos hubiera asombrado Alan Turing con contribuciones científicas de primer orden si la intolerancia no se hubiera cruzado en su camino. (Ramón López de Mántaras)


El número Pi:
Posiblemente la más cabal representación que se haya hecho del número pi no se encuentre en la puesta en página, uno tras otro, del trillón de números ya calculado por las supercomputadoras japonesas de última generación, sino en un apasionado y luminoso poema de Wislawa Szymborska del que no me resisto a transcribir algunos versos en traducción aproximada: “la caravana de dígitos que es pi / no se detiene en el límite de esta página / sino que sigue más allá de la mesa por el aire / por las paredes, las hojas de los árboles, un nido, las nubes, directa al cielo / a través de toda la inmensidad e hinchazón celestiales”. En cuanto a las definiciones de ese número totémico e infinito que sigue suscitando pasiones de geeks y nerds de toda laya, abundan casi tanto como sus cifras, aunque yo prefiero la euclidiana que hacía referencia a la relación eternamente constante entre la circunferencia y su diámetro, como si se tratara de un matrimonio perfectamente avenido en el que un cónyuge engorda cuando lo hace el otro, y siempre en la misma proporción. Su representación matemática, truncada y redondeada, tal como se nos enseñó en el colegio, no puede resultar más inocente: 3,1416. Quién diría que tras esos cuatro decimales se agazapa la eternidad. De pi se ha dicho casi todo. Y la mayoría de lo que del misterioso número se predica remite de algún modo a la poesía. Incluso sus atributos matemáticos participan de esa especie de aura vertiginosa y escurridiza que ha fascinado a todos (y son muchos) los que se han dejado las cejas escrutándolo: número “irracional” (no puede expresarse en fracciones de dos números enteros) y “trascendente” (no es raíz de ningún polinomio con coeficientes enteros), su extravagante pedigrí matemático lo sitúa muy por encima de sus pobres hermanos sin cualidades reseñables. pi es un símbolo místico, una representación de lo inabarcable (y quizás de Dios) más apropiada que la consabida fórmula que pretendía facilitarnos la comprensión del concepto mediante el recurso a la aburrida contaduría de las arenas del mar o de las estrellas del firmamento. Para que se hagan una idea: empleando sólo los cincuenta primeros decimales de Pi podríamos describir con precisión la curvatura del Universo. Qué escalofrío. Bueno, pues afortunadamente ese número es de todos y no pertenece a nadie. Como el aire (al menos por ahora; ya veremos qué pasa si continúa la histérica satanización de lo gratuito). Michael H. Simon, un juez de Nebraska, acaba de dictar sentencia en la demanda interpuesta por el músico de jazz Lars Erickson contra el también músico Michael Blake. El segundo compuso el pasado año una melodía electrónica, a la que bautizó What Pi sounds like (“Cómo suena Pi”), basada en la atribución de una nota musical a cada uno de los primeros números de la serie p. El tipo colgó su obra en YouTube y se hizo famoso inmediatamente. Blake la escuchó y la encontró demasiado parecida a su propia composición Pi Symphony, que había registrado en 1992 y que también se basaba en el mismo procedimiento. Y demandó al colega. El juez, un auténtico Salomón de Nebraska, ha resuelto que pi no está sujeto a derechos de autor (is a non- copyrightable fact, reza la sentencia), así como —atención— tampoco lo está la idea de transformarlo en música, porque “el diseño resultante de notas es una expresión que surge de la non-copyrightable idea de convertir pi en música”. Un alivio, señoras y señores. Ahora podremos seguir experimentando y jugando tranquilamente con el número mientras otros estupendos pirados siguen poniendo negro sobre blanco la caravana eterna de sus guarismos. Se me olvidaba: el juez Simon ha tenido el buen gusto de sentar jurisprudencia en el Día Pi, que es el 14 de marzo (3/14 según el formato de fecha empleado en EE UU). El mismo, por cierto, en que celebramos el cumpleaños de Einstein. (M.Rodríguez Rivero)


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