Rusell y Wittgenstein             

 

Rusell y Wittgestein:
Bertrand Russell:
Tercer conde de Russell (1872-1970), filósofo, matemático y escritor británico, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1950. Su énfasis en el análisis lógico repercutió de forma notable en el curso de la filosofía del siglo XX. Nacido en Trelleck (Gales) el 18 de mayo de 1872, estudió Matemáticas y Filosofía en el Trinity College de la Universidad de Cambridge desde 1890 hasta 1894. Tras graduarse este último año, viajó a Francia, Alemania y Estados Unidos. Posteriormente fue nombrado miembro del consejo de gobierno del Trinity College, centro en el cual había empezado a impartir clases desde su licenciatura. Al tiempo que desde su juventud mostró un acusado sentido de conciencia social, se especializó en cuestiones de lógica y matemáticas, áreas sobre las que dio conferencias en muchas instituciones de todo el mundo. Alcanzó un notable éxito con su primera gran obra, Los principios de la matemática (1903), en la que intentó trasladar la matemática al área de la lógica filosófica para dotar a ésta de un marco científico preciso. Colaboró durante ocho años con el filósofo y matemático británico Alfred North Whitehead en la elaboración de la monumental obra Principia Mathematica (3 vols., 1910-1913), en la que se mostraba que esta materia puede ser planteada en los términos conceptuales de la lógica general, como clase y pertenencia a una clase. Este libro se convirtió en una obra maestra del pensamiento racional. Russell y Whitehead demostraron que los números pueden ser definidos como clases de un tipo determinado, y en este proceso desarrollaron conceptos racionales y una notación que hizo de la lógica simbólica una especialización importante dentro del campo de la filosofía.

En su siguiente gran obra, Los problemas de la filosofía (1912), Russell recurrió a la sociología, la psicología, la física y las matemáticas para refutar las doctrinas del idealismo, la escuela filosófica dominante en aquel momento, que mantenía que todos los objetos y experiencias son fruto del intelecto; Russell, una persona realista, creía que los objetos percibidos por los sentidos poseen una realidad inherente al margen de la mente.

Socialista y pacifista:
Pacifista convencido, condenó la actitud de los gobiernos que había conducido a la I Guerra Mundial y, por mantener dicha posición, en 1916 fue privado de su puesto académico en Cambridge y encarcelado. Durante los seis meses que permaneció en prisión escribió Introducción a la filosofía matemática (1919), trabajo en el que combinó las dos áreas del saber que él consideraba inseparables. Una vez finalizada la contienda visitó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y en su libro Teoría y práctica del bolchevismo (1920) mostró su desacuerdo con la forma soviética de aplicación del socialismo. Consideraba que los métodos utilizados para alcanzar un sistema comunista eran intolerables y que los resultados obtenidos no justificaban el precio que se estaba pagando. Impartió clases en la Universidad de Pekín (en China) durante dos años (1921-1922) y, tras regresar al Reino Unido, dirigió el Beacon Hill School (1928-1932), escuela privada fundada por él que se caracterizó por la aplicación de innovadores y muy progresistas métodos de enseñanza. Desde 1938 hasta 1944 fue profesor en varias instituciones estadounidenses y fue durante este periodo cuando redactó Historia de la filosofía occidental (1947). Sin embargo, y debido a sus ideas radicales, la Corte Suprema de Nueva York le prohibió impartir clases en el College de esta ciudad (actual City College de la Universidad de Nueva York) por lo que consideraban sus ataques a la religión contenidos en textos como Lo que creo (1925) y su defensa de la libertad sexual, manifestada en Matrimonio y moral (1929). Regresó a su país en 1944 y fue restituido en su puesto del Trinity College. Aunque moderó su pacifismo para apoyar la causa aliada en la II Guerra Mundial, fue un ardiente y activo detractor de las armas nucleares. En 1949 el rey Jorge VI le otorgó la Orden al Mérito. Un año después recibió el Premio Nobel de Literatura y fue calificado como “un campeón de la humanidad y de la libertad de pensamiento”. Encabezó un movimiento a finales de la década de 1950 que exigía el desarme nuclear unilateral del Reino Unido y fue encarcelado a los 89 años tras una manifestación antinuclear. Falleció el 2 de febrero de 1970. Russell contribuyó de forma definitiva al desarrollo del positivismo lógico, importante corriente filosófica durante las décadas de 1930 y 1940. El más importante pensador austriaco de aquellos tiempos, Ludwig Wittgenstein, que fue alumno suyo en Cambridge, recibió su influencia en sus primeros estudios filosóficos por su original concepto del atomismo lógico. En su búsqueda de la naturaleza y límites del conocimiento, desempeñó un gran papel en el resurgir del empirismo dentro del campo más amplio de la epistemología. En Nuestro conocimiento del mundo externo (1926) e Investigación sobre el significado y la verdad (1962), intentó explicar todo el conocimiento objetivo como construido a partir de las experiencias inmediatas. Escribió, entre otros libros, El ABC de la relatividad (1925), Educación y orden social (1932), El impacto de la ciencia sobre la sociedad (1951), La evolución de mi pensamiento filosófico (1959), Crímenes de guerra en Vietnam (1967) y Autobiografía (3 vols., 1968-1970).


Ludwig Wittgenstein (1889-1951)
Nacido en Austria y nacionalizado británico, uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, que fue reconocido en especial por su contribución al movimiento conocido como filosofía analítica. Ludwig Josef Johann Wittgenstein, su nombre completo, nació el 26 de abril de 1889 en Viena, en el seno de una familia rica e ilustrada. Tras haber estudiado en Linz y Berlín, se trasladó a Gran Bretaña para completar su formación como ingeniero en la Universidad de Manchester. Su interés por las matemáticas puras le llevó al Trinity College de la Universidad de Cambridge, centro en el que recibió clases de Bertrand Russell. Allí orientó su interés hacia la filosofía. Tras el estallido de la I Guerra Mundial se alistó en el Ejército austriaco y fue precisamente durante la contienda cuando redactó su escrito más famoso, Tractatus logico-philosophicus (1921), obra que, según él, aportaba la “solución definitiva” a los problemas filosóficos. Más tarde se apartó de la filosofía y durante años enseñó en una escuela de Austria. En 1929 regresó a Cambridge y, asignado al Trinity College, reanudó su trabajo filosófico. Pronto empezó a rechazar ciertas conclusiones del Tractatus y a desarrollar otras opiniones, que serían plasmadas en sus Investigaciones filosóficas, título publicado con carácter póstumo en 1953. Hombre sensible y profundo, a menudo se mostraba solitario y con tendencia a la depresión, Wittgenstein odiaba la petulancia y fue famoso por su sencillo estilo de vida. Tenía una fuerte personalidad, y ejerció una considerable influencia en sus amistades. Retirado de la docencia en 1947, falleció el 29 de abril de 1951 en Cambridge. En la evolución filosófica de Wittgenstein pueden distinguirse dos épocas distintas: un primer periodo, representado por el Tractatus, y otro posterior, representado por las Investigaciones filosóficas. A lo largo de la mayor parte de su vida, sin embargo, Wittgenstein, como una constante, concibió la filosofía como un análisis conceptual o lingüístico. En el Tractatus defendió que la “filosofía pretende la clarificación lógica de las ideas”. En las Investigaciones filosóficas, sin embargo, mantenía que la “filosofía es un combate contra el hechizamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje”.

Tractatus logico-philosophicus:
En el Tractatus, Wittgenstein sostenía que el lenguaje se compone de proposiciones complejas que pueden ser analizadas en proposiciones más sencillas hasta llegar a una formulación simple o elemental. De modo similar, el mundo se compone de hechos complejos que pueden ser analizados en hechos menos complejos hasta llegar a los hechos simples, o atómicos. El mundo es la totalidad de esos hechos. Según la imagen de la teoría del significado de Wittgenstein, es la naturaleza lógica de las proposiciones elementales la que representa hechos atómicos o “situaciones”. Afirmaba que la naturaleza del lenguaje requiere proposiciones elementales, y su teoría del significado exige que haya hechos atómicos representados por proposiciones elementales. Sobre este análisis, sólo las proposiciones que representan hechos —las proposiciones de ciencia— son consideradas cognitivamente significativas. Las declaraciones éticas y metafísicas no son afirmaciones significativas ni relevantes. Esta teoría produjo un gran efecto sobre las teorías del positivismo, y los positivistas lógicos adscritos al Círculo de Viena reconocieron la trascendencia de esta conclusión.

Wittgenstein llegó a creer, no obstante, que la limitada visión del lenguaje reflejada en el Tractatus era errónea. En las Investigaciones filosóficas defendió que si se investiga en el presente cómo se utiliza el lenguaje, la variedad de usos lingüísticos se vuelve clara. Las palabras son como herramientas, y como las herramientas sirven para diferentes funciones, así las expresiones lingüísticas cumplen diversas funciones. Aunque algunas proposiciones son utilizadas para representar hechos, otras son utilizadas para ordenar, interrogar, orar, agradecer, maldecir, y así sucesivamente. Este reconocimiento de la pluralidad y flexibilidad lingüísticas llevó al concepto de Wittgenstein del juego del lenguaje y a la conclusión de que la gente interpreta diferentes juegos de lenguaje. El científico, por ejemplo, está inmerso en un juego lingüístico diferente del teólogo. Además, el significado de una proposición ha de ser comprendida en el ámbito de su contexto, esto es, en los términos de las reglas del juego del cual esa proposición es una parte. La llave para la solución de los rompecabezas filosóficos es el proceso terapéutico de examinar y describir el lenguaje en uso. Otras obras de Wittgenstein, todas publicadas después de su muerte, son Observaciones sobre los fundamentos de la matemática (1956), Los cuadernos azul y marrón (1957), Diario filosófico (1914-1916) (1961) y Gramática filosófica (1969).


Filosofía analítica:
Movimiento filosófico surgido en el siglo XX, principalmente en el Reino Unido y en Estados Unidos después de la II Guerra Mundial, que trata de aclarar el lenguaje y analizar los conceptos expresados en él. Ha recibido diversas denominaciones, como análisis lingüístico, empirismo lógico, positivismo lógico, análisis de Cambridge y filosofía de Oxford. Las dos últimas derivan de la especial influencia que tuvo en la Universidad de Cambridge y en la Universidad de Oxford. Aunque el movimiento no acepta ninguna doctrina o teoría específica de forma unánime, los filósofos analíticos y del lenguaje están de acuerdo en que la actividad propia de la filosofía es aclarar el lenguaje o, como prefieren algunos de ellos, esclarecer conceptos. El objeto de su actividad es resolver los problemas filosóficos, los cuales, afirman, se originan en la confusión lingüística. Existe una considerable diversidad de métodos entre los filósofos analíticos y del lenguaje en cuanto a la naturaleza del análisis conceptual o lingüístico. Algunos están interesados sobre todo en aclarar el significado de palabras o frases específicas como paso esencial para realizar afirmaciones filosóficas claras y precisas. Otros prefieren determinar las condiciones generales que deben darse para que una declaración lingüística tenga sentido; su propósito es establecer un criterio que diferencie entre las oraciones significativas y las absurdas. El interés de un tercer grupo radica en crear lenguajes formales, simbólicos, que respondan en su origen a una estructura matemática. Afirman que la solución a los problemas filosóficos puede encontrarse con mayor eficacia si son formulados en un lenguaje lógico riguroso. Por último, muchos filósofos asociados a este movimiento han optado por el análisis del lenguaje común. Las dificultades surgen cuando conceptos como tiempo y libertad, por ejemplo, son considerados al margen del contexto lingüístico en que suelen aparecer. Piensan que la clave para resolver numerosos problemas filosóficos se halla en prestar una cuidadosa atención al lenguaje común.

Antecedentes:
El análisis lingüístico como método se remonta a la filosofía griega clásica. Algunos diálogos de Platón (de forma muy específica, Crátilo, dedicado al lenguaje) están destinados a aclarar términos y conceptos. Sin embargo, esta forma filosófica de reflexión cobró un énfasis renovado durante el siglo XX. Influidos por la tradición empírica británica (de John Locke, George Berkeley, David Hume y John Stuart Mill) y por los escritos del matemático y filósofo alemán Gottlob Frege, los pensadores ingleses George Edward Moore y Bertrand Russell se erigieron en fundadores del movimiento filosófico analítico. Compañeros en Cambridge, Moore y Russell rechazaron el idealismo hegeliano expuesto en la obra del metafísico inglés Francis Herbert Bradley, quien mantenía que nada es real por completo excepto lo absoluto. Su oposición al idealismo y su concepción de que la atención esmerada al lenguaje es crucial en la investigación filosófica, se convirtieron en las principales características de la filosofía anglosajona durante gran parte del siglo XX. Para Moore, la filosofía fue el primer y más importante campo de análisis. La actividad del filósofo implica aclarar proposiciones o conceptos complejos a partir de otros más sencillos pero con los que guardan una relación de equivalencia. Una vez que esta labor ha sido completada, la verdad o falsedad de las afirmaciones sobre problemas filosóficos puede ser determinada de modo más adecuado. Moore fue célebre por sus minuciosos análisis de proposiciones filosóficas enigmáticas como “el tiempo es irreal”, que le ayudaron a determinar la verdad contenida en dichas afirmaciones. Autor, junto a Alfred North Whitehead, de Principia Mathematica (3 vols., 1910-1913), Russell estuvo muy influido por la precisión de las matemáticas. A partir de ese fundamento, se interesó por el desarrollo de un lenguaje lógico ideal que reflejara de forma fiel la naturaleza del mundo. Las proposiciones complejas, mantenía Russell, pueden ser resueltas gracias a sus componentes simples, que llamaba “proposiciones atómicas”, últimos constituyentes del Universo. El enfoque metafísico basado en este análisis lógico del lenguaje y la insistencia en que las proposiciones significativas deben corresponderse con hechos constituyeron lo que Russell llamó “atomismo lógico”. Su interés por la estructura del lenguaje también le condujo a diferenciar entre la forma gramatical de una proposición y su forma lógica. Las afirmaciones Juan es bueno y Juan es alto tienen la misma forma gramatical pero diferente forma lógica. Si no se reconoce tal distinción se trataría la propiedad de la bondad como si fuera una característica de Juan del mismo modo que la propiedad altura. Tal error motivaría la confusión filosófica.

Wittgenstein y el positivismo:
La obra de Russell en el ámbito de las matemáticas atrajo a Cambridge al filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, quien llegó a ser la figura principal del movimiento filosófico analítico y del lenguaje. En su primer y, posiblemente, más importante trabajo, Tractatus logico-philosophicus (1921), donde expuso su teoría del lenguaje, Wittgenstein razonaba que “toda filosofía es una crítica del lenguaje” y que “la filosofía aspira a la aclaración lógica de los pensamientos”. El resultado de los análisis de Wittgenstein recordaba el atomismo lógico de Russell. El mundo, argumentaba, se compone de hechos simples, que son el objeto de representación del lenguaje. Para que éste sea significativo, las afirmaciones sobre el mundo deben ser reducibles a declaraciones lingüísticas que tengan una estructura similar a la de los hechos simples que representan. En este temprano análisis de Wittgenstein, las proposiciones que representan hechos (las proposiciones de la ciencia) son consideradas significativas de una forma objetiva. En cambio, las afirmaciones metafísicas, teológicas y éticas se juzgan como objetivamente insignificantes. Bajo la influencia de Russell, Wittgenstein, Ernst Mach y otros, un grupo de filósofos y matemáticos inició en Viena (Austria) durante la década de 1920 el movimiento conocido como positivismo lógico. Encabezado por Moritz Schlick y Rudolf Carnap, el Círculo de Viena supuso uno de los capítulos más importantes en la historia de la filosofía analítica y del lenguaje. Según el positivismo lógico, la misión de la filosofía es la aclaración del significado, no el descubrimiento de nuevos hechos (reservado a la ciencia) ni la elaboración de relaciones comprensivas de la realidad (objetivo erróneo de la metafísica tradicional). El positivismo lógico dividió las afirmaciones significativas en dos clases: proposiciones analíticas y proposiciones verificables de un modo empírico. Las proposiciones analíticas (entre las que se encuentran las proposiciones de la lógica y de las matemáticas) son afirmaciones de verdad o falsedad que dependen del conjunto del significado de los términos que constituyen la afirmación. Un ejemplo sería la proposición dos más dos igual a cuatro. La segunda clase de proposiciones significativas engloba las afirmaciones sobre el mundo que pueden ser verificadas, al menos en principio, por la experiencia sensible. En realidad, el significado de tales proposiciones se identifica con el método empírico de verificación. Esta teoría verificable del significado, concluía el positivismo lógico, demostraría que las afirmaciones científicas son objetivas y legítimas, mientras que las metafísicas, religiosas y éticas se encuentran vacías de significado. El positivismo lógico alcanzó gran popularidad en el Reino Unido a partir de la difusión de la principal obra de Alfred Jules Ayer: Lenguaje, verdad y lógica (1936). No obstante, la teoría positivista de verificación del significado estuvo sometida a intensas críticas por parte de filósofos como Karl Raimund Popper. Con el paso del tiempo, esta teoría restringida del significado cedió paso a una comprensión más amplia de la naturaleza del lenguaje. Nuevamente Wittgenstein desempeñó un papel muy destacado. Refutando muchas de sus propias conclusiones expuestas en el Tractatus, inició una nueva línea de pensamiento que culminaría con la publicación, póstuma, de Investigaciones filosóficas (1953). En esta obra, Wittgenstein afirmó que si se presta la debida atención al modo en que el lenguaje se utiliza en el discurso común, queda probada la variedad y flexibilidad del lenguaje. Las proposiciones no se limitan tan sólo, pues, a representar hechos. Este reconocimiento le llevó al concepto de los juegos del lenguaje. El científico, el poeta y el teólogo, por ejemplo, están involucrados en diferentes juegos del lenguaje. Por otra parte, el significado de una proposición debe ser comprendido en su contexto, que es, en términos positivos, el conjunto de las reglas del juego del lenguaje, del cual esa proposición es una parte. La filosofía, concluía Wittgenstein, es un intento para resolver los problemas que se originan como resultado de la confusión lingüística, y la clave para la solución de tales problemas es el análisis del lenguaje común y del propio uso del lenguaje.

Evolución reciente:
Entre las contribuciones posteriores al movimiento filosófico analítico y del lenguaje se encuentran las obras de los pensadores británicos Gilbert Ryle, John Langshaw Austin y Peter Frederick Strawson, y la del estadounidense Willard van Orman Quine. Según Ryle, la labor de la filosofía es reafirmar las “expresiones sistemáticamente erróneas” en formas que son más correctas en un orden lógico. Se interesó en concreto en las afirmaciones, formas gramaticales que presenta como objetos inexistentes. Por ejemplo, Ryle es famoso por sus análisis de lenguajes mentales donde erróneamente sugiere que la mente es una entidad del mismo carácter que el cuerpo. Austin mantenía que uno de los puntos de partida más fructíferos para la investigación filosófica es la atención a las muy sutiles distinciones trazadas en el lenguaje común. Su análisis del lenguaje le llevó a plantear una teoría general de los actos del discurso, que es una descripción de la variedad de actividades que un individuo puede estar representando cuando algo se significa. Strawson analizó las relaciones entre la lógica formal y el lenguaje común; la complejidad del último, razonaba, está representada de una forma inapropiada por la lógica formal. Al analizar el lenguaje común, se necesitan además de la lógica, otras herramientas analíticas. Quine discutía la relación entre lenguaje y metafísica. Argumentaba que los sistemas del lenguaje tienden a convertir a quienes los utilizan en partidarios de la existencia de ciertas opciones. Para Quine, la justificación para hablar de un modo en lugar de otro es una justificación por completo pragmática. En el ámbito hispanohablante, el estudio de la filosofía analítica ha sido relativamente reciente. Su desarrollo fue especialmente notable a partir de la década de 1970 gracias a los trabajos de José Ferrater Mora, Manuel Garrido Jiménez y Manuel Sacristán, entre otros. El análisis del lenguaje como modo de pensamiento ha continuado siendo una dimensión significativa de la filosofía occidental contemporánea. Cierta división pervive entre quienes prefieren trabajar con la precisión y el rigor de los sistemas lógico simbólicos y los que prefieren analizar el lenguaje común. Aunque pocos filósofos contemporáneos mantienen que todos los problemas filosóficos son lingüísticos, el enfoque que sigue siendo sostenido de una forma más amplia es aquél que presta mayor atención a la estructura lógica del lenguaje y a la utilización del lenguaje en los discursos cotidianos para resolver los problemas filosóficos.


Fin de la asignatura:
Personalmente creo que la filosofía occidental es una intentona fallida por esclarecer lo que luego han revelado la física teórica –ontológica y la neurofisiología– epistemología. Las preguntas que planteó Platón siguen vigentes y sin responder, porque con palabras no se llega a más. Lo único útil de esta filosofía es la ética y por eso Savater, que es el más listo, se dedicó a ella. Isaiah Berlin, que aún era más listo que Fernando, se dedicó a la historia de las ideas porque vio que en filosofía pura no se avanzaba. Algunos nos explicamos el mundo por medio del taoísmo y en esa escuela entra de lleno Heráclito, el más útil, sutil y original de los filósofos occidentales: el único, el Oscuro. Con Lao-Tse, Heráclito y Epicuro uno tiene bastante amueblada la cabeza. Con Aristóteles la tiene clasificada y con Sócrates, revuelta. De Hegel mejor no hablar, ni leer, claro. Todo esto para decir que, pese a semejantes carencias, eliminar la filosofía o la historia de la filosofía de los currículums de bachillerato es una barbaridad –propia de bárbaros– impropia de gente civilizada como los ministros del PP. A menos que obliguen a todo el mundo a estudiar neurofisiología para saber cómo surge el conocimiento, en vez de cómo lo explica Hume y les enseñen mecánica cuántica para saber qué es la materia, la sustancia, el átomo, la gravitación, todo eso que preocupaba a los griegos cuando se preguntaban cómo era el mundo. Me sabe mal que quiten filosofía de los currículums pero debo reconocer que, fuera de la ética, no sirve para casi nada. Platón definió conceptos, Aristóteles las reglas lógicas para confirmarlos y formar argumentos. Esas reglas, se quedaron cortas cuando Heisenberg descubrió que la realidad –en su caso partículas subatómicas– no se comporta de manera racional, siguiendo las reglas de la lógica, sino de modo surrealista. Tan surrealista que el físico inglés Eddington escribió: “El electrón es partícula los lunes, miércoles y viernes, pero es onda los martes, jueves y sábados”. Heisenberg en Physics and Beyond explica que la lógica aristotélica no le servía para escribir y explicar sus experimentos y conclusiones, pero que no tenía otro lenguaje a mano que el racionalista. Todavía no hemos salido de esa cárcel de la realidad inventada por la mente humana. Parménides afirmó que la realidad era racional, o sea, se comporta según el paradigma mental racionalista inventado por el hombre, y que por eso pensando llegaremos a conocerla. Falso. La realidad no es racional porque no tiene por qué parecerse al juego mental inventado por cuatro griegos y fomentado por otros tantos alemanes hipnotizados por sus propias palabras, que logran alargar y construir mejor que otros idiomas. Con palabras sólo se pueden obtener más palabras. Y aunque con palabras se pueden dar instrucciones para realizar experimentos, al final lo que vale es el experimento, o sea, lo que expresa la realidad, no las palabras. Porque el mapa no es el territorio y nadie va al restaurante para comerse el texto del menú. Entre la filosofía y la realidad hay la misma distancia que entre el texto del menú y el plato que se come. Dalí dijo que el máximo instrumento del conocimiento es la mandíbula y que en la Residencia se comieron un armario de luna (un armoire à glace) para conocer su realidad. La ontología explica qué son las cosas: fuego, agua, átomos, dijeron los griegos. Palabras representando los elementos, en cambio la física cuántica explica cómo es un átomo y cómo interacciona. Lástima que cuando ya creemos saber lo que es la materia, nos dicen que es energía, la cual es una onda electromagnética, la cual es algo intangible, vibrante sobre no se sabe qué, un éter sin sustancia. Total, tampoco sabemos qué es la gravitación, porque una fuerza que atrae a distancia es inaceptable en el paradigma mecanicista. ¿Con qué atrae la Tierra a la Luna? Si no es con algo material estamos en “l’amore che muove il sole e l’altre stelle” de Dante, en plena magia medieval. Mejor suerte correrá, espero, la epistemología o teoría del conocimiento, ¿cómo aparecen las ideas? Hume lo explicó todo lo bien que pudo por medio de palabras, pero ahora, con la neurofisiología y la bioquímica estamos más capacitados para responder con mucha más precisión que con palabras. La malla neuronal y sus sinapsis, las conexiones de ese enorme ordenador que es el cerebro, con sus células y las conexiones entre ellas se irá desmenuzando hasta conocer la estructura del cerebro en todos y cada uno de sus detalles. Entonces estamos mucho más cerca de saber cómo surgen, cómo se forman las ideas en la mente, que se supone está en el cerebro. Pero esa es otra guerra. Hasta que todo esto llegue, que enseñen filosofía. (Luis Racionero, 06/11/2015)


El valor de la filosofía:
Habiendo llegado al final de nuestro breve resumen de los problemas de la filosofía, bueno será considerar, para concluir, cuál es el valor de la filosofía y por qué debe ser estudiada. Es tanto más necesario considerar esta cuestión, ante el hecho de que muchos, bajo la influencia de la ciencia o de los negocios prácticos, se inclinan a dudar que la filosofía sea algo más que una ocupación inocente, pero frívola e inútil, con distinciones que se quiebran de puro sutiles y controversias sobre materias cuyo conocimiento es imposible. Esta opinión sobre la filosofía parece resultar, en parte, de una falsa concepción de los fines de la vida, y en parte de una falsa concepción de la especie de bienes que la filosofía se esfuerza en obtener. Las ciencias físicas, mediante sus invenciones, son útiles a innumerables personas que las ignoran totalmente: así, el estudio de las ciencias físicas no es sólo o principalmente recomendable por su efecto sobre el que las estudia, sino más bien por su efecto sobre los hombres en general. Esta utilidad no pertenece a la filosofía. Si el estudio de la filosofía tiene algún valor para los que no se dedican a ella, es sólo un efecto indirecto, por sus efectos sobre la vida de los que la estudian. Por consiguiente, en estos efectos hay que buscar primordialmente el valor de la filosofía, si es que en efecto lo tiene. Pero ante todo, si no queremos fracasar en nuestro empeño, debemos liberar nuestro espíritu de los prejuicios de lo que se denomina equivocadamente «el hombre práctico». El hombre «práctico», en el uso corriente de la palabra, es el que sólo reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el alimento del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar un alimento al espíritu. Si todos los hombres vivieran bien, si la pobreza y la enfermedad hubiesen sido reducidas al mínimo posible, quedaría todavía mucho que hacer para producir una sociedad estimable; y aun en el mundo actual los bienes del espíritu son por lo menos tan importantes como los del cuerpo. El valor de la filosofía debe hallarse exclusivamente entre los bienes del espíritu, y sólo los que no son indiferentes a estos bienes pueden llegar a la persuasión de que estudiar filosofía no es perder el tiempo. La filosofía, como todos los demás estudios, aspira primordialmente al conocimiento. El conocimiento a que aspira es aquella clase de conocimiento que nos da la unidad y el sistema del cuerpo de las ciencias, y el que resulta del examen crítico del fundamento de nuestras convicciones, prejuicios y creencias. Pero no se puede sostener que la filosofía haya obtenido un éxito realmente grande en su intento de proporcionar una respuesta concreta a estas cuestiones. Si preguntamos a un matemático, a un mineralogista, a un historiador, o a cualquier otro hombre de ciencia, qué conjunto de verdades concretas ha sido establecido por su ciencia, su respuesta durará tanto tiempo como estemos dispuestos a escuchar. Pero si hacemos la misma pregunta a un filósofo, y éste es sincero, tendrá que confesar que su estudio no ha llegado a resultados positivos comparables a los de las otras ciencias. Verdad es que esto se explica, en parte, por el hecho de que, desde el momento en que se hace posible el conocimiento preciso sobre una materia cualquiera, esta materia deja de ser denominada filosofía y se convierte en una ciencia separada. Todo el estudio del cielo, que pertenece hoy a la astronomía, antiguamente era incluido en la filosofía; la gran obra de Newton se denomina Principios matemáticos de la filosofía natural. De un modo análogo, el estudio del espíritu humano, que era, todavía recientemente, una parte de la filosofía, se ha separado actualmente de ella y se ha convertido en la ciencia psicológica. Así, la incertidumbre de la filosofía es, en una gran medida, más aparente que real; los problemas que son susceptibles de una respuesta precisa se han colocado en las ciencias, mientras que sólo los que no la consienten actualmente quedan formando el residuo que denominamos filosofía. Sin embargo, esto es sólo una parte de la verdad en lo que se refiere a la incertidumbre de la filosofía. Hay muchos problemas —y entre ellos los que tienen un interés más profundo para nuestra vida espiritual— que, en los límites de lo que podemos ver, permanecerán necesariamente insolubles para el intelecto humano, salvo si su poder llega a ser de un orden totalmente diferente de lo que es hoy. ¿Tiene el Universo una unidad de plan o designio, o es una fortuita conjunción de átomos? ¿Es la conciencia una parte del Universo que da la esperanza de un crecimiento indefinido de la sabiduría, o es un accidente transitorio en un pequeño planeta en el cual la vida acabará por hacerse imposible? ¿El bien y el mal son de alguna importancia para el Universo, o solamente para el hombre? La filosofía plantea problemas de este género, y los diversos filósofos contestan a ellos de diversas maneras. Pero parece que, sea o no posible hallarles por otro lado una respuesta, las que propone la filosofía no pueden ser demostradas como verdaderas. Sin embargo, por muy débil que sea la esperanza de hallar una respuesta, es una parte de la tarea de la filosofía continuar la consideración de estos problemas, haciéndonos conscientes de su importancia, examinando todo lo que nos aproxima a ellos, y manteniendo vivo este interés especulativo por el Universo, que nos expondríamos a matar si nos limitáramos al conocimiento de lo que puede ser establecido mediante un conocimiento definitivo. Verdad es que muchos filósofos han pretendido que la filosofía podía establecer la verdad de determinadas respuestas sobre estos problemas fundamentales. Han supuesto que lo más importante de las creencias religiosas podía ser probado como verdadero mediante una demostración estricta. Para juzgar sobre estas tentativas es necesario hacer un examen del conocimiento humano y formarse una opinión sobre sus métodos y limitaciones. Sería imprudente pronunciarse dogmáticamente sobre estas materias; pero si las investigaciones de nuestros capítulos anteriores no nos han extraviado, nos vemos forzados a renunciar a la esperanza de hallar una prueba filosófica de las creencias religiosas. Por lo tanto, no podemos alegar como una prueba del valor de la filosofía una serie de respuestas a estas cuestiones. Una vez más, el valor de la filosofía no puede depender de un supuesto cuerpo de conocimientos seguros y precisos que puedan adquirir los que la estudian. De hecho, el valor de la filosofía debe ser buscado en una, larga medida en su real incertidumbre. El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía, va por la vida prisionero de los prejuicios que derivan del sentido común, de las creencias habituales en su tiempo y en su país, y de las que se han desarrollado en su espíritu sin la cooperación ni el consentimiento deliberado de su razón. Para este hombre el mundo tiende a hácerse preciso, definido, obvio; los objetos habituales no le suscitan problema alguno, y las posibilidades no familiares son desdeñosamente rechazadas. Desde el momento en que empezamos a filosofar, hallamos, por el contrario, como hemos visto en nuestros primeros capítulos, que aun los objetos más ordinarios conducen a problemas a los cuales sólo podemos dar respuestas muy incompletas. La filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera respuesta a las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre. Así, el disminuir nuestro sentimiento de certeza sobre lo que las cosas son, aumenta en alto grado nuestro conocimiento de lo que pueden ser; rechaza el dogmatismo algo arrogante de los que no se han introducido jamás en la región de la duda liberadora y guarda vivaz nuestro sentido de la admiración, presentando los objetos familiares en un aspecto no familiar. Aparte esta utilidad de mostrarnos posibilidades insospechadas, la filosofía tiene un valor —tal vez su máximo valor— por la grandeza de los objetos que contempla, y la liberación de los intereses mezquinos y personales que resultan de aquella contemplación. La vida del hombre instintivo se halla encerrada en el círculo de sus intereses privados: la familia y los amigos pueden incluirse en ella, pero el resto del mundo no entra en consideración, salvo en lo que puede ayudar o entorpecer lo que forma parte del círculo de los deseos instintivos. Esta vida tiene algo de febril y limitada. En comparación con ella, la vida del filósofo es serena y libre. El mundo privado, de los intereses instintivos, es pequeño en medio de un mundo grande y poderoso que debe, tarde o temprano, arruinar nuestro mundo peculiar. Salvo si ensanchamos de tal modo nuestros intereses que incluyamos en ellos el mundo entero, permanecemos como una guarnición en una fortaleza sitiada, sabiendo que el enemigo nos impide escapar y que la rendición final es inevitable. Este género de vida no conoce la paz, sino una constante guerra entre la insistencia del deseo y la importancia del querer. Si nuestra vida ha de ser grande y libre, debemos escapar, de uno u otro modo, a esta prisión y a esta guerra.

[Contemplación:]
Un modo de escapar a ello es la contemplación filosófica. La contemplación filosófica, cuando sus perspectivas son muy amplias, no divide el Universo en dos campos hostiles: los amigos y los enemigos, lo útil y lo adverso, lo bueno y lo malo; contempla el todo de un modo imparcial. La contemplación filosófica, cuando es pura, no intenta probar que el resto del Universo sea afín al hombre. Toda adquisición de conocimiento es una ampliación del yo, pero esta ampliación es alcanzada cuando no se busca directamente. Se adquiere cuando el deseo de conocer actúa por sí solo, mediante un estudio en el cual no se desea previamente que los objetos tengan tal o cual carácter, sino que el yo se adapta a los caracteres que halla en los objetos. Esta ampliación del yo no se obtiene, cuando, partiendo del yo tal cual es, tratamos de mostrar que el mundo es tan semejante a este yo, que su conocimiento es posible sin necesidad de admitir nada que parezca serle ajeno. El deseo de probar esto es una forma de la propia afirmación, y como toda forma de egoísmo, es un obstáculo para el crecimiento del yo que se desea y del cual conoce el yo que es capaz. El egoísmo, en la especulación filosófica como en todas partes, considera el mundo como un medio para sus propios fines; así, cuida menos del mundo que del yo, y el yo pone límites a la grandeza de sus propios bienes. En la contemplación, al contrario, partimos del no yo, y mediante su grandeza son ensanchados los límites del yo; por el infinito del Universo, el espíritu que lo contempla participa un poco del infinito. Por esta razón, la grandeza del alma no es favorecida por esos filósofos que asimilan el Universo al hombre. El conocimiento es una forma de la unión del yo con el no yo; como a toda unión, el espíritu de dominación la altera y, por consiguiente, toda tentativa de forzar el Universo a conformarse con lo que hallamos en nosotros mismos. Es una tendencia filosófica muy extendida la que considera el hombre como la medida de todas las cosas, la verdad hecha para el hombre, el espacio y el tiempo, y los universales como propiedades del espíritu, y que, si hay algo que no ha sido creado por el espíritu, es algo incognoscible y que no cuenta para nosotros. Esta opinión, si son correctas nuestras anteriores discusiones, es falsa; pero además de ser falsa, tiene por efecto privar a la contemplación filosófica de todo lo que le da valor, puesto que encadena la contemplación al yo. Lo que denomina conocimiento no es una unión con el yo, sino una serie de prejuicios, hábitos y deseos que tejen un velo impenetrable entre nosotros y el mundo exterior. El hombre que halla complacencia en esta teoría del cono cimiento es como el que no abandona su círculo doméstico por temor a que su palabra no sea ley. La verdadera contemplación filosófica, por el contrario, halla su satisfacción en toda ampliación del no yo, en todo lo que magnifica el objeto contemplado, y con ello el sujeto que lo contempla. En la contemplación, todo lo personal o privado, todo lo que depende del hábito, del interés propio o del deseo perturba el objeto, y, por consiguiente, la unión que busca el intelecto. Al construir una barrera entre el sujeto y el objeto, estas cosas personales y privadas llegan a ser una prisión para el intelecto. El espíritu libre verá, como Dios lo pudiera ver, sin aquí ni ahora, sin esperanza ni temor —fuera de las redes de las creencias habituales y de los prejuicios tradicionales —serena, desapasionadamente, y sin otro deseo que el del conocimiento, casi un conocimiento impersonal, tan puramente contemplativo como sea posible alcanzarlo para el hombre. Por esta razón también, el intelecto libre apreciará más el conocimiento abstracto y universal, en el cual no entran los accidentes de la historia particular, que el conocimiento aportado por los sentidos, y dependiente, como es forzoso en estos conocimientos, del punto de vista exclusivo y personal, y de un cuerpo cuyos órganos de los sentidos deforman más que revelan. El espíritu acostumbrado a la libertad y a la imparcialidad de la contemplación filosófica, guardará algo de esta libertad y de esta imparcialidad en el mundo de la acción y de la emoción. Considerará. sus proyectos y sus deseos como una parte de un todo, con la ausencia de insistencia que resulta de ver que son fragmentos infinitesimales en un mundo en el cual permanece indiferente a las acciones de los hombres. La imparcialidad que en la contemplación es el puro deseo de la verdad, es la misma cualidad del espíritu que en la acción se denomina justicia, y en la emoción es este amor universal que puede ser dado a todos y no sólo a aquellos que juzgamos útiles o admirables. Así, la contemplación no sólo amplia los objetos de nuestro pensamiento, sino también los objetos de nuestras acciones y afecciones; nos hace ciudadanos del Universo, no sólo de una ciudad amurallada, en guerra con todo lo demás. En esta ciudadanía del Universo consiste la verdadera libertad del hombre, y su liberación del vasallaje de las esperanzas y los temores limitados. Para resumir nuestro análisis sobre el valor de la filosofía: la filosofía debe ser estudiada, no por las respuestas concretas a los problemas que plantea, puesto que, por lo general, ninguna respuesta precisa puede ser conocida como verdadera, sino más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplían nuestra concepción de lo posible, enriquecen nuestra imaginación intelectual y disminuyen la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero, ante todo, porque por la grandeza del Universo que la filosofía contempla, el espíritu se hace a su vez grande, y llega a ser capaz de la unión con el Universo que constituye su supremo bien. (Bertrand Russell)


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