Mediterráneo             

 

Creta El Mediterráneo: cretenses, griegos, fenicios y judíos:
Egipcios, mesopotámicos, indios y chinos temían el mar, un medio muy ajeno a los campesinos. Ya hemos dicho que se comunicaban de oasis en oasis, a través del gran desierto continental, por medio de caravanas de camellos con dos jorobas (el camello de Bactria; el dromedario africano sólo tiene una joroba). Practicaban únicamente la navegación fluvial, descendiendo el Nilo, el Tigris, el Éufrates, el Indo y el río Amarillo. China y la India están abiertas a los mayores océanos del planeta; en cambio, entre los asirios y Egipto se encuentra el Mediterráneo, que penetra profundamente en las estepas. El Mediterráneo es un universo al que el gran historiador Fernand Braudel consagró su obra. Su clima, muy particular, es el resultado del contacto entre el Sahara y las lluvias oceánicas que llegan del oeste. En verano, el anticiclón sahariano cubre este mar: clima seco y suave. En invierno, el anticiclón retrocede y deja pasar al Mediterráneo las perturbaciones atlánticas; llueve y nieva sobre las montañas. Por lo tanto, sólo hay dos estaciones, ambas crudas pero luminosas. Igualmente sólo hay dos paisajes: la laguna y la montaña —lagunas en el extremo del Adriático, del golfo de Sirte y en Camarga; montañas en Liguria, Grecia, Líbano, etcétera—. En estos dos paisajes resulta fácil encontrar puertos naturales. El Mediterráneo era y sigue siendo el centro del mundo. Incluso hoy en día, una potencia no es hegemónica si no domina este mar. Los Estados Unidos, muy alejados de él, más allá del océano, se ven obligados a llegar hasta allí, ahora que quieren dirigir el mundo. También es un magnífico mar, el mar por excelencia, Thalassa.

Creta:
Al norte de la costa egipcia se encuentra una gran isla llamada Creta. Los cretenses iniciaron la navegación marítima mucho antes que los «pueblos del mar» que devastaron Egipto en 1200. Los cretenses inventaron un navío que dominó el mar hasta el Renacimiento: la galera. Un barco rígido, construido en forma de arco, capaz de afrontar las olas y movido por remos. En aquella época, era imposible pensar que se pudiera ir en contra del viento. La galera sólo utilizaba la vela cuando el viento era a favor; en el resto de los casos, utilizaba la fuerza física de los remeros. Los cretenses eran tan inteligentes como nosotros, pero para pensar en remontar el viento, hace falta tener una concepción de la «mecánica de las fuerzas» —con-cepción que permite utilizar una fuerza contra sí misma— que sólo se alcanzará en el Renacimiento. Comprobamos que la verdad «científica» es «histórica». La galera es un excelente navío, pero no puede alejarse del litoral. No a causa de las tempestades, sino porque el número de remeros —obligatoriamente muy alto— y su desgaste físico exigen mucha agua. Por lo tanto, todas las noches hay que llevar el navío hasta la costa para que los remeros puedan beber. Son necesarios muchos remeros y es imposible transportar suficiente agua. La época de los cretenses también se llama «edad de Bronce». Sólo después del año 1000 a.C, las armas se construirán en hierro y acero. Egipto fue quien civilizó a Creta. Si un navío sale del Delta por la mañana, llega a Creta por la noche. Y, por su parte, Creta será la que civilice a Grecia, muy próxima, en el norte. Los cretenses practicaban el comercio marítimo entre las dos orillas del Mediterráneo. Y, puesto que el comercio produce riqueza de manera más rápida que la agricultura, pronto se hicieron muy ricos. Adaptaron la formidable arquitectura egipcia a una proporción humana. Construyeron para sus reyes magníficos palacios; el más famoso sigue siendo el del rey Minos, en Cnosos. Los griegos lo llamaron «el laberinto» porque se perdían en él. Creta se convirtió en una civilización extremada-mente refinada, con ricas pinturas en vivos colores, ornadas de bellísimas mujeres (entre ellas, una era tan elegante que los arqueólogos la llamaron la «parisiense»). Un hacha doble, el labrys, era el emblema del rey Minos. Los romanos recogerán este símbolo, que aún figura en el pasaporte de algunos países. El palacio de Cnosos era fabuloso, con sus cortesanos, sus frescos y sus juegos. El comercio internacional de 'a época intercambiaba joyas egipcias, vasijas de Rodas, Perfumes, estaño, marfil, púrpura, esclavos y, también, modas. Hay que señalar que los cretenses inventaron las corridas de toros. Y que los toreros eran mujeres. El sim-bolismo está claro: allí, el genio femenino subyuga a la fuerza del macho. Pero estos refinados comerciantes serán, en el primer milenio antes de nuestra era, conquistados y dominados por los dos pueblos a los que habían civilizado: los griegos y los fenicios. Quizá también sufrieran mucho por la formidable erupción volcánica de la isla de Santorini. Los griegos ocupaban el mar Egeo, y los fenicios el Líbano. Tiro era el gran puerto fenicio; en cuanto a los puertos griegos, eran numerosísimos. Estos dos pueblos marinos eran competidores y no pertenecían al mismo universo cultural. Los griegos hablaban una lengua europea («indoeuropea», dicen los lingüistas, porque el indi pertenece a la misma familia), los fenicios una lengua semítica (de donde nació el árabe).

El alfabeto:
A los fenicios —mejores comerciantes que los griegos porque únicamente se dedicaban al comercio— debemos una invención capital: el alfabeto. La escritura egipcia o china eran extremadamente incómodas para los comerciantes: contenían demasiados ideogramas (decenas de miles). Para gestionar mejor sus negocios, los fenicios dejaron de utilizar aquellos miles de dibujos que les ofrecían los jeroglíficos, y los sustituyeron por una veintena de signos abstractos, sin ningún significado propio. El principio de una escritura alfabética era muy antiguo, los textos de Ugarit, del siglo XIV a.C, dan testimonio de ello, pero es cierto que son los fenicios los que extienden su uso —más propicio para el comercio—, puesto que las letras unidas pueden servir a todas las lenguas imaginables. El alfabeto supuso un extraordinario progreso intelectual. La lectura alfabética exige más esfuerzo que la comprensión de los dibujos jeroglíficos. En efecto, al contrario que los ideogramas, las letras no representan nada; por lo tanto es más difícil aprender a leerlas. Pero cuando se sabe leer, qué maravilloso instrumento es la lectura. Hay que lamentar la tendencia actual a utilizar imágenes en lugar de leer. Hoy en día, en un cuadro de mandos, ya no se escribe «apretar»; se dibuja un símbolo. Y, sin embargo, el poder real siempre pertenecerá a quienes saben leer, no a los que sólo miran imágenes —a pesar de los ordenadores—. Los franceses, por ejemplo (y sucede lo mismo con los ingleses y los demás), leen y escriben mucho peor que sus abuelos, y sobre todo menos frecuentemente. Con la excepción de chinos y japoneses, hoy todos los pueblos del mundo han adoptado el alfabeto, ya sea latino, cirílico, griego, árabe, etcétera.

En el Mediterráneo, fenicios y griegos no se van a enfrentar en una guerra, sino que se repartirán las zonas de influencia. Tanto unos como otros fundaron colonias. No en el sentido moderno del término: para ellos la cuestión era crear fundaciones, «enjambrarse» como las abejas. En una ciudad, cuando la población se hacía demasiado numerosa, doscientas o trescientas familias partían hacia otros litorales con el objetivo de fundar una nueva ciudad, hija de la primera, pero independiente. No lo sentían como un exilio porque en el Mediterráneo por todas partes surgen los mismos paisajes, ya sea en el Líbano o en la Costa Azul. Desde el momento en que llevaban consigo sus armas y sus leyes, no se sentían desterrados en absoluto. Las colonias griegas se situaron principalmente en la costa norte: por supuesto, en el mar Egeo (su patria de origen), pero también en el mar del Norte (Crimea se parece a Grecia), en el Adriático, en Italia, en el sur de Francia y en la mitad oriental de Sicilia. Niza en griego significa «Victoria». Marsella también es una fundación helénica: cuando los deportistas leen en L’Équipe la expresión «ciudad focense» a propósito del Olympic de Marsella, esto recuerda que Marsella fue fundada por una ciudad del mar Egeo situada en Asia Menor y llamada Focea. «Nápoles» viene de Neapolis, «ciudad nueva». Siracusa fue en Sicilia una brillante capital helénica. En la costa sur, los griegos sólo se instalaron en Cirenaica (igual que Crimea, es una cadena montañosa que va de este a oeste deteniendo los malos vientos del inte-rior). Allí fundaron cinco ciudades cuyas ruinas permanecen admirables: Cirene, Apolonia, Ptolemaida, Arsinoé y Berenice (la actual Benghazi). Sin embargo, las colonias fenicias, aparte de Cirenaica y del oeste de Sicilia, se fundaron en la costa sur del Mediterráneo. En 800 a.C, Tiro fundó en Túnez la ciudad de Cartago, que se haría mucho más poderosa que ella misma. También allí, los nombres (la toponimia) recuerdan el pasado, en este caso libanes y semita: Gabes y Cádiz son palabras fenicias; Cartagena quiere decir «Nueva Cartago», etcétera. A pesar de los impedimentos técnicos de las galeras, estos grandes navegantes se alejaron intrépidamente del Mediterráneo. Los griegos, tras haber pasado las Columnas de Hércules (estrecho de Gibraltar), remontaron las costas oceánicas hacia el norte, hasta las islas británicas y el mar Báltico. Los fenicios, por su parte, descen-dieron el mar Rojo hacia el sur, hasta la India. Incluso recorrieron África por cuenta del emperador Necao II, hacia el 600 a.C. Partiendo de Egipto, las galeras fenicias navegaron hacia el mediodía con la costa a su derecha. Todas las noches, los marineros conducían sus navíos hasta la orilla para hacerse con agua y comerciar con las tribus indígenas. Tras meses de navegación se dieron cuenta con sorpresa de que, aun siguiendo la costa a la derecha, el sol, que desde el inicio del viaje se levantaba por la izquierda, ahora lo hacía por la derecha. Comprendieron que habían dado la vuelta a África y que remontaban hacia el norte. En efecto, no tardaron en franquear el estrecho de Gibraltar. Así se abrieron las costas marítimas al hombre de aquella época y también los viajes de largo recorrido —África, la India, el Báltico—, aunque continuaba siendo imposible alejarse de la costa. Las primeras cartas marítimas datan de aquellos tiempos. Los hombres de entonces tenían ya una idea más o menos completa del antiguo mundo: Europa, Asia, África.

Griegos:
Los griegos, a diferencia de los fenicios, no fueron sólo comerciantes. En política, inventaron y experimentaron en sus ciudades todas las formas imaginables de gobierno: democracia (de demos, pueblo, y kratos, poder), monarquía (de monos, uno, y arkhé, mando), plutocracia (plutos, riqueza), oligarquía (de oligoi, poco numeroso), etcétera. En realidad, no todas las ciudades griegas fueron comerciantes. Atenas, la gran urbe del Egeo, fue una democracia marítima; pero, en el corazón montañoso del Peloponeso, la ciudad de Esparta, su rival, fue una oligarquía militar y continental —un auténtico territorio de guerreros en medio de unos vecinos subyugados, los hilota—. Sin embargo, la decena de ciudades griegas del Mediterráneo hablaban la misma lengua, adoraban a los mismos dioses (Zeus, Afrodita, etcétera) y tenían santuarios comunes, como Delfos. También compartieron una historia común, micénica primero, helénica después. Y una literatura fundadora: la Ilíada y la Odisea homéricas. Cada cuatro años, las ciudades enviaban a sus representantes a Olimpia para disputar los juegos pacíficos. Evidentemente, se trata de los Juegos Olímpicos, concurso deportivo pero también de elocuencia, de poesía, de filosofía. Los griegos incluso contaban el tiempo en función de estas reuniones olímpicas: «en tiempos de la tercera olimpiada, en tiempos de la quinta olimpiada...». La influencia histórica de la civilización helénica fue tan grande que, en la actualidad, en la mayoría de las lenguas europeas, las palabras cultas son griegas: «helio-terapia» procede de therapeia, cuidado, y helios, sol; «talasoterapia», de thalassa, mar; «galaxia», de gala, leche (nuestra galaxia surge en la noche como un lechoso re-guero de estrellas); «hipnótico», de hypnos, sueño. Sencillamente, la lengua griega es el alfa y el omega (primera y última letras del alfabeto griego) de nuestras actuales lenguas. También son los griegos quienes inventaron la geometría y formularon los teoremas (otra vez una palabra griega) cuyos nombres conocen todos los lectores: el de Pitágoras, Euclides o Arquímedes, que fueron grandes sabios helenos. Y descubrieron la cifra pi (una letra griega) para calcular la circunferencia del círculo.

Judíos:
Resulta imposible evocar el mundo mediterráneo de aquella época sin hablar de un pequeño pueblo que tuvo una extrema importancia ideológica: el pueblo judío o «hebreo». Los judíos no eran marinos, sino de origen beduino, por eso eran nómadas que se movían entre Egipto y Mesopotamia. Su historia empezó con la salida de Egipto, el Éxodo (la Pascua), y estuvo marcada, ya lo hemos visto, por un cruel exilio en Mesopotamia, «a orillas de los ríos de Babilonia». Por fin se hicieron campesinos en Palestina, precisamente en la frontera de las influencias del Nilo y del Éufrates. Allí fundaron, alrededor de la ciudad santa de Jerusalén, un pequeño Estado que el rey babilonio Nabucodonosor destruyó en 588 a.C, y que sólo sería restaurado en 1948. Los campesinos hebreos continuaron viviendo en Palestina, bajo diversos protectorados. En la decena de libros santos agrupados en la Biblia aparecen influencias mesopotámicas, egipcias, fenicias (Tiro estaba muy próxima) y griegas. Los judíos inventaron el monoteísmo: un único Dios. Esa idea de un Dios único ya había sido evocada en numerosas ocasiones, en particular por el faraón egipcio Akenaton (1374-1354 a.C), pero sin éxito duradero. Son los judíos quienes consiguen imponer el Dios único, afirmar que las estrellas o el mar no son Dios, abandonar a los ídolos. De aquí se van a derivar numerosas consecuencias ideológicas. La naturaleza ya no es divina, ha sido creada, y el hombre está llamado a dominarla. Son las primeras palabras de la Biblia, en el libro del Génesis. El tiempo ya no es cíclico. La historia nene un sentido -el de la salvación— El mundo creado está incompleto, pero al final se realizará. Esto es lo que se conoce como mesianismo, cuyas implicaciones son enormes. El futuro puede ser mejor que el pasado. El tiempo ya no es una rueda, es una flecha que va hacia algún lugar. El cambio deja de ser una maldición; al contrario, los profetas (aquellos que hablan en nombre de Dios) lo piden en sus plegarias. De este modo aparece en la historia de los hombres la idea de progreso. El judaísmo impone igualmente la idea de persona: si Dios es «Uno», el hombre también es alguien. El individuo ya no es despreciable, la injusticia deja de ser aceptable. Por otra parte, el Dios judío, Yahvé, es un Dios bueno y no una divinidad lunática como los dioses paganos. Ama a su pueblo y a todos los seres, como un amante ama a una mujer. Leamos lo que el profeta Isaías pone en boca de Dios: «Por un breve instante, sentí cólera contra ti. Pero es imposible olvidar a la mujer de tu juventud. Entonces, conmovido por una inmensa ternura, me volví hacia ti». Leamos el Cantar de los Cantares, libro bíblico que, en el origen, describe los amores carnales de un hombre y una mujer: «Los brazos de mi amante son cilindros de oro, su sexo una masa de marfil», dice la mujer, y el hombre responde: «Los senos de mi bienamada son como racimos de palmeras, subiré a la palmera para coger los racimos. Ábreme tu puerta, hermana, compañera». A lo que la amante replica: «Mi amante avanza la mano por el postigo de la puerta y hace que mis entrañas tiemblen. Hijas de Jerusalén, decidle que muero de amor». Este texto erótico sirve para que los creyentes entiendan la intensidad del amor de Dios. Acaba con esta sublime afirmación: «El amor es más fuerte que la muerte. Las grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos sumergirlo». Mientras que los comerciantes griegos y fenicios surcaban los mares, los creyentes de Palestina habían cambiado la representación religiosa del mundo. (Jea-Claude Barreau y Guillaume Bigot)


Identidades fingidas:
No es una peculiaridad española. Prácticamente todos los países, empezando por los más próximos —Francia, Inglaterra, Portugal, Italia— padecen problemas similares. Como algunas personas, y no precisamente a partir de cierta edad. Inventar historias —mitomanía— es algo que en esas personas se da prácticamente desde la infancia. Si en el individuo semejantes mitomanías son algo que forma ya parte de su manera de ser, las propias de un país afectan más bien a su pasado, a su historia. Aunque eso sí, siempre en menor grado —comparativamente— que aquellas que dentro de cada país afectan a determinadas regiones que en virtud de ciertas singularidades intentan diferenciarse del Todo. Y, debido sin duda a ese empeño, los rasgos diferenciales esgrimidos suelen ser más numerosos y llamativos que los de ese Todo. El objetivo, hacerlos repercutir en el presente. En España, las fantasías propiamente nacionales suelen corresponder a las de la tradición castellanoleonesa. Las espectaculares victorias militares conseguidas gracias a la intervención directa de la Virgen de Covadonga o de Santiago (300.000 moros abatidos), sin ir más lejos. Por otra parte, del mismo modo que se añaden fantasías a determinados hechos del pasado, otros hechos pueden ser negados, silenciados o simplemente dejados de lado. El desinterés, por ejemplo, extendido a toda la península, hacia cuanto se refiere a la presencia de los fenicios, que dista mucho de limitarse a unos pocos puntos de la costa. Parecido desinterés o abandono es el que se da asimismo respecto a las ricas huellas de la presencia romana, como si la Bética no hubiera formado parte de la metrópoli y emperadores como Trajano, Adriano y Marco Aurelio no fueran originarios de la Bética. Y no me refiero sólo, qué sé yo, a las ruinas de Itálica, sino, por ejemplo, a esos baños romanos que por todas partes subyacen a los baños árabes. Y es que, sin duda alguna, allí lo prioritario ha sido tradicionalmente cuanto se refiere a la presencia musulmana, por más que los arcos de medio punto de la mezquita de Córdoba sean de origen visigótico y que la Alhambra responda a un esquema parecido al de Villa Adriana, a las afueras de Roma. Eso sí, en ningún país árabe de los que conozco he visto monumentos de similar belleza. Como es lógico, donde este tipo de planteamientos y modificaciones del pasado adquiere un especial vigor es en las comunidades autónomas históricamente más diferenciadas, esto es, Cataluña, País Vasco y Galicia; mitos, actitudes y creencias que se refieren tanto a sus respectivos orígenes como a diversos avatares producidos en el transcurso del tiempo. De las tres, la menos problemática es Galicia, ya que su componente celta —al que son remitidas la mayor parte de sus peculiaridades y tradiciones— es indiscutible. En este sentido carece de importancia el que sus antepasados llegaran del norte o, por el contrario, que a partir de Galicia se extendieran hacia el noroeste de Francia y las Islas Británicas. La inventiva más ambiciosa es sin duda la que se refiere a los orígenes del pueblo vasco. De acuerdo con la tradición, su ascendencia se remonta nada menos que a Túbal, nieto de Noé, por lo que su idioma sería anterior al caos lingüístico producido por la frustrada construcción de la Torre de Babel. Desde un punto de vista más propiamente histórico, está por ver —como en el caso de Galicia— si los vascos llegaron a la península desde el sur, vía el Rif, lo que les convertiría en íberos de lo más genuino en la medida en que serían los únicos en haber conservado el idioma original —teoría ampliamente considerada— o, por el contrario, procedían del norte, de la actual región de Aquitania, para extenderse desde allí a lo largo de los Pirineos y el golfo de Vizcaya, sin que en la vertiente norte mantuvieran su presencia más allá del País Vasco francés. En lo que se refiere a Cataluña, sus singularidades nos remiten a tiempos relativamente próximos. No se pone en entredicho, por ejemplo, el sustrato ibérico, avalado por numerosos yacimientos arqueológicos. Eso sí: la presencia fenicia no sólo suele desdeñarse, como en el resto de España, sino que con frecuencia pura y simplemente se rechaza. Así, el expresident Pujol afirmó en una ocasión que, en Cataluña, los griegos; los fenicios, más al sur. ¿Se estaría refiriendo al hallazgo, por parte de Hércules y Jasón, de la Barca Nona en las proximidades, según la leyenda, de Barcelona? Porque las dos únicas colonias griegas que han dejado su huella en la península, Ampurias y Rosas —quién sabe si construidas sobre un previo asentamiento fenicio—, se hallan situadas a muy corta distancia de los Pirineos. Este es a menos el caso de los cartagineses que, lejos de limitarse a recorrer Cataluña de paso para Italia al mando de los Barca, se asentaron de forma permanente en diversos lugares —Barcelona entre otros— sobre un previo asentamiento fenicio. Al igual que en Andalucía, tampoco en Cataluña es debidamente apreciado su pasado romano. Presente de forma esplendorosa en Tarragona, no se le ha dado aún el merecido realce al dejar pendiente de restauración una buena parte de sus construcciones, cuyo interés supera con mucho al de las existentes en Barcelona. Tampoco parece despertar interés la importancia que tuvo, no ya Tarraco, sino la Tarraconense, provincia que lindaba con la Bética y la Lusitania, abarcando así prácticamente la mitad norte de la península. Un caso muy similar al de lo que ocurre con el Imperio Visigótico, cuya primera capital, antes de trasladarla a Toledo, fue Barcelona. Y es que, de los pueblos germánicos, todo el interés se lo lleva el Imperio Carolingio, en la medida en que, a diferencia del Visigodo, su presencia tiene un carácter diferenciador respecto al resto de España puesto que con él da comienzo la reconquista de un territorio que, a grandes rasgos, se corresponde con la actual Cataluña: la Marca Hispánica. Si algo hay de problemático desde este punto de vista es, precisamente, la palabra “Hispánica”. Según el historiador de finales del siglo XIX, Víctor Balaguer, el don Pelayo de Cataluña fue Otger Catalón, Kathaslot, Gozlantes, Gotlantes o Gotlán, una figura que al igual que sus Nueve Varones de la Fama, actualmente parece haber entrado en el olvido. Obviamente, hablar de Aragón o de los reyes de Aragón tampoco gusta, ya que al casarse la heredera del trono aragonés con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, se tiende a considerar que la dinastía es ya catalana. Como si por el hecho de ser él varón y ella mujer se trasladase automáticamente a Cataluña la titularidad de la monarquía. (Luis Goytisolo, 10/10/2015)

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