Demografía y ecología s.XXI             

 

Problemas demográficos y ecológicos s.XXI:
Problemas demográficos:
Algunas tendencias del desarrollo a largo plazo estaban tan claras que nos permiten esbozar una agenda de algunos de los principales problemas del mundo y señalar, al menos, algunas de las condiciones para solucionarlos. Los dos problemas centrales, y a largo plazo decisivos, son de tipo demográfico y ecológico. Se esperaba generalmente que la población mundial, en constante aumento desde mediados del siglo XX, se estabilizaría en una cifra cercana a los diez mil millones de seres humanos —o, lo que es lo mismo, cinco veces la población existente en 1950— alrededor del año 2030, esencialmente a causa de la reducción del índice de natalidad del tercer mundo. Si esta previsión resultase errónea, deberíamos abandonar toda apuesta por el futuro. Incluso si se demuestra realista a grandes rasgos, se planteará el problema —hasta ahora no afrontado a escala global— de cómo mantener una población mundial estable o, más probablemente, una población mundial que fluctuará en torno a una tendencia estable o con un pequeño crecimiento (o descenso). (Una caída espectacular de la población mundial, improbable pero no inconcebible, introduciría complejidades adicionales.) Sin embargo los movimientos predecibles de la población mundial, estable o no, aumentarán con toda certeza los desequilibrios entre las diferentes zonas del mundo.


En conjunto, como sucedió en el siglo XX, los países ricos y desarrollados serán aquellos cuya población comience a estabilizarse, o a tener un índice de crecimiento estancado, como sucedió en algunos países durante los años noventa. Rodeados por países pobres con grandes ejércitos de jóvenes que claman por conseguir los trabajos humildes del mundo desarrollado que les harían a ellos ricos en comparación con los niveles de vida de El Salvador o de Marruecos, esos países ricos con muchos ciudadanos de edad avanzada y pocos jóvenes tendrían que enfrentarse a la elección entre permitir la inmigración en masa (que produciría problemas políticos internos), rodearse de barricadas para que no entren unos emigrantes a los que necesitan (lo cual sería impracticable a largo plazo), o encontrar otra fórmula. La más probable sería la de permitir la inmigración temporal y condicional, que no concede a los extranjeros los mismos derechos políticos y sociales que a los ciudadanos, esto es, la de crear sociedades esencialmente desiguales. Esto puede abarcar desde sociedades de claro apartheid, como las de Suráfrica e Israel (que están en declive en algunas zonas del mundo, pero no han desaparecido en otras), hasta la tolerancia informal de los inmigrantes que no reivindican nada del país receptor, porque lo consideran simplemente como un lugar donde ganar dinero de vez en cuando, mientras se mantienen básicamente arraigados en su propia patria. Los transportes y comunicaciones de fines del siglo XX, así como el enorme abismo que existe entre las rentas que pueden ganarse en los países ricos y en los pobres, hacen que esta existencia dual sea más posible que antes. Si este tipo de existencia podrá lograr, a largo o incluso a medio plazo, que las fricciones entre los nativos y los extranjeros sean menos incendiarias, es una cuestión sobre la que siguen discutiendo los eternos optimistas y los escépticos desilusionados. Pero no cabe duda de que estas fricciones serán uno de los factores principales de las políticas, nacionales o globales, de las próximas décadas.


Problemas ecológicos:
Aunque son cruciales a largo plazo, no resultan tan explosivos de inmediato. No se trata de subestimarlos, aun cuando desde la época en que entraron en la conciencia y en el debate públicos, en los años setenta, hayan tendido a discutirse erróneamente en términos de un inminente apocalipsis. Sin embargo, que el «efecto invernadero» pueda no causar un aumento del nivel de las aguas del mar que anegue Bangladesh y los Países Bajos en el año 2000, o que la pérdida diaria de un desconocido número de especies tenga precedentes, no es motivo de satisfacción. Un índice de crecimiento económico similar al de la segunda mitad del siglo XX, si se mantuviese indefinidamente (suponiendo que ello fuera posible), tendría consecuencias irreversibles y catastróficas para el entorno natural de este planeta, incluyendo a la especie humana que forma parte de él. No destruiría el planeta ni lo haría totalmente inhabitable, pero con toda seguridad cambiaría las pautas de la vida en la biosfera, y podría resultar inhabitable para la especie humana tal como la conocemos y en su número actual. Además, el ritmo a que la tecnología moderna ha aumentado nuestra capacidad de modificar el entorno es tal que —incluso suponiendo que no se acelere— el tiempo del que disponemos para afrontar el problema no debe contarse en siglos, sino en décadas. Como respuesta a la crisis ecológica que se avecina sólo podemos decir tres cosas con razonable certidumbre.


La primera es que esta crisis debe ser planetaria más que local, aunque ganaríamos tiempo si la mayor fuente de contaminación global, el 4 por 100 de la población mundial que vive en los Estados Unidos, tuviera que pagar un precio realista por la gasolina que consume. La segunda, que el objetivo de la política ecológica debe ser radical y realista a la vez. Las soluciones de mercado, como la de incluir los costes de las externalidades ambientales en el precio que los consumidores pagan por sus bienes y servicios, no son ninguna de las dos cosas. Como muestra el caso de los Estados Unidos, incluso el intento más modesto de aumentar el impuesto energético en ese país puede desencadenar dificultades políticas insuperables. La evolución de los precios del petróleo desde 1973 demuestra que, en una sociedad de libre mercado, el efecto de multiplicar de doce a quince veces en seis años el precio de la energía no hace que disminuya su consumo, sino que se consuma con mayor eficiencia, al tiempo que se impulsan enormes inversiones para hallar nuevas —y dudosas desde un punto de vista ambiental— fuentes de energía que sustituyan el irreemplazable combustible fósil. A su vez estas nuevas fuentes de energía volverán a hacer bajar los precios y fomentarán un consumo más derrochador. Por otra parte, propuestas como las de un mundo de crecimiento cero, por no mencionar fantasías como el retorno a la presunta simbiosis primitiva entre el hombre y la naturaleza, aunque sean radicales resultan totalmente impracticables.


El crecimiento cero en la situación existente congelaría las actuales desigualdades entre los países del mundo, algo que resulta mucho más tolerable para el habitante medio de Suiza que para el de la India. No es por azar que el principal apoyo a las políticas ecológicas proceda de los países ricos y de las clases medias y acomodadas de todos los países (exceptuando a los hombres de negocios que esperan ganar dinero con actividades contaminantes). Los pobres, que se multiplican y están subempleados, quieren más «desarrollo», no menos. En cualquier caso, ricos o no, los partidarios de las políticas ecológicas tenían razón. El índice de desarrollo debe reducirse a un desarrollo «sostenible» (un término convenientemente impreciso) a medio plazo, mientras que a largo plazo se tendrá que buscar alguna forma de equilibrio entre la humanidad, los recursos (renovables) que consume y las consecuencias que sus actividades producen en el medio ambiente. Nadie sabe, y pocos se atreven a especular acerca de ello, cómo se producirá este equilibrio, y a qué nivel de población, tecnología y consumo será posible. Sin duda los expertos científicos pueden establecer lo que se necesita para evitar una crisis irreversible, pero no hay que olvidar que establecer este equilibrio no es un problema científico y tecnológico, sino político y social. Sin embargo, hay algo indudable: este equilibrio sería incompatible con una economía mundial basada en la búsqueda ilimitada de beneficios económicos por parte de unas empresas que, por definición, se dedican a este objetivo y compiten una contra otra en un mercado libre global. Desde el punto de vista ambiental, si la humanidad ha de tener un futuro, el capitalismo de las décadas de crisis no debería tenerlo. (Hobsbawm)



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