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Recuperación bomba de Palomares Accidente de Palomares (16/01/1966):
[Cuevas del Almanzora, este de Almería]. El bombardero provenía de la base Seymour Johnson (Carolina del Norte). Transportaba 4 bombas termonucleares de 70 kilotones. Colisionó con un avión nodriza KC135 proveniente de la base americana de Morón de la Frontera mientras realizaban una maniobra de repostaje de combustible en vuelo. Los 4 miembros de la tripulación del KC135 murieron y se salvaron 4 de los 7 tripulantes del bombardero. Dos de las bombas chocaron directamente contra el suelo explosionando su carga convencional y liberando plutonio y americio. Se creó una nube radiactiva que el viento esparció sobre unas 226 hectáreas de terreno que incluía Palomares. Las otras dos bombas cayeron con el paracaídas abierto; una fue encontrada presuntamente intacta en el lecho de un río seco mientras que la otra fue a parar al mar. Los militares americanos pusieron rápidamente en acción el operativo Broken Arrow para localizar los proyectiles perdidos y descontaminar la zona. Las que cayeron en tierra fueron pronto localizadas, pero la que cayó al mar tardó cerca de 80 días en ser localizada; apareció finalmente a 5 millas de la costa. Las medidas de descontaminación adoptaron criterios muy laxos. El seguimiento médico periódico de la población fue incompleto, sesgado y llevado a cabo mediante métodos presididos por la ambigüedad y la indefinición.

Bombardero B52 [Homenaje a la Duquesa Roja:]
Hay obras cuya importancia se mide -¡perdóneseme el oxímoron!- por el silencio estrepitoso que suscitan. La era de Palomares, publicada el pasado año por la editorial El Viejo Topo, es un buen ejemplo de ello. Como dice su coordinador, Eduardo Subirats, el libro reúne las voces de una memoria intelectual soterrada por una compacta superposición de ocultaciones y mentiras. El capítulo abierto el 16 de enero de 1966 por el choque en el cielo almeriense entre un bombardero B-52 y un avión cisterna de la Fuerza Aérea estadounidenses y la caída de cuatro bombas atómicas, dos de las cuales, sin explotar, liberaron su carga mortífera, no se ha cerrado aún. El contencioso provocado por la contaminación radiactiva de la zona de Palomares y Villaricos, así como el destino de medio kilo de plutonio que, tras 46 años de negociaciones, sigue almacenado en nuestro suelo, muestran que el “incidente” que pudo ocasionar una catástrofe mayor que las de Chernóbil y Fukushima no es agua pasada, sino que condiciona nuestro futuro en un mundo sometido a una permanente y suicida amenaza nuclear. La parte fundamental de la obra, la Memoria de Luisa Isabel Álvarez de Toledo, duquesa de Medina Sidonia, fallecida en 2008, impresiona al lector de hoy por su valentía y lucidez. Escrita al hilo de los acontecimientos que afectaron la vida de Palomares y las aldeas vecinas, revela un compromiso con la verdad y con la defensa de unas poblaciones sumidas aún en la pobreza y la ignorancia verdaderamente ejemplar. Día a día, mes tras mes, por espacio de un año, sin arredrarse ante las presiones y amenazas que culminaron en su detención, la autora anota cuidadosamente cuanto era barrido bajo la alfombra. Su análisis de la manipulación y escamoteo del poder destructivo de las cuatro bombas -”artefactos”, “ingenios radiactivos” y, colmo del eufemismo, “la cosa”- así como la reproducción de los artículos aparecidos en la prensa española de la época -una increíble sarta de perlas de cultivo- no tienen desperdicio. La sobria descripción por la llamada entonces Duquesa Roja -”Una tremenda explosión hizo temblar la tierra. Los fuselajes plateados (de los aviones) se transformaron en inmensa hoguera. El cielo se cubrió de humo. Trozos de acero, iluminados por el chorro del combustible incandescente, se precipitaron sobre el pueblo”- contradice del todo las informaciones edulcoradas, a veces idílicas, de Arriba, Pueblo, Abc o Ya. En los días que siguieron al choque de los aviones, nadie se preocupó, acusa, de advertir al vecindario del peligro encovado en aquellos restos. “No se hizo absolutamente nada para proteger -escribe- a la población de una posible contaminación radiactiva”. La llegada a Palomares, ocho días después del suceso, del gobernador provincial de Almería a fin de calmar los ánimos de la población soliviantada por tanto engaño y desprecio, merece su reproducción in extenso: “El señor Gutiérrez Egea inició un pequeño discurso, compuesto de promesas y frases tranquilizadoras, pero el vecindario no estaba para músicas. Sus protestas llegaron a la tribuna. La primera autoridad provincial cambió de tono, pasando a la amenaza y el insulto. “Las valoraciones (de indemnización) que habéis presentado son exageradas. No estoy dispuesto a consentir que estaféis a los señores norteamericanos”. Los titulares de la prensa en los días que siguieron al “incidente” componen una antología de prestidigitación que hubiera estimulado sin duda el cáustico ingenio de Larra: “La vida se desarrolla normalmente (en Palomares)”, “No hay peligro de radioactividad”, “A poco más de un centenar de metros del lugar donde cayeron los aviones, pasta apaciblemente un rebaño de más de cien ovejas”, etcétera. Como dice la autora, la lucha entablada entre la verdad y lo que se pretendía probar daba lugar a nuevas e irresueltas contradicciones que saltaban a la vista de todos. Esa campaña de relaciones públicas alcanzó su cenit con la visita al lugar de Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo -en realidad de Desinformación al Servicio del Turismo, ya que aquello fue solo un alto en su viaje de inauguración del Parador de Mojácar- y el célebre chapuzón, en compañía del embajador estadounidense, del 7 de marzo: “Con una alegría sana y deportiva de quien defiende las buenas causas, Manuel Fraga Iribarne se ha bañado hoy en las tranquilas aguas del Mediterráneo, para demostrar a los millones de turistas que piensan visitar España este año, que pueden seguir confiadamente su ejemplo”. (Arriba, 9-3-1966) El relato de Luisa Isabel Álvarez de Toledo de sus estancias en Palomares debería ser de lectura obligada en todas las escuelas de periodismo de la Península. A las tentativas de la policía de cortarle el paso, invoca su derecho de libre circulación establecido por el Fuero franquista de los Españoles y su deseo de cumplir con la propuesta de Fraga de bañarse apaciblemente en la costa almeriense. Su Memoria recoge escrupulosamente las quejas y reclamaciones de la población de la comarca, justamente indignada por el desprecio y arrogancia de las autoridades y de los mandos militares estadounidenses, y su bien meditada decisión de convertirse en portavoz de las mismas. Las advertencias disuasivas de un capitán de la Guardia Civil de que, en caso de revuelta popular, se le puede escapar involuntariamente un balazo, reciben esta respuesta histórica: “Le aseguro que si en vida no hago política, mi cadáver sería tremendamente político”. Los sucesivos viajes a la zona afectada por la explosión, la carta de protesta dirigida a Franco por 269 vecinos, la visita a la Embajada norteamericana, la organización de la marcha reivindicativa de los derechos de los afectados en la que fue detenida y su traslado a las cárceles de Almería y Madrid constituyen uno de los mejores testimonios de la opresión de la dictadura franquista y del coraje de la autora para enfrentarse a ella. Las burlas rastreras de Emilio Romero a la “duquesa revolucionaria”, a esa “Grande de España acaudillando vehementemente a los pequeñísimos, y atrasadísimos, y humildísimos vecinos de Palomares” merecen figurar igualmente en otra antología: la del servilismo y la infamia. A diferencia de él y de otros chaqueteros -Fraga es el mejor ejemplo de ellos-, Luisa Isabel Álvarez de Toledo no dudó en apoyar a las víctimas de aquella humillación colectiva. La lectura de La era de Palomares es el mejor modo de rendirle un homenaje que nuestra cicatera y olvidadiza clase política le ha negado hasta hoy. (Juan Goytisolo, 02/06/2011)


Ambush (2016):
Mira que ya te echo de menos, HMS Ambush, submarino nuclear británico que has puesto proa esta semana hacia el Reino Unido, después de haber chocado con un barco en la Bahía de Algeciras; o en la Gibraltar Bay como rezan las cartas marinas escritas en inglés. Añoro tu venteveo de átomos, tu si quieres la guerra, prepárate para la guerra, tu oscurantismo militar. Hay serpientes de verano y submarinos de nunca acabar: la insólita reparación en el Peñón del submarino HMS Tireless, quince años atrás, sólo fue un episodio más en la larga lista de despropósitos vividos en el Estrecho, desde que el mundo es mundo, y en el que los intereses bélicos siempre primaron sobre la seguridad de sus vecinos. Una larga serie de incidentes con este tipo de naves, en distintos puntos del territorio español, debiera alertarnos sobre la conveniencia de ejercer un mayor control sobre su paso. O sustanciar, con luz y taquígrafos, un protocolo en materia de protección civil que nos permita decidir qué hacemos en caso de un accidente de mayores proporciones qie los que hasta ahora hemos conocido. Desde la transición, la desnuclearización española se convirtió en un brindis al sol por parte de los primeros ayuntamientos democráticos, salvando el cementerio atómico de Hornachuelos. Al menos, en 1981, los submarinos del escuadrón número 16, cargados con misiles Polaris y Poseidon—de mayor alcance y poder destructivo– dejaron la base de Rota y zarparon hacia King Bay, en Georgia, a partir de la renovación del Tratado entre España y Estados Unidos firmado en 1979 , tras la dictadura franquista. A partir de entonces, al menos oficialmente, los submarinos de propulsión o carga nuclear sólo pisaron puertos peninsulares en circunstancias excepcionales, en maniobras conjuntas o en tareas de reaprovisionamiento: no fue del todo así. Ni en Rota ni, por supuesto, en la base británica de Gibraltar.

Paso inocente:
Ahora, el Reino Unido –a través de su ministro de Defensa, Michael Fallon– ha pedido disculpas a España por el accidente protagonizado por el submarino nuclear británico HMS Ambush —de la moderna clase Astute, con 7.400 toneladas y equipado con misisles de crucero Tomahawk—, que chocó contra un mercante panameño a la deriva en aguas próximas al Peñón. Este suceso recuerda a otros dos acaecidos en esta misma zona hace más de treinta años cuando, en el primero de ellos, un submarino inglés estuvo a punto de impactar con la corbeta española Cazadora a dos o tres millas al sur de Punta Europa. Posteriormente, y aún en plena guerra fría, un submarino soviético de la Clase Viktor, chocó contra un mercante ruso, el “Brastsvo”, que cubría su señal con dicho carguero para que no fuera detectado por la red de sonares submarinos que tanto la Royal Navy desde Gibraltar como la US Navy desde Rota controlaban el paso del Estrecho. Si el Ambush navegaba a dos millas de la costa, tal y como sospecha la Armada española, se encontraba dentro del llamado Mar Territorial cuya tutela concierne a España; la Convención del Mar de 1982 fija que, en dichos tramos, los submarinos deben navegar en superficie con el pabellón enarbolado. Se llama “paso inocente”, pero suele ser culpable. Sólo si cruzan un Estrecho, se permite la travesía en inmersión ya que se aplica el derecho del “paso de tránsito” rápido. Aunque no llevaba armas atómicas a bordo, si la colisión del submarino Viktor con el mercante ruso hubiera afectado a la cápsula que protegía al reactor, las consecuencias hubieran sido imprevisibles. La revista “Cambio 16”, en dicha época, se atrevió incluso a formular una prospección de las dimensiones de un posible desastre, basándose en los datos meteorológicos y en las corrientes, a partir de un supuesto resquebrajamiento de la cápsula de protección del reactor nuclear, “que funciona a una temperatura cercana a los 300 grados y a una presión de más de diez atmósferas”. “Automáticamente –suponía la revista– se habría producido una nube de vapor radiactivo y una contaminación masiva de las aguas circundantes. A las tres de la madrugada, la nube radiactiva habría contaminado las poblaciones de Ceuta y La Línea de la Concepción, según los datos del Instituto Meteorológico Nacional. A esa misma hora y teniendo en cuenta le desplazamiento de las corrientes en superficie, la mancha contaminante por los radionucleidos liberados por el accidente, estaría a tres millas al Este del submarino adentrándose en el Mediterráneo y amenazando las poblaciones turísticas de la Costa del Sol. Por otra parte, el uranio radiactivo que por su densidad hubiera descendido por debajo de los cien metros marinos, se desplazaría a razón de dos millas por hora en dirección al Atlántico, de acuerdo con el régimen general de mareas en el Estrecho, poniendo en peligro a la ciudad de Cádiz y a las poblaciones del Campo de Gibraltar. Los efectos del accidente sobre la flora y la fauna marina habrían sido catastróficos. Las especies situadas en varias millas alrededor del submarino habrían quedado contaminadas y en el futuro para consumir el pescado que abunda en aquella zona y las especies migratorias que pudieran estar de paso, habría que hacer análisis de sus escamas, de su carne y su médula espinal para determinar si estaban afectadas por la radiactividad”.

El juego del escondite:
La opinión pública española se enteró del suceso varios días más tarde, cuando el submarino arribó al puerto tunecino, para ser reparado. Las únicas diferencias entre el caso de aquella unidad de la clase Viktor y la actual de la clase Astute estriba en el alcance del accidente, por una parte, y en que,en aquel momento, las tensiones entre los bloques militares propiciaban un cierto juego del gato y el ratón entre la inteligencia aliada y la del Pacto de Varsovia. Sin embargo, ¿qué hacía el HMS Ambush jugando al escondite con un país amigo, cuando el Reino Unido puede estar abandonando la UE pero sigue en la OTAN? No faltarán partidarios de la teoría de la conspiración que supongan que Londres envió al Ambush hasta el sur de España para reforzar las defensas del Peñón en caso de que, en una maniobra conjunta, Pedro Morenés y José Manuel García Margallo, en pleno gobierno en funciones, hubieran decidido invadir Gibraltar aprovechando el Brexit, a la manera en que las fuerzas armadas de Mohamed VI tomaron por sorpresa El Perejil. Más allá de esa hipótesis caricaturesca, la presencia del Ambush en el Peñón obedecía a un gesto de fuerza por parte de las autoridades británicas que, en una difícil coyuntura política, remarcaban la importancia que siguen dando a esa base. Lo cierto es que el choque no afectó a la planta de propulsión nuclear del Ambush, que resultó seriamente afectado en la torreta donde se sitúan el periscopio y las antenas. Ni los análisis del Grupo Operativo de Vigilancia Radiológica de la Armada española (GOVRA), ni la red de vigilancia radiológica del Consejo de Seguridad Nuclear registraron un incremento de la radicoactividad. Eso sí, lo especialistas insisten en que la colisión hubiera deparado mayores problemas si el submarino, en lugar de chocar contra el mercante al emerger –esa es la versión oficial del caso– lo hubiera hecho accidentalmente delante de su proa, siendo arrollado por el mismo. Como en ocasiones anteriores, la diligencia a la hora de informar del caso por parte del Gobierno británico se centró en el gobierno de la Roca, cuyo ministro principal, Fabian Picardo, obtuvo garantías inmediatas de Mike Penning, secretario de estado de las Fuerzas Armadas, asegurando que no existía riesgo alguno para la población de la zona: “He hablado con él hoy para que me garantizara que el reactor del submarino quedó intacto y que, por lo tanto, su presencia en el South Mole(Muelle Sur) no supone ningún riesgo para Gibraltar”, aseguró Picardo. ¿Y para el resto de la zona? La alta densidad industrial de la comarca gaditana que rodea a la colonia produce grandes beneficios macroeconómicos pero serios inconvenientes a la vida cotidiana de los pobladores: en mayo de 1985, en el pantalán de la Refinería de Cepsa, en San Roque, se registraron más de cuarenta muertes entre los empleados de la misma y los tripulantes del “Petragen One” y el “Camponavia”, dos buques que se aprovisionaban allí y cuyos gases explotaron por simpatía. También suponen un riesgo añadido las maniobras de bunkering en las gasolineras flotantes de dicho área. Suele entenderse que un escape a bordo revestiría similares riesgos al de una central atómica, por lo que las circunstancias serían catastróficas para el área donde se produjera la emisión. Hay quien sostiene, sin embargo, que el armamento es inerte y no supone riesgo añadido de no ser activado mientras que el reactor se encuentra alojado en la zona más protegida del navío, que no resultaría afectada incluso si la unidad se partiera en dos. Mejor evitarlo, pero nadie parece dispuesto a establecer precauciones. Ningún accidente nuclear, por otra parte, se pararía a considerar las diferencias geopolíticas de la región, a partir del Tratado de Utrecht o del llamado Acuerdo de Lisboa o de Bruselas, que permitireron la reapertura de la frontera entre Gibraltar y España, bajo el compromiso de resolver las cuestiones derivadas del contencioso en los ámbitos de la UE que ahora abandona el Reino Unido. El sector más integrista de la diplomacia española considera que el Brexit supone una oportunidad para recobrar al menos la cosoberanía del Peñón si los yanitos no quieren abandonar su estatus comunitario. No obstante, un accidente nuclear pondría en riesgo, en primera instancia, a toda la población circundante –entre 300.000 y 500.000 habitantes–, con independencia del pasaporte que llevasen en sus bolsillos.

La sombra del Tireless:
A las autoridades gibraltareñas parece no preocuparles la presencia frecuente de submarinos atómicos en su puerto, como una servidumbre de paso por el constante apoyo de su metrópolis: “Gibraltar ha acogido con frecuencia a submarinos nucleares, algo que el Gobierno ve con buenos ojos, puesto que contribuye a demostrar el valor estratégico del Reino Unido y de la Royal Navy en particular –asumió Picardo–. Esta semana, el Reino Unido renovó su compromiso para mantener una capacidad nuclear permanentemente en el mar a bordo de sus submarinos”. Esa declaración remite directamente al caso del “HMS Tireless” que, entre mayo de 2000 y de 2001, mantuvo en vilo a la población de un lado y otro de la frontera, cuando las autoridades británicas decidieron repararlo en el Peñón, a pesar de que su puerto carecía de suficientes garantías para ello. Desde entonces, hasta ahora, las organizaciones ecologistas han contabilizado la llegada hasta allí de, al menos, setenta submarinos dotados de propulsión nuclear. La avería del “Ambush” –que no es la primera ya que lleva dando disgustos desde su botadura en 2013– ha permitido que zarpara hacia Gran Bretaña, donde será reparado. La crisis ha durado poco pero eso no quiere decir que no haya existido: el Gobierno británico tardó veinticuatro horas en informar al español, pero el Gobierno español tampoco fue especialmente ágil a la hora de comunciarse con el gobierno andaluz. Gibraltar, en este tipo de incidencias militares, no es un grajo blanco en Andalucía. El fantasma de las bombas de Palomares sigue ahí, cuarenta años después del suceso. También está Rota, claro, la base oficialmente española pero que mantiene una clara dependencia de los intereses estadounidenses, máxime a partir del actual despliegue del escudo antimisiles que ha multiplicado la presencia de marines en la base y en sus alrededores. Si la presencia de sumergibles nucleares en el Peñón no es un ejemplo de transparencia, en Rota tampoco existe una información fluida hacia las autoridades civiles que debieran poner en marcha los protocolos cautelares de seguridad en presencia de este tipo de unidades. Por allí van y vienen submarinos como el “Anapolis”, el “Pittsburg”, el “Providence” o el “Florida”, que tuvieron un papel crucial en la Operación Odisea al Amanecer contra Libia, en la que Rota y Morón desempeñaron un papel crucial, y que también recalaron en el Peñón.

Submarinos de ida y vuelta:
¿Demasiados casos para considerarlos aislados? En mayo de 1986, el submarino nuclear estadounidense Atlanta encalló en el Estrecho y sufrió la perforación de un tanque de lastre y una avería en su sonar de proa, siendo llevado también hasta el South Mole de Gibraltar: wikileaks rebeló la infructuosa correspondencia cruzada en 2008 entre el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y Washington para que los sumergibles de la US Navy recalaran preferentemente en Rota en lugar de hacerlo en el Peñón. A partir de 2014, se obtuvo ese compromiso por parte de la marina estadounidense, pero ya con anterioridad se había reducido significativamente el número de unidades de la US Navy que atracaban en la Roca, a la busca, a veces, de un aceite especial del que carece las instalaciones roteñas. Un momento crítico del pulso diplomático entre La Moncloa y el Pentágono se produjo en 2006, a partir del atraque en el Peñón del submarino nuclear “USS Minneapolis-Saint Paul”, que repatriaba a dos suboficiales fallecidos en un accidente que había tenido lugar en Pittsburgh. El soberbio embajador norteamericano Eduardo Aguirre –nada que ver con el conciliador Georges Costos que ocupa actualmente la legación norteamericana en Madrid– insistió en que el submarino iba a permanecer en la Roca hasta que concluyera la investigación del caso. Cuando España le pidió garantías de que no existían problemas en su sistema de propulsión nuclear, el diplomático repuso contundentemente: “Estados Unidos ha tomado nota sobre la preferencia de España para que los submarinos de propulsión nuclear fondeen Rota en vez de Gibraltar. Pero si el Gobierno se extralimita al solicitar información, Gibraltar volverá a convertirse en la alternativa más atractiva”. Las marchas contra la base de Rota reclaman su desmantelamiento, pero cada día que pasa crece más su importancia logística y la progresiva primacía de las barras y estrellas sobre su conjunto, en una situación similar al de la UEO, desmantelada hace cuatro años por no poder desarrollar unidades propias, capaces de competir militarmente contra las patentes norteamericanas. Nos hemos ido acostumbrando a esos submarinos de ida y vuelta, unos visitantes silenciosos y a menudo invisibles que ponen en peligro el espacio que se supone que defienden. En octubre de 1999 otro sumergible –cuya identidad y bandera nunca trascendieron– se enredó entre las redes del pesquero “José María Pastor”, con base en Almería, que fue arrastrado durante media hora cuando faenaba al Oeste de Cabo Espartel. Por no hablar de los submarinos que duermen bajo aguas próximas a costas españolas, desde la primera a la segunda guerra mundial. O en fechas más recientes, como ocurrió con el “Scorpion”, hundido en el Atlántico por causas que se desconocen, con 99 marinos a bordo, después de haber pasado por Rota. Mención aparte merce el dramático hundimiento del K-8 de la Armada Soviética, acaecido el 12 de abril de 1970 a 264 millas del Cabo de Finisterre (La Coruña), con 52 bajas a bordo: sus marineros lograron al menos evitar una explosión nuclear térmica ya que consiguieron restablecer la protección de las barras de control de los reactores nucleares. Lo curioso es que los detalles concretos de este accidente permanecieron secretos hasta el año 1994. Sus restos, incluyendo sus dos reactores nucleares y cuatro torpedos con cabeza atómica además de otros 16 torpedos con cabeza convencional, siguen ahí. Como siguen ahí las preguntas: ¿podemos impedir de una manera efectiva nuestra sumisión a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos? ¿Por qué solemos ponernos de acuerdo en materia militar con el Reino Unido y no lo hacemos a la hora de facilitar la vida cotidiana de la población civil que cruza a diario entre el Peñón y La Línea? Desde la incorporación a la OTAN, se supone que han mejorado nuestros sistemas defensivos, pero no así nuestro complejo de inferioridad. Los submarinos de propulsión o carga nuclear siguen pasando frente a nuestras costas, rumbo a cualquier carnicería. De momento, no pasa nada. De momento. (Juan José Téllez, 30/07/2016)

 

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