Documentos  |  Sociedad  |  Economía  |  Historia  |  Letras  |  Ciencia  |  Ser

 

 

     
 

Pérez Reverte: Artículos: Libros:
Editores sin escrúpulos:
Hay quien se va de putas, como otros se van de libros. De librerías. Lo de las putas lo trajino poco, pero de las librerías soy un adicto. Voy por la calle, veo una y me meto dentro antes de que me diga ojos negros tienes. Igual da que sea una librería general que una especializada en ortopedia, aeronáutica, medicina homeopática o asuntos religiosos, como, sin ir más lejos, pueden certificar en las estupendas San Pablo de la calle Sierpes de Sevilla y en la de la plaza Benavente de Madrid, donde hago frecuentes incursiones para cargarme de libros de Patrología y obras de Hans Kung, cuya extraordinaria Historia de la Iglesia Católica, por cierto, recomiendo y regalo mucho. Quiero decir que soy, prácticamente, un psicópata de las librerías, de las que me gusta incluso el olor; hasta el punto de que, cuando estoy en países de cuya lengua no entiendo un carajo, me meto en ellas para tocar los libros, mirar las cubiertas, la encuadernación y lo demás. Toda esta introducción, o proemio, viene al hilo para decirles que tengo cierta idea de qué es un libro. No ya por lo que tiene dentro, que en eso Dios reconoce a los suyos, sino por el libro en sí. Por sus características físicas. Ando entre libros desde que tengo memoria, pues tuve la suerte de crecer entre los estantes de un par de buenas bibliotecas familiares, y durante toda mi vida procuré, también, rodearme de libros. En ellos confío precisamente, a medida que me hago mayor, para atrincherarme cuando todo, al fin, acabe de irse al carajo y me encierre, en esa biblioteca que he ido preparando durante toda mi vida, con música de tango, bolero y copla en el aparato, unas cuantas botellas de Juan Gil y una escopeta de postas del calibre doce, mientras las respetables matronas corren desoladas, los imbéciles se preguntan cómo ha podido ocurrir esto, y los bárbaros, como es su vigorosa obligación histórica, saquean la Roma que amo y conozco. Dicho todo lo anterior, ya estoy en condiciones de contarles que el otro día iba a comprar una biografía de Virginia Woolf publicada por Taurus. Le eché mano, encantado con el grueso tamaño del volumen —920 páginas—, miré el canto del lomo, como cada vez que cojo un libro, y mi exclamación indignada hizo levantar la cabeza al librero Antonio Méndez. «Estos sinvergüenzas —le dije, estupefacto— han guillotinado el lomo». Antonio se encogió de hombros, como quien ha visto de todo, y yo arrojé, despectivo, el libro al lugar donde estaba. Porque un lomo guillotinado y encolado, señoras y señores, puede tolerarse en una novela de edición barata, en un libro de usar y tirar; pero nunca en un ejemplar que deseas leer, conservar y consultar, pues el pegamento termina estropeándose, y la misma acción de abrir el libro y pasar páginas termina desencolando éstas. El pretexto, ahora, es que las colas son mejores que antes y sujetan mejor; pero eso es mentira, o no tiene nada que ver. Un libro debe ser un libro de verdad, con cuadernillos cosidos, resistente y bien hecho. Lo que pasa es que un libro de lomo cortado y encolado sale más barato para el editor que otro de cuadernillos cosidos y encuadernados como es debido, y permite ahorrar, en gastos de producción, un miserable medio euro que aumentará el beneficio editorial sobre el precio del libro. O más, cuando el libro es gordo. Y como ahora todos buscan ganar lo mismo, pero gastando menos, resulta que, con el pretexto de la crisis, cada vez hay más libros encuadernados con ese sistema miserable. Algunos de Taurus, Cátedra y Seix Barral, por ejemplo, son de juzgado de guardia, y hasta algunos que se editan para la Real Academia caen en eso. Paradójicamente, los libros más gruesos. Los que mejor encuadernados deberían estar. Así que voy a pedirles algo, señoras y señores, si aman los libros o aman a quienes los aman: niéguense a comprar libros importantes si están editados de esa forma infame. Si los volúmenes no tienen sus cuadernillos cosidos y encuadernados como debe ser. Niéguense a ser cómplices de editores sin decoro; de tenderos miserables —pues también hay tenderos decentes—, sin cariño por los libros que editan, sin respeto por quienes los leen. Niéguense a cooperar con esas ratas de almacén cuyos infames lomos guillotinados son una desatención hacia el lector, y un insulto para quienes aman los libros como objeto a cuidar y conservar. Unos libros que debemos exigir se editen dignos, hermosos, duraderos en lo razonable. Que puedan acompañarnos el resto de nuestra vida y luego pasen a manos de amigos, hijos o nietos, con las huellas de nuestras lecturas y el rumor lejano de nuestras vidas. (Agosto de 2015)

Sobre gazapos, listos y listillos:
Alguna vez comenté en esta página la existencia de una clase de lector que a menudo es muy útil, pero que en sus versiones psicopáticas resulta un perfecto tocapelotas. Lo curioso es que suelen ser hombres. En los treinta años que llevo escribiendo novelas, no recuerdo un solo caso en que se tratara de mujeres. Aunque esto no las excluye, naturalmente, y sólo sitúa el asunto en terreno estadístico. Me refiero a quien, después de hacerte el honor de calzarse tu libro, escribe una carta o se pone en contacto contigo para decirte que en tal o cual página hay un error, o una errata. Por lo general eso se agradece mucho, pues el error y la errata son parte consustancial de cualquier fruto de darle a la tecla. Cualquiera que practique este oficio sabe que, por mucho esmero que pongas, raro es el texto donde no quede un descuido, un dato mal consignado, una errata que pasa a todos inadvertida hasta el día aciago en que por primera vez abres el libro recién impreso y ahí está el gazapo, masticando una zanahoria, mirándote a los ojos mientras pregunta «¿Qué hay de nuevo, viejo?». Hay sin embargo, como digo, una variedad de censor de erratas que puede ser molesta: el que desde el principio no plantea la cosa como un deseo de ayudarte a mejorar el texto en una siguiente edición, sino que trata de demostrar que es más listo y está mejor informado que tú. A veces eso es cierto, pues aunque pases años currándote un texto y lo apoyes con intenso trabajo y amplia biblioteca, hay mil rendijas por donde pueden colarse una inexactitud o un error. La primera lección la obtuve con mi primera novela, El húsar, cuando un lector me comunicó, en términos muy simpáticos, que era imposible que mi personaje se tumbara bajo un eucalipto, porque los eucaliptos no llegaron a España hasta después de la guerra de la Independencia. Del mismo modo, cuarenta años después, otro lector, vecino de Aranda de Duero, me ha hecho notar que en mi última novela sitúo el río Riaza algo desplazado de su ubicación real. Lo que demuestra dos cosas: que hay lectores atentos y agradables, y que, por mucho que vayas de riguroso y documentado, siempre hay un agujero donde meter la pata. Y siempre hay alguien que sabe más que tú. De todo. Hablas de los treinta eslabones de cadena del tanque Verdeja, o los que sean, y siempre habrá un tío que se los contó uno por uno. El maldito. La última novela, por supuesto, no escapa al asunto. De la docena de cartas que recibí con Hombres buenos, todas son agradables, incluso las que se equivocan. Porque de éstas, digámoslo, alguna es un verdadero patinazo. Un par de ellas coinciden en la palabra peseta usada por personajes de una historia ambientada en 1780-1781, y me dicen que la peseta no existió como moneda oficial hasta muy entrado el siglo XIX; pero ignoran —y ahora es a mí a quien le gotea un poquito el colmillo— que el término era de uso anterior, pues ya figuraba en los sainetes de Ramón de la Cruz y en el Diccionario de Autoridades de 1726. En otra carta se me reprocha mencionar leyes de Carlos III publicadas en La Gazeta de Madrid, pues ahí, afirma ese lector, «lamentablemente NO se publicó ninguna». Carta que podría haberse ahorrado si antes hubiera echado un vistazo a la colección de la Gazeta de, por ejemplo, 1784, comprobando que ese año se publicaron allí veintiuna disposiciones reales diversas; y también si hubiese considerado, con generosidad de lector inteligente, que una novela o un artículo de folio y medio no son lugar idóneo para explicar diferencias entre leyes, cédulas y decretos reales del XVIII. Otra cosa, claro, es el tocapelotas profesional, sobrado, agresivo, que se frota las manos pensando: «A éste lo he pillado». Y acto seguido se relame contándotelo, no en plan constructivo, sino para dar por saco en plan: «Si hubiera consultado usted con un experto como yo, que no escribo novelas porque no quiero, esto no le habría pasado». Y es curioso —brindo el asunto a los psicólogos—, porque esta clase de fulanos en busca de su minuto de gloria es la que más se equivoca. Quizá sea la soberbia que los ciega, o las prisas por tirarse el pegote, pero el caso es que a veces ni lo comprueban. Y suelen columpiarse de forma clamorosa, como cuando un arrogante profesor de instituto escribió —no a mí, sino a la Real Academia— denunciando el «error lingüístico grave» que yo habría cometido en una novela escribiendo «intimar a la rendición» en vez de «intimidar a la rendición», que según aquel imbécil era lo correcto. O cuando otro me reprochó que escribiera la palabra grafiti, españolizada, en vez de graffiti, y tuve que responderle que era yo quien la había introducido, personalmente, en la última edición del Diccionario. (Septiembre de 2015)

 

 

[ Inicio   |   Sociedad   |   Economía   |   Historia   |   Julio Verne   |   Emigración   |   Uruguay   |   Política ]