Literatura: Comienzos             

 

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10 comienzos:
El principio de una novela es siempre un punto clave para el lector. Puede ser simplemente el arranque de algo mucho más grande, pero con frecuencia los escritores intentan encontrar ese párrafo magnético que pueda atraer poderosamente la atracción de quien está al otro lado de la página. Muchas veces ni siquiera son el punto por el que el autor ha empezado a escribir, porque ese incipit a veces demuestra ser una sutil destilación del contenido final del libro. Hoy os ofrecemos diez de esos inicios. Sabemos que hay muchas listas de este tipo, y si las consultáis, no os sorprenda encontrar numerosas coincidencias, porque muchos de estos incipits son tan memorables, tan icónicos, que es inevitable citarlos. Por eso, en esta breve selección que os ofrecemos en Papel en Blanco, hemos querido limitarnos a sólo diez, y a a dirigirnos exclusivamente a las novelas escritas originalmente en español.

1. 'Cien años de soledad', Gabriel García Márquez. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo”. La más famosa de las novelas de Gabo tienen un inicio que es recordado incluso en sus versiones internacionales.

2. 'Don Quijote de la Mancha', Miguel de Cervantes. “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.

3. 'El túnel', Ernesto Sabato. “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.”.

4. 'Conversación en la catedral', Mario Vargas Llosa. “Desde la puerta de La Crónica, Santiago mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”

5. 'Pedro Páramo', Juan Rulfo. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. 'Pedro Páramo' es sin duda una de las novelas más importantes de la literatura mexicana y universal del siglo XX, y que os recomendamos desde Papel en Blanco.

6. 'Lazarillo de Tormes', Anónimo. “Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y fue desta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y, estando mi madre una noche en la aceña preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí; de manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.” En el Lazarillo, nuestro autor, aún hoy disputado por varios expertos, se presenta a sí mismo y su historia desde la madurez. Un principio que la novela picaresca y su evolución tendría muy en cuenta con posterioridad en, por ejemplo, la bildungsroman.

7. 'La familia de Pascual Duarte', Camilo José Cela. “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que nadie ha de borrar ya.” Una de las obras quizá más lograda de Cela es el 'Pascual Duarte', una novela que se inserta en la corriente tremendista y donde, desde el principio, el testimonio del protagonista intenta convencer al lector de que lo que ha hecho es fruto del determinismo social y no de su propia psicopatía.

8. 'Crónica de una muerte anunciada', Gabriel García Márquez. “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros.” Otro de los inicios más recordados de Gabo, junto al anterior y al de 'El amor en los tiempos del cólera', que no reproducimos aquí.

9. 'El Capitán Alatriste', Arturo Pérez Reverte. “No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente.” Sí, es moderno, es bestséller, y está aquí, porque si una cosa sabe hacer Pérez Reverte, es noquear al lector con sus frases lapidarias, y uno de sus mejores comienzos se encuentra en el inicio de su saga del personaje de Alatriste.

10. 'La regenta', Leopoldo Alas Clarín. “La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte.” La Biblia del realismo español, 'La regenta' se abre con una panorámica de Orbajosa Vetusta (filólogo cruzándosele los cables), la ciudad ficticia en la que se desarrolla la acción, de una forma similar a la panorámica con que Víctor Hugo retrataba la Ciudad de la Luz en 'Nuestra Señora de París'. Y seguramente habría muchos más, y echaréis en falta u os sobrarán algunos. Y vosotros, ¿cuáles creéis que deberían estar en la lista? (papelenblanco.com)


Mañana en la batalla piensa en mí Javier Marías
Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere —si tiene tiempo de darse cuenta— les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa. Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón en la ducha —la nuca— y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte, quizá un extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista; o comiendo pescado y atravesado por una espina, morir atragantado como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos; morir a medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo; por no mencionar los momentos más innobles de la existencia, los más recónditos, de los que nunca se habla fuera de la adolescencia porque fuera de ella no hay pretexto, aunque también hay quienes los airean por hacer una gracia que jamás tiene gracia. Pero esa es una muerte horrible, se dice de algunas muertes; pero esa es una muerte ridícula, se dice también, entre carcajadas. Las carcajadas vienen porque se habla de un enemigo por fin extinto o de alguien remoto, alguien que nos hizo afrenta o que habita en el pasado desde hace mucho, un emperador romano, un tatarabuelo, o bien alguien poderoso en cuya muerte grotesca se ve sólo la justicia aún vital, aún humana, que en el fondo desearíamos para todo el mundo, incluidos nosotros. Cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. A veces basta para la hilaridad que el muerto sea alguien desconocido, de cuya desgracia inevitablemente risible leemos en los periódicos, pobrecillo, se dice entre risas, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, las historias todas que se cuentan o leen o escuchan percibidas como teatro, hay siempre un grado de irrealidad en aquello de lo que nos enteran, como si nada pasara nunca del todo, ni siquiera lo que nos pasa y no olvidamos. Ni siquiera lo que no olvidamos. (Mañana en la batalla piensa en mí Javier Marías)

El libro del desasosiego:
Hay en Lisboa unos pocos restaurantes o casas de comidas en los que, encima de una tienda con hechuras de taberna decente, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren. En esos entresuelos poco visitados, excepto los domingos, es frecuente encontrar tipos curiosos, caras sin interés, una serie de apartes en la vida.

Ensayos:
Lector, éste es un libro de buena fe. Te advierte desde el inicio que el único fin que me he propuesto con él es doméstico y privado. No he tenido consideración alguna ni por tu servicio ni por mi gloria. Mis fuerzas no alcanzan para semejante propósito. Lo he dedicado al interés particular de mis parientes y amigos, para que, una vez me hayan perdido —cosa que les sucederá pronto—, puedan reencontrar algunos rasgos de mis costumbres e inclinaciones, y para que así alimenten, más entero y más vivo, el conocimiento que han tenido de mí. Si hubiese sido para buscar el favor del mundo, me habría adornado mejor, con bellezas postizas. Quiero que me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio. Porque me pinto a mí mismo. Mis defectos se leerán al natural, mis imperfecciones y mi forma genuina en la medida que la reverencia pública me lo ha permitido. De haber estado entre aquellas naciones que, según dicen, todavía viven bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiera gustado muchísimo pintarme del todo entero y del todo desnudo.

Moby Dick:
Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda.


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