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La Misión



Indígenas trabajando en encomienda El ocaso de la compañía de jesús en América Latina. La misión:
En 1986 el estreno de la película La Misión dirigida por Roland Joffé constituyo un acontecimiento notable en las pantallas de medio mundo. Tras el éxito de su obra anterior, Los gritos del silencio, un filme galardonado con tres Oscars que denunciaba las atrocidades de Camboya enlazando con un género de moda en aquel momento –las películas sobre reporteros de guerra como El año que vivimos peligrosamente, Salvador o Bajo el fuego (nota 235)– el nuevo filme de Joffé se aguardaba con gran expectación, máxime cuando las campañas publicitarias habían puesto de relieve que se trataba de una obra de alto presupuesto, con un sólido reparto y de tema histórico basado en hechos reales. Los fotogramas de lanzamiento ofreciendo los exóticos paisajes de las cataratas de Iguazú y el hecho de que Joffé fuese un realizador que no eludía la polémica y al que agradaban los temas comprometidos, hicieron el resto. La Misión venía a conectar con el gusto del gran público por las superproducciones de carácter histórico, una tradición que, desde la mítica Cabiria, hasta Lawrence de Arabia, pasando por Quo Vadis, El Cid y Espartaco (nota 236) –por citar ejemplos distintos dentro del género– había cosechado sustanciosos éxitos de taquilla tratando de conciliar el espectáculo con la calidad sin olvidar el mensaje o toque supuestamente intelectual como aderezo de reclamo. En este caso se sabía, antes del estreno, al menos entre el público iniciado, la índole de ese mensaje: un conflicto entre el poder espiritual y el temporal, entre Iglesia y Estado, en el ámbito de la América latina de la época colonial. Un tema que gozaba, también, de una prestigiosa tradición en el cine histórico de matices religiosos –Becket, Un hombre para la eternidad (nota 237)–. En esta ocasión el candente enfrentamiento en América central entre los partidarios de la teología de la liberación y los sectores más conservadores de la Iglesia, entre los jesuitas y ciertos miembros de la jerarquía eclesiástica con el poder civil, auguraba, de antemano, fáciles extrapolaciones temporales del conflicto dieciochesco que se planteaba en La Misión. En efecto, las felices expectativas no se vieron defraudadas a la hora del estreno y presentación de la película en el Festival de Cannes donde obtuvo la Palma de Oro. La presencia de Robert De Niro y de Jeremy Irons en el reparto, la música de Ennio Morricone, las escenas de acción no exentas de cruda violencia y la excelente fotografía de los escenarios naturales, ganaron la voluntad del gran público al que se halagaba con el digerible planteamiento de un asunto presuntamente fuerte o intelectual que no escapaba a su percepción. Los espectadores más selectos, por otro lado, reconociendo la habilidad de Robert Bolt para los grandes guiones de corte histórico, agradecían la soltura narrativa del filme y se dejaban ganar por un planteamiento que eludía posiciones radicalmente maniqueas –poder espiritual bueno frente a poder temporal malo– abogando por un final abierto y por una lectura del conflicto más compleja o sutil de cuanto hiciera suponer una película de alto coste destinada al mercado mundial.

Esclavos negros trabajando en ingenio azucarero [Contexto:]
¿Qué era a fin de cuentas La Misión? ¿Qué se narraba en ella? Sin entrar en grandes disquisiciones terminológicas La Misión puede considerarse como un filme histórico toda vez que trata de recrear e interpretar una serie de acontecimientos reales del pasado de indudable transcendencia en el devenir de las colonias españolas y portuguesas en América e incluso en el panorama político europeo. Los hechos en cuestión son los derivados del llamado Tratado de Límites –o de Madrid– de l750 firmado entre las cortes de Madrid y Lisboa que tenía como objeto intercambiar territorios españoles del altiplano guaraní con la colonia de Sacramento situada en territorio portugués. Dicho tratado venía a causar enormes trastornos en la vida de siete misiones jesuíticas del altiplano que quedaban sin protección del gobierno español y expuestas a las incursiones de los mercaderes de esclavos o a cuantos deseaban aprovecharse del trabajo y las tierras de los indios protegidos, hasta ese momento, por los jesuitas. La reacción de alguna de esas misiones fue, como es sabido, defenderse con las armas dando visos de credibilidad a la leyenda negra de la Compañía de Jesús y a la supuesta creación de un estado jesuita en la zona de confluencia fronteriza entre Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil. El resultado de estos hechos contribuyó, a su vez, a la pérdida de credibilidad del sistema misional de la Compañía y a su caída en desgracia en Europa ante el acoso de la política regalista de las cortes borbónicas. El argumento de La Misión,dentro de estas coordenadas históricas, se centra tan sólo en los sucesos que tuvieron lugar en las colonias. El legado pontificio Altamirano (Ray McAnally) será quien, mediante un largo flahs back, sintetice la historia de una misión, la de San Carlos, convertida en paradigma del resto de las reducciones jesuíticas. Los recuerdos de Altamirano enviado a las colonias en calidad de visitador para emitir su dictamen a favor o en contra del Tratado de Límites, se mezclaron con una serie de licencias argumentales destinadas a conseguir una mayor identificación del gran público con los sucesos históricos: aquellas que hacen referencia a la peripecia vital de un personaje de ficción, el capitán Rodrigo de Mendoza (Robert De Niro), un traficante de esclavos que provee de indios a los ricos hacendados. Rodrigo, tras cometer un crimen pasional en la persona de su hermano, sufrirá una profunda crisis que le llevará al arrepentimiento entrando a formar parte de la Compañía de Jesús convirtiéndose, de perseguidor de indios, en defensor de los mismos al integrarse en la misión de San Carlos.

Robert Graves [Valor didáctico:]
Ambos relatos, el del centro evangelizador y el de Rodrigo, discurrirán de un modo paralelo al principio de la cinta para fundirse, más tarde, en un todo indisoluble que acaba conciliando las convenciones propias del cine histórico con las del llamado cine de época, considerando esta última modalidad como la integrada por aquellos filmes que, sin aludir necesariamente a sucesos reales del pasado, se ambientan rigurosamente en ese periodo ofreciendo una visión plausible de la sociedad de ese momento. Realidad y ficción aparecen por lo tanto unidas en la película con un doble propósito que no puede olvidarse en ningún momento a la hora de entrar a valorarla: entretener y aleccionar al espectador. Es precisamente de estos dos presupuestos de donde debemos partir a la hora de analizar La Misión como un recurso didáctico para la enseñanza de la Historia. Desde el punto de vista del mero espectáculo, del entretenimiento, Roland Joffé cumple ampliamente su cometido logrando captar de inmediato la atención del espectador a través del martirio del misionero que, crucificado vivo, avanza por el curso del río con destino a la catarata. A partir de esa secuencia inicial, gracias a una serie de breves escenas separadas por elipsis temporales bien dosificadas, el realizador marca un ritmo ascendente en el filme describiéndonos la estrategia de adoctrinamiento del P. Gabriel (Jeremy Irons) y las peripecias fundacionales de San Carlos que se combinan con la aventura del capitán Rodrigo para entrar en esa especie de juicio de residencia en el que Altamirano, junto a las autoridades coloniales españolas y portuguesas, deciden el trágico destino de la misión. La guerra entre los indios, apoyados por casi la totalidad de los jesuitas de la reducción contra el ejército, recuperando la acción propia del género de aventuras, pone punto y final a un filme que resulta perfectamente adecuado para despertar el interés y actuar como estímulo en un público situado entre los últimos años de la etapa escolar y el nivel universitario. En este sentido La Misión cumple un papel similar al desempeñado por otras películas u obras literarias–la novelización de la vida del emperador Claudio, de Robert Graves o la descripción del mundo romano durante los setenta primeros años de cristianismo en la pentalogía deAlejandro Núñez Alonso sobre el personaje de ficción Benassur de Judea, por citar dos ejemplos– que incitan a la adquisición de conocimientos más serios o científicos que los propuestos mediante la ficción o el entretenimiento. Conocimientos contenidos en otro material audiovisual –documentales– o bibliográfico. La experiencia, personal en este caso, y la de no pocos colegas universitarios, avalan, incluso, el nacimiento de más de una vocación profesional hacia la historia provocada por la literatura o el cine, cuando la curiosidad despertada por el producto artístico tuvo como complemento la acción profesoral alimentándola y condu ciéndola hacia explicaciones y lecturas más críticas y rigurosas.

En lo que concierne al aspecto aleccionador de La Misión, conviene hacer una doble distinción. Por una parte nos encontramos con el mensaje amplio de la película que excede, como se ha indicado, a su estricto momento histórico. Mensaje que surge de su final abierto, lo suficientemente ambiguo como para ofrecer sobrados argumentos para un debate de resultados imprevisibles, aunque siempre estimulante: destruida la misión, masacrados sus habitantes, un niño indio huye selva adentro con otros supervivientes recogiendo un violín, el instrumento artístico que los misioneros han utilizado para el adoctrinamiento de los indígenas. Instantes antes de esta secuencia final Altamirano ha conversado sobre la necesidad de la masacre, y frente al interlocutor que intenta tranquilizar la conciencia del legado diciéndole: «No teníais otra elección eminencia, tenemos que trabajar en el mundo y el mundo es así», éste, responde «No, el mundo lo hemos hecho así nosotros». Estas imágenes y palabras que cierran el filme, conforman ese mensaje, en sentido amplio, que queda como una reflexión sobre los efectos del colonialismo y la destrucción de las sociedades primitivas y que puede hacerse extensivo, tam bien, a la difícil erradicación del mal como algo inherente al ser humano. Sin una respuesta más comprometida sobre el particular, el regreso del niño hacia la selva portando el violín, nos invita a la reflexión sobre otros métodos de colonización menos traumáticos o más idílicos.

Bartolomé de las Casas. Dominico defensor de la causa indígena Por otro lado hay que distinguir la lectura histórica de la película, no exenta, como indicábamos, de una extrapolación actual: la de la actuación de la Iglesia en el proceso colonizador. Una Iglesia representada en el filme por la Compañía de Jesús, enfrentada a los compromisos políticos de la jerarquía vaticana y a los intereses del propio poder temporal, tal y como sucedió en los años centrales del siglo XVIII, y que conserva plena actualidad en la América hispana entre los partidarios de una aplicación social e igualitaria del mensaje evangélico y cuantos prefieren seguir dentro de una iglesia de corte tradicional instalada en la indecisión y el eclecticismo. Esta lectura del filme, evidente a lo largo de todo su metraje, es la que puede utilizarse en el ámbito docente como punto de partida para indagar más allá de lo narrado en los fotogramas. Se trataría de realizar el salto del argumento cinematográfico hacia la historia introduciendo el factor crítico. Para ello nada mejor que comenzar advirtiendo al alumno de ciertas indefiniciones históricas presentes en la película no obstante la previa advertencia de que se nos va a contar algo basado en hechos reales. En efecto, sólo de una manera indirecta el guión de Bolt nos sitúa en la cronología de los acontecimientos, l750-l758, eludiendo incluso toda referencia explícita a los nombres de los monarcas de España y Portugal o al del Pontífice que regía los destinos de la Iglesia. Idéntica omisión aparece a la hora de identificar a las autoridades coloniales. Tan sólo una alusión al marqués de Pombal y la figura del propio Altamirano aparecen como referentes reales de los sucesos que se narran. La omisión de estos datos –que en otros filmes de idénticas características se subrayan o enfatizan para dotarlo de verosimilitud– responde, sin duda, a un afán simplificador que pretende elevar la categoría del mensaje de lo particular a lo universal. El tratamiento que se da al personaje de Altamirano –en la realidad D. Luis Lope Altamirano– como legado pontificio entra dentro de esa misma intención de simplificar con el fin de hacer más comprensible el argumento a todo tipo de público. A Robert Bolt le interesa subrayar ese cargo de Altamirano para involucrar a la cúspide de la jerarquía eclesiástica en la responsabilidad del desaguisado misional del altiplano. Por la misma razón se otorga al personaje la categoría de visitador con la función específica de valorar la supervivencia de las misiones a raíz del tratado de Madrid. La realidad histórica fue bien distinta: Altamirano fue un jesuita comisionado por los Generales de la Compañía durante el periodo l750-l758 (los padres Retz y Visconti) para que comunicase a sus correligionarios de las misiones un acatamiento ciego a la aplicación del convenio hispano-portugués. Cuestión en la que, por cierto, no tuvo mucho éxito. Hechas estas salvedades es necesario recordar que la película, a pesar de su título, sólo describe la vida de una reducción guaraní de una manera elíptica, plagada de lagunas. En efecto, tras el prólogo en el que se narran las dificultades previas a la consecución de un centro estable de catequesis, resuelto en breves secuencias –la del martirio del primer jesuita y el éxito posterior de padre Gabriel utilizando el recurso de captación de la música– la visión que se nos ofrece de San Carlos resulta excesivamente idílica y tal vez insuficiente para comprender el complejo mundo de las reducciones y su problemática más elemental. Esa visión, fragmentada y sintética, tal vez por razones de metraje, la resuelve el realizador mediante algunas escenas de la visita de Altamirano y aquellas otras que sirven como decorado al arrepentimiento y conversión del capitán Rodrigo. El marcado tono apologético de estas pinceladas se funda, no obstante, en realidades históricas contrastadas: la integración del indio en las tareas artesanales, el alto grado de perfección alcanzado en algunas manufacturas como la fabricación de instrumentos musicales –violines en este caso– objetos de arte, la magnificencia de algunas obras arquitectónicas, notables logros en el terreno del adoctrinamiento religioso, una convivencia más pacífica, un reparto equilibrado de la riqueza entre los propios indígenas, etc. Es en este aspecto concreto donde el educador, aprovechando el interés que estas imágenes pueden despertar en el alumno, debe completar la tarea informativa en torno a las reducciones ampliando los conocimientos, como indicábamos más arriba, mediante explicaciones, el recurso a otros medios audiovisuales o la recomendación bibliográfica, adecuando estos elementos a la edad intelectual y académica de los alumnos. En el caso que nos ocupa, y a modo de ejemplo, estas enseñanzas tendrían que desvelar la tipología física o urbana de las reducciones (el trazado de sus calles a cordel, su condición defensiva mediante la construcción de fosos y empalizadas para preservarse de bandirantes y mamelucos), sus recursos económicos (agricultura basada en el cultivo de maíz, algodón, azúcar y mate, asociada a la ganadería ), su sistema de propiedad de la tierra (fórmula tripartita: tierra de Dios, tierra comunal y parcelas individuales), de distribución de los bienes (excedentes comunales para la comercialización, pago de tributos a la corona, construcción de infraestructuras), de administración política (coexistencia de las autoridades indígenas con las religiosas, implantación del cabildo siguiendo las pautas del municipio castellano), de la vida cultural y religiosa, todo ello dentro del contexto más amplio del régimen colonial y de las relaciones de las misiones con el mundo de las haciendas y la consiguiente conflictividad social.

La utilización de La Misión como elemento didáctico para la enseñanza del tema histórico de la Compañía de Jesús no se agota, desde luego, con la anécdota concreta de la reducción de San Carlos. El guión de Robert Bolt ofrece también, y en contraste con las imprecisiones comentadas, una serie de claves más sutiles que pueden utilizarse para un análisis de la crisis de la Compañía entre l750 y l773. Un análisis que tal vez resulte excesivo para los alumnos de la escuela o del bachillerato pero que encuentra su ámbito más adecuado en la enseñanza superior. Su desarrollo podría realizarse a partir de esas informaciones históricas que Bolt desgrana a lo largo del argumento, pero también puede tratarse a partir de una explicación previa de la situación que atravesaba el instituto ignaciano durante estos años. Elegimos esta segunda opción para resaltar las distintas lecturas que ofrece la película o las diferentes posibilidades de interpretación que presentan los filmes históricos en el campo de la docencia, máxime cuando al hablar del asunto de las reducciones hemos optado por el tratamiento inverso, partir del argumento y sus lagunas para acudir a la lección histórica.

[Aspectos criticados de la orden:]
El periodo l750-1758 en el que se inscribe cronológicamente La Misión supuso, como hemos advertido, el principio del fin de la Compañía. En apretada síntesis este fin que jalona las sucesivas expulsiones de Portugal (l759), Francia (1764) y España (l767) y que culmina con la extinción de la orden en 1773 se vio originado, además de por una serie de hechos detonantes concretos en cada país (el intento de asesinato de José I en Portugal, el asunto de La Valette en Francia, los motines madrileños de l766) por la labor de desgaste que sufría la orden como consecuencia de la leyenda negra en torno a su labor que se fue haciendo operativa a partir de 1750. Esta leyenda negra compartida en muchos de sus rasgos por los enemigos de la Compañía en los países regidos por miembros de la casa de Borbón, cristalizó en España en una serie de acusaciones que, con mayor o menor fundamento, prepararon el ambiente de la persecución de los jesuitas.

    San Pedro. Roma Lealtad limitada hacia el monarca:
    A grandes rasgos, y atendiendo a la aplicación de estas cuestiones al contenido de la película, las críticas contra la orden se centraron en la consideración, harto discutible, de su carácter monolítico y de la manera de obrar de sus religiosos como un solo cuerpo gracias a su férrea estructura jerárquica. A partir de este principio se configuró el resto de las acusaciones. Una de las más destacadas fue la de su talante insobornablemente antirregalista, su sujeción al Papa a través del cuarto voto con todo lo que ello implicaba en el ambiente de la sociedad ilustrada: un freno a las reformas orquestadas desde el poder temporal y a sus intentos de secularización de la cultura. El antirregalismo de los jesuitas se veía, además, agravado por la extendida creencia de su defensa del tiranicidio. Una opinión heredera de la obra del jesuita español Padre Mariana cuando éste defendiera, a mediados del siglo XVI, la legitimidad moral de acabar con un monarca que se alejase del cumplimiento de la ley divina.

Otro de los grandes defectos atribuidos a los jesuitas era de índole espiritual: su defensa de una moral laxista o probabilista aireada a través del confesionario, la cátedra o el púlpito. Es decir, la apología de una moral acomodaticia, casuística, que se oponía al rigorismo practicado por otras órdenes religiosas –dominicos, agustinos– y que había dado lugar a una rivalidad de escuelas teológicas –y aún filosóficas– poco conveniente para la reforma cultural y educativa que, por ejemplo, se pretendía llevar a cabo en España. El laxismo, además, chocaba contra el rigorismo practicado por los jansenistas europeos o los filojansenistas españoles que consideraban esta actitud moral –la implantación de un código moral claro y sin ambigüedades– como un requisito importante para la regeneración del país y la mejora de sus costumbres. Junto a estas acusaciones planeaban otras que hacían referencia a su labor en el ámbito de las colonias de ultramar. Se atribuía a los jesuitas la práctica de un sincretismo religioso en las tareas de evangelización de los pueblos paganos que desvirtuaba los principios doctrinales del catolicismo. Un sincretismo patente en la permisibilidad de ciertas costumbres y creencias paganas –el caso de los ritos chinos o malabares– incompatibles con la ortodoxia cristiana pero utilizado con la intención de lograr mayor número de conversiones o una acción proselitista menos traumática. Por último –para no abundar en cuestiones ajenas a la película– se achacaba a los jesuitas de las colonias la acumulación de fabulosas riquezas mediante la práctica de actividades contrarias al espíritu de la iglesia –la industria o el comercio–, actitud que llevaba al convencimiento de los intentos de la Compañía por crear un estado dentro del Estado. Es en estos aspectos donde el guión de Robert Bolt introduce ciertos matices y detalles que otorgan mayor densidad al carácter histórico de La Misión. Las alusiones al talante monolítico de la orden aparecen con claridad en determinados momentos del guión, cuando el Padre Gabriel, por ejemplo, comenta al Padre Fielding (Liam Neeson) «no somos miembros de una democracia, padre, somos miembros de una orden». Cuestión que vuelve a tratarse con tanta o más insistencia en el momento en que el capitán Rodrigo decide entrar en la Compañía. El Padre Gabriel le advertirá entonces: «Si vais a ser jesuita habéis de acatar mis órdenes como si fuesen las de un comandante en jefe». El comentario que pretende ser lo más claro posible al recordarle a Rodrigo su antigua condición castrense, intenta, así mismo, hacer evidente el carácter militante de la orden que ya en su momento fundacional optó por el nombre de Compañía en clara referencia del fundador a su intento de crear una fuerza de choque contra la herejía y el paganismo. No obstante la claridad de la cita y su función en ese momento del filme, la idea de resaltar con fuerza el voto de obediencia aparece, también, para dotar de mayor intensidad dramática a sus escenas finales, cuando la mayor parte de los religiosos de la misión decidan romper su juramento y defenderla con las armas ante la actitud pasiva de su superior.

En lo que respecta al tema de la moral laxista practicada por la Compañía la actitud del Padre Gabriel a la hora de juzgar el crimen cometido por el capitán Rodrigo en la persona de su hermano Felipe (Aidan Quinn) resulta clarificadora. El jesuita asume un papel que se aleja del tipo de confesor rigorista que, tras recriminar con dureza el delito de asesinato, impone una grave penitencia al delincuente. Por el contrario la postura del Padre Gabriel es dubitativa, acomodaticia, hasta el punto que permite al pecador elegir el camino de su propia redención. Este elegirá purgar su falta cargando con los enseres de su antigua condición de militar –un fardo de armas y otros pertrechos– a lo largo de toda la penosa ascensión al altiplano. Cada pecado, parece querer indicársenos, posee, según su índole y circunstancia, su propia penitencia. Rodrigo será, a solas con su conciencia, quien determine, tras recibir también el perdón de los indios, el pago de su deuda moral. La actitud del padre Gabriel es, al cabo, la del hombre que cree en el libre albedrío, una idea plenamente ortodoxa pero que venía a chocar con las sutilezas menos optimistas sobre la condición humana y la salvación que defendía el agustinismo rigorista de otras órdenes religiosas de la época enemigas del jesuitismo. Si la interpretación de este pasaje puede resultar algo sutil, más clara y tajante aparece la crítica que las autoridades coloniales llevan a cabo –en la escena de la asamblea– sobre la práctica laxista de los jesuitas en su labor evangelizadora. Especialmente cuando el laxismo se reviste de sincretismo religioso y éste llega a aceptar determinados sacrificios humanos. Nos referimos al momento en que se dice que los religiosos no han hecho nada por erradicar una costumbre tan cruel como la que practicaban los indígenas cuando eran perseguidos por sus enemigos: abandonar a su suerte a parte de su prole para huir selva adentro. Ante esta acusación no desmentida el Padre Gabriel se ve obligado a justificarla explicando que, en una situación de supervivencia tan extrema, el indio prefería salvar a una pareja de niños –los que podían cargar a su espalda él y su esposa– que aceptar la masacre de todos. Una explicación pragmática que, en el fondo, va contra el espíritu evangélico y el sentido de la parábola del pastor y las ovejas. La escena que comentamos del debate entre las autoridades coloniales y los jesuitas muestra, también, con gran plasticidad el tema del sincretismo en esas bellas imágenes en las que un niño indio, ataviado a la usanza de su tribu –y no vestido con ropajes europeos– deleita al asombrado y escandalizado auditorio con la limpia ejecución de una canción religiosa. Roland Joffe aquí, sin el refuerzo de la palabra, intenta hacer patente la posibilidad de un proceso de aculturación conciliador, sin traumas, donde puedan fundirse los elementos de un mundo primitivo con lo más sublime de la civilización, su arte y su cultura. La respuesta a esta tesis que, evidentemente es la sustentada por los jesuitas de La Misión, será puesta en entredicho por los representantes de la sociedad colonial mediante una serie de comentarios despectivos sobre el niño tildado de «salvaje» y «lascivo». Es precisamente en esta escena de confrontaciones dialécticas, en la que la reducción de San Carlos decidirá su trágico destino, donde aparecen las acusaciones más claras en torno a la postura antiregalista de la Compañía. El tema aparece cuando Rodrigo con el entusiasmo propio del recién convertido acusa con insolencia a los portugueses de practicar la esclavitud. Ante su negativa inicial a retractarse el representante de la autoridad colonial hará patente, a voz en grito, «el desprecio de los jesuitas hacia la autoridad del Estado».

    Oro [Interés material:]
    La denuncia de estos hechos se completa cuando Altamirano, los jesuitas y un grupo de autoridades y hacendados visitan una de las misiones a cargo de los religiosos. Uno de los aristócratas hará el siguiente comentario ante cuanto se ofrece a sus ojos: «los jesuitas tienen demasiado poder». El comentario dará pie a una serie de preguntas por parte de los hacendados en torno a los bienes que posee la Compañía y a su afán de lucro. «¿Cómo se distribuyen los ciento veinte mil ducados de beneficios que produce la reducción?» inquiere uno de los ricos propietarios. «Entre ellos, entre los indios», responde el Padre Gabriel, «Nueve de cada diez partes de lo que producen los indios les pertenece», concluye. La confrontación finalizará cuando otro de los encomenderos, tras reparar en el relajado ambiente de trabajo que se respira en la plantación, comente: «No veo ninguna diferencia entre esta hacienda y la mía». «Esa es la diferencia –responderá el jesuita– esta hacienda es de ellos».

Estos matices del guión que otorgan, como indicábamos, una mayor densidad y profundidad histórica a la película poniendo de manifiesto muchas claves del conflicto de intereses que se oponía a la supervivencia de las reducciones guaraníes –y que Robert Bolt sintetiza en una frase brillante puesta en boca de uno de los hacendados: «Esta pretensión de hacer un paraíso en la tierra ofende a todos, al Papa, al rey y al mismo Dios»– no debe hacernos olvidar cierto tono apologético del filme con respecto a la labor de la Compañía en el mundo del altiplano. La voz de los indígenas, que no se deja escuchar a lo largo de casi toda la cinta, es elocuente al respecto. El cacique guaraní recriminará a Altamirano su decisión final de cumplir a rajatabla lo acordado en el Tratado de Madrid respaldando la obra de los jesuitas: «Habláis por boca de los portugueses y no de Dios» a lo que el legado responderá, «Hablo en nombre de la Iglesia que es la representante de Dios en la tierra». El tono apologético no impide, como puede apreciarse en este último diálogo otras lecturas del filme y tampoco presenta excesivos obstáculos para utilizarlo como un recurso didáctico tal y como hemos afirmado a lo largo de este artículo. No obstante resultaría muy interesante de cara a conseguir una visión más completa de la obra de la Compañía de Jesús en el mundo colonial, la confrontación de esta película con la del realizador canadiense Bruce Beresford El manto negro (nota 238).

Este filme, basado en una novela de Brian Moore, trata precisamente de la introducción de la Compañía en el Canadá francés durante la primera mitad del siglo XVII. Aunque difiere temporal y espacialmente del mundo recreado en La Misión, El manto negro aporta elementos novedosos sobre la acción misional de la Compañía que no aparecen en la película de Joffe: detalles alusivos a la formación de los misioneros jesuitas, su preparación filológica, su papel de avanzadilla para la posterior expansión económica y política en los territorios vírgenes, etc. Presenta, además, una visión menos complaciente del choque entre dos mundos y muestra el lado más oscuro y decepcionante de la creación de un centro estable de catequesis. Los jesuitas de El manto negro a diferencia de los que aparecen en La Misión, se sienten sobrecogidos por el impacto de la naturaleza salvaje de los bosques del Canadá, por las adversidades climáticas, tropiezan, de manera radical, con las concepciones ideológicas propias de la cultura indígena sin posibilidades inmediatas de entendimiento, flaquean en su vocación y se hunden ante las adversidades para acabar comprendiendo la auténtica dimensión de su presencia en un mundo ajeno: el final, precisamente, de ese mundo. Final que se hace evidente cuando una epidemia provocada por los jesuitas acaba con evangelizadores y evangelizados. El manto negro a pesar de su pesimismo, o precisamente por ello, se presenta como un excelente contrapunto de La Misión que el educador ha de tener presente para proporcionar una visión más completa y compleja de la tarea de los jesuitas en América. (Mario Martínez Gomis)


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