El ocaso de la compañía de jesús en América Latina. La misión:
[Contexto:]
[Valor didáctico:] En lo que concierne al aspecto aleccionador de La Misión, conviene hacer una doble distinción. Por una parte nos encontramos con el mensaje amplio de la película que excede, como se ha indicado, a su estricto momento histórico. Mensaje que surge de su final abierto, lo suficientemente ambiguo como para ofrecer sobrados argumentos para un debate de resultados imprevisibles, aunque siempre estimulante: destruida la misión, masacrados sus habitantes, un niño indio huye selva adentro con otros supervivientes recogiendo un violín, el instrumento artístico que los misioneros han utilizado para el adoctrinamiento de los indígenas. Instantes antes de esta secuencia final Altamirano ha conversado sobre la necesidad de la masacre, y frente al interlocutor que intenta tranquilizar la conciencia del legado diciéndole: «No teníais otra elección eminencia, tenemos que trabajar en el mundo y el mundo es así», éste, responde «No, el mundo lo hemos hecho así nosotros». Estas imágenes y palabras que cierran el filme, conforman ese mensaje, en sentido amplio, que queda como una reflexión sobre los efectos del colonialismo y la destrucción de las sociedades primitivas y que puede hacerse extensivo, tam bien, a la difícil erradicación del mal como algo inherente al ser humano. Sin una respuesta más comprometida sobre el particular, el regreso del niño hacia la selva portando el violín, nos invita a la reflexión sobre otros métodos de colonización menos traumáticos o más idílicos. Por otro lado hay que distinguir la lectura histórica de la película, no exenta, como indicábamos, de una extrapolación actual: la de la actuación de la Iglesia en el proceso colonizador. Una Iglesia representada en el filme por la Compañía de Jesús, enfrentada a los compromisos políticos de la jerarquía vaticana y a los intereses del propio poder temporal, tal y como sucedió en los años centrales del siglo XVIII, y que conserva plena actualidad en la América hispana entre los partidarios de una aplicación social e igualitaria del mensaje evangélico y cuantos prefieren seguir dentro de una iglesia de corte tradicional instalada en la indecisión y el eclecticismo. Esta lectura del filme, evidente a lo largo de todo su metraje, es la que puede utilizarse en el ámbito docente como punto de partida para indagar más allá de lo narrado en los fotogramas. Se trataría de realizar el salto del argumento cinematográfico hacia la historia introduciendo el factor crítico. Para ello nada mejor que comenzar advirtiendo al alumno de ciertas indefiniciones históricas presentes en la película no obstante la previa advertencia de que se nos va a contar algo basado en hechos reales. En efecto, sólo de una manera indirecta el guión de Bolt nos sitúa en la cronología de los acontecimientos, l750-l758, eludiendo incluso toda referencia explícita a los nombres de los monarcas de España y Portugal o al del Pontífice que regía los destinos de la Iglesia. Idéntica omisión aparece a la hora de identificar a las autoridades coloniales. Tan sólo una alusión al marqués de Pombal y la figura del propio Altamirano aparecen como referentes reales de los sucesos que se narran. La omisión de estos datos –que en otros filmes de idénticas características se subrayan o enfatizan para dotarlo de verosimilitud– responde, sin duda, a un afán simplificador que pretende elevar la categoría del mensaje de lo particular a lo universal. El tratamiento que se da al personaje de Altamirano –en la realidad D. Luis Lope Altamirano– como legado pontificio entra dentro de esa misma intención de simplificar con el fin de hacer más comprensible el argumento a todo tipo de público. A Robert Bolt le interesa subrayar ese cargo de Altamirano para involucrar a la cúspide de la jerarquía eclesiástica en la responsabilidad del desaguisado misional del altiplano. Por la misma razón se otorga al personaje la categoría de visitador con la función específica de valorar la supervivencia de las misiones a raíz del tratado de Madrid. La realidad histórica fue bien distinta: Altamirano fue un jesuita comisionado por los Generales de la Compañía durante el periodo l750-l758 (los padres Retz y Visconti) para que comunicase a sus correligionarios de las misiones un acatamiento ciego a la aplicación del convenio hispano-portugués. Cuestión en la que, por cierto, no tuvo mucho éxito. Hechas estas salvedades es necesario recordar que la película, a pesar de su título, sólo describe la vida de una reducción guaraní de una manera elíptica, plagada de lagunas. En efecto, tras el prólogo en el que se narran las dificultades previas a la consecución de un centro estable de catequesis, resuelto en breves secuencias –la del martirio del primer jesuita y el éxito posterior de padre Gabriel utilizando el recurso de captación de la música– la visión que se nos ofrece de San Carlos resulta excesivamente idílica y tal vez insuficiente para comprender el complejo mundo de las reducciones y su problemática más elemental. Esa visión, fragmentada y sintética, tal vez por razones de metraje, la resuelve el realizador mediante algunas escenas de la visita de Altamirano y aquellas otras que sirven como decorado al arrepentimiento y conversión del capitán Rodrigo. El marcado tono apologético de estas pinceladas se funda, no obstante, en realidades históricas contrastadas: la integración del indio en las tareas artesanales, el alto grado de perfección alcanzado en algunas manufacturas como la fabricación de instrumentos musicales –violines en este caso– objetos de arte, la magnificencia de algunas obras arquitectónicas, notables logros en el terreno del adoctrinamiento religioso, una convivencia más pacífica, un reparto equilibrado de la riqueza entre los propios indígenas, etc. Es en este aspecto concreto donde el educador, aprovechando el interés que estas imágenes pueden despertar en el alumno, debe completar la tarea informativa en torno a las reducciones ampliando los conocimientos, como indicábamos más arriba, mediante explicaciones, el recurso a otros medios audiovisuales o la recomendación bibliográfica, adecuando estos elementos a la edad intelectual y académica de los alumnos. En el caso que nos ocupa, y a modo de ejemplo, estas enseñanzas tendrían que desvelar la tipología física o urbana de las reducciones (el trazado de sus calles a cordel, su condición defensiva mediante la construcción de fosos y empalizadas para preservarse de bandirantes y mamelucos), sus recursos económicos (agricultura basada en el cultivo de maíz, algodón, azúcar y mate, asociada a la ganadería ), su sistema de propiedad de la tierra (fórmula tripartita: tierra de Dios, tierra comunal y parcelas individuales), de distribución de los bienes (excedentes comunales para la comercialización, pago de tributos a la corona, construcción de infraestructuras), de administración política (coexistencia de las autoridades indígenas con las religiosas, implantación del cabildo siguiendo las pautas del municipio castellano), de la vida cultural y religiosa, todo ello dentro del contexto más amplio del régimen colonial y de las relaciones de las misiones con el mundo de las haciendas y la consiguiente conflictividad social. La utilización de La Misión como elemento didáctico para la enseñanza del tema histórico de la Compañía de Jesús no se agota, desde luego, con la anécdota concreta de la reducción de San Carlos. El guión de Robert Bolt ofrece también, y en contraste con las imprecisiones comentadas, una serie de claves más sutiles que pueden utilizarse para un análisis de la crisis de la Compañía entre l750 y l773. Un análisis que tal vez resulte excesivo para los alumnos de la escuela o del bachillerato pero que encuentra su ámbito más adecuado en la enseñanza superior. Su desarrollo podría realizarse a partir de esas informaciones históricas que Bolt desgrana a lo largo del argumento, pero también puede tratarse a partir de una explicación previa de la situación que atravesaba el instituto ignaciano durante estos años. Elegimos esta segunda opción para resaltar las distintas lecturas que ofrece la película o las diferentes posibilidades de interpretación que presentan los filmes históricos en el campo de la docencia, máxime cuando al hablar del asunto de las reducciones hemos optado por el tratamiento inverso, partir del argumento y sus lagunas para acudir a la lección histórica.
[Aspectos criticados de la orden:]
Lealtad limitada hacia el monarca: Otro de los grandes defectos atribuidos a los jesuitas era de índole espiritual: su defensa de una moral laxista o probabilista aireada a través del confesionario, la cátedra o el púlpito. Es decir, la apología de una moral acomodaticia, casuística, que se oponía al rigorismo practicado por otras órdenes religiosas –dominicos, agustinos– y que había dado lugar a una rivalidad de escuelas teológicas –y aún filosóficas– poco conveniente para la reforma cultural y educativa que, por ejemplo, se pretendía llevar a cabo en España. El laxismo, además, chocaba contra el rigorismo practicado por los jansenistas europeos o los filojansenistas españoles que consideraban esta actitud moral –la implantación de un código moral claro y sin ambigüedades– como un requisito importante para la regeneración del país y la mejora de sus costumbres. Junto a estas acusaciones planeaban otras que hacían referencia a su labor en el ámbito de las colonias de ultramar. Se atribuía a los jesuitas la práctica de un sincretismo religioso en las tareas de evangelización de los pueblos paganos que desvirtuaba los principios doctrinales del catolicismo. Un sincretismo patente en la permisibilidad de ciertas costumbres y creencias paganas –el caso de los ritos chinos o malabares– incompatibles con la ortodoxia cristiana pero utilizado con la intención de lograr mayor número de conversiones o una acción proselitista menos traumática. Por último –para no abundar en cuestiones ajenas a la película– se achacaba a los jesuitas de las colonias la acumulación de fabulosas riquezas mediante la práctica de actividades contrarias al espíritu de la iglesia –la industria o el comercio–, actitud que llevaba al convencimiento de los intentos de la Compañía por crear un estado dentro del Estado. Es en estos aspectos donde el guión de Robert Bolt introduce ciertos matices y detalles que otorgan mayor densidad al carácter histórico de La Misión. Las alusiones al talante monolítico de la orden aparecen con claridad en determinados momentos del guión, cuando el Padre Gabriel, por ejemplo, comenta al Padre Fielding (Liam Neeson) «no somos miembros de una democracia, padre, somos miembros de una orden». Cuestión que vuelve a tratarse con tanta o más insistencia en el momento en que el capitán Rodrigo decide entrar en la Compañía. El Padre Gabriel le advertirá entonces: «Si vais a ser jesuita habéis de acatar mis órdenes como si fuesen las de un comandante en jefe». El comentario que pretende ser lo más claro posible al recordarle a Rodrigo su antigua condición castrense, intenta, así mismo, hacer evidente el carácter militante de la orden que ya en su momento fundacional optó por el nombre de Compañía en clara referencia del fundador a su intento de crear una fuerza de choque contra la herejía y el paganismo. No obstante la claridad de la cita y su función en ese momento del filme, la idea de resaltar con fuerza el voto de obediencia aparece, también, para dotar de mayor intensidad dramática a sus escenas finales, cuando la mayor parte de los religiosos de la misión decidan romper su juramento y defenderla con las armas ante la actitud pasiva de su superior. En lo que respecta al tema de la moral laxista practicada por la Compañía la actitud del Padre Gabriel a la hora de juzgar el crimen cometido por el capitán Rodrigo en la persona de su hermano Felipe (Aidan Quinn) resulta clarificadora. El jesuita asume un papel que se aleja del tipo de confesor rigorista que, tras recriminar con dureza el delito de asesinato, impone una grave penitencia al delincuente. Por el contrario la postura del Padre Gabriel es dubitativa, acomodaticia, hasta el punto que permite al pecador elegir el camino de su propia redención. Este elegirá purgar su falta cargando con los enseres de su antigua condición de militar –un fardo de armas y otros pertrechos– a lo largo de toda la penosa ascensión al altiplano. Cada pecado, parece querer indicársenos, posee, según su índole y circunstancia, su propia penitencia. Rodrigo será, a solas con su conciencia, quien determine, tras recibir también el perdón de los indios, el pago de su deuda moral. La actitud del padre Gabriel es, al cabo, la del hombre que cree en el libre albedrío, una idea plenamente ortodoxa pero que venía a chocar con las sutilezas menos optimistas sobre la condición humana y la salvación que defendía el agustinismo rigorista de otras órdenes religiosas de la época enemigas del jesuitismo. Si la interpretación de este pasaje puede resultar algo sutil, más clara y tajante aparece la crítica que las autoridades coloniales llevan a cabo –en la escena de la asamblea– sobre la práctica laxista de los jesuitas en su labor evangelizadora. Especialmente cuando el laxismo se reviste de sincretismo religioso y éste llega a aceptar determinados sacrificios humanos. Nos referimos al momento en que se dice que los religiosos no han hecho nada por erradicar una costumbre tan cruel como la que practicaban los indígenas cuando eran perseguidos por sus enemigos: abandonar a su suerte a parte de su prole para huir selva adentro. Ante esta acusación no desmentida el Padre Gabriel se ve obligado a justificarla explicando que, en una situación de supervivencia tan extrema, el indio prefería salvar a una pareja de niños –los que podían cargar a su espalda él y su esposa– que aceptar la masacre de todos. Una explicación pragmática que, en el fondo, va contra el espíritu evangélico y el sentido de la parábola del pastor y las ovejas. La escena que comentamos del debate entre las autoridades coloniales y los jesuitas muestra, también, con gran plasticidad el tema del sincretismo en esas bellas imágenes en las que un niño indio, ataviado a la usanza de su tribu –y no vestido con ropajes europeos– deleita al asombrado y escandalizado auditorio con la limpia ejecución de una canción religiosa. Roland Joffe aquí, sin el refuerzo de la palabra, intenta hacer patente la posibilidad de un proceso de aculturación conciliador, sin traumas, donde puedan fundirse los elementos de un mundo primitivo con lo más sublime de la civilización, su arte y su cultura. La respuesta a esta tesis que, evidentemente es la sustentada por los jesuitas de La Misión, será puesta en entredicho por los representantes de la sociedad colonial mediante una serie de comentarios despectivos sobre el niño tildado de «salvaje» y «lascivo». Es precisamente en esta escena de confrontaciones dialécticas, en la que la reducción de San Carlos decidirá su trágico destino, donde aparecen las acusaciones más claras en torno a la postura antiregalista de la Compañía. El tema aparece cuando Rodrigo con el entusiasmo propio del recién convertido acusa con insolencia a los portugueses de practicar la esclavitud. Ante su negativa inicial a retractarse el representante de la autoridad colonial hará patente, a voz en grito, «el desprecio de los jesuitas hacia la autoridad del Estado».
[Interés material:] Estos matices del guión que otorgan, como indicábamos, una mayor densidad y profundidad histórica a la película poniendo de manifiesto muchas claves del conflicto de intereses que se oponía a la supervivencia de las reducciones guaraníes –y que Robert Bolt sintetiza en una frase brillante puesta en boca de uno de los hacendados: «Esta pretensión de hacer un paraíso en la tierra ofende a todos, al Papa, al rey y al mismo Dios»– no debe hacernos olvidar cierto tono apologético del filme con respecto a la labor de la Compañía en el mundo del altiplano. La voz de los indígenas, que no se deja escuchar a lo largo de casi toda la cinta, es elocuente al respecto. El cacique guaraní recriminará a Altamirano su decisión final de cumplir a rajatabla lo acordado en el Tratado de Madrid respaldando la obra de los jesuitas: «Habláis por boca de los portugueses y no de Dios» a lo que el legado responderá, «Hablo en nombre de la Iglesia que es la representante de Dios en la tierra». El tono apologético no impide, como puede apreciarse en este último diálogo otras lecturas del filme y tampoco presenta excesivos obstáculos para utilizarlo como un recurso didáctico tal y como hemos afirmado a lo largo de este artículo. No obstante resultaría muy interesante de cara a conseguir una visión más completa de la obra de la Compañía de Jesús en el mundo colonial, la confrontación de esta película con la del realizador canadiense Bruce Beresford El manto negro (nota 238). Este filme, basado en una novela de Brian Moore, trata precisamente de la introducción de la Compañía en el Canadá francés durante la primera mitad del siglo XVII. Aunque difiere temporal y espacialmente del mundo recreado en La Misión, El manto negro aporta elementos novedosos sobre la acción misional de la Compañía que no aparecen en la película de Joffe: detalles alusivos a la formación de los misioneros jesuitas, su preparación filológica, su papel de avanzadilla para la posterior expansión económica y política en los territorios vírgenes, etc. Presenta, además, una visión menos complaciente del choque entre dos mundos y muestra el lado más oscuro y decepcionante de la creación de un centro estable de catequesis. Los jesuitas de El manto negro a diferencia de los que aparecen en La Misión, se sienten sobrecogidos por el impacto de la naturaleza salvaje de los bosques del Canadá, por las adversidades climáticas, tropiezan, de manera radical, con las concepciones ideológicas propias de la cultura indígena sin posibilidades inmediatas de entendimiento, flaquean en su vocación y se hunden ante las adversidades para acabar comprendiendo la auténtica dimensión de su presencia en un mundo ajeno: el final, precisamente, de ese mundo. Final que se hace evidente cuando una epidemia provocada por los jesuitas acaba con evangelizadores y evangelizados. El manto negro a pesar de su pesimismo, o precisamente por ello, se presenta como un excelente contrapunto de La Misión que el educador ha de tener presente para proporcionar una visión más completa y compleja de la tarea de los jesuitas en América. (Mario Martínez Gomis) |