
  Cayetana
Cayetana Guillén:
Mujeres en Afganistán:
¿Y ellas?
Lolita:
Si Dios quiere yo también:
Gracias por este momento:
Hay prótesis:
Por la Paz:
Hoy por Gaza:
Otros veranos:
Un hijo muerto:
Luz:
Happy Birthday:
El infierno son los otros:
Una llamada de atención:
Madre no hay más que una:
Las damnificadas:
El talento:
En shock:
Yo no soy el de ahí fuera:
Las cosas cambian:
Otra vuelta de tuerca:
La dolce vita:
El último vuelo:
Emilia::
UN AÑO:
Ojalá:
Fernando Guillén:
Javier Espinosa:
Silencio:
Me quedo con lo mejor:
Doble burla:
Cara de mono:
Felicidades:
La ruleta rusa:
Foto de familia:
Un lazo rosa:
Más complejos:
El nuevo mundo:
La familia. O no :
Vulnerabilidades:
La maleta de Marta:
Help:
Programa doble:
Puntos de vista:
Legados y abandonos:
Como todo:
Lo imposible:
Ni lampedusa:
Expandirse:
Antigua luz:
Nosotras (o ellas):
Pandemias:
Un ser humano:
Las ausencias:
Ciudad Mujer:
Pensar o morir:
Mis fuegos:
Las Voluntades:
Los fuegos de Marguerite Yourcenar:
Beatriz y alrededores:
¿Otra Vez?:
Abusar:
Feliz cumpleaños:
Ayer fue el cumpleaños de mi padre. Mi padre. La gran ausencia. Dejas entre los tuyos cosas que en tu camino quizá no percibías como importantes. Elementos de tu naturaleza, de tu conciencia, de tu actitud antes las cosas. Tus pequeñas costumbres. Abrazos, sonrisas y miradas que compartiste en momentos efímeros, como algo más, como algo cotidiano, y que se quedaron para siempre en nuestro corazón. Con nosotros. 29 de noviembre. Un día de otoño, lluvioso y lleno de colores que a él le gustaban. El cementerio estaba vacío. Y estábamos en la intimidad. Me resulta extraño imaginármelo en un espacio tan pequeño, y busco su voz y su olor entre las hojas. El silencio es nuestro aliado. Y le escucho. Y le huelo. Entre todos los demás. Mi padre.
Significa tantas cosas. Entre mi padre y yo había una comprensión profunda. Una necesidad del otro. Si las hijas son de los padres, yo era suya. Queda una soledad desconcertada, que busca alrededor respuestas que él hubiera adelantado. La intuición de lo que pudiera ser. Y la conciencia de que ya no será nunca más. Con eso vives. Mi universo femenino encajaba en su forma de entender las relaciones humanas. El amor incondicional. Que no exige, ni juzga, ni somete. Sólo espera, recibe y da, siempre responsable de un estado de ánimo que afecta a los demás, inevitablemente. Y que no puede convivir sin asumir las consecuencias. Pasar entre los demás con tu pena, o tu rabia, o tu cinismo, o tu egoísmo, o tu soberbia, como si nada. No. Todo provoca algo y hay que hacerse responsable de ello. La mujer encaja en el hombre con todas sus piezas.
Padre e hija se reconocen y se reconfortan, entre tanto desconocido. Hay códigos no hablados, complicidades sólo resueltas entre nosotros, largas esperas para compartirlas, ahora eternas. Siento que me mira desde algún lugar, que es imposible que me haya abandonado como si no me hubiera querido nunca, que hay historias de amor que sobreviven a las lápidas y al tiempo, implacable, como el odio, que cuando crece dentro de una herida, hecha raíces y no se calma nunca.
Ser hija es un gran personaje. De los mejores. Lleno de posibilidades. Hay comedia, hay miedo, hay momentos para escuchar y para varios monólogos, hay amor, cuentas pendientes, oscuros, mutis, intermedios, finales felices y finales irremediables. Ley de vida, dicen. Una expresión que se me clava en el alma. Porque pretende zanjar lo más doloroso sin más explicaciones. Y necesitamos algo más. Pero cerramos el tema, porque nadie tiene nada que decir. Ley de vida. Y punto. Nos queda afrontar la diferencia. Porque nada ni nadie puede ocupar su lugar, ni acercarse a ti desde sus ojos. El sentimiento de orfandad será una nueva constante. Y parte de tu horizonte. Feliz cumpleaños, papá. Estés donde estés. Desde el silencio, te celebramos.
Hay quien se juega la vida por los demás, por contarnos realidades que no salen de su rincón del mundo. Sólo cruzan fronteras porque unos cuantos dedican sus latidos a recorrerse el planeta de punta a punta. Vuelven con la mochila llena de imágenes y cosas que contar. Y a veces, ni vuelven. El fotógrafo, periodista, reportero, transmisor, el necesario Gervasio Sánchez, tiene la buena costumbre de abrirnos los ojos. Esos párpados pesados, medio entornados, que dejan ver sólo a medias lo que se nos viene encima. Él, que lleva más de media vida defendiendo diversidades y llamando a las cosas por su nombre, dice que nunca, nada, le había afectado tanto. Que jamás una injusticia le había calado tan profundamente. Que tomar conciencia de que existe un lugar donde se ejerce la violencia de forma permitida y sistemática, de manera protegida y en el lugar más sagrado, la intimidad, le ha roto el corazón. Porque no se trata de lo externo, de aquello de lo que puedes huir protegiéndote entre los tuyos, si no que son los tuyos los que te agreden. De puertas adentro. Y nadie puede entrar ahí. En esa fortaleza construida a base de hábitos inamovibles e incuestionables. Las costumbres, tan poderosas, tan pesadas. Mujeres en Afganistán, un libro fotográfico firmado por Gervasio Sánchez y Mónica Bernabé (la única periodista española establecida permanentemente en Afganistán) a la que acompaña una exposición de gran formato, que recogen casi seis años de trabajo, que analiza los efectos de la violencia contra las mujeres en Afganistán. Y todas las mujeres que dan la cara en el documento, se la juegan. Porque todas y cada una de ellas tienen una historia muy dolorosa que contar. Y a todas, las pueden castigar impunemente por hablar, por romper las reglas, esas reglas que las encierran entre cuatro paredes y las obligan a soportar las mayores vejaciones con el consentimiento de todos. Porque el problema no es llevar el burka, el problema es quitárselo. Y un abanico de humillaciones que es difícil de imaginar. Niñas a las que obligan a casarse con un hombre mayor, mujeres que se queman a sí mismas para terminar con los abusos de violencia, otras que ingieren matarratas, o las que simple y arriesgadamente intentan hacer frente a cualquier tradición en Afganistán. Cada foto esconde detrás una historia interminable. En cada foto hay una casa, una mentira, una humillación, una pesadilla. Cada una de esas 150 mujeres se ha implicado para contar la verdad. Porque hablar, a pesar del riesgo que conlleva, contarle al mundo lo que pasa detrás de las puertas, ayuda a secar las heridas abiertas. Ayuda a soñar con que quizá, algún día, se abran esas puertas. Y no haya nada que esconder detrás.
Pensaba en ellas. En las que viven a sus alrededores. En las mujeres de todos esos hombres públicos, que seguramente alguna vez sueñan con recuperar la libertad de imaginar un futuro, que no es el presente. Más allá de tu moral o de tu ideología, eres una mujer. Una mujer que elige, que forma una familia, que crece a la sombra de un árbol que ensancha constantemente. Siempre detrás, a un lado o en silencio, camina con él, comparte, le cuida, le aconseja, le vigila. ¿Se imaginan?.
Hay dos opciones. Enamorarte, o aprender a querer. La primera, impulsiva y menos analítica, puede ser también la menos ambiciosa, y la segunda, implica haber tomado decisiones de otra índole. Como prever un horizonte. Y quererlo conquistar con él. No es fácil. Caminar por donde otro va brillando e ir administrando sus destellos. Vivir en desacuerdo. O procurar llevar una vida normal, como la de los otros, los mismos que te rodean, y opinan constantemente de lo que no conocen. Porque nunca se sabe lo que hay detrás. Y la vida pública proyecta una imagen del ser humano muy distorsionada.
Hay mujeres fundamentales en el destino de un país, porque están al lado de esos hombres que fueron elegidos para cambiarlo. Para cuidarlo. Para potenciarlo. Primeras, segundas, terceras damas que padecen en familia un trabajo del que difícilmente se puede desconectar. ¿Vacaciones de qué? ¿De España?. Pero hay hijos, deberes, fiestas de cumpleaños, aniversarios y promesas.
Hay vida privada. También hay privilegios, claro, o los hubo, porque intentaba imaginar cómo es compartir, además, lo más convulso de una realidad que siempre cambia. Corrupciones, imputaciones, mentiras impensables, que hoy tambalean las estructuras de unas vidas aparentemente intocables.
Porque hubo un tiempo en el que todo era posible, y se acostumbraron. ¿Y ellas?. ¿Cómo se adaptan a la descomposición de las cosas? ¿Cómo volver a respirar entre las ruinas? ¿Qué responder a los demás? ¿Y a sí mismas? ¿Seguirán admirando a quien las habituó a entregarse con calma al ámbito de lo prohibido? ¿Se arrepentirán de haber colaborado, de haberlo ignorado, de ver y no creer, de intuir y no querer saber? ¿Y sus hijos? ¿Sabrán perdonar? ¿O su moral tendrá las mismas grietas que los cimientos de su casa? Acuérdense de Maddof. Uno de sus hijos se suicidó. Y su mujer arrastra desde la miseria su propia condena. A veces, la impunidad es como tu relación con los demás. Te falla. Y ya no se puede recuperar.
Ser un personaje público es un camino extraño, peligroso, una esfera que hay que asumir con serenidad, y que aporta muchas más desventajas, sin duda, que privilegios. Porque la libertad individual, el universo propio, para poder desarrollarse plenamente como ser humano, limitado y sordo, torpe y defectuoso, pleno y feliz, pero ser humano, en definitiva, y con una sola oportunidad, esa libertad individual necesita un mínimo espacio sin interferencias. Un espacio tuyo, inaccesible a los demás, no sometido a juicios ni a atropellos. Por ejemplo Lolita, Lotita Flores, la mayor de tres hermanos que nacen con el arte entre los dedos y la música por los rincones de su casa. Y el arte, como forma de expresión, es otra liga. Es un paseo por las nubes, o a un palmo del suelo, una forma de encontrar sentido a una vida de la que sólo te llevas lo que dejas aquí. Lolita Flores, siempre expuesta, siempre cuestionada, siempre asomada a un balcón a la calle desde el que puede verla cualquiera y opinar, opinar porque sí. Hoy ha decidido acercarse al público. Y hablarles a un metro de distancia. La plaza del diamante, la novela de Mercé Rodoreda, llega de la mano de Joan Ollé, un texto que él dirige y adapta para la sala pequeña del teatro Español de Madrid, y Lolita Flores se convierte en su Colometa. Contenida, precisa, dulce y enloquecida de dolor, afronta un monólogo de hora y veinte minutos sentada en un banco y sin mover ni las manos. Carga las heridas de todas las mujeres que llenaron de metralla su corazón, de muertos, de miseria, de hambre, de una guerra que azotó España hasta la locura y que todavía late entre los recuerdos y las grietas. Y en este salto mortal en su carrera, cae de pie, y levanta a un público entusiasmado con el resultado. Ella dijo que no. Que no sería capaz de abordar ese texto, por el abismo y por la soledad, por el terror y la inseguridad, por los nervios, las ausencias, las angustias, la nada. Pero Serrat, que la conoce bien, la convenció. Y la empujó a quedarse quieta. Y a dejarnos con la boca abierta. Y así estamos. Pero si quieren que les diga la verdad, no me extraña. Porque los Flores son la belleza, el arte, la sensibilidad, la vida entera entre el talento y la agonía de sacar adelante lo inexplicable, para además, vivir de ello. El talento, esa cosa tan frágil. Enhorabuena, y más. Por valiente. Por superviviente. Por capaz. Por buena actriz. Y por creer en Serrat.
No es fácil. Estar expuesto de la mañana a la noche. Con la opinión de los demás sobre tu pelo, sobre tu sonrisa, sobre tus sueños. Con la opinión de los demás como parte del credo al que deberías rezar para que todo funcione. No es fácil. Ser parte de un todo que no te pertenece, pero que habla de ti. Y cuando las cosas van bien, cuando tu talento y tu esfuerzo se cogen de la mano y se abren paso con sintonía, el mundo a tu alrededor observa extasiado tu capacidad para la excelencia. Para lo excepcional. El talento. Qué cosa tan grande. Quizá es ahí, en algún rincón de sus alas, donde reconocemos el sentido de la vida. Y reinventarse es buscar otros caminos de llegar a ti. De transformar ese personaje del que hablan los demás y que tú a veces ni siquiera reconoces.
Amaya dejó La Oreja de Van Ghog en pleno alarido. Yo fui testigo de cómo llenaban estadios de fútbol, teatros y campos sin límite, de gente enloquecida que cantaba sus canciones. Pero ella decidió marcharse. Caminar sola. Por los motivos que fueran. Motivos tan pesados como el peso de la propia decisión. Que fue dura. Por lo que tuvo de inesperada. Y de incomprendida. Ir a contracorriente. Y hacer exactamente lo contrario de lo que se espera de ti, de lo que te exigen. Amaya decidió andar sola. Con todo lo que eso significa. En la vida y en el mundo del arte, de la creación. Con todo lo que conlleva no compartir los miedos, ni la inseguridad, ni las risas. Ni el abismo del escenario. Renunciar a la complicidad y al éxito contrastado, para empezar a buscar, a buscarte por los rincones. Un disco en solitario, dos, y ahora tres.
Ahora el tercero. Una sacudida de poesía llena de realidad. La suya y la nuestra. Porque cada canción te traslada a donde estuviste alguna vez. Y allí tarareas. Con ella. Con sus música y sus letras. Porque ella lo hace todo, no vayan a creer. Que el pelo rubio y los ojos verdes pueden despistar al peor intencionado. Pero ha estado encerrada casi tres años pariendo lo mejor de sí misma. Y lo ha conseguido. Qué le vamos a hacer. SI DIOS QUIERE YO TAMBIÉN, dice el título del disco. Y yo lo repito. Porque qué ganitas tenemos todos de que Dios quiera, ¿verdad?, de que se asome al balcón y sonría. Pues sí. Sería un detalle por su parte. Amaya.
Murió su padre, y echó a andar sola por los caminos del barro, que son los caminos de un oficio profundamente desconocido en sus entrañas. Porque la máscara brilla tanto, que nadie se para a mirar qué hay detrás. Nunca hay tiempo. Nunca hay tiempo de nada. Y el talento, de alguna manera, lo detiene. Y nos hace reflexionar. Reflexionen con su voz. Un instante. Sin prejuicios. Con amor. El mismo que ella pone en cada cosa que hace a su manera. Tirando del carro. Siempre tirando del carro. Mujeres todopoderosas que se rompen en un descuido. Con un soplo de desamor. SI DIOS QUIERE ELLA TAMBIÉN. Y punto.
Creo que hay algo que las mujeres no conseguimos perdonar. La infidelidad. Podemos intentar comprender, empatizar, no mirar, no ver, no preguntar, incluso ser conscientes de que la vida es larga y despiadada, y se encarga de enredar situaciones que podrían desordenarlo todo. Incluso a ti. Podemos ponernos en el lugar del otro y acercarnos hasta donde él sintió, para intuir algo parecido. Es más, si alguna vez a ti te ha pasado algo parecido, podría ser de gran utilidad para anticipar costes y saber que a lo mejor, no es para tanto. Pero por alguna razón y a pesar de todo, la infidelidad se clava en lo más profundo de un corazón apaleado y la coherencia no logra entrar para exponerle sus ideas.
Hay ciertas emociones atrincheradas que no piensan moverse de sus trincheras. Miran la vida desde allí e intoxican todo lo que pueden. Los celos son bichos malos, capaces de destruirlo todo. En Francoise Hollande, presidente de la República Francesa, convive el gesto gris con una vida profundamente apasionada. Desde luego un ser humano es él y sus circunstancias, porque si no fuera quien es, probablemente el atractivo de sus trajes de chaqueta pasaría casi desapercibido. Pero no. Las mujeres hacen cola a su alrededor y sueñan con volver a conquistarle. Ciegas por la pasión destrozan una y otra vez su relación estable -la de él- contando obviamente con su inestimable colaboración. Y las que se quedan por el camino, ni perdonan, ni olvidan.
La excompañera de Francoise Hollande, la periodista Valérie Trierweiler, a quien Hollande fue repetidamente infiel con la actriz Julie Gayet, ha masticado su venganza despacio, para escupirla en el momento definitivo. Crisis política, fragilidad económica y una amenaza de ruptura en el propio partido del gobierno, es un buen caldo de cultivo para que todo explote. 'Gracias por este momento', es el título de su libro, que no pretende analizar la vida política del país ni lo que influye en ella su presidente, pero que al volcar las intimidades de quien lleva el timón de las cosas, ha conseguido ponerla patas arriba.
Ella le pone verde. Literalmente. Y al atacar valores emocionales y prioridades personales de quien vende criterios de conducta y un progresismo relajado, tumba al personaje y le hace más daño que si cuestionara paso a paso su forma de dirigir el país. Porque si no es una buena persona, y, según ella, es un déspota en la intimidad, qué no hará para proteger sus intereses personales sobre los de los ciudadanos. Es así.
Hay un paralelismo directo entre las conductas personales y las públicas y profesionales. Lo hay. Y todos lo sabemos. Por eso, la vida privada de un presidente se puede considerar de interés general. Porque sacamos conclusiones. Y la pasión es un juego que, a veces, puede salir muy caro. Qué le vamos a hacer. Con lo que nos gusta.
Historias para no dormir. Historias modernas, claro. Ni Ibáñez Serrador, ni blanco y negro. Mujeres que transportan cocaína en las entrañas, con el riesgo de quedarse por el camino. La historia de las 'mulas', con las bolas en el estómago, ha dejado tiritando a medio mundo, que intenta imaginar al otro medio. Historias personales. Chicas de 20 años que llegan a la conclusión de que su vida necesita un cambio. Un movimiento que las saque de allí. De ese infierno en el que han nacido. O que les ha caído encima. Miseria, sí, pero también clases medias ahogadas por los problemas económicos, que tratan de sobrevivir al naufragio, de salvar lo que tenían. Dinero rápido que, en teoría, les puede solucionar la vida. Asumen la desesperación y se agarran a la solución más cercana. Llevar la droga hasta la otra punta del planeta. Y empezar a vivir. O no. Porque el riesgo es muy alto. De que una de las cápsulas de cocaína (o de heroína) explote dentro del estómago. O de que la policía localice sus nervios, su angustia, su dolor, o la infección que está a punto de llevárselas al otro barrio. Porque el mejor de los males sería la cárcel. Y la cárcel aquí, en nuestro país.
La última historia de terror hizo escala en el aeropuerto Adolfo Suárez, en Madrid, Barajas, donde la policía detuvo hace unos de días a una ciudadana venezolana que llevaba casi dos kilos de cocaína repartidos entre sus dos prótesis mamarias. Es para gritar. De rabia. Y de pena. 43 años. Venía en vuelo procedente de Bogotá (Colombia), y llevaba las heridas abiertas. Sentada en ese avión, retorcida de nervios, de agonía. Rezando por salir de allí viva, e intentando controlar la náusea y el sudor. La cachearon. Y encontraron malformaciones en el pecho.
La chica confesó que llevaba implantes con droga en la silicona y fue trasladada a un hospital. Y acusada de un presunto delito contra la salud pública. Dentro de la Policía Nacional, hay un grupo especializado en narcotráficos que trabaja en este aeropuerto (Grupo operativo de Estupefacientes) y que tiene un instinto especialmente refinado. Se las saben todas. Y la mera actitud de un pasajero es suficiente para sospechar. Y ser capaz de soportar ese veneno dentro de tu cuerpo, viajar solo, en peligro, sin nadie con quien compartir la oscuridad, es ser capaz de todo.
La imagen duele. Y la diferencia de oportunidades también. Es demasiada trampa. Demasiada distancia. Y la imagen de unas prótesis mamarias está relacionada con la supuesta conquista de un mayor bienestar. Por autoestima, por imagen, por erotismo, o por sexualidad. Por lo que sea. Pero bienestar. Bienvenidas, pues, al otro lado. Al otro significado de las cosas. A la otra posibilidad.
Por la Paz. Por eso escribo. Por la incapacidad para entender actitudes del hombre y la mujer que nos arrebatan las razones. Ni por unos, ni por otros. Por la Paz. Y por el desgarro que supone perderlo todo. Perder a quien amas en nombre de no se sabe qué. De no se sabe quién, que desde algún lado piensa por todos nosotros. Y decide hasta dónde ha llegado nuestro camino. Y por alguna razón, observamos el horror como si formara parte del juego. Porque forma parte del juego. Callarse. Tragar. Admitir. Soportar. Incluso sonreír ante el infierno del otro. Ni por unos, ni por otros. Por las mujeres, que a pesar de generar vida tienen que sufrir la muerte de los que fueron paridos, su muerte, a manos de otros, y antes que la suya propia. Por ellas, que corren por las calles de su barrio (su barrio, sí, sea cuál sea, esté donde esté ) buscando a sus hijos muertos. Por sus hijos, que vagan entre cenizas, como muertos, aun si están vivos, porque no hay quién soporte la imagen de la atrocidad y la soledad no concurrida (como diría Benedetti ) ni elegida. La soledad de la GUERRA. Que es muy concreta y muy persistente en los recuerdos. Porque la inventan unos pocos para llenarse los bolsillos con las lágrimas de los demás. Y con su propio oro, sobre el que levantan imperios y generaciones, orgullosos de lo que han conseguido. Y con su indiferencia. Sordos. A los gritos. Al terror. A cambio de poder. De todo el poder. Por eso escribo, ni por unos ni por otros. Hoy, por Gaza. Porque hoy son sus imágenes las que se cuelan en nuestras pesadillas. Como mañana nos torturarán las de cristianos muertos, las de judíos muertos, las de hombres y mujeres muertos. Muertos injustamente. Y ante el silencio, las palabras. Ante la impotencia, las palabras. Ante la angustia, las palabras. Porque al menos nos quedan las palabras para expresar la opinión, el deseo, y esa maldita lucidez que espanta la inocencia y la mínima posibilidad de complacencia. No seré yo quien juzgue las causas, porque no soy yo quien las puede determinar. Pero sí puedo vomitar rechazo, por la agonía de quien tiene que soportar la maldad del otro. Y confusión, por la falta de respuesta. y asombro, por el consenso de los poderosos para seguir. Y nauseas, por tanto terror acumulado, que se repite una y otra vez como si no hubiéramos aprendido nada. ¿Por qué? ¿Por qué no somos capaces de ser buenos, de ser generosos, de amar plenamente?. Todo los dioses predican la bondad del hombre y la mujer. Todos, en UNO, la exigen. Y el hombre y la mujer burlan sus intenciones y se condenan para siempre a una espiral de venganza y de sed.
Escribo por la Paz, ni por unos, ni por otros. Y porque intuyo que un hijo muerto es el dolor menos soportable de este mundo. Un hijo muerto. A un lado o al otro de cualquier muro.
Hay cosas que te rompen el corazón. Roto. En pedazos. Porque es incomprensible. Y como mínimo, necesitamos comprender. Y me da igual quién haya tirado la primera piedra y qué odio cala más hondo en la memoria de mil generaciones. ¿Por qué? ¿Quién lo provoca? ¿Quién lo permite? ¿Cuál es el Dios que necesita sangre para alimentar su leyenda?.
Hoy hablo de ellas, porque es su imagen la que me tumba. Como hablaré de otras, cuando las vea correr por la calles (sus calles, las mismas que recorren para llevar a sus niños al colegio, para comprar el pan, para buscar un tarro de tahine o unas pastillas para la tos. Las mismas calles que recorrieron sus hijos cuando aún respiraban) con un grito sordo y los ojos llenos de espanto, más que abiertos, cuando las vea correr hacia ninguna parte buscando restos de algún ser querido y un motivo para seguir sobreviviendo.
Hay quien ha estado allí, y ha podido captar con su mirada una realidad que contar y que, quizá, imaginábamos. Pero ni en nuestras peores pesadillas nos hemos visto corriendo por nuestro barrio, entre llamas, buscando el cadáver de nuestro hijo. Solas. Sólo nuestros muertos alrededor. Nuestros vecinos, nuestros seres queridos, con sus historias mínimas. Con sus vidas, como otras vidas, como tantas otras vidas, llenas de besos y de conversaciones, de cumpleaños y mensajes de amor, de dependencias y decepciones, de sueños y mentiras. Corriendo, con sus nombres en la boca, en alaridos una y otra vez, sin respuesta. Sólo odio, y dolor, y sangre.
La GUERRA. Que palabra tan fea. Y tan presente en este mundo nuestro, tan frágil, tan hermoso. Y veo un niño tan pequeño como lo fuimos todos, que busca reconocer algo entre las cenizas. Y a otra madre, una más, gritar desesperada. Y a otra niña, otra más, que no nació hace 8 ó 10 años para ver a su padre desintegrarse ante sus ojos. Y hablo de ellas hoy, como hablaré de otras cuando la maldad caiga también sobre sus hijos, y sean ellos los que se desangren ante una nueva incomprensión.
L@s ciudadan@s, l@s civiles, los seres humanos que nacemos aquí o allí, porque sí, y cargamos con la lucha de los que deciden por nosotros - su lucha - parimos para educar y sostener un planeta que palpita gracias a nuestras episiotomías y a nuestras cesáreas, a nuestras contracciones y a nuestros puntos de sutura, a nuestras estrías y a nuestra leche materna, y no hay ni una sola mujer, ni una sola, que decida mandar a los hijos de otra a correr ante la muerte y a empujones. No. Ellas solas no.
Por Dios, (porque era por Él, ¿no?), algo de compasión, de amor, de reconocimiento en el dolor.
El verano guarda sensaciones concretas, que sólo vibran con los días más largos y el calor de los mediodías. Con el pelo mojado y el cuerpo lleno de sal. Con las ventanas de la casa abiertas y el aire caliente.
Hay ganas de vivir, nostalgia de ciertos amores, mil planes y alguna certeza de que este paréntesis puede traer venturas y desventuras. Hay cierta prevención, alguna intuición de que si el destino se tuerce, algo se puede detener. Por alguna razón, los veranos encierran tragedias que nadie espera y que paralizan el mundo durante un rato. Hay un perenne desasosiego que sobrevuela las casas porque, otra vez, en medio de castillos de arena, cañas, baños de mar y barro y estribillos de temas tarareados una y otra vez, se parte la vida por la mitad.
Recuerdo el verano de Miguel Ángel Blanco. Eran las 16.50 de la tarde de un 13 de julio de 1997, hace ahora 17 años. España se detuvo. Dejó de respirar. Ahogada por la capacidad humana para estropearlo todo. Para apropiarse de la felicidad del otro. Para reivindicar lo suyo a costa de los demás. La maldad del otro es ese enigma, como la muerte, que jamás resolveremos.
O aquel 20 de agosto de 2008, cuando escuché, con el bañador mojado y el niño en brazos, el accidente del avión de Spanair en el que murieron 154 personas. Recuerdo la cara de Javier Núñez, corriendo por la terminal, enloquecido. Su cara, en aquel telediario de verano, a gritos, desencajada. Me abracé a Leo y nos quedamos quietos, en silencio, hasta que desaparecieron. Núñez tenía un bar al lado de mi casa, y trabajaba 30 horas al día para sacar adelante a una familia que perdió en un instante, en ese avión que nunca llegó a surcar el cielo. Sus hijos, su nuera, su nieto, iban en él. Y su mujer, que no viajaba, también se fue. Cerró los ojos, la boca, el corazón, y dejó su vida suspendida entre recuerdos y mentiras.
Y así pasan los años, hasta que este verano, sentada en el sofá de la casa de mi querido Carles Sans, en Ibiza, con Leo en mis rodillas, escucho que esta vez es un vuelo de la compañía Swiftair, que despega en Uagadugú destino a Argel. 116 historias de terror, 116 sueños rotos en una sola noche de verano. No sé. Quizá hedonismo y risa y tiempo libre tiemblan ante tanto dolor, desorientados. El espejo se rompe en mil pedazos. Y ahí quedó también, mi amigo Álex Angulo, dormido, entre los caminos y los grillos.
Supongo que es la fuerza de la naturaleza. Algo animal que nos hace tan capaces, tan poderosas, como para traer vida a este mundo en un acto casi heroico. Parir. Se te rompe el cuerpo por la mitad, gritas desde las mismísimas entrañas con una voz que no reconoces, empujas hasta quedarte sin aire, lloras, te desesperas, ruegas, juras por ti, por él, que nunca más, sientes que no puedes, que no podrás, que no eres lo suficientemente fuerte, que algo va mal, que ya no hay tiempo, pero se te abren los ojos como platos, y el alma, y la sonrisa, y el propio sentido de la vida se hace físico y respira y te busca y mira alrededor, y te encuentra. Es tu hijo. La carita, los ojos, la nariz, los brazos, las orejas. Un ser humano. Quizá por eso las mujeres podemos con casi todo. Somos capaces de hacer varias cosas a la vez, de tirar del carro, de caernos y levantarnos sin rasguños, de cerrar las heridas y seguir caminando, de reír a pesar de todo, de convencer a quien no va a escuchar, de soñar otra vez después de haber perdido, y de sobrevivir, a cualquier precio, para salvar a los nuestros. Eso sí. No se debe vulnerar nuestra confianza. Hay un extraño mecanismo en algún rincón de la conciencia, que transforma la paciencia en trucos de defensa y la entrega ciega, en pura lucidez. Y entonces, nosotras, multiplicamos por cero. Por un detalle, por un matiz, por un silencio, por una sospecha, por una respuesta, por una ausencia, por esa ausencia que te desplaza de tu lugar. Tu lugar. Tu espacio. El mismo que el que te quiere respeta sin cuestionar, sin investigar. Sin invadir. Y ese que conoce en profundidad quién eres, y lo que necesitas, y aún así lo hace, toca tu confianza, te está perdiendo. Porque te ha faltado al respeto. Y ahí no hay marcha atrás. La reconstrucción de la decepción es una tarea prácticamente imposible. La energía se transformó y te llevó con ella. Eres otra.
Pensaba en las madres israelíes. Y en las madres palestinas que han formado a su familia en el amor, en la convivencia, cada una con unos genes que desgraciadamente pesan hasta empujar al hombre bueno hasta la rabia, hasta el rencor, al odio. A la desgracia. Al pasado. A una guerra de otros que heredan ellos, de generación en generación. La guerra de 1948 cambió el dibujo de las almas, y las vidas se proyectaron de otra manera. Con el deseo de venganza. Porque sólo el amor cura. Sólo EL. Y debe ser con mayúsculas. Las madres ven nacer a sus hijos con la muerte en la mirada. Todos crecieron sorteando bombas y la parca siempre sueña con volver. Y vuelve. Y se lleva a sus hijos, una y otra vez. Matan a sus hijos. Un hijo muerto. No hay nada más grave. Y el mundo escucha con templanza los desgarros de las madres, de rodillas, gimiendo sobre su carne, que ya no reirá más, ya no amará más, ya no se abrazará a su madre más.
Las madres. Seres de otro mundo. Arrebatarles a sus hijos es llenar de odio su tierra para siempre. A cualquier lado del muro.
Dice que es un episodio más de la vida. Como tantos otros. Porque al final se trata de aplicar estrategias a los problemas e ir sobreviviendo. Hay problemas grandes y problemas pequeños. Y sobre todo, hay actitudes. Y capacidades para resolverlos. O no. Porque parece que hay cierto momento en el camino en que cruzamos la frontera, y nada vuelve a ser lo mismo. Miras atrás, y no sabes en qué momento dejaste de ser esa niña ligera, con las alas abiertas, siempre a punto de sobrevolar a los demás.
Luz tiene los ojos grandes, y una sonrisa que hace latir tu corazón. Y te habla de verdad. Sin imposturas. Dice que estar enferma le ha enseñado a tener conciencia del tiempo. Y sabe que ahora no quiere perder ni un instante de los que antes no reconocía. Que no ha perdido nada en el trayecto, al contrario, ha recibido toneladas de afecto, sonrisas, comprensión, y que se siente profundamente agradecida. Y mejor. Sobre todo mejor. Que está aquí para entender, para sentir, para dar cosas buenas a los que tiene alrededor. "Almas gemelas", su nuevo disco, lleva meses girando por Europa. Y habla de empatía. De la conexión con el otro. De complicidad. De armonía. Hoy, que todos nadamos en la desesperanza y el suspiro, que anhelamos un lugar mejor donde vivir y recibir una sonrisa por lo mucho que aportamos, reconforta escuchar a quien sabe de plenitud y de sueños cumplidos. Luz, que cantó a Rufino y a Pedro Almodóvar, que rompió sus vestidos de cuero y los cosió, que recibió la Medalla de las Artes y las Letras en Francia, (allí donde el arte y las letras son la materia prima, el tesoro, el oxígeno, la propia libertad), Luz, que se llevó a la parca al huerto y le susurró al oído sus canciones, que le dedica un tema a quien quiso llevársela de este mundo (Una rival que elegí, en un mismo continente, una amenaza inocente, eso fuiste para mí; a veces se gana, y las más, se pierde...), que sueña despierta, con los ojos grandes, la mirada alerta, convencida. Me gusta Luz. Por su actitud. Por su sonrisa. Porque ya no se deja llevar por nada ni nadie. Ya no. Ya sólo sigue a quien le compense, y sólo por amor. Por un amor bien entendido. Hay presencias que suman, y otras que restan. Y ella suma. Como suma su música, de la que (por su bien, dice) nunca se aleja. Suerte Luz, con todo. Y gracias por repartirte entera, porque así llegas, como te das, como recoges, como vuelas.
Un año más. Inevitablemente en cada cumpleaños miras atrás. Y los recuerdos son más o menos vagos. La edad es un número que flota en tu cabeza, y que los demás se empeñan en confirmarte, porque tú, la verdad, te creerías cualquier cosa que te dijeran. Ni siquiera parar a pensar te lleva donde te gustaría para aclarar algunas cosas. Ayer fue mi cumpleaños. Y siempre me invade una nostalgia extraña, de las más agridulces, de las tontas.
Recuerdo el día que cumplí 25 años. Por eso lo recuerdo, porque también me sentía así, consciente del paso del tiempo. Atónita con la condición humana. Con la lucha constante. Con el proceso. Así que creo que no es cuestión de madurez. La muerte de mi padre me sumergió en el color negro. Como si guardara un luto antiguo y voluntario, y la tristeza se quedara a vivir conmigo. En un rincón de mis entrañas. Por dentro. Su ausencia me acompaña como la propia respiración y miro su foto, en el salón, y no entiendo nada.
¿Dónde estás? Le digo. Que es mi cumpleaños. Pero no responde. Al menos, sobre la marcha. Quizá se cuele más tarde en algún sueño y pueda estar un ratito con él.
Le he puesto al lado unas flores violetas, de ese ramo que me ha mandado mi madre y que llena la casa de su perfume. Me gusta estar con ella en mi cumpleaños. Porque siempre me cuenta cómo nací. Y la observo, como cada junio, cómo pasa por sus ojos el instante en que llegaba a la Clínica Zurbarán de Madrid, con Cien años de soledad entre las manos. Y cómo me llamó "la bien recibida". Hasta hoy. Que me lo recuerda. Como cada junio.
Yo esperaba que el paso del tiempo, quizá, fuera una posibilidad. Una opción para entender algo de la vida. Pero no. Año tras año abrazo a mi madre y siento cómo late su corazón. Y eso es lo único importante. ¿No?. Pero nos angustiamos por muchas más cosas. Y repasamos el año que se va. Porque se va. Con sus mochilas a la espalda. Sin decir adiós. Sin mirar atrás. Eres tú la que intenta quedarse con algo en tu corazón asustado. Con imágenes, con mimos, con personas, con rincones del mundo, con besos, con miradas, con nuevos amigos -pocos, porque casi no hay tiempo para cuidar a los de siempre- con canciones, con sueños incumplidos. Y con las veces que has tenido que levantarte del suelo, con la nariz rota y cicatrices por todos lados.
Pero empieza otro año en el que vas a tener que caminar. Y levantarte, día tras día, pase lo que pase. Y pasarán, otra vez, muchas cosas. Y volverás a mirar atrás. Y a respirar hondo. Y a confiar. Hasta el próximo cumpleaños.
Pero vamos a ver. Que alguien me explique algo sobre la condición humana. Algo que pueda convencerme. Algo sobre qué tipo de animal irracional se mueve a lo largo y ancho del planeta, y quién ignora su brutalidad como el que ve llover.
Me quedo sin habla. Y así, muda, intento ponerme en el lugar de quien durmió, habló, convivió, e incluso amó al que decidió disponer de su vida para destrozarla, para humillarla, para destinarla a un lugar invisible donde esconderse y mendigar comprensión hasta que la muerte decida terminar con todo. Porque hay quien se siente con el poder, con la capacidad de destruir al otro.
Miles de mujeres soportan el arrebato de odio de un hombre que en un impulso, en un instante, les marcó para siempre. Y les arrebató la posibilidad de vivir. Porque a partir de ese momento ellas se dedican sólo a sobrevivir a su desgracia.
Y con la cara desfigurada y los ojos hundidos entre la incredulidad y la tristeza, entre la tierra y lo desconocido, entre su mirada y la de los demás, intentan imaginar cómo salir de ese agujero, cómo escapar a un destino que no les pertenece. Ácido sobre el rostro, para que nunca más olvides. Para que vivas, a pesar de todo. Para que recuerdes quién soy y lo que soy capaz de hacer desde mis entrañas, desde mi rabia, desde mi ira, desde mi rencor. Mujeres que se esconden, con su estigma, mujeres que se culpabilizan, por su aspecto, y mujeres que exigen su visibilidad para gritarle al mundo desde el mismísimo silencio. Con su rostro.
¿Se imaginan?. ARROJAR ACIDO EN LA CARA DE UNA MUJER. Y ante la impunidad de un Estado, o de dos, o de tres, que ni siquiera lo tienen contemplado entre las posibilidades, y que por lo tanto, no lo tratan. No existe. No lo ven. Porque les incomoda, les molesta tener que afrontar semejante vulgaridad. Algo habrán hecho, (¿no?) las que se merecieron morir en vida, algo habrán hecho.
Qué bonitas leyes, que protegen al violento y observan desde lejos a quien sufre la vejación, porque no saben ni cómo acortar la distancia, y porque da mucho pudor ver de cerca tanto sufrimiento. Mejor cerrar los ojos. Y las ventanas. Para que no entre el aire. Para que el aire sea siempre el mismo. Aire enfermo. Manipulado.
Ellas se dan la mano, se acompañan, se exponen ante las caras más anteras para recordar que también fueron como cualquiera, y que hoy, resignadas a ser monstruos, quieren contar sus vidas. Para que el mundo sepa, al menos, lo que esconde la verdad cuando alguien se atreve a mostrarla. Y que ellos, todos ellos, están en alguna parte. Casi siempre en libertad. Casi siempre gozando de una impunidad tolerada, conscientemente, por los mismos que podrían castigarla.
El infierno son los otros, querido Sartre. ¿Y Dios? ¿ Está también Dios en los demás?.
Conmoción, como mínimo. Y desasosiego. Porque ya nos sentimos bastante vulnerables intentando sobrevivir a todas las mentiras del cuento, procurando afrontar y asumir cada contratiempo, cada mala noticia, cada sueño roto por la mitad, cada ilusión, como para encajar que nos pueden pegar un tiro por las espalda y rematarnos en el suelo. Porque aquí, la verdad, será una. Y punto.
Pero no la sabremos jamás. Como jamás sabemos nada que no tenga que ver, y en profundidad, con uno mismo. Lo demás llega siempre manipulado. Por un interés, por una voluntad, por una pasta, por una promesa, por una equivocación, por un instante. Pero no es la verdad. Y una verdad que depende de tantas voces, de tantos eslabones, no será más que un tema que mantenga nuestro interés inquieto y preocupado por lo que significa.
Nadie en su sano juicio justifica violencia y violación, abuso y falta de respeto contra otro ser humano. Nadie con la razón y el corazón equilibrado acepta ni un solo argumento que pretenda explicar el porqué se llega a arrebatar la vida a un igual. Y en el caso del crimen de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, a manos de Montserrat González, que disparó en presencia de su hija, Montserrat Triana Martínez, ex -empleada de la propia Diputación e Ingeniera de Telecomunicaciones, ambas militantes de PP e integrantes de una clase media formada, cercana y reconocible, (lo que nos hace tiritar de miedo), lo preocupante es que la primera conclusión que saca el espectador espeluznado es que se trata de una explosión del ciudadano desesperado por impotencia y desamparo contra los responsables de un sistema que le culpa, le roba, le empobrece y le tira a la basura, sin más explicación.
Esa primera conclusión, LA CONCLUSIÓN, es la que merece una parada, una llamada de atención. La importancia de que LA MAYORÍA pensara en eso. Lo terrible de que el grupo, el colectivo, ese ciudadano común, diera por hecho que se trataba de una explosión de rabia y desesperación contra un poder que abusa de serlo. Y que parte de esa mayoría se extrañara de que en la actual situación, la desesperación por la desatención y la injusticia no haya llevado a más situaciones límite como la que observábamos estupefactos.
Más allá de que el móvil del crimen tenga algo que ver con la masiva presunción, lo terrible aquí (además, por supuesto, de la desaparición de Isabel Carrasco) es que nuestro país padezca las condiciones que provocan en el individuo esa intuición, ese pensamiento. La sensación de que estamos tan sometidos, tan agobiados, tan decepcionados, que puede pasar cualquier cosa en cualquier momento. Porque eso es como el termómetro delator de una fiebre que indica, como poco, una grave infección. Y si hay infección, debe haber cura. No se puede asumir una sociedad enferma de miedo y de rencor. Asumirla y punto. No. Porque si hay diagnóstico, hay que buscar el tratamiento.
Vuelvo a la carga. Pensaba cambiar de tema, pero la ocasión merece un poco de atención. Una paradita. Un mimo. Llega el Día de la Madre. Con toda su carga comercial, con todo el oportunismo, con todo el despliegue de las marcas para apelar a tu mundo afectivo, siempre revuelto y al borde de la implosión. Siempre con cuentas pendientes. Con toda la culpa por todo lo que no hacemos. Por todo a lo que no llegamos. Porque hay una determinada generación -la mía- que se convierte en el jamón de York de un sándwich, entre los padres y los hijos.
Y ahí vamos, haciendo lo que podemos con las exigencias, las carencias, los tiempos, las necesidades, los sueños y la realidad. Más de una vez he confesado que ser madre me permitió colocar a mi madre en su lugar. Entender casi todo lo que no había comprendido hasta entonces. Amar sin límites. Y ahora, sin mi padre, me siento más cerca de ella que nunca. Porque por primera vez soy conciente de lo que significa su pérdida. La vida sin alguien, sin su presencia física, sin su voz, sin la telaraña de causa efecto de sus movimientos, de su criterio, la vida sin alguien, es otra vida. A la que tienes que acostumbrarte. O no. Otra vida en la que hay que seguir avanzando como sea.
Mañana es el Día de la Madre, y porqué no, es un buen día. Para estar ahí. Para celebrar que sigue aquí, entre nosotros. Que todavía podemos decirle todas esas cosas. Recuerdo un cortometraje, Raíz, dirigido por Gaizka Urresti, en el que una pareja de ancianos espera a su hijo. En la casa no hay espacio para que el chico aparque su coche, y deciden talar el árbol, el único árbol. El padre pasa días enteros, poco a poco, quitando ramas, serrando madera y haciendo hueco. Pero en el último momento, el hijo llama para contarles que está muy ocupado y que finalmente, le es imposible ir a verlos. Y a mi se me parte el corazón. Porque no sabemos lo que hacemos. Cuando priorizamos todo lo demás, cuando pasamos como huracanes a su lado, sin detenernos a mirar, a escuchar, a percibir una necesidad que intuyo que no se entiende hasta que se padece, cuando ignoramos el grito de socorro ante la soledad, ante la ausencia, ante la torpeza, no sopesamos la importancia que tiene, en ese desconcierto, nuestra presencia.
Sé que es difícil conciliar, y que el día a día plantea demasiados frentes abiertos. Pero aquí hay que frenar. Y este domingo, porqué no, es un buen día. Para acercarse, para abrazar, para no correr, para valorar su compañía. A pesar de la carga comercial, o del oportunismo o del despliegue de las marcas que apela a nuestras emociones, ¿Y qué?. Pues muy bien. Bienvenidos. Nos dejamos convencer, y manipular, porque esta vez, merece la pena.
Señoras y señores, tengo un foro. Un foro de chicas. Donde escupir todas las maldades que se nos ocurren, sin más consecuencias que dos o tres emoticonos subrayando la exclamación. Porque nadie sabe lo que se sufre hasta que no se padece. Hasta que tu vida, tu armonía, tus planes, se ven alterados por unos horarios estrictos, por una prioridad absoluta en la que no estás tú (ni tus hijos, si los tienes), por una dieta muy concreta que no debe mezclar jamás la proteína con los hidratos de carbono, o insinuar los hidratos de carbono para cenar, o la proteína para almorzar, o repetir pasta dos veces seguidas. Por favor. Pero cómo te atreves. Hasta que tu orden, con tus cenitas con amigos, tus marchas, tu escapadas de fin de semana, tus citas románticas (que por supuesto eran con él), tus conversaciones, quedan reducidas a la nada. Porque su bicicleta con sus ruedas de perfil alto, y sus gafas de natación polarizadas Zoggs de alto rendimiento, y su pulsómetro, le han robado, literalmente, el corazón.
Damnificadas por el triatlón acoge a una serie de amigas, que los son precisamente porque comentan su desgracia, y se sienten menos solas. ¿Tu chico es triatleta?. Pues bienvenida. Olvídate de celebrar bodas y comuniones, cumpleaños o días de San Valentín. Olvídate de ti. Tiene que entrenar. Él tiene que entrenar. Y punto. A cualquier hora y en cualquier rincón del planeta, él saca su neopreno de un lateral de la maleta y se sumerge en el océano. Jugándose la vida. Mientras tú haces que lees un libro sentada en la orilla, e intentas divisar el gorro verde flúor entre ola y ola. ¿Volverá?.Te preguntas. ¿O ese ha sido el último beso?. Nunca se sabe. Volverá, medio muerto y directo al whatsapp, para informar a ese gurú que está tan presente en vuestras vidas (el entrenador todopoderoso y omnipresente, el incuestionable y que además tiene el don de la obicuidad) de sus tiempos. "500 m de técnica y series de 200 m al 95%.". Por ejemplo.
Y vuestra vida sigue, como si no pasara nada. Y atrévete a tomarte un vino. O a fumar. Que levanta una ceja como si hubiera visto a E.T en la secuencia de la bañera. Mis amigas, que ya lo son por empatía y llantos a deshoras, se desahogan a base de tacos y llenan el foro de malos pensamientos. El mundo se ha vuelto loco. Y se celebran pruebas de IronMan (llámale Titán, llámale IronBask, llámale X) por todo el planeta.
En fin. Un drama. Porque nunca volverán a ser los mismos. Ahora generan demasiadas endorfinas como para que su antigua rutina les vuelva a estimular lo más mínimo. Es una dependencia, como otra cualquiera. Están enganchados. Y si se desenganchan, será a costa de mal humor y unas cuantas lorzas que nos amargarán la vida. ¿Arrepentimiento o culpabilidad?. Cero. Como en las sectas. Se reconocen entre ellos y se reafirman en sus convicciones. No hay marcha atrás. Menos mal que nos tenemos las unas a las otras para combatir el estupor y la soledad.
Chicas, a por ello.
El TALENTO. Con mayúsculas. Es de las pocas cosas que marcan la excelencia en un ser humano. Que le diferencia de los demás. Y te preguntas si en algún rincón de su organismo habita una neurona más válida que las demás, más gordita, mejor tratada.
Es cierto que los niños destacan en pequeñas cosas, y que los padres hacemos lo que podemos. Procuramos potenciar sus aptitudes para que desarrollen aquello en lo que, por alguna razón, se sienten cómodos. Y algo más libres.
Pero de ahí a ser un virtuoso, a ser un genio, a ser una locura a la que los demás nos rendimos con la boca abierta, hay un abismo. El abismo, por ejemplo, de ser Leticia Moreno. Tiene 28 años y es una violinista deslumbrante. La mejor de nuestro país. Recibió la calificación más alta de la historia de la Guildhall School of Music and Drama de Londres, por su recital de fin de carrera. Empezó a formarse en la música con tres años, y a los cinco ya daba su primer recital.
Tuvo que abandonar la escuela y estudiar en casa para poder compaginar su formación con los conciertos, con su vida profesional. Desde que era una niña. Leticia lleva a su hijo al mismo colegio al que yo llevo a mi hijo Leo, y a veces me la encuentro por las mañanas. O en algún cumpleaños de un amigo común. Y entre piñatas, hablamos de cualquier cosa. Como cualquiera.
El martes pasado, en el Auditorio Nacional de Música, se me saltaron las lágrimas al verla tocar. Porque verla tocar es entender que nunca nada en ella será como lo es para cualquiera. Porque el talento, con mayúsculas, trasciende a lo cercano y pone un puente para llegar al otro lado. A lo indescriptible. A lo irracional. A lo realmente espiritual. A otro nivel de percepción, y de emociones. Un lenguaje propio que ayuda a vivir a quien quiera estar abierto a percibir, que ayuda a obtener respuestas a preguntas que nadan en el silencio más sordo. Y que nos enloquecen.
Sólo el arte puede hacernos sentir que todo esto merece la pena. El arte y el amor, que están tan cerca. Y la fe, por supuesto la fe, para quien tenga la suerte de manejarla entre sus armas. Porque es todo tan sórdido, y tan frágil, tan corto, que la virtud de encaramarse al cielo interpretando a Bach, a Mendelssohn, a Mozart, y de llevarnos de la mano a los demás, es la única forma de escapar.
Y ellos, los del TALENTO con mayúsculas, los que han dedicado su vida y su relación con los demás a profundizar en su virtud, en el milagro que les permite respirar, que nos permite respirar, que nos aleja de lo simple, de lo imperfecto, o del mismísimo dolor, tan insistente, parecen enviados desde algún lugar para calmarnos. Sólo hay que pararse a mirar. Y a escuchar. A recibir lo que nos dan.
Como aquél día de verano en que veíamos el telediario y descubríamos, en primer plano, a mi vecino, el del bar de abajo, Javier Núñez, gritando desesperado porque sus dos hijos y su nieto iban en aquél avión de Spanair.
Su mujer enloqueció. El dolor la arrastró a una completa oscuridad, sorda, y él sigue dedicando su vida a buscar la verdad. Pero la verdad que se esconde entre la fatalidad del destino es un misterio algo más que infranqueable. Es ininteligible. Te sacude sin darte explicaciones y te deja aquí, solo, mirando al suelo, sin ver nada, con la cabeza llena de ruido, intentando respirar seguido y dudando de tus constantes vitales.
En shock, como aquella tarde que escuchamos que se habían perdido dos niños en un parque de Córdoba. Y descubrimos que su padre, José Bretón, tenía algo que ver con su desaparición. E intuimos su mentira. Y vimos cómo recorría los rincones de su coartada. O cómo hablaba. Sin inmutarse. Y vimos a su madre gritar venganza. O la niña Asunta Basterra, y cómo se han ido atando los cabos de su tristeza, de su soledad, ante el estupor de observar a unos padres queridos, normales, que por alguna razón, decidieron cruzar los límites y no regresar. O la niña que esquiaba en Pico Royo, en Formigal, que se detuvo un momento a esperar a sus padres y la nieve se resbaló. Le cayó encima. Y no salió. Su familia volvió a casa sin ella. Noticias que nos dejan sin respiración, que nos recuerdan la fragilidad de las cosas, la crueldad de un destino que no pregunta nunca.
Siempre pienso en las madres, en cómo poder seguir andando aquí, sin ellos. En cómo encajar una ausencia que está en ti. Que eres tú. La muerte siempre es enemiga. No hay palabra que cruzar con ella. No hay sueño. Es un zarpazo a todo lo construido. Pensaba en ella, en la mujer que decidió celebrar un año más de vida reuniendo a su familia. Y un instante, una almohada, un foco que no debía estar allí, se quema, porque sí. Y se acabó. ¿Pero qué es eso?¿Cómo convivimos?¿Qué hacemos con ello?.
Hoy, a mi lado, de pie, en la barra de una cafetería, una madre lloraba la muerte de su hija. Y repetía "¿Y ahora qué?. ¿Y ahora qué?". Y nadie contestaba. Podía haber sido una noticia más, un titular que nos sacudiera la conciencia. Pero el llanto era en la intimidad. Y punto. Disculpen la tristeza. Disculpen tantas palabras duras. Hay veces que es imposible disimular. Como escribía hace poco Alejandro Sanz, en twitter, "Recuerdo aquellos años... cuando no se moría nadie".
Es difícil, la verdad. Ser personaje público. Veo las fotos de Charlene de Mónaco en la isla de St. Barth, de vacaciones, y pienso que por un momento, te olvidas. Te quedas en blanco. Por un momento te comportas como los demás cuando, alguna vez, relajan la exigencia que pesa sobre ellos, desde sí mismos. Y se beben otro vino, cantan más alto o abrazan a un amigo para reventarle a besos el moflete.
Pero no. A ti no se te puede olvidar que detrás de ese arbusto, de ese piano, de ese coche, de esa toalla, o de ese otro ser humano hay alguien dispuesto a todo por pillarte en bragas. Por decir algo. Tú caída se recibe con el aplauso del mutis más esperado. Con júbilo. Con risas. Con la maldad de quien espera en una esquina, a oscuras, para poner la zancadilla.
"Princesa, ¿qué estaba usted pensando?", recuerda el titular de la revista que la saca en una playa del Caribe abrazando a alguien que no se llama Alberto y riéndose a carcajadas. No hay besos con lengua, eso sí. Y la princesa, también es verdad, se abraza a varios. Y eso, sin duda, le quita valor e intensidad a cada abrazo y a cada beso.
En fin. Que Charlene, por un momento, y en el Caribe, se olvidó. De ella, de Mónaco, y del contrato prenupcial en el que la nadadora se compromete a ser madre en el plazo de tres años. Supongo que también especifica que el padre debería ser Alberto de Mónaco. Supongo que sí. Pero ella se olvidó. Por un momento. Como cualquiera. Y a pesar de que sabe que cualquiera no arrastra a un fotógrafo al fin del mundo, ni vale lo que pagan por verla en esa foto, desmelenada y feliz.Un lío.
Quizá Valerie Trierweiler (ex -Hollande) nos pueda explicar lo que se siente cuando tu dolor no es sólo tu dolor si no que se convierte en el debate de la mañana en radios, televisiones, esquinas varias, portadas, columnas de opinión. Lo que se siente cuando el país entero se compadece de ti y de las miserias de tu intimidad. Y todo el mundo opina sobre la razón de tus desdichas.
Lo mínimo es un ataque de ansiedad y un hermano que esté dispuesto a contarlo todo. Porque su hermano, entre matices de solidaridad, lo cuenta todo. Por ayudar, dice. Líbrenme de las buenas intenciones. Porque de nuevo vulnera su intimidad.
Y es que alrededor del personaje público, se adquieren ciertos derechos y ciertas libertades, que cualquier otro ciudadano mantiene más que protegidas. Y así, convivir con el otro, con el que habla por ti, con el que aparece en la foto con una sonrisa, a veces, se convierte en una auténtica pesadilla. Porque como dice un amigo mío, "Yo no soy el de ahí afuera".
La novia cadáver:
Como una mala novia, que al conocerla te promete el cielo con la mirada, con las caricias, con los besos, te lleva de la mano a ver el mar, y el horizonte, y te hace el amor con los ojos cerrados, para soñar contigo.
Como una mala novia, que te deslumbra mientras te observa y busca las debilidades entre tus cosquillas, para dejarte sin aire en cuanto te despistas.
La heroína. Esa gran dama de la noche que fue protagonista del desgarro de toda una generación que buscaba la luz entre las tinieblas, que intentaba sacar la cabeza y respirar a pesar de la dictadura y que confundía el abismo con la libertad. Y allí estaba ella, esperándolos. Capaz de todo. Buscando almas inquietas que quisieran emociones fuertes. Como una mala novia, con la falda muy corta, que te mira por encima del hombro y coquetea con los demás.
Pasó de largo. Pero arrasó por el camino. Desplegó sus encantos y clavó mil cuchillos por la espalda. Sin pararse a escuchar los gritos. Sin pararse a mirar. Y cuando pensábamos que el mundo entero había aprendido a no acercarse a ella, a reconocer su mala voluntad, sus peores intenciones, cuando definitivamente pasamos página, ella vuelve y con toda su desfachatez, se planta a observar. Sin pudor. Para provocar. Para confirmarnos que todo es cíclico y enfermizamente repetitivo.
El actor Philip Seymur Hoffman fue hallado muerto por una sobredosis de heroína el pasado domingo en su apartamento de Nueva York. La jeringuilla le colgaba del brazo y había varias papelinas alrededor. Es una imagen tan desoladora, tan fea, que me arrastra a reflexionar una vez más sobre el desasosiego, la fragilidad, la inquietud, los sueños de cualquier ser humano sensible que busca más allá de lo que puede hallar, de lo que encuentra. Que busca siempre más allá.
Me muero de la pena. A estas alturas, la peor de las novias vuelve al ruedo para llevarse por delante a los más débiles. Qué rabia. Qué impotencia. Y que pequeños somos. Según los últimos datos oficiales el consumo de heroína en EEUU creció un 80% entre 2007 y 2012, justo cuando el sistema tiembla y el Estado de Bienestar culpa a los ciudadanos de todas sus desgracias. Qué coincidencia, ¿no?
Justo cuando empezamos a dudar de quiénes somos y a ser conscientes de que estamos más solos de lo que pensamos, aparecen los datos y nos dejan temblando. Por lo que significa. Porque la gente no puede más. Y en esta ocasión no parecen precisamente ganas de volar. Si no de huir de aquí. De salir corriendo. Y si buscas, lo encuentras.
Parece que la epidemia afecta a ciudadanos blancos de clase media (pobre clase media, qué agonía) que hoy ya no pueden comprar los analgésicos opiáceos que recetan legalmente los médicos y que a cambio encuentran en la calle, por apenas 10 dólares, la papelina de heroína. Socialmente repuesta de la imagen del callejón oscuro de los 80, se usa con relativa normalidad en las fiestas, y en la intimidad. Socorro. Pobre ser humano.
Sí. Las cosas cambian. Y lo que era una pasarela por la que caminar mientras los demás envidian tu suerte, se convierte en un infierno lleno de desconocidos que aplauden tu descenso como si fuera lo último que hicieran en su vida. De estrella rutilante a apestada. Y da gracias, por seguir viva. Y es que las mujeres de los corruptos y estafadores que nos han llevado literalmente a la ruina, no sabían nada. Pero nada de nada. Porque el matrimonio, para cierto tipo de pareja, no significa confianza, lealtad, fidelidad, complicidad y armonía. Si no cinismo, apariencia, mentiras y doble moral. Y así, todo en orden. Pero el orden que sujeta el caos se puede mantener un tiempo, hasta que alguna variable desordena el absurdo y lo hace tiritar.
Bernard Madoff cumple 150 años de condena en Butner, la prisión de alta seguridad donde al menos vive apartado del desprecio y de la humillación. Porque su mujer, Ruth Madoff, que hace tan sólo cinco años disfrutaba de mansiones dentro y fuera de Nueva York, yates y la máxima reputación, hoy sobrevive en una casa de un pueblo de Connecticut, cuidando a su hijo Andrew, enfermo terminal de cáncer, con las persianas siempre cerradas y encogida por la vergüenza. Su otro hijo, Mark, se suicidó. No aguantó la presión. Y Ruth camina desgarbada y perdida, descompuesta, por una vida que nada tiene que ver con la que ella cultivó. ¿Cómo se puede convivir durante años con un desconocido? Amarse, tener hijos, intercambiar sueños, miedos y deseos, y a la vez ir tejiendo una mentira capaz de arrastrar las vidas de los que te importan, de los que confían en ti, de los que te escuchan, de los que prefieren tenerte cerca porque tu presencia les tranquiliza, les calma. Navidades, partos, cumpleaños, tanatorios, despedidas, buenas y malas noticias. Y un referente a seguir. Una estafa. Económica sí, pero también moral, emocional, una estafa vital, anclada en la memoria.
En la nostalgia de aquél tiempo de infancia donde todo parecía funcionar de una forma normal. Privilegiada. Con recuerdos de afecto, de rutina y de compañía. Recomponer el camino para localizar la piedra en la que tropezamos. Para entender dónde empezó todo. En qué momento él empezó a mentir. En qué momento empezó a quedarse solo. A no poder rebobinar. A apagar la luz y a no dormir. En qué momento empezó a construir la ruina y el horror de todos los suyos. La muerte de su hijo. El destierro de Ruth. La decepción, la rabia, la desesperación de sus amigos. 150 años de condena y el desamor eterno. La soledad. La nada. Y ella, como un fantasma entre los vivos, intenta buscar razones que justifiquen su existencia. Y las encuentra. A pesar de todo. Porque mientras quede alguien a quien amar, la vida merece la pena. Y cuidar a su hijo enfermo y velar por sus nietos es una buena razón para seguir. Mucho mejor que cualquiera de las que defendió cuando era la rubia y exitosa Señora Madoff. Y es que las cosas cambian. Y nosotros cambiamos con ellas.
Terrible. Quizá la vida te hace reflexionar sobre lo que ocupa tu angustia, y quizá, eso que aprieta el estómag y adquiere su propia forma, te lleva a plantearte cuestiones fundamentales que intentas ordenar, por si el orden te permite algún control sobre las cosas.
Pero parece que a veces, el hecho de darle vueltas a un problema, lo pone en órbita. Sacude la posibilidad de que ocurra. Y Marlise Muñoz y Erick, su marido, ya se habían detenido a dejar constancia por escrito de su voluntad. Una voluntad meditada, sobre cómo debería ser su forma de morir. Pensar, parar y tomar la determinación de controlar hasta el último instante de tu vida. Para que no lo controlen los demás cuando tú ya no puedas hablar. Y al poco tiempo de firmar ese documento, con sólo treinta y tres años, embarazada y madre de un niño de año y medio, él se la encontró inconsciente en la cocina.
Desde el pasado 26 de noviembre sobrevive con respiración asistida y tiene un diagnóstico de muerte cerebral. Quizá el hecho de trabajar como enfermera de urgencias en Fort Worth (Texas) la había hecho más consciente de la proximidad de la muerte y de la importancia de entender, sin dramas, que forma parte del sueño, y de la película. Pero seguramente no podía prever que la vida, una vez más, podía llegar a ser tan cruel. Y que como respuesta a su voluntad de mitigar su posible sufrimiento y el de los demás, la empujaría al abismo, y la sometería a ser el mero contenedor de otra vida. La de su bebé.
Su familia quiere dejarla descansar y cumplir lo que ella pide en su testamento vital, pero la ley vigente en Texas exige mantener con vida al paciente si se considera probable que el feto pueda desarrollarse y llegar a nacer. Y aquí es donde me detengo. Porque no hay palabras. Porque ella, en ese testamento vital, no contemplaba la posibilidad de estar embarazada, porque la vuelta de tuerca es muy malvada, y porque intuyo que siendo ya mamá, si despertara, no podría soportar que el bebé no naciera y tampoco podría soportar la posibilidad de obligarle a formarse, a nacer de una madre muerta.
No sé. Marlise está embarazada de 20 semanas. Y si realmente la muerte cerebral es la propia muerte y Marlise ya no está, ni siquiera creyendo en los milagros, quizá es forzar las leyes de la propia naturaleza. Pero si ella pudiera hablar, a lo mejor, y al menos, nos diría que se siente útil, viva a pesar de todo, capaz de vencer a la muerte, de obligarla a esperar. ¿Y el bebé? ¿Qué historia le contará su padre?.
Sin duda cada uno carga con su mochila, pero hay quien lleva piedras entre los huesos. Hay quien camina mal. Quien lleva en su destino, de pareja, a la soledad.
Paseando por la ciudad de Roma, observo las parejas de la mano y las luces de Navidad, y parece que el tiempo se ha detenido en algún lado, y que nada de lo que azota mi nostalgia tuviera sentido. Parece que todo está en orden y que no falta nadie, ni aquí ni allá. Si pudiera, marcaría un número de teléfono para compartir lo que veo. Pero no puedo. Al menos, no a quien quiero.
Fellini dejó boquiabierto a medio mundo bañando a Anita Ekberg en brazos de Marcello Mastronianni en la misma Fontana di Trevi en la que una pareja de Corea del Sur se hace la decimoquinta foto tirando una moneda. Anita Ekberg, con su pelo platino y aquél vestido negro llenaron de erotismo y sudor cada rincón de esta ciudad. Y el amor, de película o no, va desfilando por las mismas piedras. Porque el amor es múltiple e infinito, hay casi tantos amores posibles como seres humanos por el mundo y casi todos serían capaces de justificar sus besos con convicción.
Hoy, en el confesionario de la Iglesia del Santísimo Nombre de María, en el Foro de Trajano, trataba de explicarle a mi hijo Leo, de siete años, lo que significa el pecado. Pensaba en los cientos de arrodillados que han confesado allí su perdición, y en el poder de quien, al otro lado, se siente capaz de eliminar o potenciar su culpa. Y en esta ciudad, en la que cada metro cuadrado te cuenta una historia de la Iglesia Católica y la enorme influencia de su gente, pienso en él. Y en sus palabras. Y en si realmente es consciente de que su discurso es capaz de erosionar la capacidad de aceptar, de comprender, de tolerar, de amar, de quien le escucha.
El Obispo de Castellón, Casimiro López Llorente, en la última Hoja Parroquial del año que aparece hoy, domingo 29 de diciembre, habla de lo que a su juicio es una familia y cuestiona lo que él piensa que no lo es. Afirma que el matrimonio entre parejas homosexuales provoca "el debilitamiento del amor duradero entre los esposos, del amor materno y paterno, del amor filial, el notable aumento de hijos con graves perturbaciones de su personalidad y el desarrollo de un clima que termina con frecuencia en la violencia".
Porque "la Iglesia no es dueña, sino servidora, y no puede abandonar su fidelidad al Evangelio ni su fidelidad al ser humano según el plan de Dios". El plan de Dios. No quiero pensar que en el plan de Dios entra que el amor de Victoria y Ana sea uno de esos pecados que debería explicarle a Leo, o afirmar que Alejandro no es un niño feliz. O que Elena y Bea no comparten una vida llena de armonía, o que Diego no quiere a su madre sobre todas las cosas. No quiero pensar, a estas alturas, cuando la mentira sacude los sistemas y sólo el amor nos salva de tantas cosas, que la fidelidad al ser humano según el plan de Dios consiste en negar lo que el propio ser humano necesita.
Aceptar la diferencia. Buenas personas que se aman y conviven en paz, sin dobles vidas, porque la sociedad ha aprendido a asumir que las cosas cambian. ¿O es que el amor de la pareja casada y heterosexual nos asegura un buen final?. Tu opción vital no tiene por qué ensuciar la opción de los demás. Al contrario. Podría enriquecerla. Pero es importante que la palabra del que tiene tribuna, del que goza de la confianza, de la atención del otro, predique un plan de Dios que pretende lo mismo para todas las almas. La calma. El bienestar. La verdad. Porque es difícil para todos. Y porque La dolce vita es sólo un película.
La mirada perdida. Porque hay ojos que perciben el mundo hacia dentro. Como en una espiral que su alma conoce bien. O intuye. Media sonrisa, o nada, depende de las fuerzas. O de la intensidad del que te reclama. Kate Barry murió el jueves. Su cuerpo sin vida fue hallado sobre el pavimento debajo del balcón de su casa, en París. La hija de la actriz Jane Birkin y del compositor John Barry estaba sola. La policía comprobó que la puerta estaba cerrada por dentro. Supongo que para cualquier corazón cercano es menos doloroso pensar que se tropezó, por torpeza, a que su fuerzas se agotaron y decidió cruzar la última frontera. Un límite donde el más allá es un misterio sin respuestas, pero donde por fin, eso sí, hay silencio. Sin juicios. Sin dudas. Sin contradicción.
La niña Kate fue la mayor de un matrimonio roto, de unos padres que encontraron el amor varias veces, por separado. Una niña frágil que se refugió demasiado pronto en el peor de los destinos y que consiguió salir de él por propia voluntad. Con 28 años rompió su dependencia del alcohol y las drogas y durante toda su vida luchó por ayudar a los demás a espantar sus ganas. Hermanastra de Charlotte Gainsburg, conquistó poco a poco el respeto de los demás a través de sus fotografías, instantes de un presente plasmado para siempre como su forma de percibir el mundo. Buena fotógrafa, siempre en la sombra y siempre rodeada de quien daba más luz, procuraba pasar desapercibida.
Pero por alguna razón, a veces, el peso de una familia tan válida, tan conocida, te impide descartar o precisar posibilidades de tu propia definición. Son los demás los que, presuntamente, saben quién eres. Y los demás los que te hablan sin parar, de tu madre, de tu padre, de tu hermana, de tu otra hermana. Y tú, con paciencia infinita, aguardas el momento de dar las gracias y echar a andar. Ellos. Una vez más. Sin pretenderlo, claro. Simplemente porque son ellos. Y punto.
Pero tú, que andas por allí de puntillas, tienes media existencia definida por lo que no eres. Y eso, a veces, duele. Porque todo una vida comparando, aunque sea con la mejor voluntad, es toda una vida. Y hagas lo hagas, para bien y para mal, provoca un comentario que algo tiene que ver con tus lazos sanguíneos, con tus apellidos, con tu infancia (sin querer) compartida. Mi hermana Natalia sortea como puede nuestro brillo, cuando ella, si hubiera querido, hubiera dejado ciego a quien se atreviera a mirar. Pero no quiso. Prefirió caminar a cierta distancia. Como la niña Kate, que quizá quiso comprobar, aunque fuera por última vez, el poder de sus alas. Y llegó al suelo demasiado pronto. Como a todo.
LA FAMILIA. Tan necesaria y tan compleja. Un entorno que llena la vida de amor y desamor, de compañía y de desasosiego, de ventajas y desventajas. Porque todos tenemos demasiados datos del otro, y eso, lo hace vulnerable ante tu criterio. Ante tu forma de ofrecerle ayuda si la necesita. Porque ayudar es a veces una manera de invadir, de manipular, de calmar tu culpa. De generar dependencias que más tarde se pagan con la mismísima falta de libertad. Son juegos. Juegos de poder que se tejen sobre una telaraña de afectos mal entendidos. Y peor gestionados. Y de eso habla el dramaturgo y director argentino Claudio Tolcachir en su nueva función, Emilia, de un castillo de naipes que se construye desde la infancia, día a día, y que a veces se desmorona a base de buenas intenciones. Porque líbrenme de la buena voluntad de los demás, cuando deciden ordenar mi vida y mis cajones, sin preguntar. Emilia, un ama de cría que se reencuentra con el niño al que cuidó, entra de nuevo en su vida y camina entre sus recuerdos y una realidad desordenada. Tolcachir es un genio manejando los hilos del alma humana, sujetando un espejo en el que nos miramos incómodos. Estupefactos. Porque somos nosotros. Porque son ellos. Los que nos aman. A los que amamos. Porque con una anécdota y un texto cercano y coloquial va provocando la tensión entre las actitudes y los silencios. Y el espectador se estremece. Se retuerce extraño en la butaca y mira alrededor. Por comprobar que no está solo. Qué bestia. Qué capacidad para captar lo más pequeño, los matices que transforman la caricia en dolor y el cuento en pesadilla. La vida misma, sí. Esa por la que a veces andamos de puntillas para que no se mueva nada de lo que aparentemente controlamos. Porque al menos es un dolor reconocible, nuestro, y ahí vamos, apartando problemas y soñando con soluciones. Los cinco actores (Gloria Muñoz, Malena Alterio, Alfonso Lara, Daniel Grao y David Castillo) tocan el cielo y escupen, desde la verdad, todo lo que sienten. Todo lo que saben que el teatro exige para descomponer al otro. Para atraparlo. Y lo consiguen. Y piensas que Claudio Tolcachir tuvo que sufrir mucho y observar el origen del mal, de los errores, pero confiesa que tuvo una infancia feliz y cuentan que, además, es amable, sensible y muy poco intenso al dirigir a quien debe contar su historia. Sus entrañas. Enhorabuena entonces. Por todo.
Parece mentira. Ayer hizo un año sin él. Sin mi padre. Sin su voz, sin su mirada verde. Sin sus ganas de saber de mí. Porque hiciera lo que hiciera, pasara lo que pasara, él estaba esperándome. Pendiente de escuchar mi voz al otro lado del teléfono, feliz, porque yo estaba ahí. En algún lado. Me sentía importante. Y protegida. Porque él siempre tenía la respuesta a mis inquietudes, y alguna solución. Lo cierto es que la ausencia se define con el paso del tiempo, con los recuerdos, en las conversaciones, con la rutina, rota por la mitad cuando se cruzan las palabras, los hábitos, los momentos compartidos, el eco de una conversación en tu cabeza. El jueves estuve en la RESAD, viendo la propuesta de Antonio Domínguez, un alumno de Eduardo Vasco, sobre Nuestra ciudad, de Thornton Wilder. Buenos actores, buenas ideas y un texto que me partió en dos el corazón. El tiempo pasa, y nuestras vidas pasan con él, poco a poco, sin que nosotros seamos conscientes de que esto se acaba. Respiramos aturdidos, nerviosos, mirando al frente, siempre pendientes de lo que pudiera ser y mucho menos de lo que es. Cuenta Wilder que los que se van observan desde el otro lado a los que se quedan y que ahí estarán, mirándonos, mientras no los olvidemos. El día que no vivan en nuestra memoria, desaparecerán. A veces cierro los ojos para estar con él. Para imaginármelo. Pero todavía no he podido escuchar su voz. Si me la encuentro, si me cruzo con ella por algún motivo se me agarra al estómago con sus cuchillas afiladas y me deja sangrando. Sin consuelo. Está demasiado viva, demasiado presente como para ayudarme a comprender. A asumir que no le voy a volver a ver. Nunca más.
Ayer hizo un día gris. Congelado. Y pensé que morir en invierno significa que siempre te acompañen así, con frío. Con frío en las manos, en los pies, con el cuerpo destemplado. Con las flores heladas entre los dedos y las lágrimas quietas como el hielo. Miré a mi madre y no se movía. Tenía los ojos cerrados. Buscaba estar más cerca de él allí, en esa oscuridad. En el silencio. Desde esta tierra descompuesta. Y me lo imaginé sentado, mirándonos, retenido en nuestros recuerdos. Como los personajes de Nuestra ciudad, que sólo llegaron a ser eternos cuando Thornton Wilder escribió sobre ellos.
Hay algo de esperanza, de buena voluntad enfocada a un destino de todos, de ganas de que las cosas salgan bien. Porque sólo se puede desear el bien del prójimo si el de uno mismo tiene cierta serenidad en la mirada, cierta seguridad de supervivencia. Ante la propia amargura, la ajena es casi un consuelo. Y la felicidad del otro es algo casi obsceno que puede irritar el mejor carácter. Es así. Cuando las cosas van mal, las risas de los demás se te clavan en el alma como una daga envenenada. E incluso invaden la razón con los peores pensamientos. Y es que hay que tener cuidado con lo que se grita, cuando hay quien escucha en silencio desde otro lado. Porque a veces las cosas no se cuentan, porque son demasiado dolorosas, porque cuesta ordenarlas, porque al definirlas parece que adquieren una presencia más pesada. Más concreta. Más cierta. Porque a veces la respuesta de los demás te da la verdadera dimensión de tu pesadilla y no necesitas más comentarios sobre tus tinieblas. Sobrevivir a ellas ya es un infierno personal. Y lo haces lo mejor que puedes. Pero hay quien no es consciente del mal del otro y sacude sus posibilidades, sus proyectos, sus cuentas, sus resultados, sin parar un instante a pensar si el interlocutor puede soportar tanta diferencia. En fin. Encontraremos la medida. Porque también hay que procurar lamentarse menos y poner el foco en construir. Hacia algún lado. Porque es cierto que todos necesitamos que la tristeza pase de largo, como un tren antiguo, que cruza por el lugar equivocado. Y nos hace verdadera ilusión leer que en 2013 ha muerto menos gente en la carretera, (la cifra más baja desde 1960), que esa prima de riesgo que tanto nos angustió está por debajo de los 200 puntos o que el empleo frena su caída. Queremos volver a reírnos, y a llorar, con cierto equilibrio. Pero hay un espejo deformante, donde miramos, y no reconocemos lo que vemos. Parece otro lugar, donde vivir con miedo, con desprecio. Nuestros investigadores se van. Porque aquí no los quieren. Se van nuestros artistas. Porque les gritan. Se van nuestros pilotos. Porque no quedan alas para volar. Y se irán nuestras embarazadas, a buscar quien entienda que no es el momento. Y eso duele. Porque casi todo está prohibido. Demasiadas multas, demasiados impuestos, demasiadas mentiras. Y no se puede ahorrar. Pero por alguna razón, este 2014 esconde cierta ilusión irracional, un extraño optimismo. Ojalá.
Amaba el mar. Y el horizonte. Colgaba sus ojos verdes en algún rincón del infinito. Y soñaba con estar siempre en paz. En armonía. Mi padre. Esa voz que siempre encontraba respuestas entre sus pensamientos, y que te hacía sentir tan seguro. Huía de los conflictos. Y podía hacer cualquier cosa para evitarlos. Porque concebía la vida de otra manera. Más serena. Más silenciosa. Como si hubiera entendido desde el principio que estamos aquí de paso, y que el camino hay que hacerlo con una sonrisa. Quizá por eso era feliz con tan poco, y se entendía tan bien con su soledad. Porque todo lo demás le parecía un regalo. Aceptaba tu tiempo valorando profundamente lo que le dabas, y no juzgaba jamás lo que no podías darle. Como si agradeciera que pensaras en él. Siempre le sorprendía que le destacaran, le llenaba de confianza.
Tenía una mente tremendamente poderosa, y fue, en profundidad, un intelectual. Tan culto, que el más grande podía sentirse pequeño. Y sin pretenderlo, robaba cualquier conversación. Le recuerdo estudiando los textos por el pasillo de casa. Siempre se levantaba muy temprano, y paseaba con su guión debajo del brazo recitando su personaje. Le gustaba el té. La ensalada templada y la vichyssoise que hace mi madre, que es la mejor del mundo. Era muy coqueto. Muy elegante. Y pasó de ser ese galán maduro con su traje negro de Toni Miró a ser un anciano dependiente. Del paraíso al infierno en un instante. El instante en que la enfermedad se define y empieza a condicionar cada paso de tu existencia. Y la de los demás. De aquellos a los que más quieres en este mundo, y que por ayudar, te piden más de lo que deben. Y tú lo haces, por no verlos sufrir. Y es que la enfermedad te quita el brillo de los ojos. Y aparece un tono violeta alrededor la pupila. El mismo que rodea tu percepción de las cosas. Y que ya va a ser otra, para siempre.
Mi padre era un buen hombre. Una persona compasiva. Solitaria. Reflexiva. Extremadamente inteligente. Con tendencia a protegerse de sí mismo y de los demás. Porque la mediocridad puede llegar a ser muy aburrida. Y muy nociva. Recuerdo su voz. Y su sonrisa. Y su forma de peinarse frente al espejo. Y cómo se alegraba siempre de verme, de escuchar mi voz al otro lado del teléfono. Siempre. Él es, sin duda, el hombre de mi vida. Alguien insustituible cuya ausencia se reparte entre los rincones. En la mecedora donde se sentaba a leer. Entre sus libros. En el recuerdo de sus ojos verdes. En sus consejos, siempre certeros, siempre a tiempo. En una estrella del mismísimo cielo que ha elegido mi hijo para poder hablar con él. En su letra, que conservo en algún papel. En su legado infinito. El mundo es otro. Porque ahora sí, ahora sé que esto se acaba alguna vez. Espero, papá, que no te sientas solo. Porque a pesar de que siempre buscabas la paz de tus rincones, tu necesidad de nosotros era absoluta. Tierna. Incurable. Y yo te echo tanto de menos.
Actor, 80 años. Nació en Barcelona, pero se inició en el teatro en Madrid. También hizo cine y televisión, pero fue en las tablas donde cimentó su prestigio con personajes de Pirandello, Mihura, Camus... Tuvo tres hijos con la actriz Gemma Cuervo, dos de ellos han seguido sus pasos.
Se crió en esas islas donde siempre es una hora menos. Donde las palabras acarician la dureza de las cosas y donde casi siempre andan de buen humor. Es otro ritmo. Y no hay guerras. Están lo suficientemente lejos como para sentirse al margen, pero él quiso implicarse hasta jugárselo todo. Siempre lo tuvo tan claro que parecía mentira. Desde el otro lado cuesta comprender esa entrega, a cambio de casi nada. De la satisfacción de ser útil. De la valentía de atreverte con lo que nadie se atreve. Del orgullo de denunciar lo que siempre se esconde entre las sombras, y con barnices de normalidad. Cruzarse el planeta para contarlo todo. Dar visibilidad a quien no la tiene. Hablar de la verdad de cada tierra desconocida. Eso quería Javier. Y eso quiere. Escribir sobre los rincones escondidos, sobre los conflictos que nadie entiende en los que la gente se mata, por territorios, por dioses ausentes, por banderas, por lenguas que se extinguen poco a poco. Sobre los niños del mundo, que tienen derecho a que se les escuche y nadie les pregunta. La sinrazón. Que se lo come todo con su falta de argumentos.
Le llamamos el canario. Por eso. Porque es de allí. De donde todo llega una hora más tarde. Incluso la muerte. Tiene mucho sentido del humor y una sonrisa grande, que contagia constantemente. Que regala. Es un buen amigo de mi hermano Fernando. De los mejores. De los pocos. Porque al final los contamos con los dedos de una mano. Y vino a la fiesta sorpresa que le hicimos por su último cumpleaños. Le llamé, y me respondió desde Beirut. "Allí estaré". Dijo. Y allí estuvo. Ahora, secuestrado desde el 16 de septiembre en Raqqa, al norte de Siria, donde la cobertura de la guerra es prácticamente imposible y muy arriesgada, quizá, le hayan robado la sonrisa. Y quizá, por sus dos hijos, esté reflexionando sobre la próxima vez. No sé. Javier trabaja solo. Y cuando su compañera Mónica García Prieto, madre de sus dos hijos, reportera valiente y convencida, le pidió que dejara Siria porque sus hijos "le necesitaban vivo", parece que Javier respondió, que "los niños de Siria necesitaban la atención del mundo". Así es él. Porque hay profesiones, metas, territorios íntimos, que están por encima de uno mismo. Canario, vuelve, por favor, con tus sueños o sin ellos. Diles que no estás solo. Y que su guerra no se gana con tu vida.
Estupefacta. Queriendo creer que sólo imagino lo que escucho, que no es verdad, que no es mi patria la que tolera lo que nos toca soportar en el marco de lo legal, de lo justo. De aquello que los hombres aprobaron para proteger la convivencia de los suyos y la fatalidad de sus obras, siempre enredadas a su destino. Miguel Ricart, el asesino de las niñas de Alcasser, dejó la prisión de Herrera de la Mancha sobre las cinco de la tarde del pasado viernes. Y nunca estuvo solo. Una oleada de periodistas le acompañó para reconocer el horror de sus manos y su respiración. Paso a paso. Dos reporteras de una productora de televisión le escoltaron hasta Madrid, a la caza de una exclusiva que se ampara en la Libertad y el Derecho a la Información. Elementos democráticos básicos, sometidos durante muchos años a un poder absoluto, violento y equivocado, pero cuya defensa a ultranza hoy, puede llevar a vulnerar la ética y la lógica de cualquiera. Miguel Ricart ha estado a punto de percibir una alta suma de dinero por contar su basura a la sociedad, ante los ojos rotos de unos padres que deben soportar lo más terrible como una carga más del destino. Sin respuestas. Sin nada. Gente normal que ha conseguido sobrevivir a la mayor de las injusticias y que hoy tiene que revivir la exposición de su vida privada, su desgracia, como si ni siquiera fuera suya, como si perteneciera a los demás. Que juzgan. Y que opinan. Constantemente. Y es que Miguel Ricart importa al mundo, porque tiene algo que contar. Sobre la maldad. Sobre la tortura. Sobre lo peor del alma.
Los límites. Esa interesante frontera que cada uno puede manejar a su antojo y que define nuestra capacidad de dar o de quitar a los demás. Su estabilidad. Su autoestima. Su confianza. Su bienestar. Y ahí estás tú, con el deber y con la obligación de medir quién quieres ser en esta vida. Y mientras en Islandia las fuerzas de seguridad piden perdón a la ciudadanía por haber provocado, por primera vez en su historia, la muerte de una persona en una operación en la que el individuo les recibió a tiros en su vivienda, nosotros, en este país de sol, pero a la sombra de ese corazón supuestamente helado que late en Reikjavik, nos jactamos de perseguir al asesino para que nos cuente qué siente, y porqué lo hizo. Cobrando o sin cobrar ¿Cuál es el ejemplo? ¿Cuál nuestra dignidad? Que Ricart se pudra en su silencio. Porque nadie le quiera escuchar.
Ella cuenta que se enredó en esta aventura porque le prometieron ayuda. Pero que ha estado sola, frente a sus recuerdos y su realidad. Que es la primera vez que se enfrenta al abismo del folio en blanco y que se propuso contar la verdad. Y la verdad de una vida es repasarla, y hurgar en la intensidad de unas emociones que a veces vagan por nuestra memoria, pero que habitualmente no se detienen. Y para reconstruirlas hay que parar el foco. Y cambiar la óptica.
Vuelven aromas de otro mundo, heridas de otro tiempo y frustraciones por afrontar. Pero también sacude la catarsis de comprobar que esa es tu vida. Y que no ha estado tan mal.
Lola Herrera cuenta que se queda con lo mejor en un libro en el que decide mirar al frente, y hablar. Hablar de ella, de sus hijos, de sus padres, de la guerra, del desamor, de la esperanza, de los miedos, de las dudas, del esfuerzo y de la calma que se conquista con la edad. Con una edad por la que se avanza a base de algunas sonrisas y más lágrimas. Aparta lo peor y borra de su memoria a quien la quiso mal o no la quiso, sin acritud y con las ganas de conquistar una armonía tan valiosa como lo fue la exaltación de los mejores momentos. Porque quizá, la felicidad sea eso. La verdadera calma. La posibilidad de pasar por los días sin peso, con la ligereza que te aporta el orden emocional. La aceptación de las cosas.
Cuenta que siempre trabajó duro, y que siendo de una generación que ha vivido la guerra, y la posguerra, consciente de lo que significa la falta de formación, invertir en la educación de sus hijos se convirtió en una obsesión. Que para mantener una estructura, una rutina, unas necesidades, renunció a menudo a estar con ellos, y ese vacío la ha acompañado siempre, constante, impertinente. Con una vida a contracorriente, y la voluntad de estar en varios sitios a la vez, iba a las reuniones del colegio, a las fiestas de navidad, con las otras madres, y siempre se sentía fuera de lugar, culpable de algo, justificándose por sus ausencias.
Me emocionó reconocer en sus palabras la misma alarma que en los sentimientos de mi madre, que entre función y función se cruzaba Madrid para vernos, a mis hermanos y a mi, antes de dormir. Y me recuerda mi falta de aliento cuando no puedo adaptar mis horarios a los de mi hijo Leo. No poder verlo, olerlo, es una punzada directa al corazón. Gracias Lola, por compartirlo, a pesar del riesgo que significa tanta exposición. A pesar de todo. Nos quedamos con lo mejor.
No tengo ni idea. No sé cómo se elige lo correcto, ni sé cómo se acierta. Supongo que por intuición. Y por coherencia. Porque paso a paso vas armando una vida en la que tú ya ocupas un segundo plano en el que a veces, incluso, te desdibujas. Los hijos. Tan tuyos como de quien se les cruza por el camino y eligen como parte fundamental de su existencia, sin consultarte. Como tú, que tampoco consultaste de quién enamorarte o a quién seguir al fin del mundo. Pero de ahí a pegarle un corte de manga a quien te cuida hay un abismo. A quién se le ocurre. Tenerlo todo y tirarlo por la borda. Nunca he comprendido por qué quien tiene todas las oportunidades es a menudo capaz de despreciarlas. Dónde está la torpeza a la hora de transmitir que lo que le das no le pertenece si no es por tu generosidad, y que debería cuidarte, cuidarlo, y ganarse que la justicia universal le siga considerando un elegido.
Niños bien con sed de mal. Y ahí voy, a hablar de los hijos de nuestros queridos personajes públicos, que no sólo no dan las gracias por el legado, sino que se funden lo que hay a golpe de portazo. Me quedo muda. Cuando leo que el hijo de Rocío Jurado y Ortega Cano está en la cárcel por robar un coche utilizando la violencia, después de gastárselo todo en un club de carretera, me pregunto qué guarda este chaval en el corazón. Y en la cabeza. Si jamás se ha parado a pensar en lo que le costó a su madre conquistar un rincón en este mundo y en que la decepción es la peor de tristezas. Porque no se trata de un adolescente con malas notas, sino de delinquir, que es muy grave. De amenazar, de robar, de pegar, de intimidar, de quemar un vehículo ajeno y de salir corriendo. ¿Pero qué está pasando? Doble burla. Doble pedorreta a un destino que quiso darle otra oportunidad. Porque hubo un día en que alguien se cruzó el planeta para sacarle de la miseria y darle otra oportunidad, y él ha querido tirarla a la basura. Un drama. Y una desfachatez. Quizá madure, con todo lo que eso significa, y la culpa le tumbe las ganas de seguir tentando a la suerte. Quizá esta sacudida le ponga firme, o quizá no, y quiera reivindicar un estilo de vida como rebeldía al exceso y al aburrimiento. Qué jeta. Y sí, precisamente yo, porque también llevo unos apellidos y un legado a mis espaldas, me permito el lujo de opinar. Y de opinar mal. Porque no todo vale. Y porque cada uno tiene una responsabilidad.
"Jamás se ha parado a pensar en lo que le costó a su madre conquistar un rincón en este mundo".
En qué cabeza cabe. Y en qué corazón. Porque no compartes partido político, pero sí profesión, y forma de vivir, y cierta ética. Pero te sientes con el derecho y la razón de gritar lo que te dé la gana al contrario, a ver cómo reacciona. Sin duda el clima preelectoral de cara a las elecciones municipales del 2014 agita los ánimos y el veneno de los franceses, pero es que además parece que los odios se instalan y atraviesan generaciones que crecen con más voluntad y peores intenciones.
Qué pena. La actual ministra de Justicia francesa, Christiane Taubira, fue objeto de dos humillantes ataques originados por el color de su piel. Increíble. Pero hay tantas sensibilidades como seres humanos y en la variedad de almas cabe casi todo.
Vas por el mundo pensando que en tu lógica se mueve lo más habitual y no, la realidad es otra. El primer despropósito lo lanzó Anne Sophie Leclere, del partido de extrema derecha Frente Nacional, comparando a Taubiria con un simio y deseando "verla colgada de las ramas de un árbol antes que en el Gobierno", y la segunda experiencia 'súper conciliadora', la protagonizaron unos niños en plena calle y custodiados por sus padres, balanceando un plátano entre los dedos y cantando "La mona Taubiria come la banana". Qué bonito. Y qué esperanzador.
Independientemente de ideologías, porque sinceramente no es el caso, la falta de respeto al otro es tan aberrante que crea un gran desasosiego pensar que se puede insultar, y además estar convencido de que insultas con pleno derecho a hacerlo, a pesar de que constituya un delito penal.
Con la seguridad de que construyes una sociedad con unos valores que tus hijos deben sujetar a golpe de plátano. Y yo, que leía esta noticia entre basuras y que escribo sobre ella en un tren que ha salido dos horas tarde de su destino, lleno de gente desesperada por llegar a (o por huir de) su casa, me pregunto qué más puede pasar.
Porque vivir en un Estado de Derecho significa respetar la ley. Y si los que la protegen se llenan los bolsillos de un dinero que no les corresponde, y aprueban como inevitable la pérdida de los pilares básicos de un bienestar que debería traducirse --antes de nada-- en mera dignidad.
Si a los que convivimos nos embarga el desprecio por la diferencia e insultamos al otro como si fuera el enemigo, si la cáscaras de plátano se pudren en las aceras y yo no puedo llegar en tren, a mi hora, a trabajar, no sé cómo seguir. Ni por dónde empezar. Pero tranquilidad. Porque parece que, definitivamente, ya hemos sido rescatados. Ahora sólo hay que empezar a pagar.
El jueves fue su cumpleaños. El día de su centenario. Y yo hubiera querido estar allí, en Lourmarin, donde descansa entre el verde y las flores de La Provenza Francesa, con su nombre en una lápida pequeña, lejos de todo. Albert Camus ya es para mí un compañero inseparable, un amante que me acompaña por las noches, y al que culpo a menudo por los latidos de mi corazón. Interpretar a Marta en El malentendido me permite acercarme a su mente de una forma tan íntima, que a alguna de sus mujeres le hubiera provocado desasosiego. Soy yo la que proceso su palabra y yo la que la escupo, con la rabia que comparto con ella por tantas cosas. También me siento sola y también lucho por cumplir un sueño siempre contaminado, sacudido, enfermo de miradas que opinan, de ojos que juzgan, de mentes con expectativas distintas a las mías. Desconocidos que empujan tu vida hacia otro lado. Me paseo por el escenario con su pensamiento en mi cabeza, y grito su tragedia, desesperada, como si fuera mía, afrontando la ausencia de Dios, la importancia de encontrar las palabras para comunicar cualquier deseo, el peso de la duda, la angustia de tener que decidir siempre, la consciencia de la fatalidad en el destino. Camus murió en un accidente de coche, con su billete de tren en el bolsillo. Le convenció su amigo y editor Michel Gallimard, de que viajara en su Facel Véga Coupé nuevo. Y lo hizo. Camus dijo una vez que no había nada más absurdo que morir en un accidente de automóvil, e iba a viajar en tren. Como siempre. Aquel 4 de enero de 1960 había invitado a cenar a la actriz María Casares, con la que tuvo una intensa relación y para quien escribió el personaje de Marta en El malentendido, que se estrenó en 1944, en París. Y así estoy yo, como una amante, con el privilegio de saber que ahora el texto es mío y de que a través de mí van a escucharle a él. Reflexiones que hoy retornan tan oportunas que el alma del espectador se estremece y las nuestras, sobre el escenario, empatizan con cada punzada de dolor, con cada herida. La mañana que murió mi padre, esa mañana, le recité el monólogo de Marta al oído, muy bajito. Estaba inconsciente. Pero sonrió. Muy poquito. Y quise entender que estaba preparada. Que quizá era así como él, como ellos, lo hubieran querido. Dentro de unos días será su cumpleaños. También noviembre. Y también lo celebraré sobre el escenario. Con ellos. Porque ellos sí que están. Siempre. Por todos lados.
Tengo grabado el grito. El tono desgarrado. La impotencia. Porque esa mañana salieron de casa para volver. Como German, aquél amigo mío que cogió la moto con la comida en la mesa, y nunca regresó para sentarse a ella.
Han pasado muy pocos días, pero la actualidad saca a puntapiés al que ayer rondaba las mayúsculas. Y hoy es otro el que se queda el titular. Qué suerte. Tu nombre en la portada. Si no fuera porque se trata de una tragedia. Otras seis familias rotas. Otros seis mineros muertos, por negligencia.
Pensaba en ellas. En las que se quedan. En el eco al otro lado del teléfono. En la casa vacía. En la rutina, que a partir de ahora será otra. Pensaba en el último instante, en las prisas, en una despedida fría, o no, y en un oficio en el que el viaje es siempre interminable. Porque el trabajo en una mina deber ser -piénsenlo- escalofriante. Bajo tierra. Y con la muerte en los talones.
Los cuerpos sufren, día tras día. Y las almas viven más encerradas de lo habitual. Y la historia siempre es un bucle, es una pesadilla que va más allá de la fatalidad. Y aquellos que escucharon un día en boca de su madre, o de sus abuelas, aquél grisú de 1952 que se llevó por delante a nueve mineros, hoy se repite con idéntica desesperación. Una agonía.
Pensaba en ellas. Con la ropa de ellos colgada en los armarios. Y en la silla vacía. Y en la vida entera para dibujar otra vez el cuento, pero sin él. Tu pareja, tu marido, tu compañero, tu amigo, tu amante, el padre de tus hijos. Imaginar su angustia, su despedida, y enloquecer. Vidas tan duras hacen al ser humano susceptible de apoyar al otro, de ponerse a menudo en su lugar, de comprender y de arropar. Por eso se encerraron para compartir su dolor y llorar a sus muertos sin otra compañía que los amigos y la propia familia.
Pero la vida sigue, y el Pozo Emilio, donde los seis mineros perdieron la vida el pasado lunes, tras un escape repentino de metano que les provocó la muerte por asfixia, abre otra vez su corazón, tan cerca del infierno. Y unos treinta trabajadores entrarán a la explotación el domingo a las doce de la noche y retomarán el trabajo. Y ellas se quedarán, como siempre, esperando. Con el terror en la mirada. Sabiendo que podrían ser sus nombres los que lloraran ahora las ausencias. Que son sus compañeras, sus hermanas, las que hoy ponen la mesa y miran impotentes esa silla vacía, pero podrían ser ellas. Una estúpida ruleta rusa. Que no tiene piedad. Y que tampoco escucha.
Esa instantánea tan común, en la que la sonrisa es una intención forzada, medida, para expresar exactamente lo que la voluntad decide. Borrar cualquier emoción negativa que pueda ofrecer más datos de los necesarios. Es fundamental mirar al objetivo y congelar la cara con un gesto que transmita cierta serenidad, cierta alegría de vivir. Aunque tengas el corazón roto y el mundo se esté desplomando a tu alrededor. Click. El grupo se deshace y ya puede pasar cualquier cosa. Los que se abrazaban se retiran la palabra, los que se ignoraban se besan con lengua en el baño más cercano, los que hablaban más alto se callan. Y miran a su alrededor. Todos saben demasiado del otro. Y eso no es bueno. Porque tener demasiados datos del otro hace al otro vulnerable y tú lo sabes y él sabe que tú lo sabes. Porque él también tiene demasiados datos de ti. Foto de familia. Esa institución tan compleja como imprescindible para quien forma parte de ella. Esa telaraña de causas y efectos que por inercia o por narices, sucede. Y se repite. Y se extrapola a otras instituciones cuya telaraña es más pegajosa todavía. La clase política, por ejemplo, se saluda, se da la mano, y mira al objetivo, click, inmortalizando un pacto imposible. Porque jamás pretendieron entenderse. Pero posan, como suegros y cuñados, con la sonrisa, evitando transmitir emociones negativas que puedan dar una idea cercana a la realidad. O viceversa. Ponen cara de póker al mismo tipo al que invitarán a comer un chuletón, y punto. Porque las apariencias sí importan. Por eso hay que pararse a contar, en un instante, que todo va bien. Que a pesar de los desacuerdos, son capaces de una entente cordial que encima pretende dar ejemplo. ¿Pero ejemplo de qué? Como en las mejores familias, saben respirar hondo y posponer las conversaciones intensas para otra soledad. Cuando los alrededores estén libres de comentarios. Su relación personal nunca tiene que ver con lo que nos dejan ver, y además lo que nos dejan ver siempre es poco. Se espían entre ellos, como los niños en Halloween, detrás de las puertas. Y el álbum es siempre parecido, año tras año, década tras década, manos que se aprietan, corbatas, trajes de chaqueta, y eso sí, una media sonrisa capaz de sujetar cualquier temporal. Por si las moscas. Fotos de familia. Algunas nos producen nostalgia, y otras una confusa indignación. Por la sonrisa. Porque desde el otro lado no tiene ninguna gracia.
Ayer fui al ginecólogo. A una de esas revisiones tan necesarias, en las que hablas con precaución, con la respiración entrecortada y la boca seca. Te haces el lazo en la bata azul, te encaramas a la camilla y disparas los pies, en tensión, uno hacia cada lado. Y esos silencios. Esos silencios densos. Clavas la mirada en el techo, como si pasaras, por casualidad, por allí, y esperas a que su voz rompa el punto de vista.
El foco en él. Está todo bien, dice. No hay nada raro. Nada malo. No hay nada. Respiras hondo. Sonríes. Respiras otra vez. Qué suerte. Qué buena noticia. Otra vez. Porque en una de esas revisiones tan necesarias, en un día normal, un día cualquiera, un día de estos, te dicen que hay algo que no te pertenece. Algo que te visita y quiebra tu armonía. Un eco sordo, un golpe en el estómago. Todo cambia. Y todo gira, a partir de ahí, alrededor de eso desconocido que será, a partir de ese instante, el centro de todo. Hoy se celebra el Día del Cáncer de Mama.
Y al menos nos detenemos a pensar en quien tiene que luchar contra una adversidad que nos resulta incomprensible. Como un mal accidente. Como el destino malogrado de quien andaba recto, por su camino. Sólo en España, al año, hay unas 25.000 mujeres diagnosticadas, y un 85% de ellas, se salva. Porque recupera su vida normal. Porque tenemos la suficiente información como para intentar prevenir lo que, a tiempo, puede ser sólo un susto que te hace especialmente vulnerable, pero que no conseguirá que cruces al otro lado. Porque sólo la palabra CÁNCER es el demonio enmascarado, la sombra, el insomnio, lo impronunciable. Y me produce una absoluta admiración la capacidad de lucha, de superación, la fuerza que tiene una sonrisa en medio de la sacudida.
Tras la mala noticia, la conciencia de que hay algo que depende de ti, de tus ganas de seguir, del rincón que has conquistado en este mundo y que para bien o para mal, ya es tuyo. Un lazo rosa. Un abrazo. Un beso. Unas letras para recordar que todas podemos estar ahí. Que es una enfermedad que invade y desespera, que tiene demasiada presencia, que plantea muchas preguntas y da pocas respuestas, que forma parte de lo más complejo de esta vida que nos da y que nos quita. Que nos da. Y que nos quita. Por todas las mujeres que han convivido y que conviven con la mayor dificultad. Por quienes la superan, porque habrán aprendido tantas cosas. Por las que se quedaron por el camino, porque seguro que hicieron lo que pudieron. Y por los que se quedaron, que siempre estarán dispuestos a recordarlas.
¿Recuerdan aquél fantástico documental, El tren de la memoria? Marta Arribas y Ana Pérez se trasladaban a la España de los años 60, en la que dos millones de españoles salieron escapando de la necesidad y con la ilusión de espantarla. Viajaron a Alemania, a Francia, a Suiza y a los Países Bajos, buscando algo de dignidad que, como decía Fernando Fernán Gómez en El viaje a ninguna parte, se entiende, entre otras cosas, como un mínimo de bienestar. Fundamental. Porque además de la moral, está el agua caliente y las sábanas limpias, el cocido en la mesa o una cama donde dormir.
Un techo, unos zapatos, y algo de alegría. Que nada de esto sobra en los corazones destemplados. Que no sólo los sueños, o los ideales, también la autoestima lo agradece. Pues ahí vamos. Reconstruyendo. Porque volvemos a esos trenes con la promesa de escapar de la nada. Porque volvemos a pedir asilo a quien tiene la sartén por un mango tan largo que cruza y descruza fronteras. Y hoy otra vez, decenas de jóvenes han cogido un tren con la promesa de mejorar sus vidas.
A unos les saldrá bien, pero otros se han quedado atrapados en la mentira, atraídos por una oferta de trabajo que no existía. Qué valor. Enriquecerse a costa de la angustia, de la miseria, del grito de socorro de los demás. Qué feo. 128 jóvenes españoles atrapados en la ciudad de Erfurt, que viajaron por un contrato de prácticas con opción a otro de aprendiz en alguna de las empresas de la región, y no encontraron nada. Hacinados en literas y soportando el mal olor buscan una salida, una explicación, algo que les calme.
El Ministro de Economía de Turingia y representantes de la Embajada española hacen balance de la situación e intentan ofrecer propuestas concretas. Dos empresas intermediarias –una española, otra alemana– se echan los dardos mutuamente y se sacuden cualquier responsabilidad. Menuda jeta. Vivir del miedo, de la inseguridad de los demás, y disfrazar la telaraña, de laberinto con oportunidades en el que supuestamente todos tienen algo que ganar. Pero las arañas se comen al que llega perdido, confiado. Y tras la decepción, cualquier cosa les va a parecer tocar el cielo. Porque, como en aquél tren de la memoria, volvemos a sentir que cualquiera es mejor que cada uno de nosotros, y que dejándonos sus sobras nos hacen un favor. Qué rabia. Con lo que nos ha costado quitarnos los complejos.
Atlas de geografía humana. De la novela, a la sala Princesa del Teatro María Guerrero. Con el mismo título. Me contaba Almudena Grandes que su generación, la que nació en la década de los sesenta, se lo creyó todo. Que a la euforia de los veinte años se sumó la euforia de un país adolescente que lo tenía todo por hacer.
Donde todo era posible. Y que España, un país pobre, en el que nuestros abuelos se calentaban con mesa e infiernillo, donde siempre hacía frío en las casas, en el que la guerra y la posguerra habían durado varias vidas, un país de emigrantes, de trabajadores, también se lo creyó. Se creyó rico, como otros. Y corrió como otros para alcanzar la meta. La meta de otros. La nuestra se quedó por el camino.
Porque en esa carrera se estropeó la libertad, la democracia, la confianza en los demás, en las instituciones, en uno mismo. Y que en ese periplo, la mujer, se cargó a la espalda una maleta de ilusiones. Convencida de que trabajar era sinónimo de independencia, y con la idea de ser más independiente que nadie, se lanzó al ruedo con la complejidad de tener que compaginar esa independencia con una intimidad irrenunciable y muy compleja de organizar. Y así vivió, enredada a la exigencia profesional y a la privada hasta volverse loca.
Atlas de geografía humana, cruza a cuatro mujeres casi desesperadas que quieren volver a confiar en algo o en alguien. Porque son conscientes de que pasa la vida, su propia vida, por delante de sus narices. Porque quieren volverse a enamorar. Porque esto es lo que hay, no mucho más, ni mucho más allá. Y hay que aprender a ser feliz con ello. Con este puzzle. Con lo más pequeño. Porque a veces, las cosas cambian. Y siempre queda esa posibilidad.
Atlas de geografía humana vuelve al María Guerrero, porque habla de nosotras. Y a nosotras nos gusta que un buen texto hable de nosotras. Nos reconocemos. Y eso nos da cierta serenidad. No estar tan sola. En tus reflexiones, en tus decepciones, en tus renuncias, en la nostalgia, en la certeza. En general. No estar tan sola. Y a nosotras nos calma hablar sobre nosotras con las demás. Reírnos. Aconsejarnos. Confesar. Contarlo todo. Y preguntar. Por si el espejo sirve. Por si algo sirve. Tu propio atlas.
Ese rincón del mundo por explorar. Quince años después de la novela la función cobra otro sentido. Porque hoy, hablar de decepción es hablar de demasiadas cosas. Hay que buscar la euforia, la luz, el horizonte. Hay que encontrarlo todo. Un nuevo mapa en cada nuevo atlas. Con otra realidad.
En serie:
Otra vez. Como la peor de las pesadillas. Es recurrente. Busca el rincón de tu cabeza. Y se repite, para no dejarte en paz. Para que te levantes con desasosiego, mirando alrededor. Buscando la verdad en algún sitio. Con la firme voluntad de no volver allí de donde te has escapado. El ser humano nos sorprende de nuevo, nos deja con la boca abierta y la esperanza rota. Cada vez que uno de la manada se salta las reglas, y lo hace sin moral, con ganas, consciente del daño, de una forma brutal, los demás retrocedemos para mirarnos en el espejo. A ver si somos de la misma raza, del mismo tamaño, del mismo mundo que aquél que fue capaz de cometer una atrocidad contra uno de los suyos. De tratar a alguien de esa manera. Y cada vez que uno de nosotros utiliza su fuerza contra un niño, nuestra sensibilidad se estremece y nuestro corazón se echa a temblar. Asunta, la niña de 12 años que murió el sábado por la noche, asesinada, asfixiada, ha ocupado estos días nuestros pensamientos. Y una vez más nos es imposible comprender. Sus padres, ambos en prisión acusados de homicidio, son los principales sospechosos. Una niña adoptada, a la que el destino abandona por segunda vez. ¿Por qué? El gobierno chino pide explicaciones y las parejas en lista de espera para poder adoptar rompen a llorar, horrorizadas. La niña fue sedada con Diazepam. Para poder asfixiarla sin resistencia. La cuerda que encontraron junto al cadáver es la misma que la Guardia Civil halló en casa de los padres, así que la cuerda ha pasado a constituir la prueba de cargo contra ellos. Un periodista. Una abogado. ¿Como usted? ¿Como yo? ¿Como José Bretón? Son inocentes hasta que no se demuestre lo contrario. Pero sólo la idea, la idea volando por la imaginación, sólo el infierno que trae la pesadilla y el bucle y la obsesión de preguntarnos quiénes somos, qué nos lleva a vomitar el mal, qué nos perturba hasta hacernos pequeños, nocivos para los demás, monstruos a los que hay que encerrar para que acabemos con la vida del otro. La vida. Ese misterio inexplicable. Ese regalo que te dan y te quitan. ¿Qué recordará José Bretón? ¿Qué huellas detiene entre sus manos? ¿Y Rosario Porto, la madre de Asunta? 44 años de vida se desdibujan. Ya eres otro. U otra. Porque jamás vas a recuperar nada de lo que había. Nada. Y ésa también es una manera de morir.
LA FAMILIA. Ese misterio tan cercano. Donde todos manejamos demasiada información sobre el otro. Donde amamos y odiamos visceralmente. Donde los recuerdos son compartidos pero a la vez tan personales como la propia vida. No intercambiable. Tuya. Sus silencios han llenado folios en blanco. Y pesan como las piedras. Por elocuentes. Por inoportunos. Por sinceros. La familia. Ese apoyo incondicional que a veces frena nuestros sueños, que ayuda y pide ayuda sin pensar en las consecuencias, que te forma y te orienta, que te define y te bloquea. Esa intensidad. Hoy he visto Presentimientos, la nueva película de Santiago Tabernero (la primera fue Vida y Color), basada en la novela homónima de Clara Sánchez, y he vuelto a llorar. Una preciosa historia que nos recuerda que merece la pena apostar y mirarse a los ojos y perdonar y comprender y asumir que la vida son muchas cosas juntas. Y hay que caminar en ellas. Entre ellas. Y a veces, sobrevolarlas. Grandes, maduros, generosos, Marta Etura y Eduardo Noriega son pareja, y padres de un primer hijo que desordena los tiempos, las complicidades, los afectos. Que desdibuja los perfiles de cada uno hasta provocar el desencuentro. Que te hace olvidar quién eras. Y que a la vez (qué gran contradicción) prolonga tu existencia. La proyecta. Secretos y mentiras que pueden convertirse en heridas y que debes tejer, poquito a poco. A tu piel. El miedo, dirigida por Jordi Cadena (codirector de Elisa K junto a Judith Colell) es una historia de terror. Si el mismísimo diablo vive en casa, Dios debería esperarte fuera. Violencia de genero contada con pudor, con contención, con frío. Con dolor. Grandes actores y otra vez la familia como centro neurálgico, como origen de casi todo. Y si Mar Coll, en su maravillosa Tres días con la familia nos hablaba con tanto acierto de ese universo tan reconocido, hoy, con Todos queremos lo mejor para ella (ella es Nora Navas en estado de gracia) nos rompe el corazón, porque el amor es torpe, y aún cuando desea lo mejor para ti puede acabar contigo. Las tres competirán en la sección oficial del la 58ª edición del Festival de Cine de Valladolid, y en las tres estamos todos. Porque la familia es ese lugar en el mundo del que huimos. Al que volvemos. Y en el que casi siempre nos quedamos.
'Vivir es fácil con los ojos cerrados', una historia preciosa, llena de amor y nostalgia.
Me gustaría transmitirles la experiencia de estar ahí. En la cuerda floja. En un balcón a la calle, expuesto a los ojos de los demás de una manera excesiva y consciente. La experiencia de un trabajo con proyección pública, que no deja de ser tu oficio, pero que está íntimamente ligado a tu autoestima, a la confianza en ti mismo, y que recoge la responsabilidad de que el resultado del esfuerzo de los que te rodean cumpla su meta. Porque eres tú quien da la cara, pero son muchos los que están detrás sudando la camiseta. Y si tú no estás ágil, consciente, amable, cálida, elegante, comunicativa y convincente, todo lo demás, se devalúa. Se entristece.
Y ahí estaba yo el pasado viernes, una vez más, con la boca seca y el corazón acelerado, antes de salir al escenario del Kursaal de la mano de mi querido compañero, Unax Ugalde, para Presentar la Gala de Inauguración de una nueva edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Y el universo entero se centraba en aquel momento. Supongo que no hay que darle tantísima importancia. Que hay que intentar relativizar el peso del error, manejarlo con más sentido del humor, con la certeza de que si algo se tuerce, la vida seguirá más o menos como hasta ahora. Pero no. El escenario es casi un agujero negro, donde hay que saltar ya, sin red, a por todas.
Nos sudaban las manos, repetíamos el texto una y otra vez, en espiral, en la cabeza, sordos a cualquier cosa. Técnicos, guionistas, estilistas, maquilladores, peluqueros, relaciones públicas, realizadores, producción, protocolo, representantes, seguridad, decoradores, el director de la Gala (Patxi Barco) el director del Festival (Jose Luis Rebordinos) y el director de TVE (Ignacio Corrales) han confiado en ti. Han trabajado durante días para ese momento del que ahora tú eres el último responsable. ¿Puedes equivocarte?. No. No te permites el mínimo margen. Aunque te ahogues en el intento.
Nosotras, además, debemos cumplir la expectativa estética de deslumbrar, sorprender, seducir, enamorar, convencer a la mayoría, a ellos y a ellas. Y si no aciertas, el contenido puede pasar a un injusto segundo lugar. En fin, minucias. Anécdotas, a lo largo de una vida. Porque en el tiempo se hacen pequeñas y casi coleccionables. Trabajar cara al público te hace especialmente vulnerable a tus propios miedos. No sabes cómo serán las variables que puedan modificar lo previsto, ni si tendrás la capacidad de improvisar en directo. Seguramente el prójimo te acepta mejor que tú mismo. O no. El único camino que conozco es trabajar duro. Para que la suerte te acompañe.
VAYA. Otro ser humano equivocado. Otro que confunde el amor con la posesión y la posesión con la violencia y a Dios con su propia imagen reflejada en algún espejo. Qué desgracia. Para él y para quien tiene que aguantar su destructiva compañía. En qué momento de la vida le contaron la historia del revés. Quién le dijo que él podía decidir por nadie y menos hacerlo a puñaladas. Poco castigo ha impuesto la ley a quien es capaz de algo tan feo. Tan sucio. Tan horrendo. Porque ya está en la calle. Once años entre rejas y ya se puede pasear, otra vez, al sol y con el alma envenenada. Porque no me creo que hoy, después de vivir encerrado y con un estigma en la frente, acumule mejores sentimientos y ganas de ser mejor persona. No. No ayuda. Y enajenado o no, clavarle un cuchillo a tu ex mujer 16 veces seguidas es obra de un enfermo, sí ¿pero enfermo de qué? La respuesta es muy amplia y como mínimo reduce la pena, así que casi prefiero imaginarlo en plena lucidez, y que cargue con toda su culpa. Que es mucha. Y sin rebajas. Porque a ella no hay quien le borre la cicatriz ni el corazón partido, ni el terror, y ahí está, cargando para siempre con su mochila. Marta Anguita protagoniza un documental, La maleta de Marta, dirigido por el austriaco Günter Schwaiger, que cuenta su historia y la de tantas otras mujeres sometidas a la ira de quien un día prometió amor eterno, fidelidad, ayuda y un proyecto de vida que ha terminado en una guerra cuerpo a cuerpo. Marta estuvo a punto de morir y ahora vive encerrada en su casa por miedo a que él vuelva. La ley no tiene nada que decir. Porque son intuiciones. Y la convicción de quien sabe de lo que habla y por qué. Porque lo suyo sólo eran malos tratos psicológicos hasta que a él se le fue la mano. Pero se le fue lejos. Muy lejos. Y ella lo sabía. Sabía que aquella rabia en la mirada y aquella humillación le explotarían en la cara. Y así fue. Casi la mata. El cine, con su capacidad de ampliar los detalles, de proyectarlos, de llegar a quien quiera mirar y escuchar, una vez más, lo cuenta todo. Porque Marta es valiente y ha decidido compartir. A pesar de todo. Aunque tenga que volver a esconderse después de cada pase, aunque tenga que huir. Porque sabe que acompañada se viaja mejor. Aunque tu maleta sea más pesada que las otras. Este jueves, en la Cineteca de Matadero, en Madrid.
"TODO el mundo necesita gritar Help alguna vez en la vida". Y todo el mundo necesita tener cerca a alguien como Antonio, el personaje que interpreta Javier Cámara en la nueva película de David Trueba, que compite en la sección oficial de esta nueva edición del Festival de cine de San Sebastián, que comienza el próximo viernes. 'Vivir es fácil con los ojos cerrados', una historia preciosa, llena de amor y de nostalgia, de las mejores actitudes y de un pasado tan cercano como nuestros propios recuerdos. 1966, un profesor de inglés de Albacete viaja a un rodaje en Almería en busca de John Lennon para pedirle que incluya en los discos las letras de las canciones. No contaré el desenlace, pero sí la sacudida que me ha provocado la forma de transmitir lo más pequeño, lo importante, la empatía hacia quien acepta al otro, con su diferencia, como lo más frecuente de esta vida en la que convivimos sin remedio y en la que invadimos el universo de los demás sin preguntar. Hacia quien observa y no juzga. El 8 de diciembre de 1990, cuando se cumplían diez años de la muerte de Lennon, empapelé con unos amigos la Gran Vía de Madrid con una foto de su cara, sólo para recordar a aquél que nos había marcado profundamente. Como a Antonio. Que acepta a sus semejantes a pesar de todo. Una pareja de actores jóvenes (Francesc Colomer y Natalia de Molina) que fluyen como un descubrimiento, la lúcida y sincera presencia de Ramón Fontseré, un Javier Cámara en estado de gracia, y unos paisajes que te trasladan a aquella sensación de libertad y a una banda sonora/emocional que tenías escondida en algún rincón de tu atlas. Viajas con ellos, y sueñas con rebobinar. Como dice su director, " 'Vivir es fácil' es un western protagonizado por un profesor a lomos de un Seat 850, que protege a dos jóvenes huidos." Y es un buen western. Con una música compuesta por Pat Metheny, e interpretada por Metheny y Charlie Haden, Almería, los Beatles y un momento vital de nuestro país muy similar al que hoy nos toca. Con miedo. Resignación. Impotencia. Y por supuesto, miseria. Me pregunto qué hubiera hecho Antonio aquél 8 de diciembre de 1980, cuando Mark David Chapman, con un ejemplar de 'El guardián entre el centeno' (la novela de J.D Salinger) en el bolsillo, esperó a Lennon en la puerta del edificio Dakota, para pegarle cinco tiros.
"'Vivir es fácil con los ojos cerrados', una historia preciosa, llena de amor y nostalgia".
ESA IMAGEN pertenece a otra etapa. A un tiempo en el que mi padre fue feliz. O intentaba serlo. Confiaba en mí. Y necesitaba compartir su inquietud intelectual a todas horas. Aún era una niña cuando me puso a Faulkner entre los dedos. Y siempre me llevaba con él a ver películas que yo quizá no podía comprender, pero le gustaba escuchar mi punto de vista de las cosas. Un verano fuimos a un auto-cine, en Barcelona. Había programa doble. Y él entonces tenía un coche rojo sin capota en el que yo me encontraba distinta. Privilegiada. Sentada junto a él, sentía el cielo estrellado sobre mi cabeza, el olor a noche de verano y una pantalla inmensa que deslumbraba mis pensamientos. Nueva York. Manhattan y Annie Hall. Nada menos. Woody Allen me dejó con la boca abierta. Su forma de hablar nerviosa, acelerada, entrecortada, divertida y sincera, me llenó el corazón de algo que he conservado siempre. Aquel tío tan feo, que se tocaba constantemente algo parecido a un flequillo y al que le parecía todo regular, iba a ser un punto de referencia en mi vida. Y un nexo de unión con mi padre. Porque aquella noche empecé a amar el cine de otra manera. El Cine Estudio del Círculo de Bellas Artes de Madrid arranca su temporada con un ciclo de sus películas fundamentales. Hasta el 6 de octubre, se pueden volver a ver nueve de las historias que incluyen sus líneas temáticas y obsesiones más importantes. En Annie Hall Woody encarna a Alvy Singer, ese comediante neurótico que reconoce que sus neurosis se enredan en su relación con las mujeres, y recuerda a su adorable Annie, allí donde bajo su sombrero y una media sonrisa Diane Keaton encaja lo que había significado amar a uno de los genios más brillantes de nuestra realidad. En Annie Hall Allen se saltaba las reglas, contaba sus problemas mirando a cámara y parodiaba Blancanieves y los siete enanitos, de Walt Disney, uno de sus primeros y definitivos contactos con el cine. Un año después, en Manhattan, vuelve a las neurosis, a las mujeres, a la eterna contradicción, y a Diane Keaton. Quizá una de las pocas amigas que ha sobrevivido al paso de sus vidas. Quizá le amó tan bien como para aprender a quererle, y hoy, siguen siendo cómplices. Cómplices de verdad. Han rodado juntos siete películas y Allen confiesa que le encantaría volver a trabajar con ella. Un milagro. Y para mí, mucho más un recuerdo.
Qué lío. Y qué contradicción. Roman Polanski asegura que el perseguido ha sido él. Que rompe su silencio porque necesita expresarse. Como lo hace Samantha Geimer, la mujer que cuenta en su recién publicada biografía que el director de La semilla del diablo -por poner un ejemplo- sí la violó. No hubo violencia. Pero fue en 1977, y se trataba de una menor -13 años- que no consintió en practicar sexo en aquella bañera. Una bañera de un cuarto de baño de una mansión en Los Ángeles que pertenecía a Jack Nicholson, que en ese momento pasaba unos días esquiando.
En 1978 tuvo que salir huyendo de la justicia norteamericana. Estaba en libertad bajo fianza y se escapó. Literalmente. De un país en el que unos años antes (1969) la bella Sharon Tate (entonces su mujer, embarazada de ocho meses) moría asesinada. En fin. Vidas sofisticadas que dejan a cualquiera a la mismísima altura del betún. Detenido por lo de la bañera 32 años después, en Suiza, y arrestado durante unos meses en su domicilio de Gstaad, casi a pie de pista, le ha dado tiempo a todo.
A enamorarse varias veces, a huir de la justicia, a ganar un Oscar (por 'El pianista'), a quejarse, a dirigir buenas y malas películas y a pasearse por medio mundo con una sonrisa. Qué envidia. Qué capacidad. A los demás nos cuesta superar una ausencia o un revés de la vida, otra vida entera. Pero hay quien cabalga con otras alas. Dense cuenta. Sólo una de estas aventuras sería tu historia, LA historia que contar. Y no una más entre las otras, que son además igual de importantes.
¿Y ella, que a estas alturas publica los detalles en un libro que titula The Girl. A life in the shadow of Roman Polanski ('La chica. Una vida a la sombra de Roman Polanski')? Con foto suya en la portada a los 13 años, de aquellas que le hizo el propio Polanski en lo que supuestamente iba a ser una sesión fotográfica para Vogue, pero que jamás se publicó. Qué cuajo. Son puntos de vista. Casada y con dos hijos, prefiere cierta visibilidad para centrar aquella historia que le marcó la vida. Quizá sí. Es una forma de estrangular a los fantasmas. O de sacar partido a una situación muy mediática que traspasa décadas y fronteras, una y otra vez. Qué pereza. Porque promocionar el libro es responder a las preguntas del que quiera saber. Una y otra vez. No sé qué busca. Ni que espera. Y no sé si merece la pena.
Calella de Parafrugell. Un rincón de la Costa Brava donde el mar dibuja tu horizonte. Refugio de corazones rotos y nostalgias, acoge a quien quiera olvidarse del tráfico y de los grandes almacenes. Ese sueño secreto que todos escondemos en un bolsillo y que de vez en cuando miramos de reojo, cuando nadie nos ve. Recuerdo un fin de semana que me escapé allí a reflexionar un mal de amores. En una habitación con vistas y gracias a esa soledad escogida que sienta tan bien, tomé una decisión. Y siempre asocio aquel recuerdo a una etapa de mi vida en la que no fui muy feliz. Quizá tomé la decisión equivocada. O quizá tenía que ser así. Nunca se sabe. (Perdonen que interrumpa, pero se me ha partido el corazón. En varios trozos. A mi lado, ahora, en plena calle de Madrid, donde me siento a escribir estas líneas, una mujer coge la mano de su madre. Una anciana que mira a través de las cosas. "¿Quién soy mamá?", le dice. "¿No me conoces? Soy tu hija". Le acaricia la cara despacito, y saca un cuaderno. "Mamá, mira, vamos a dibujar. Vamos a dibujar juntas una flor". Pero su madre no contesta. Sólo mira alrededor, con dulzura. La mira a ella, que llora en silencio el abandono. Los ojos abiertos como platos. Y se deja besar. Eso sí. Qué poderoso el amor, qué importante. Y qué frágil todo lo demás. Paro en seco. Y no puedo evitar escuchar. Y emocionarme). En fin, que por aquella orilla, mientras yo escribía mi propio desenlace, también paseaba Tom Sharpe enamorado de ese rincón del mundo. Y allí se instaló los últimos 18 años de su vida. Y allí se despidió el pasado 6 de junio de esta incógnita que significa levantarse y vivir cada día durante tantos años. A Montserrat Verdaguer, neuróloga y psiquiatra de profesión, su doctora y amiga, ha dejado la responsabilidad de escribir sus memorias y de cuidar de su legado literario. Ella, que dice que sólo ha escrito en su vida sobre asuntos médicos, tendrá que bucear en todo lo que tenga que ver con él. Bonita historia. Parafrugell acogerá la fundación que recoja manuscritos, libretas, grabaciones, máquinas de escribir y diversos objetos de quien consiguió integrar el humor en la buena literatura. Wilt, Wilt y más Wilt. Mi hermano Fernando encarnó a Wilt un año entero sobre los escenarios y pudo comprobar que el público ama al personaje. Después de Sharpe, todos los que escribieron humor lo hicieron con su sombra sobre la cabeza. Para bien y para mal.
EL VERANO se acaba. Como todo. Como los días largos, los duelos, o el dolor por un desamor. O como el matrimonio de Clint Eastwood, que se divorcia otra vez, a sus 83 años, con su mujer ingresada en una clínica de rehabilitación por crisis de ansiedad y depresión. Parece que nosotros somos menos sofisticados. Que afrontamos las rupturas instalándonos en casa de un íntimo amigo, abrazando a tu madre o recuperando a destiempo una etapa de libertad. Lo de la clínica no lo tenemos tan claro. Catherine Zeta Jones se confesó infeliz y bipolar y también lo intentó. Pero al final ha decidido que dejar a los Douglas es la mejor terapia que puede hacer para no volverse loca. Michael tiene que pagar 13 millones de euros, uno por cada año de matrimonio. Quizá ella podría haber aguantado, estoicamente, un año más, ¿no? Lo que son las costumbres. Por aquí tragamos lo inconfesable por mucho menos. En fin. El verano se acaba. Como todo. Como las vistas al mar, las siestas de agosto, o los tiempos muertos, que resucitan a golpe de rutina y de responsabilidades. Septiembre. El mes de las buenas intenciones. Porque el descanso nos da la energía necesaria para mirar de frente a los problemas, aunque pronto volvamos a retirar la mirada intimidados por los golpes de viento en contra. Hay que forrar los libros, comprar los uniformes, marcar la ropa, llenar la nevera y volver a poner el despertador a las siete de la mañana. Ya no hay álbumes, las fotos digitales ni se miran, y se diluye un verano más en la memoria. Igual que Septiembre. Quizá esta vez lo recordemos como el mes en que Obama renunció a su Premio Nobel de la Paz, o por aquel hacker que formateó desde el ordenador de su casa los discos duros de Bárcenas y cambió la Historia de España. Nunca se sabe. Por ahora volvemos a casa. Los que tenemos la suerte de volver. Al colegio, al trabajo, y a esa rutina que tanto agradecerían los que se han quedado por el camino. Empieza el curso. Y nos gustaría proteger a nuestros hijos de todo lo que se mueve. De los peores corazones, de los malos amigos y de las tormentas. Dicen que aumenta el bullying en los colegios españoles y que los padres llaman desesperados para pedir consejo. Los niños no quieren volver al cole. Y los papás le quitamos importancia, pero en el fondo, entendemos perfectamente lo que sienten.
EN SHOCK. No me lo quito de la cabeza. Me aterra lo cruel que es el azar. La fragilidad de un camino que se hace al andar, como decía el poeta, y que se interrumpe de golpe, sin preguntar. El verano, por alguna razón, es una época vulnerable. Susceptible de atraer agujeros que se esconden en el camino. La telaraña se rompe por varias zonas. A la vez. Y resulta casi esperpéntico contemplar desde arriba, como cualquier Dios, sin inmutarse, que es compatible que muera un bebé de dos meses aplastado por un coche, al mismo tiempo que se entrega un premio de belleza, que se celebran las fiestas de tu pueblo, o que otra madre, al parecer con problemas psiquiátricos, asfixie a su hija de menos de 30 días de vida. Cómo la fortuna puede tener tan poca compasión, tan poca paciencia con un ser humano que va tejiendo su destino como puede. Y hay tantas distracciones sin consecuencias que cuesta entender cómo otras son definitivas. Mortales. Secas. Ocho de la tarde de un 26 de agosto, una pareja deja el portabebés, con su criatura de dos meses, en el suelo, un instante, mientras guarda unas bolsas en el maletero. La niña se desliza hasta la carretera y un coche se la lleva por delante. Brutal. Ni la mente más retorcida podría imaginar una muerte tan fortuita, tan absurda, tan fuera de lugar. Y no se trata de pensar que a quién se le ocurre apoyar el cuco entre dos coches, que cómo es posible no prever lo que puede pasar. No. No vale. Porque momentos de irritación, de nervios, de confusión, en los que organizas el puzzle por intuición, con prisas, o sin pausa, no siempre tan alerta como desearías, los tenemos todos. Es inevitable. Pero en esa décima de segundo en la que todo confluye para que la vida funda en negro, para que se te rompa el corazón, para que te parta un rayo en dos y quieras desaparecer para siempre, en ese momento grotesco, desproporcionado, sucede lo imposible. Número 36 de la Calle Higueras, en pleno barrio de La Latina de Madrid, y ya, para esos padres, el mismísimo infierno. El otro lado. La maldita oscuridad desde donde no volver más. Es como romper el lienzo de un zarpazo. No hay más trazo. Ni nada que pintar. No hay nada. Porque, después de esto, ¿dónde vas?, ¿qué haces?, ¿en qué puedes creer? Es otra vida. Visualizo una y otra vez a esos padres, que giran la cabeza y se encuentran el fin del mundo en una sola imagen. Una imagen que se repetirá siempre. Como la peor de las pesadillas.
LA JUVENTUD conlleva cierta sensación de inmortalidad, de que los plazos son de otros, de que tienes derecho a perder el tiempo porque la consciencia del tiempo perdido es pura literatura. Por eso la prioridad no es luchar por conquistar o mantener un bienestar, sino por las ideas que pueden construir un mundo más justo. Las crisis económicas siempre han dado como resultado cambios políticos. Y cuanto más profunda ha sido la crisis económica, más estructural ha sido ese cambio político que ha permitido modificar las bases y renovar las células de un cuerpo enfermo. Ocurrió en 1929. Y también en los años 70. Porque no se trata de cambiarse de vestido, ni de plancharlo, sino de modificar en profundidad los hábitos de una vida política. Porque si cambian las caras pero no cambia la manera de caminar, en realidad, no cambia nada. Ni Lampedusa con su ironía y su máxima de que "es necesario que todo cambie para que todo siga igual" nos puede arrancar la sonrisa. Porque no tiene ninguna gracia. Y se habla de un debate generacional. Porque hay una necesidad imperiosa de confiar en que aún pueden quedar seres humanos con ideas. Con una idea de Democracia, de igualdad, de cambio, de honestidad. Nuestra gente joven está muy preparada. Y los españoles tenemos muchas ganas de volver a amar nuestro país. De sentirnos cómodos en esta tierra abierta, acogedora, alegre, llena de luz, de buenas personas, de gente inteligente. Necesitamos volver a creer. Y miramos por la ventana, con la esperanza de que algo se mueva en algún lugar del horizonte. Y divisamos, por ejemplo, Suiza y a David Roth, ese chico de 28 años que ha conseguido que su país someta a consulta popular los posibles topes a la brutal diferencia de sueldos. Algo es algo. Un movimiento. Una zozobra para la clase empresarial europea. Una idea. Y por cierto, Roth se apellida igual que el abogado de Harry Quebert, el personaje de Joël Dicker, otro suizo que también tiene 28 años y que parece que ha escrito uno de los libros del año, La verdad sobre el caso de Harry Quebert. Otra idea. Porque se trata de eso. El campo está tan abonado que el que aparezca con LA PROPUESTA, se lleva la cosecha. El fracaso de unos prepara el éxito de los otros, y así vamos alternando la agonía. Todos piden regeneración. Pero nadie sabe dónde está la alternativa. Seguiremos mirando por la ventana. Quizá otro día. Quizá mañana.
VIVIR el presente. Esa utopía tan perseguida. Esa ilusión que anhelamos mientras la vida se nos escapa entre los dedos. Los problemas, la ansiedad por resolverlos, el peso de las responsabilidades nos pone una venda opaca en los ojos, una venda pesada que nubla la percepción de lo más pequeño, y a veces, de lo más importante. Pero el sol, los días más largos, la luz, el tiempo libre -ese bien tan básico y tan escaso- nos permiten soltar un poco nuestras obsesiones y acercarnos a nosotros mismos. Porque la práctica de la atención te aproxima a algo muy íntimo. Muy personal. Tomar conciencia de las cosas te hace dueño de ellas. Te permite apresarlas y manejarlas. Convivir con ellas. Te permite parar. Sentir. Y respirar. Te permite fluir. Y de eso se trata ¿O no? Los futuribles nos acompañan hasta el aburrimiento. Condicionan la libertad, la risa, esa supuesta felicidad siempre vendida a otras posibilidades. A lo que debería pasar. Porque esperamos a que algo cambie. Siempre esperamos a que algo cambie. Y no cambia. Porque ya lo repite una y otra vez Brad Pitt en Guerra Mundial Z mientras salva a la humanidad de lo peor, que sólo en el movimiento está la solución. Y lo dijo Albert Einstein: "Nada sucede hasta que algo se mueve". Porque no estamos solos. Nuestro bienestar tiene que ver con el de los demás. Con sus ritmos. Y sus necesidades. No mirar, no escuchar, no participar, te empuja a encerrarte en una espiral a veces más cómoda pero menos útil. Y a la larga menos reconfortante. Contar con los demás es una forma de expandirse, de poner en práctica una solidaridad necesaria. Y más sana. Aceptar las situaciones y a las personas significa tumbar algunos juicios y más prejuicios que sólo aportan rigidez a tu capacidad de avanzar. No puede ser tan grave. El otro, digo. O sí. Según Sartre, el otro es el mismísimo infierno. Pero siempre será mejor manejar una voluntad de comprensión o de empatía que una garra como la de Richard Parker, (el tigre de Pi). Ya no quedan muchos días de este verano. Quizá hay una última oportunidad. De expandirse. Porque hay más aire, hay más espacio, no pesa la rutina y la naturaleza está más cerca. El agua, la tierra. Los sabores. La piel. El invierno es muy largo. Y sus días son muy cortos. Y nunca seremos los mismos. En la medicina tradicional china el verano tiene que ver con el fuego. Y con el corazón. No les llevemos la contraria..
RECUERDO a mi padre, durante los últimos meses de su pesadilla, transmitiéndome su entusiasmo, con un hilo de voz, por un autor cuyas historias le ayudaban a esconder su angustia entre aquellos renglones tan bien escritos. John Banville, irlandés a quien Javier Marías no duda en nombrar Duque de su exclusivo Reino de Redonda, como su personal reconocimiento a aquellos que admira, tiene un talento arrollador. Para definir la textura del erotismo, los mínimos detalles de la emoción, de lo físico, de la reacción intelectual, pequeños universos en los que te encuentras retratado con una precisión abrumadora. Un maestro que, a veces, juega a ser otro: Benjamin Black, el pseudónimo con quien se especializa en novela negra, y desde el que da vida a Quirke, el detective rubio, de nariz partida, que se siente cómodo en su soledad. Su protagonista. "Bajo el sombrero de Banville puedo escribir 200 palabras al día. Pero bajo ese segundo sombrero, el de Benjamin Black, puedo irme a comer tras haber escrito 2.000 y sentirme cómodo". Antigua Luz, la última novela que firma Banville, es un buen libro, una historia de amor dentro de otra historia de amor en el recuerdo, que es capaz de colarse en tu propio verano y transportarte al pueblo donde la Señora Gray y Alexander Clave, entonces Alex, un chaval de 15 años profundamente enamorado de la madre de su mejor amigo, viven la pasión definitiva de su vida. Pasan muchas más cosas en la vida de este viejo actor que enreda constantemente su presente con aquél que recuerda y que seguramente fue; la ausencia de su hija, Cass la presencia inquietante de Dawn Devonport, la joven actriz, inútil suicida con la que empatiza, su pareja, compañera casi invisible, Lydia, "que antaño adoré y por la que yo mismo fui adorado". Pero esa pasión entre Alex y la Señora Gray te arrastra, te hace oler el mismísimo cuero del asiento trasero de su coche, el colchón de la casa de Cotter, el seco calor de agosto que los empuja a desnudarse, el terror a la idea de ser descubiertos, la angustia de la separación, la obsesión, la punzada del desamor. Banville intuye el mínimo detalle de cada realidad y lo convierte en alta literatura. Entiendo que mi padre se refugiara en él. Que se perdiera. Porque "contra la crisis, (la tuya y la de los demás) novela negra". Palabra de Benjamin Black.
Cierta nostalgia. De algo impreciso. De algo irrecuperable. Alguna emoción arrinconada. Me fijo en ellas. En nosotras. Y en las parejas. Casi siempre en silencio, a veces hay una sonrisa, una mirada, un reproche pequeño, cotidiano. A veces nada. Los hijos siempre alrededor, como lo más sagrado, como el centro de una conversación que se retoma y continúa, como el nexo de unión de quien camina de la mano desde hace tantos años que hoy se ha olvidado de perderse. De enamorarse. Y hay cierta nostalgia en los ojos de ellas. Porque el verano trae viejos recuerdos y ya no hay tiempo. Para casi nada. Nacen ellos, la vida cambia, el cuento avanza, y las vacaciones se plantean a su alrededor, a su ritmo, y con sus ganas. Y ellas (nosotras) siempre detrás. Los acunan, los calman, hablan a media voz para no perturbar su sueño y para no romper la calma. Otra vez. La calma y una conversación (aislada) que hablaba de ellos dos. De lo que anhelan. De lo que les falta. Pero pasa algo, cualquier cosa, y otra vez ellas corren detrás y gritan y se exaltan. Sudan. Y se despeinan. Y otra vez ellos (los dos) dejan de hablar. Sin acritud. Porque es lo más habitual. Porque es lo mínimo. Fruncir el ceño, levantar la voz, desdibujarse. Una y otra vez. Como si esa fueras tú. Que lo eres, que ya lo eres. Pero tú también te sorprendes y te miras y a veces no te reconoces. Y un brillo de nostalgia, una punzada extraña te toca el corazón.
Y una pareja (desconocida) se come a besos. Como en un espejo del pasado, ves cómo recorren el mundo con la libertad de la improvisación y de aquellos atardeceres. Sin reloj. Sin prisas. Me fijo en ellas. En nosotras. Y veo un cansancio lleno de paciencia, lleno de amor. Pasa la vida y pasan los veranos, y miramos a nuestro alrededor buscando algo. Algo nuestro que está en alguna playa, en algún chiringuito, en alguna canción, en el calor, en los demás, en una manera de reír y de hablar. Algo más. O algo menos. Cuidando de los tuyos pasan los días y las noches. Y un verano más que lleva a un otoño y a un invierno con una navidad en la que esa nostalgia pesa menos. Porque tiene que ver con lo que éramos. Y en verano siempre éramos más cosas, más gente, más días, más morenos, más guapos, más altos, más capaces de enfrentarnos a quien se pusiera por delante. Hoy una nueva mamá me contaba que su chico y ella llevaban unos días de viaje, buscándose, que se sentía culpable por haber parido y haber cambiado de cuerpo, de alma, de inercia.
SIN DUDA, cambiará el panorama. El planteamiento. La justificación interna de por qué decides dedicar tu vida a la política. Latían los años 80, y España salía de un cuarto oscuro en el que no se podía respirar. Tenían veintitantos años y muchas ganas de correr. De ayudar a cambiar las cosas. Y dedicarse a definir la democracia era un buen horizonte para construir, para cumplir tus sueños y para ayudar a los demás a proyectarlos. Por alguna razón, la capacidad para gestionar la vida del otro se fue llenando de posibilidades que quebrarían la moral de aquéllos que se creyeron fuertes. Incorruptibles. Seguramente porque lo habitual quita peso a la culpa y al propio mal, lo hace cercano y casi incuestionable. Los mismos que sujetaban el sistema lo corrompían desde sus entrañas y jamás pensaron que alguien de la misma manada confesaría la enfermedad infecciosa, incurable, nociva, que compartían. Y la pandemia lograría extenderse a buen ritmo, como una manera de vivir. Pero un solo chasquido bastaba para mandarlo todo al garete. Desde algún rincón del paraíso alguien quiso reír más fuerte, a carcajadas. Provocar un naufragio que sin duda señalaría a sus culpables. Por listos. Por confiados. Alguien que sabe bien que las crisis periódicas son necesarias para fortalecer la desigualdad de derechos, de libertades y de riquezas. E hizo saltar todo por los aires. Más de 30 años metiendo la mano en lo que debería estar destinado a mejorar el bienestar de un ciudadano que hoy pierde lo que tiene, y lo que le hubiera permitido envejecer con dignidad. Con menos miedo. La foto (ayer) de Antonia Ordinas (exgerente del Consorcio para el Desarrollo Económico de Baleares) entrando en prisión, y la confirmación de que son 10 cargos del PP y dos de Unió Mallorquina los que pasan el verano entre las rejas de las cárceles de Palma y de Ibiza por sus delitos de corrupción, me hizo pensar en ellos. El anticlímax, ¿no? Ni chiringuito, ni playa, ni Flower Power. Ya lo dijo Berlanga, "Todos a la cárcel". Como si fuera el estigma de una generación. Una generación que se equivocó. Que pensó que la política era eso. Gestionar el poder que te prestaron como si fuera tuyo. Como si el mundo fuera tuyo. Pero siempre hay alguien con más poder que tú. Y con otros planes. Y nuevos planteamientos.
SIEMPRE hay quien se cree con poder sobre el otro. Con el suficiente poder como para humillarle, ignorarle, amenazarle o encerrarle entre cuatro paredes hasta que se pudra. Incluso hay quien se cree con derecho a quitarle la vida a quien no entra en sus planes. O a quien entra mal. Equivocado.
Ariel Castro, condenado a cadena perpetua por encerrar a tres chicas durante una década contra su voluntad, dice, "no soy un monstruo". Michelle Knight, Amanda Berry y Gina De Jesús, fueron sepultadas en su casa de Cleveland, Ohio (EEUU). Durante 10 años soportaron abusos, violaciones, embarazos no deseados y abortos mediante golpes en el abdomen provocados por él.
Cadenas, insultos, y el azar de que una ruleta rusa decidiera mandarlas directamente al otro barrio echándole la culpa al destino. Castro tenía un diario, para recordar cada una de las atrocidades que cometía con ellas y para no olvidar quién es él. Porque el espejo engaña. La imagen le devuelve el rostro de un hombre gordito, con gafas, de gesto amable y un ceño poco fruncido. Una estafa. Porque si la cara es en algún momento el espejo del alma, él debería ser el vivo retrato del mismísimo Lucifer.
Describe detalles escalofriantes. Detalles que ellas recordarán, que arrastrarán como su verdadera condena. Porque la que el juez ha determinado para él, más de 1000 años de prisión, nunca compensará la frialdad, la crueldad, el detalle, su capacidad para observar el sufrimiento en los demás, la dureza para sentir a otro llorar amargamente y no cejar en tu empeño de anular no una, si no tres vidas.
Las fotos de la casa, de las habitaciones sin luz, sin aire, con desorden, con tanto desamor, te trasladan inmediatamente al horror. Las cadenas, los cables, las camas sin hacer, las bombillas, los plásticos. La miseria. En fin, un monstruo. Incomprensible para los demás. Un ser humano. El mismo que le asegura al juez que él también es una víctima, un enfermo que expía su enfermedad exorcizando el mal que le aplicaron. Que él también sufrió abusos, y también supo lo que es la humillación durante años. ¿Se sentirá mejor después de arrebatarlo todo? Cuando fue secuestrada, Michelle Knight tenía un hijo de dos años. ¿Cómo volver, después de todo? ¿Cómo integrarse en una convivencia normal? ¿Cómo confiar en los demás? ¿Y en ti misma? Y sobre todo, ¿cómo olvidar?
Durante 10 años soportaron abusos, violaciones, embarazos no deseados y abortos.
LA IMAGEN más triste de la semana. Las maletas sin reclamar, en esa escalera, sin viaje de vuelta. Porque cada maleta abandonada contenía una ausencia. Un abandono. Una vida quebrada de golpe. Camino del mar. En medio de un verano cualquiera. En mitad de una conversación, de un sueño, o de una promesa. Por un error. Por una negligencia. Por una distracción rodeada de bromas inoportunas que en medio de la tragedia se convierten en latigazos sin moral que nos hieren a todos, a cada uno de nosotros. Los accidentes hacen tambalear la razón. Porque son injustos. Inoportunos. Porque la capacidad de comprensión tiembla, amenazada. Rebobinas una y otra vez. Pero no hay forma de entender por qué tú, por qué precisamente hoy, por qué así. Como un perro sin dueño, esperando una mano que las retire para volver a vivir, las maletas guardan secretos sobre un horizonte que jamás se conquistó, secretos de otros veranos, y de un invierno duro, que hacía falta dejar atrás para cargar las pilas y volver a luchar con más fuerzas. Pensaba en los familiares que pasarán a recogerlas. Como esos armarios llenos de cosas del ser amado que se va y que te deja el calor de sus abrigos, los colores de sus camisetas, el recuerdo de una falda corta o de un jersey de rayas. Cada prenda es un recuerdo vivo, un gesto, una mirada. El olor de las cosas. O el detalle desconocido que pertenece a una intimidad compartida, que a su vez latía con compartimentos estancos. Cada detalle, el más pequeño, nada por tus recuerdos y se detiene a hacerte sonreír, o a emocionarte, sin contemplaciones, como un puño de hierro que golpeara tu estómago cuando menos te lo esperas. Los accidentes son la parte malvada del destino, esa que nos permite cuestionar a quien supuestamente nos creó y a quien teóricamente nos debemos, cuyo representante en este mundo se pregunta "¿Quién soy para juzgar a un gay?", y que una vez más, es capaz de observar impasible y desde arriba cómo descarrila ese tren y se lleva por delante tantas vidas. Tantos planes. Tanto amor. Los padres y las madres, los hijos, las parejas, los abuelos, los amigos, soñarán despiertos con otro mundo en el que la ausencia, el abandono, sólo sea posible de mutuo acuerdo, un mundo en el que siempre haya despedidas y formas de olvidar, un mundo en el que, como dijo Marguerite Yourcenar, "la muerte, para acabar conmigo tendrá que contar con mi complicidad".
Pues sí. Hay proyectos que te hacen creer en los demás. Ejemplos de solidaridad, en los que algo se mueve en lo más profundo de tu malograda indiferencia para ponerte en el lugar del otro. Porque en los peores tiempos, es más difícil contagiarse de las alegrías ajenas y sonreír, a no ser que exista una poderosísima razón. O el cinismo, con su distancia. Que a menudo se cuela en tu razón para analizarlo todo y ponerlo patas arriba.
Ciudad Mujer, (bonito nombre), un rincón en mitad de El Salvador donde miles de mujeres maltratadas que no tienen independencia económica reciben servicios de salud, formación y minicréditos. Una iniciativa de Vanda Pignato, Ministra de Inclusión Social y Primera Dama de El Salvador, que las Naciones Unidas han reconocido. Dentro de un mismo espacio se concentran 16 instituciones del Estado que abarcan los diferentes servicios que las mujeres pudieran necesitar. Les ofrecen ayuda para ser atendidas dentro de un clima de confianza y con la comprensión y la empatía que en pleno desamparo, sólo te puede ofrecer otra mujer.
Porque no saber, no tener, no encontrar una razón para seguir en este mundo puede ser un buen motivo para quitarte de en medio. Y quizá este es un lugar donde sentirse menos sola. Sinceramente, espero que la baza política no pese sobre la realidad de cientos de mujeres que buscan allí la única esperanza y encuentran la última posibilidad. Espero que sea cierto. En la voluntad y en el tiempo. A corto, medio y largo plazo. La idea es buena. Y merece la pena contarla. Y les damos un voto de confianza.
Un aplauso a la consecución de un sueño útil y necesario que abrirá miles de puertas, nuevos caminos de tierra, pequeños negocios para poder sobrevivir, para acunar la dignidad, a sus hijos, y algunas sombras que les salven del sol de mediodía, de la rabia, del frío, de parir en la calle o de morir apaleadas por el desamor y el desprecio. Atención a la Violencia de Género, Autonomía Económica, Salud Sexual y Reproductiva, Educación Colectiva, o Atención infantil. Va creciendo. De ciudad en ciudad. De La Libertad a Usulután, y de allí Santa Ana, San Martín, San Miguel, Morazán.
Poco a poco. Sólo espero que no sea una nueva estrategia para vendernos humo con la desgracia de los más débiles, que no sea un cuento, un agujero negro donde esconder unas cuantas penas con dinero público para luego pedir perdón. O ni siquiera eso. Por el momento, Ciudad Mujer (bonito nombre) es una buena razón para escribir, que merece la pena intentarlo.
"LA BANALIDAD del mal". Buen tema. Cuestionada y peor interpretada, la filósofa alemana Hannah Arendt se atrevió a acuñar el concepto con la voluntad de crear polémica y de recordar lo importante que es para el ser humano ser dueño, responsable de sus propios actos. Obsesionada por entender el pasado de su país, por buscar el porqué de la brutalidad y la condescendencia con el infierno, quiso ser testigo del juicio contra Adolf Eichmann, maestro de ceremonias del Holocausto, un tipo gris, mediocre, siempre dispuesto a satisfacer a sus superiores, y encargado de que los trenes llenos de hombres y mujeres llegaran de la manera más eficiente a los campos de exterminio. Arendt no pretende desculpabilizar, ni restar importancia a los actos, sino buscar alguna respuesta en los motivos. Y defiende que el ascenso del nazismo no se consiguió gracias a los perros antisemitas llenos de odio sino al burócrata ausente de moral que sólo actuaba porque se lo ordenaban. Dios mío, líbrame de las buenas intenciones. Líbrame de no pensar, de no saber, de no decidir, de no asumir mi parte en esta telaraña de convivencias. Una joven Arendt se enamoraba de Martin Heidegger, mito de la filosofía que la enseñó a reflexionar, pero que cayó sin transición al fango de las criaturas por su adhesión al Partido Nazi. Primer hachazo. Exiliada en Estados Unidos en 1941, miró atrás e intentó comprender. Eichmann en Jerusalén, el libro de Arendt del que nace la interesante película de la también alemana Margarette von Trotta, y que usa como título el nombre de la autora, cuenta cómo el hombre gris reconocía su crímenes y lo hacía desde la complacencia de haber cumplido con el sistema, y por lo tanto, con su deber. Espeluznante. Hoy padecemos la culpa colectiva, la amargura de que nunca nos aplaudieran por hacer las cosas bien, y la sospecha de que nadie asumirá responsabilidades si ve la posibilidad de endosar la agonía al que está por encima. Pero alguien tendrá que parar la inercia y responder. Ni culpa colectiva, ni perdón. Ciudadanos libres y conscientes. Pensantes. Responsables. Consecuentes con sus decisiones y coherentes con sus ideas. Formados en la importancia de ser, más allá de la necesidad de participar, o de convencer. Porque, como dijo Hannah Arendt, "hay que pensar sin apoyos, sin nada a lo que agarrarse".
Perdonen que insista. Pero a veces tu realidad te absorbe con más fuerza que las otras y la padeces, o la disfrutas, intensamente. Hoy reparto mis horas entre las ruinas del Teatro Romano de Mérida y el hotel en que vivo estos días en esta zona de Extremadura, azotada por un sol ardiente, que como las mujeres del texto que estrenamos aquí el miércoles pasado, Fuegos, de Marguerite Yourcenar, pide atención. Y justicia.
Es necesario protegerse de él, porque quema con rabia. Como ellas. Ya les hablé de Fuegos. Y les conté que habla de desamor, de desgarro, de ausencia. De mujeres históricamente maltratadas que por primera vez tienen una tribuna para contar al público, sus jueces, la verdad. Hoy vuelvo a ello con la necesidad de compartir sus consecuencias, de contar cómo el arte, la alta literatura, el talento, se derraman sobre el ser humano y le ayudan a sobrevivir. Literalmente. El público en pie, da gracias por un texto que esclarece zonas amargas de sus recuerdos, que les empuja a buscar en lo más recóndito el motor para seguir caminando, a pesar de todo. Nos paran por la calle, y nos preguntan sobre la pasión, sobre el abandono, sobre cómo convivir con ese desamor, "mi Dios" que está en "cada rostro".
Qué importante es estar en el proyecto adecuado. Y qué reconfortante ayudarte en cada paso de la búsqueda de un resultado que sólo encuentras en equipo, sin celos, con entrega y con generosidad. Supongo que se da por hecho que cuatro actrices que comparten cartel y compañía (Carmen Machi, Nathalie Poza, Ana Torrent y yo) se sacarán la zarpa en cualquier momento, o que la lucha de egos podría provocar mil tensiones o mil vómitos interminables. Pues no. Actitud inútil. Antigua. Profundamente equivocada
Desde la primera lectura los ojos se cruzaron dulces, entregados a construir de la mano una propuesta muy poco habitual que debíamos comprender a la vez, para crecer también al mismo tiempo, y las dudas, los miedos, los conflictos de cada una en su propia búsqueda, han estado constantemente arropados por las demás en un trabajo minucioso y tremendamente complejo. José María Pou, el director, no deja ni medio cabo suelto y maneja tu error sin condescendencia, por lo que la concentración debe ser constante. Y completa. Una familia que hace su nido cerca del teatro donde tenga que echar a volar y que se protege mutuamente del sol, y de la adversidad. Toda una experiencia. Se tejen lazos para toda la vida. Porque nacen de las emociones y de la propia intimidad. En esta ocasión asumíamos interpretar a mujeres de otra época, pero que, como cualquiera de nosotras (como cualquiera de ustedes) lidiaron con el dolor desde todos sus rincones. "Vosotras, las mujeres de mis país lleváis sobre los hombros un yugo. Y a lo largo del dolor avanzáis con paso firme. Vuestro corazón pesado y lento oscila entre esos dos polos, dos grandes baldes de leche: el izquierdo está lleno de sangre, el derecho está lleno de hielo. En la sangre, podéis saciaros. En el hielo, podéis contemplar vuestros rostros exhaustos."
TALAVERA de la Reina. Toledo. Unos padres desesperados se presentan en las dependencias del Ayuntamiento para pedir ayuda. No pueden mantener a sus hijos. La crisis, esa que ha sustituido a la muerte en las plegarias, la más temida, la más odiada, la incomprendida, la que azota familias, ciudades, constituciones, civilizaciones enteras, se los ha llevado por delante. Tus hijos. De 10 y 21 meses. Están desamparados. Los servicios sociales, con cara y nombre propio, te miran a los ojos y te dicen que no eres capaz de protegerlos. De criarlos. Que no volverán a casa porque ahí donde tú malvives se encuentra el infierno y que ellos tienen la obligación de mantenerlos, al menos, en el purgatorio. Porque los niños, todavía no son culpables de nada. Tú sí. Como todos nosotros. Que gastaste por encima de tus posibilidades y confiaste en un sistema que te permitía comprártelo todo con dinero prestado y te convencía, mientras firmabas, de que lo podrías devolver. Que osadía. ¿Cómo no supiste ver más allá de tus narices? ¿Más allá de los hábitos, las licencias y las malas costumbres de tus hermanos? ¿Cómo no supiste intuir que los partidos políticos de nuestra Democracia se financiaban, (presuntamente, claro), de manera ilegal y que robar formaba parte de un pacto tácito del que no hacía falta hablar porque era la columna vertebral de una forma de entender la vida? Qué imbécil. Perdiste tu oportunidad. Te dedicaste a llevar una vida normal y a intentar sacar adelante a tus hijos con un oficio. Y ahora es tarde. Porque ahora es tiempo de limpieza. De demostrar que aquí caemos todos. De gritar que somos los más honestos del planeta tierra. Al precio que sea. Sin medios económicos, los padres están viviendo en casa de su abogado, "les están dejando desangelados", y los niños irán a una familia de acogida. Sin cuestionar la decisión, sí entro a valorar la extrema dureza de un momento que pasa por encima de lo más sagrado, de lo más amado, de lo esencial. Que pasa el tiempo y la cotidianeidad se desmorona. Que miro alrededor y la esperanza se debilita. Hace calor y la materia se descompone. Los días son largos, y sin trabajo, sin virtudes para reforzar una autoestima que te observa como un perrillo hambriento, cuesta mucho más creer en ti. Y la confianza en un mismo es, sin duda, el motor de todas las voluntades.
Justicia universal. Histórica. La posibilidad de enfrentarse a una audiencia de carne y hueso que va a escuchar quién eres, y porqué lo hiciste. Marguerite Yourcenar, la primera mujer que fue elegida miembro de la Academia Francesa, bisexual y razonablemente libre en un mundo de hombres, escribió FUEGOS en 1935 y dio voz a quien no la tuvo.
A quien siempre soportó el yugo de su propia historia transformada en una gran mentira porque convenía a los demás. Sobre todo a ellos. Que se ocuparon de ensuciar sus pasos para que sólo contaran los hechos, nunca los motivos. Y en FUEGOS, Marguerite Yourcenar hace hincapié precisamente en los motivos que llevaron a sus personajes a cargar con la culpa. Y con el castigo.
Un libro de reflexiones que hoy se sube al escenario e interpela al espectador. María Magdalena, Safo y Clitemnestra han sido esta vez las elegidas para hablar. Y yo tengo el honor de ser una de ellas y de convivir con mis compañeras (Carmen Machi, Natalí Poza y Ana Torrent) en este precioso proceso de creación que nos une desde lo más profundo, a través de la pluma de una escritora que en pleno desamor, sola, desgarrada, las convoca para hermanar sus almas. Las cuatro han sido engañadas, abandonadas, desdibujadas. Y se reconocen en su desgracia. Porque el desamor puede ser el mayor dolor. El más invasivo. Un peso muerto. "Porque cuando una mujer deja de ser amada, se convierte en invisible".
José María Pou, el mejor, nos modela, paciente, generoso, obsesivo, para que nada pase desapercibido, para que nada se diluya en el intento de llegar al corazón de quien nos ve. De quien nos escucha. Porque se trata de palabras, de literatura de alta calidad, de un ejercicio de búsqueda entre los textos de una mujer sensible e inteligente que quiso sentirse acompañada de quien amó a su mismo nivel, y quizá acercarse a comprender el porqué de tanta locura.
"Vuelvo a verte y todo se torna límpido. Vuelvo a verte y acepto sufrir". A diez días del estreno en el Teatro Romano de Mérida, abrazo a mi María Magdalena y le digo al oído que, pase lo que pase, siempre le estaré agradecida. Por su valentía, por ayudarme a crecer, y a conocerme, por atreverse a mirar a los ojos de quien la observa desde la hipocresía, o desde la mentira. Por no rendirse nunca y por hacer justicia a todas las mujeres que no tienen tribuna para pedirle cuentas a su desamor A la ausencia. O a Dios.
Beatriz no está sola. Comparte el infierno con muchas más mujeres. La justicia del Gobierno salvadoreño ha encarcelado a 49 de ellas por abortar. La interrupción del embarazo está prohibida en El Salvador. Siempre. Bajo cualquier circunstancia. Y mujeres desinformadas, sin medios, embarazadas, que por cualquier motivo pierden a su bebé después de varias semanas de gestación, son acusadas de provocar la muerte de su hijo, con la absoluta indefensión que sacude al ser humano desinformado y pobre, frente a un poder sordo, autoritario y desalmado. Nadie escucha a quien nada importa. ¿Para qué? Sus argumentos no se monetizan, ni nos dan nada a cambio. Que griten. Ya se cansarán. Cuando salgan de la cárcel el espejo les devolverá la imagen de una mujer con el pelo blanco y la cara desfigurada. Y lo suficientemente mayor como para no soñar con quedarse preñada.
También las hay que decidieron abortar. Voluntariamente. Y las descubrieron. Alguien de su entorno las delató o lo confesaron, por miedo, por vergüenza, por soledad, o por el peso de la culpa, que es físico, emocional, entero. O las que ni siquiera sabían que estaban embarazadas y fueron hasta el hospital en un grito, medio desangradas.
La formación nos hace libres. Y su ausencia nos impide llorar con argumento. Beatriz soportó durante varios días un juicio popular internacional paralelo al de la justicia de su país, que seguramente hoy agradece, porque gracias a él se tambalearon respuestas categóricas e incuestionables y se le practicó una cesárea para extraer el feto de una niña sin cerebro. Parece una película de miedo, ¿verdad?. Y lo es. Sobre todo si la protagonizas tú y el mundo entero se atreve a opinar de lo que haces bien o mal. De lo que te conviene. De lo que debes sentir, pensar y decidir. Una vez más, nadie te ha preguntado.
Nadie se ha parado un instante a escucharte, a mirarte a los ojos, a contemplar las posibilidades. Tus posibilidades. Beatriz. Dos meses ingresada en la maternidad y 14 semanas de litigio con el Gobierno salvadoreño para poder interrumpir un embarazo que ponía en peligro su vida. Los abogados de la Agrupación para la Despenalización del Aborto han conseguido que el proceso llegue hasta la Corte Iberoamericana de Derechos Humanos. El planeta entero ha prestado atención. Pero ya pasó. Ya no es un titular. Y cientos de mujeres continúan en prisión sin entender en qué momento se torció un camino de tierra por el que caminaban descalzas.
En qué momento se dejaron llevar por una pasión que las convertiría en culpables de homicidio, acusadas de matar a su propio hijo. En fin. Hay otros mundos. Pero están en este. Y lo mínimo que podemos hacer, desde nuestro privilegio, es ser conscientes.
¡AY CARMELA! Suspiraba Paulino ante la ausencia más absoluta. Porque un desamor es un desgarro, pero la muerte es el final. El vacío. El silencio total. Sanchís Sinisterra escribía una historia de amor en la que ella se va, por su osadía. A quién se le ocurre, Carmela, enfrentarte a quien no le importa disparar o pedir cuentas a quien desea que desaparezcas. Del mapa. De la historia. Pero la historia es la memoria, contada por unos y por otros. Y eso, sin duda, queda. Llevé a mi madre a ver la "Ay Carmela" musical que dirige Andrés Lima y se puso mala. De llorar. Los himnos, las imágenes de aquella realidad que para una generación entera son los pasillos de su infancia, la herida sin cerrar que persigue sus sombras y que da forma a sus pesadillas. Tantos muertos. Tantas vidas rotas. Por nada. Tantas guerras. Tantos poemas al dolor y a la rabia. Tanta oscuridad. Para nosotros son imágenes, historias que dejan sin voz a quien amamos, recortes de periódico y documentales de la 2. Pero para ellos no. Para ellos lo fue todo. Y hoy, mirando alrededor, la foto de los niños que cambian el comedor del colegio por un comedor social, pan con pan, me traslada a una España tan triste como la de aquellos titiriteros, como aquél blanco y negro, como los sueños de aquél soldado muerto que llevaba en la mano una carta de amor. ¿Otra vez a la cola? ¿Otra vez la cartilla de racionamiento? Yo quisiera pensar que mis impuestos se traducen en vasos de leche y en lonchas de queso y salchichón y no en una profunda tomadura de pelo, en una eterna explicación salpicada de titulares. Quisiera pensar que colaboro en construir un país, y no en hundirlo. O al menos, en sujetarlo. Porque como dijo Albert Camus en su discurso al recibir el premio Nobel de Literatura, nuestra generación (la suya, y hoy, la nuestra) que ya sabe que no podrá rehacer el mundo, asume una tarea aún mayor: impedir que se deshaga. "Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones frustradas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer; cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión, esta generación ha tenido, en sí misma y alrededor de sí misma, que restaurar, a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir".
¿ESE GRAN desconocido. El vecino. Tu padre. Tu maestro. Tu hermano. El mismo que te daba las buenas noches, o algún consejo, que te explicaba cómo seguir o cuándo parar. El que te cogió al nacer, en sus brazos. El que te ayudaba a ponerte el uniforme del colegio o a atarte los zapatos. El mismo que un día cruzó la costura del calcetín, y siguió acariciándote la pierna hasta llegar a la boca del estómago. Tus ojos abiertos como platos. Y todo tu amor aturullado, confundido, teñido de negro, espantado. Pasan los años, convives con la certeza de saber que algo roto flota en algún rincón de tu memoria y que algún día tendrás que coserlo, con cuidado, perdonándote la osadía de haberlo callado durante tantos años. ¿Pero dónde se torció el paso que le empujó a pisar el barro, a cambiar tu destino, tu manera de percibir a los demás, el sexo, las miradas?
Abusar. Abusar de alguien. De su inocencia. De su confianza. Robarle la sonrisa y transformarla en mueca de dolor. Y de asco. Ejercer el poder de la violencia. La presión de ser un referente al que no te puedes negar, ni imponer, ni nada. Que te mete el miedo en los pulmones y te impide gritar. Ni pronunciar su nombre. Qué agonía. Contigo, para siempre. Su olor, su cara, sus manos, su voz. Acompañándote. Entre el espejo y tú. Entre el deseo y tú. Entre el amor y tú. Siempre él. Jesús Carballo, por ejemplo. Seleccionador Nacional femenino de gimnasia artística durante más de treinta años. Presunto abusador hasta que no se demuestre lo contrario. Quizá soñaba con pasar desapercibido. Con arrinconar su pecado en algún lugar de su conciencia, y con seguir andando como cualquiera por los caminos de su infierno. Y no. Una de sus víctimas decidió hablar. Un cristal le devolvió su imagen y se paró a mirar, aterrada. No se reconoció. El tiempo y los recuerdos se instalan y hay que escupir para volver a andar. La Policía encuentra totalmente veraces los hechos, que se cometieron cuando la niña era menor de edad. Sus compañeras dicen que es verdad, y que varias de ellas sufrieron abusos de quien a la vez, las elegía para cumplir un sueño. A un precio muy alto, la verdad. Pero habrá que esperar. Los hechos han prescrito y no se han encontrado indicios suficientes para continuar. Pero las cosas han cambiado. Porque ahora él tendrá que explicar a quien le quiere quién es en realidad Jesús Carballo.