Renacimiento:
Jacobo Muñoz Veiga:
Aunque algunos autores han llegado a hacer del Renacimiento una «constante del espíritu humano» que obliga a considerar la historia, en su condición de proceso siempre abierto, desde la perspectiva de la discontinuidad y la imprevisibilidad, el uso dominante del concepto apunta a un espacio historiográfico de contornos relativamente bien definidos; o, lo que es igual, da nombre consagrado a «la gran transformación de la actitud vital de los hombres ocurrida entre el siglo XV y el XVI». Son muchos los rasgos de esta «gran transformación» que han ido subrayándose: «descubrimiento del hombre en cuanto hombre», por decirlo con Jakob Burckhardt; retorno a la Antigüedad con fines de innovación y renovación; exigencia humanista de potenciación de la vida, con la consiguiente multiplicación de formas de conducir ésta; desarrollo generalizado de una voluntad activa de transformación material e ideal del mundo; replanteamiento de la naturaleza y función del Estado; afán de recorrer la tierra hasta sus más remotos confines; reorganización de la economía en clave de «libre empresa»; lenta, pero imparable, implantación de una confianza nueva, tecnológicamente potenciada, en el poder emancipador del conocimiento y de la ciencia…, etc., etc. Si ya estos rasgos, y otros que podrían señalarse, remiten a una pluralidad casi inabarcable, los matices diferenciales y orientaciones contrapuestas que se han dado cita en la construcción del concepto han sido tantos que, en una primera aproximación, habría que considerar más bien el Renacimiento como un «problema historiográfico». Consecuente con ello, Huizinga ha llegado a afirmar que hablar de Renacimiento, fundiendo, como tantas veces se ha hecho, en un mismo proceso movimientos tan distintos como el Humanismo, la Reforma y la Revolución científica, no es otra cosa que «ejecutar la operación externa de poner etiqueta a una botella».
La historiografía positivista francesa del siglo XIX, tal como podría, por ejemplo, representarla Jules Michelet, consideró el Renacimiento como un «fragmento» de la gran idea ilustrada del progreso. Un progreso que habría comenzado su marcha triunfal cuando el espíritu humano despertó de la quimera y de la opresión feudal y clerical, y cuyos hitos centrales habrían sido el Renacimiento mismo, la Reforma, La Ilustración y la Revolución industrial.
Sus dos grandes hazañas, situables en el siglo XVI, habrían sido el descubrimiento del mundo y el descubrimiento del hombre. En su influyente obra La cultura del Renacimiento en Italia, publicada en 1860, Jakob Burckhardt construyó —apoyándose en investigaciones anteriores, como las del propio Michelet, pero también las de Hegel, Voltaire y, sobre todo, Voigt— un modelo interpretativo de la «cultura italiana» del Renacimiento, pronto extendido al Renacimiento europeo, que se convirtió enseguida en obligado punto de referencia de los estudiosos. De acuerdo con él, como Renacimiento hay que entender el desarrollo de la cultura y del individuo dentro del marco de una sociedad transformada por corrientes de secularización y de racionalización, que pudieron coexistir, sí, con formas tradicionales de religiosidad o incluso con formas de magia y superstición, pero que, en cualquier caso, fueron suficientes como para promover, en franca ruptura con la Edad Media, nuevas formas de organización social, política e intelectual. Entre estas últimas no hubo lugar, según Burckhardt, para la filosofía, inexistente, y no por azar, en el Renacimiento. Con la particularidad de que Burckhardt no veía un hueco en ello, sino una victoria del espíritu sobre la teología escolástica, sobre la philosophia perennis, que habría dejado por fin paso al protagonismo de las letras, del arte y de la ciencia, así como de las nuevas y más dinámicas formas de vida. En esta línea rupturista destacan con fuerza las interpretaciones de Wilhelm Dilthey y Ernst Cassirer, coincidentes ambas en la acentuación del carácter «laico» del Renacimiento y de su presunta condición de hito auroral del proceso de racionalización del mundo y de la sociedad que habría culminado en la Revolución francesa. A diferencia de Burckhardt, sin embargo, tanto Dilthey como Cassirer, mucho más atentos a la historia del pensamiento filosófico y científico, perciben en las filosofías renacentistas —fruto de recuperaciones creativas de momentos filosóficos estelares del pasado— el comienzo de la filosofía moderna propiamente dicha. Ernst Troeltsch, por su parte, completó esta poderosa ampliación de la perspectiva hermenéutica con rigurosos estudios sobre las relaciones entre el Renacimiento y el Humanismo y entre el Renacimiento y la Reforma.
A partir de ahí, la revisión en varias direcciones del concepto abriría las siguientes líneas de investigación sobre el Renacimiento como constructo historiográfico «global». Una primera corriente investigadora ha dado en buscar en la Edad Media el origen y aun la primera fase del Renacimiento. Según esta perspectiva, dicha primera fase se confundiría con el «renacimiento carolingio», o con el «renacimiento del siglo XII», o con el «renacimiento otónico», incluso con el «renacimiento islámico», etc. Y así se ha subrayado, bien lo mucho que la Edad Media asume del legado clásico —visible en la latinidad del prehumanismo escolar (Paré, Ghellinck), en la iconografía (Instituto Warburg), en la literatura medieval (Highet, Curtius), e incluso en un presunto «humanismo medieval» (Gilson, Renucci)—, bien lo que en ella cabe reconocer de anticipación propiamente renacentista —como han puesto, ante todo, de relieve historiadores de la ciencia interesados, por ejemplo, por la crítica nominalista de la física aristotélica (Crombie).
Una segunda corriente investigadora —complementaria, no obstante, de la anterior— se orienta en dirección opuesta. Trata, en efecto, de poner de relieve el latido medieval que subsiste ampliamente en el Renacimiento, trátese del simbolismo medievalizante que se oculta bajo apariencias clasicistas en las artes plásticas del Renacimiento (Panofsky, Bruyne) o del importante papel del «eslabón medieval» en algunos aspectos de la literatura en los que el Renacimiento parecía entroncar directamente con la Antigüedad (Kristeller). Así, si Huizinga ha podido percibir los elementos medievales operantes en Erasmo, en monarcas absolutos como Francisco I o Carlos V —que conservarían formas caballerescas típicas—, e incluso en el «hombre de negocios» o en el activo habitante de la ciudad mercantil, otros estudiosos han podido descifrar igualmente las poderosas raíces medievales de la ética luterana (Aranguren).
Se ha tratado de corregir también, en tercer lugar, con recurrente insistencia, el italianismo casi exclusivo del planteamiento de Burckhardt por la vía de buscar manifestaciones originarias de la moderna cultura renacentista en otros pueblos, en países nórdicos, en Flandes, etc., lo que ha llevado a llamar la atención sobre una serie de presuntos renacimientos «nacionales», asumibles como versiones matizadas, específicas en cada caso, de un movimiento general.
Se ha procedido, en cuarto lugar, a diversificar o ramificar igualmente el concepto en el plano temporal, periodizando el Renacimiento. Éste fue el tema del III Congreso Internacional sobre el Renacimiento celebrado en Florencia en 1953, a partir del cual ha pasado a distinguirse en algunos medios entre un «primer» Renacimiento, extendido a lo largo del siglo XV y centrado en una cultura «comunal» o «popular», orientada hacia la ciencia, en la que el averroísmo y las tendencias democráticas en el gobierno de algunas ciudades habrían desempeñado un importante papel, y un «segundo» Renacimiento, propio del XVI, caracterizado por un humanismo de carácter aristocrático, exaltador de la tradición y de la ortodoxia, paralelo, por otra parte, a una notable revigorización de la Iglesia (Toffanin). Otros autores han preferido subrayar el carácter nórdico, naturalista y realista del «primer» Renacimiento (siglo XV) y el italiano del «segundo», impulsado por los ideales clásicoheroicos.
A una quinta línea de estudios renacentistas se debe la acuñación del concepto de «Contrarrenacimiento». Sus protagonistas (Haydn, Whitlock, Battisti, Cantimori, etc.) defienden la tesis de que, al lado de un Renacimiento obediente a su imagen consagrada —humanista, inspirado en las fuentes clásicas y católico—, habría erguido su influyente presencia otro Renacimiento, de rasgos individualistas, cientificistas y heréticos. Y ello hasta el punto de poderse hablar de un «Contrarrenacimiento», entre cuyos representantes figurarían Lutero, Maquiavelo, Calvino o Francis Bacon.
Eugenio Garin, por último, ha centrado sus numerosas, originales e influyentes investigaciones en la génesis y el desarrollo de lo que según el hay que caracterizar como la «nueva cultura», una cultura que impediría, globalmente considerada, seguir distinguiendo de modo nítido y preciso entre Humanismo y Renacimiento —por mucho, claro es—, que el uso meramente históricocronológico de este último concepto siguiera conservando su utilidad. Según Garin, el desarrollo del conjunto de estudios conocido como humanae litterae fue dando lugar a modos de pensar no limitados a la lógica aristotélica, y no fijados a una única manera de concebir el hombre, razón por la que debían pluralizarse de acuerdo con la propia —y profunda— pluralidad de su objeto. A tenor de este programa, cada uno de estos modos tiene, en efecto, que ser retrotraído a su tiempo y a su porqué, con la consiguiente extensión de esta reconstrucción a todas las dimensiones humanas, históricamente situadas: la política, la religiosa, la filosófico-natural, etc. Sólo de este modo cabe hablar ya, según Garin, de «humanismo», a conciencia, en fin, de que hay humanismos diversos. No es igual, en efecto, el humanismo florentino de fines del siglo XIII que el de la primera mitad del XIV, ni el de Padua es igual al de Pavía, Nápoles o Roma, por mucho que todos ellos fomentaran el estudio de los diferentes aspectos de lo humano. Desde su atenimiento básico a las coordenadas italianas, Garin no percibe, por otra parte, en el Humanismo un hecho meramente literario, gramatical o retórico, limitado a un mejor conocimiento de los textos clásicos. Cifra en él, por el contrario, toda una nueva manera (o maneras) de considerar la cultura y el hombre, la función del factor humano, las técnicas de pensamiento, las formas de vida y de construcción tecnocientífica, etc. En la medida en que se trata de maneras muy distintas, cristalizadas entre los siglos XII y XIV, Garin declara finalmente preferir el término «etá nuova» al consagrado de «Renacimiento» (una etá que, en realidad, se extendería hasta la Ilustración).
Garin hace suya, por otra parte, la tesis de la ausencia de filosofía en el Renacimiento, y al igual que Burckhardt ve en ello un hecho decisivo, positivamente interpretable por lo que tal hueco tendría de valioso síntoma del replanteamiento radical de la cosmovisión medieval en la «nueva cultura»: en ella el saber estaría en función del hacer. Cierto es que esta acentuación de la finalidad práctica del conocimiento entroncaría con algunos desarrollos medievales —debidos, por ejemplo, a Roger Bacon o Juan de Salisbury—, pero la voluntad consciente y relativamente generalizada de sustituir el ideal de la contemplación solitaria que sólo aspira a realizar una esencia eterna, por la resolución de dominar mediante el conocimiento y transformar el mundo representaría un auténtico novum histórico. De ahí, por lo demás, la importancia conferida por Garin a magos y alquimistas, a quienes tanto debería, en su opinión, el hundimiento del jerarquizado e inmóvil cosmos aristotélico oficialmente vigente durante la Edad Media. Es más, si alguna figura representa el ideal humano que alienta en esta nueva actitud «activista» sería la del mago. Al igual que, en otro sentido, los cancilleres florentinos, el mago encarnaría, en efecto, el prototipo de hombre volcado en la acción y en el dominio de la naturaleza, ajeno a toda sumisión al hado y decidido a erigirse él mismo en creador. Pero en la magia renacentista Garin no valora positivamente tan sólo su condición de reflejo del espíritu de la época, sino que subraya muy centralmente su fructífero parentesco con la ciencia que en el siglo XVII viviría su gran revolución. Al igual que los estudiosos vinculados al Warburg Institute —y frente a los filósofos e historiadores positivistas de la ciencia—, Garin ha sido, pues, un precursor en el fomento del estudio del hermetismo, de la magia y de la astrología como antecedentes de la Revolución científica.
[J. M.]
Filosofías del Renacimiento:
El saber renacentista fue el lugar «liberal», por decirlo con Foucault, de una confrontación entre la fidelidad a los antiguos —cuyo «verdadero» legado se buscaba restituir—, el gusto por las novedades y lo insólito, y una atención nueva y poderosa a esa racionalidad soberana en la que Occidente vendría a reconocerse acto seguido una y otra vez. Que la filosofía hizo notar su presencia de modo no menos plural en ese saber, es cosa aceptada, a pesar de las reticencias de algunos, por estudiosos eminentes del Renacimiento (Dilthey, Cassirer, Bloch, Kristeller…). Neoepicúreos (Valla), neoestoicos (Vair, Lipsius), neoplatónicos (Ficino, Pico), neoaristotélicos (averroístas, alejandrinistas), humanistas de las más diversas tendencias y objetivos intelectuales, pirrónicos (Montaigne, Charron, Sánchez), místicos (Böhme), naturalistas, teocosmólogos como Cusa, cabalistas, alquimistas y científicos, sentaron las bases de la Revolución científica del siglo XVII a la vez que imponían una formidable «reforma del entendimiento».
Un interesante ejemplo de la complejidad de los factores que hay que tener en cuenta a la hora de cartografiar el saber renacentista lo ofrece una de las contribuciones más famosas, y de mayores repercusiones filosóficas y científicas, de la época: la teoría copernicana, precedente a su vez de las teorías de Tycho Brahe y de Kepler —cuyas tres leyes, basadas en la unificación del sistema posicional de los cuerpos celestes llevada a cabo por vez primera por Copérnico, hizo posible, en combinación con la premonición galileana de la inercia, la mecánica newtoniana. Los historiadores del cambio copernicano —o, lo que es igual, del paso de un sistema geocéntrico a otro heliocéntrico basado en el movimiento de la Tierra— han subrayado, en efecto, las siguientes «condiciones de posibilidad» para él: i) la importancia de las críticas a la metafísica aristotélica ortodoxa desarrolladas por los nominalistas a partir de la idea de la omnipotencia divina; ii) la crítica del sistema ptolemaico y la revisión de algunos de sus aspectos debidas a los astrónomos árabes, judíos y cristianos de la Edad Media; iii) el renacimiento del platonismo y la revitalización, en su estela, de la relevancia otorgada por esta tradición a las matemáticas y a los principios de armonía y simplicidad; iv) la investigación y desarrollo de las potencialidades teóricas de la astronomía ptolemaica por parte de astrónomos-humanistas como Peurbach y Regiomontano; v) la nueva idea de globus terraqui, es decir, de la Tierra como un sólido tridimensional con una superficie diversificada compuesta por distintas porciones de tierra y de mar, que fue desplazando a la idea aristotélica de esferas de tierra y agua como hábitats separados (innovación hecha posible, sin duda, por los descubrimientos geográficos); vi) las corrientes reformistas en el ámbito religioso (erasmismo, Reforma protestante, etc.), con su insistencia en el retorno a las primitivas fuentes del cristianismo y la reconciliación con las antiguas fuentes paganas —de hecho, Copérnico creyó buscar una antigua verdad: el orden primigenio de la Creación—; vii) la concepción humanista-renacentista de la dignidad humana orquestada mediante la idealización del antropocentrismo estoico y la exaltación de los poderes cognitivos de la razón —para Copérnico, en efecto, el centro del mundo ya no estaba ocupado por la Tierra tenebrosa, sino por la «luz del mundo, el rector y la mente».
Pero la obra de Copérnico ilustra también sobre los límites del saber renacentista. Su astronomía es, en efecto, en gran medida tradicional, porque mantiene ambiguamente la maquinaria de las esferas que transportan los planetas y no cuestiona la validez de los modelos ptolemaicos basados en movimientos circulares, sino que insiste en los cánones griegos de uniformidad y circularidad. En cuanto a la justificación física de su sistema, sus argumentos son en gran medida hábiles adaptaciones ad hoc de la filosofía natural aristotélica, o se basan en un uso inteligente de las revisiones de esta física debidas a los teóricos medievales del impetus; en ningún caso elabora una física alternativa a la medieval, sistemática, coherente y compatible con el movimiento de la Tierra por él postulado. De todos modos, durante los siglos XVI y XVII las polémicas en torno a la naturaleza y estatuto, fuentes de inspiración y rendimiento efectivo de la «revolución copernicana» serían tan enconadas como constantes.
Esta pluralidad y diversidad afectaron incluso al aristotelismo, que sobrevivía como principal soporte y punto de referencia de la cultura académica. El aristotelismo renacentista fue ecléctico en dos sentidos: sus protagonistas asimilaron, en primer lugar, elementos importantes de otras filosofías y tradiciones, que no dejaron de marcar sus síntesis; en segundo lugar, no fueron pocos los esfuerzos dedicados a acomodar los nuevos conocimientos y desarrollos en el marco general aristotélico. Las elaboraciones conceptuales del aristotelismo renacentista tendieron, pues, a cifrar en el sistema de Aristóteles el verdadero modelo de la ciencia natural, y en la vuelta al «filósofo» —también filológicamente «depurado»— un posible renacimiento de la investigación directa de la naturaleza. Los neoplatónicos, por su parte, buscaron más bien en el neoplatonismo cristiano la síntesis verdadera del pensamiento filosófico-religioso de la Antigüedad, que ellos asumían como condición de posibilidad de un renacimiento cristiano y a cuya reelaboración textual rigurosa contribuyeron largamente. Dos enfoques no necesariamente incompatibles, dado que —como no dejó de señalarse— lo que en uno y otro caso estaba en juego eran exigencias humanas igualmente legítimas: la de la consecución de un dominio cabal de la naturaleza en un momento de despliegue técnico y científico acelerado en terrenos como la astronomía náutica, la cartografía y la geografía, el geomagnetismo, la arquitectura naval y militar, la hidrografía, la botánica, la zoología, etc., y la de la salvación del alma.
Con todo, en su vertiente más interesante el aristotelismo renacentista fue el lugar de una singular confrontación entre dos «lecturas» contrapuestas de Aristóteles: la alejandrinista, protagonizada por los seguidores de la interpretación de Aristóteles de Alejandro de Afrodisia (titular entre los años 198 y 211 d. C. de la cátedra peripatética en Atenas), y la averroísta, deudora de la desarrollada por Averroes (figura culminante de la tradición aristotélica árabe). Los alejandrinistas (Pomponazzi, Contarini, Cisalpino, Cremonini, etc.) se centraron en Bolonia, y los averroístas (Vernia, Nifo, Achillini, Zimara, etc.) en Padua, lo que hizo que pasara a hablarse de dos escuelas, la Escuela de Bolonia y la Escuela de Padua. La polémica entre ambas —que alcanzó su punto culminante en el primer tercio del siglo XVI— lo fue, en realidad, sobre la disputada cuestión de la naturaleza del alma humana y de su mortalidad o inmortalidad. Desde la orilla opuesta, Marsilio Ficino juzgó así esta confrontación entre las dos sectas: «los primeros [los alejandrinistas] consideran que nuestra inteligencia es mortal; los otros [los averroístas] sostienen que es única en todos los hombres. Unos y otros destruyen los cimientos de toda religión, especialmente porque niegan la acción de la providencia divina sobre los hombres, y unos y otros son infieles a su mismo Aristóteles». Y, efectivamente, ambas escuelas rozaban la herejía: los averroístas tendían al panteísmo en la medida en que consideraban la inteligencia humana única e idéntica con la inteligencia divina, y los alejandrinistas, aun sin dejar de mantener la trascendencia de Dios respecto del mundo, sostenían —en palabras de Pomponazzi— que «ninguna razón natural puede ser aducida para concluir necesariamente que el alma sea inmortal».
Como es obvio, ambas escuelas tenían puntos de vista en común. Compartían, por ejemplo, la teoría de la «doble verdad», de acuerdo con la cual las investigaciones en la esfera que utiliza los métodos racionales hasta sus más remotas consecuencias, y las desarrolladas en la que se apoya en la fe y no tiene que responder ante el tribunal de la razón, son autónomas y tienen sus propios modos de validez irreductibles. Pero compartían también temas de investigación y especulación: el destino del alma, la relación entre la libertad humana y el orden necesario del mundo —a favor del que hablaba el causal-determinismo emergente en esta época—, la tesis de la existencia efectiva de este orden necesario, con la negación del milagro y de la intervención directa de Dios en los asuntos del mundo, etc. De todos modos, las doctrinas de unos y otros sobre la naturaleza del alma racional del hombre, deudoras de dos interpretaciones distintas de las investigaciones psicológicas y epistemológicas de Aristóteles, fueron condenadas en el V Concilio Lateranense (1512-1517); el libro de Pomponazzi De inmortalitate animae (1516) fue quemado públicamente.
El neoplatonismo florentino, entre cuyos representantes brillan con luz propia figuras como las de Marsilio Ficino, el cardenal Bessarion o Giovanni Pico della Mirandola, encontró cobijo institucional en la Academia Florentina o Academia Platónica de Florencia, fundada en 1459 por Cosme de Medici bajo la influencia del sabio bizantino Jorge Gemisto Plethon, refugiado en Italia, como muchos otros, ante la inminencia de la caída del Imperio bizantino en poder de la casa de Osmán. Lejos de constituir un todo homogéneo, el neoplatonismo florentino, heredero tanto del propio Platón y de Plotino cuanto de la lectura agustiniana del platonismo como preparación del Evangelio, asumió con gesto ecléctico elementos decisivos de la tradición hermética, de la magia natural, de la cábala y de la tradición astrológica y alquímica.
En modo alguno ajeno, como vimos, a la génesis del heliocentrismo copernicano, el neoplatonismo renacentista fue el marco general de importantes desarrollos en el ámbito de la cosmología, de la antropología, de la doctrina del alma divina e inmortal, de la teoría de la experiencia interior, de la estética y de la musicología. Y también, claro es, de la doctrina del amor, definido por el gran erudito, traductor y editor Marsilio Ficino en su Theologia platonica —en una suerte de compleja cristianización del «amor platónico»— como «el más potente y eminente de todos los delirios», sin el que «no llegaríamos a obtener ni el delirio poético, ni el delirio místico». El neoplatonismo definió asimismo el cosmos como un todo jerarquizado dinámico, unitario y armonioso en el que cada ser ocupa su lugar y tiene su grado de perfección, y exaltó la vida contemplativa, en la que el alma, «centro de la naturaleza», «lazo y conexión del universo» y «centro de la armonía universal», asciende hacia grados de verdad y de ser cada vez más altos, culminando en el conocimiento y visión inmediatas de Dios, que son —al igual que el propio amor a Dios, del que el humano es una preparación— la meta última y suprema de la vida.
Sin ser propiamente miembros de la Academia Florentina, destacan también en esta corriente figuras como las de León Hebreo, formulador en sus Dialoghi d’amore de una doctrina mística del amor intelectual en la que algunos han percibido un precedente de Spinoza, y Savonarola, reformador religioso cuyo Compendium totius philosophiae engarza, con el eclecticismo propio de la época, elementos aristotélicos en un marco esencialmente platónico. También Nicolás de Cusa puede ser considerado en muchos registros de su obra como un neoplatónico renacentista.
El Humanismo, interpretado por algunos como el proceso de transmisión, desarrollo y revisión de las grandes lecciones de Petrarca, fue una vasta corriente de renovación cultural de raíz básicamente italiana que asumió como modelo y fuente de inspiración la Antigüedad grecolatina. Francisco Rico ha preferido hablar de un «sueño»: el sueño de que a partir de la revitalización de las letras clásicas y de los studia humanitatis (gramática, retórica, filosofía moral e historia), el renacer de la Antigüedad llegara a alumbrar toda una civilización enteramente nueva. El Humanismo propuso y se propuso, pues, algo más que la recuperación de unas disciplinas importantes por su aptitud para formar élites gobernantes, necesitadas de elocuencia y capacidad de persuasión; y algo más también que la difusión, al menos tentativa, de un nuevo talante «mundano» moderadamente escéptico, posibilista, relativista y proclive, en fin, a aceptar que las grandes cuestiones y decisiones «prácticas» pertenecen al ámbito de lo probable. Lo que aquellos hombres de letras —Bruni, Valla, Alberti, Poliziano y tantos otros—, precursores de los filólogos del XIX, y aquellos cancilleres florentinos alentaron fue un «ideal de civilización»; la formación, si se prefiere, de hombres íntegros desde el punto de vista ético y técnicamente competentes, capaces de hacer frente a las nuevas exigencias sociales. De ahí la típica articulación humanista de un proyecto educativo, centrado en «las disciplinas dignas de un hombre libre» (Valla), con una concepción fáustica y prometeica del hombre.
Documento central de este movimiento fue la famosa Oratio de dignitate hominis de Giovanni Pico della Mirandola. En el cosmos, en el que todo tiene su lugar y un divinus influxus lo recorre y empapa todo, irrumpe —razona Pico— un ser que, en principio, no tiene «ni asiento determinado, ni aspecto propio, ni encomienda alguna particular». Este ser anómalo, este microcosmos, este ser versátil, el hombre, semejante a un gran camaleón, es un ser que precisamente por no ser cosa alguna puede ser todas las cosas. Es el «artífice de sí mismo», capaz, como el artista poiético de Platón, de configurar y crear su mundo, capaz, por lo tanto, de hacer de sí mismo una obra de arte y, en consecuencia, de «plasmarse y esculpirse en la forma que prefiera». Frente al determinismo del fatum estoico y al fatalismo providencialista, pero muy lejos también del énfasis reformista en la predestinación, este «camaleón» ostenta, pues, rasgos inequívocamente modernos: el dinamismo, la capacidad de autoproducción, la inquietud inextinguible o la asunción, con todas las consecuencias, de la propia autonomía.
Aunque la crítica escéptica griega pasó a la Edad Media a través de fuentes secundarias, concretamente Lactancio y san Agustín, las posiciones epistemológicas de corte pirroniano y neoacadémico fueron prácticamente desconocidas en Occidente hasta la intensa expansión manuscrita o impresa de las fuentes escépticas ocurrida a lo largo de los siglos XV y XVI, que hizo posible la recepción filosófica de Sexto Empírico. Con su Examen vanitatis doctrinae gentium et veritatis christianae disciplinae (1520), Gian Francesco Pico della Mirandola ofreció un sólido medio de acceso a las doctrinas pirrónicas. Lo mismo puede decirse de la obra De incertitudine et vanitate scientiarum et artium et excellentia Verbi Dei declamatio invectiva de Agrippa von Nettesheim. Todo ello dio paso a un uso generalizado de los tropos escépticos y de la clásica figura escéptica del criterio en los debates tanto filosófico-científicos como religiosos de la época.
(Jacobo Muñoz Veiga)