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El Evangelio según Jesucristo de José Saramago: Nacimiento:
[Traslados para cumplir la orden del censo:]
En el mes de Shevat florecieron los almendros, y estaban ya en el de Adar, tras las fiestas de Purim, cuando aparecieron en Nazaret unos soldados romanos de los que entonces andaban por Galilea, de poblado en ciudad, de ciudad en poblado, y otros por las demás partes del reino de Herodes, haciendo saber a las gentes que, por orden de César Augusto, todas las familias que tuviesen su domicilio en las provincias gobernadas por el cónsul Publio Sulpicio Quirino estaban obligadas a censarse, y que el censo, destinado, como otros, a poner al día el catastro de los contribuyentes de Roma, tendría que hacerse, sin excepción, en los lugares de donde estas familias fuesen originarias.

    Herodes Antipas o Herodes el Tetrarca (20 a.C.-39 d.C.) fue tetrarca de Perea y Galilea desde 4 a.C. hasta su muerte. Fue educado en la Roma de Augusto junto con sus hermanos. Es citado en el Nuevo Testamento en referencia a su participación en los acontecimientos que desembocarían en las muertes de Juan Bautista y Jesús. Reinaba sobre las regiones de Judea, Samaria, Perea, Idumea, Galilea, Gaulanítide, Traconítida, Auranítida y Batanea. Tuvo un agitado reinado y murió en el exilio. En el Evangelio de Lucas, Jesús se presenta ante él y sufre sus burlas, en un encuentro que no relata ninguno de los otros evangelistas. Augusto fue emperador de Roma entre el 27 a.C y el 14 d.C.

A la mayor parte de la gente que se reunió en la plaza para oír el pregón, poco le importaba aquel aviso imperial, pues siendo naturales de Nazaret y residentes allí generación tras generación, allí mismo se censarían. Pero algunos, que procedían de las distintas regiones del reino, de Gaulanitide o de Samaria, de Judea, Perea o Idumea, de aquí o de allá, de cerca o de lejos, empezaron a echar cuentas sobre el viaje, unos con otros murmurando contra los caprichos de Roma y hablando del trastorno que iba a ser la falta de brazos, ahora que llegaba el tiempo de segar el lino y la cebada. Y los que tenían familias numerosas, con hijos en la primera edad o padres y abuelos ancianos y enfermos, si no tenían transporte propio suficiente, pensaban a quién podrían pedírselo prestado, o alquilar por precio justo el asno o los asnos necesarios, sobre todo si el viaje iba a ser largo y trabajoso, con mantenimiento suficiente para el camino, odres de agua si tenían que cruzar el desierto, esteras y mantas para dormir, escudillas para comer, algún abrigo suplementario, pues todavía no se fueron del todo las lluvias y el frío, y alguna vez sería necesario dormir al aire libre. José se enteró del edicto algo más tarde, cuando ya los soldados habían partido para llevar la buena nueva a otros parajes. [...] Celebraré la Pascua en casa, como tenía dispuesto, e iré a Belén, visto que así tiene que ser, y si el Señor lo permite, estaremos de vuelta a tiempo de que María dé a luz en casa, pero si, al contrario, no lo quiere el Señor, entonces mi hijo nacerá en la tierra de sus antepasados. [...] Muchos han sido los hijos de Israel que han nacido en el camino, el mío será uno más. [...]

    El grupo de viajeros que partió de Nazaret atraviesa Samaria. Es tierra de gente poco de fiar, de una religiosidad cuestionable, y que no tiene a Jerusalén como lugar sagrado sino a uno de sus montes. Los compañeros de trayecto y posada se van dispersando tras unos días de marcha. Cada uno se dirige hacia su pueblo natal para declarar al funcionario registrador sus datos familiares. Camino de Belén, a lomos de un asno, María siente los primeros dolores que anuncian el parto.

[En el interior de Belén:]
Preguntó José, pese a todo, dónde estaba el caravasar, porque había pensado que tal vez pudieran descansar allí el resto del día y la noche, una vez que, pese a los dolores de que María seguía quejándose, no parecía que la criatura estuviera todavía para nacer. Pero el caravasar, al otro lado de la aldea, sucio y ruidoso, mezcla de bazar y caballeriza como todos, aunque, por ser aún temprano, no estuviera lleno, no tenía un sitio recatado libre, y hacia el fin del día sería mucho peor, con la llegada de camelleros y arrieros. Se volvieron atrás los viajeros, José dejó a María en una placita entre muros de casas, a la sombra de una higuera, y fue en busca de los ancianos, como primero pensó. El que estaba en la sinagoga, un simple celador, no pudo hacer más que llamar a un chiquillo de los que andaban por allí jugando, al que mandó que guiase al forastero a uno de los ancianos, que, así esperaba, tomaría las providencias necesarias. Quiso la suerte, protectora de inocentes cuando de ellos se acuerda, que José, en esta nueva diligencia, tuviera que pasar por la plaza donde había dejado a su mujer, suerte para María, que la maléfica sombra de la higuera casi la estaba matando, falta de atención imperdonable en él y en ella, en una tierra en la que abundan estos árboles y donde todo el mundo tiene la obligación de saber lo que de malo y de bueno se puede esperar de ellos. Desde allí fueron todos en busca del anciano, que estaba en el campo y resultó que no iba a regresar tan pronto, ésta fue la respuesta que dieron a José.

    Belén se encuentra apenas a dos horas de marcha desde Jerusalén. Según las escrituras, es el lugar de la casa y linaje de David, al que José pertenece. Muchos años antes el carpintero de Nazaret había dejado el lugar donde nació y no le quedaban parientes en la población. Las dimensiones del pueblo y el tránsito del camino le permitían tener un caravasar a disposición de viajeros, comerciantes y arrieros. La estancia en Belén se alarga porque las costumbres del lugar impiden viajar a la madre durante unas semanas en las que debe purificarse. Inmediatamente después de abandonar Belén la Sagrada Familia acude al Templo de Jerusalén a presentar al recién nacido.

Entonces, el carpintero se llenó de valor y en voz alta preguntó si en aquella casa, o en otra, Si me están oyendo, en nombre del Dios que todo lo ve, alguien querría dar cobijo a una mujer que está a punto de tener un hijo, seguro que hay por ahí un cuarto recogido, las esteras las llevaba él. Y también dónde podré encontrar en esta aldea una partera para ayudar al parto, el pobre José decía avergonzado estas cosas enormes e íntimas, aún con más vergüenza al notar que se ponía rojo al decirlas.

[Auxilio de una sirviente:]
La esclava que lo recibió en el portal fue adentro con el mensaje, la petición y la protesta, se demoró y volvió con la respuesta de que no podían quedarse allí, que buscasen otra casa, pero que iba a serles difícil, que la señora mandaba decir que lo mejor para ellos sería que se recogieran en una de las cuevas de aquellas laderas. Y de la partera, preguntó José, a lo que la esclava respondió que, si la autorizaban sus amos y la aceptaba él, ella misma podría ayudar, pues no le habían faltado en la casa, en tantos años, ocasiones de ver y aprender.

En verdad, muy duros son estos tiempos y ahora se confirma, que viniendo a llamar a nuestra puerta una mujer que está a punto de tener un hijo le negamos el alpendre del patio y la mandamos a parir a una cueva, como las osas y las lobas. Nos dio, sin embargo, un revolcón la conciencia y, levantándonos de donde estábamos, fuimos hasta el portal, a ver quiénes eran esos que buscaban cobijo por razón tan urgente y fuera de lo común y, cuando dimos con la dolorida expresión de la infeliz criatura, se apiadó nuestro corazón de mujer y con medias palabras justificamos la negativa por razones de tener la casa llena, Son tantos los hijos e hijas en esta casa, los nietos y las nietas, los yernos y las nueras, por eso no cabéis aquí, pero la esclava os llevará a una cueva nuestra, que tiene servicio de establo, y allí estaréis cómodos, no hay animales ahora, y, dicho esto, y oída la gratitud de aquella pobre gente, nos retiramos al resguardo de nuestro hogar, experimentando en las profundidades del alma el consuelo inefable que da la paz de la conciencia.

Con todo este ir y venir, andar y estar parado, este pedir y preguntar, fue desmayando el profundo azul del cielo y el sol no tardará en esconderse tras de aquel monte. La esclava Zelomi, que ése es su nombre, va delante guiándoles los pasos, lleva un pote con brasas para el fuego, una cazuela de barro para calentar agua y sal para frotar al recién nacido, no vaya a tener una infección. Y como de paños viene María servida y la navaja para cortar el cordón umbilical la lleva José en la alforja, a no ser que Zelomi prefiera cortarlo con los dientes, ya puede nacer el niño, al fin y al cabo un establo sirve tan bien como una casa, sólo quien nunca tuvo la felicidad de dormir en un comedero ignora que nada hay en el mundo más parecido a una cuna. El burro, al menos, no encontrará diferencia, la paja es igual en el cielo que en la tierra.

[El establo:]
Llegaron a la cueva hacia la hora tercia, cuando el crepúsculo, suspenso, doraba aún las colinas, no fue la demora tanto por la distancia como porque María, ahora que llevaba segura la posada y había podido, al fin, abandonarse al sufrimiento, pedía por todos los ángeles que la llevasen con cuidado, pues cada resbalón de los cascos del asno en las piedras la ponía en trances de agonía. Dentro de la cueva estaba oscuro, la débil luz del exterior se detenía en la misma entrada, pero, en poco tiempo, allegando un puñado de paja a las brasas y soplando, la esclava hizo una hoguera que era como una aurora, con la leña seca que allí encontraron. Luego, encendió un candil que estaba colgado de un saliente de la pared y, habiendo ayudado a María a acostarse fue por agua a los pozos de Salomón, que están justo al lado. Cuando volvió, encontró a José aturdido, sin saber qué hacer, no debemos censurarle, que a los hombres no les enseñan a comportarse con utilidad en situaciones como ésta, ni ellos quieren saberlo, lo único de que son capaces es de coger la mano de la sufridora mujer y mantenerse a la espera de que todo se resuelva bien. María, sin embargo, está sola, el mundo se acabaría de asombro si un judío de aquel tiempo se atreviera aunque fuese a tan poco. Entró la esclava, dijo una palabra de aliento, Valor, después se puso de rodillas entre las piernas abiertas de María, que así tienen que estar abiertas las piernas de las mujeres para lo que entra y para lo que sale, Zelomi había perdido ya la cuenta de los chiquillos que ayudó a nacer, y el padecimiento de esta pobre mujer es igual al de todas las otras mujeres, como ha sido determinado por el Señor Dios cuando Eva erró por desobediencia, Aumentaré los sufrimientos de tu gravidez, tus hijos nacerán entre dolores, y hoy, pasados ya tantos siglos, con tanto dolor acumulado, Dios aún no está satisfecho y mantiene la agonía.

[Los pastores:]
José ya no está allí, ni siquiera a la entrada de la cueva. Ha huido para no oír los gritos, pero los gritos van tras él, es como si la propia tierra gritase, hasta el extremo de que tres pastores que andaban cerca con sus rebaños de ovejas, se acercaron a José, a preguntarle, qué es eso, que parece que la tierra está gritando, y él respondió, Es mi mujer, que está dando a luz en aquella cueva, y ellos dijeron, No eres de por aquí, no te conocemos, Hemos venido de Nazaret de Galilea, a censarnos, en el momento de llegar le aumentaron los dolores y ahora está naciendo. El crepúsculo apenas dejaba ver los rostros de los cuatro hombres, en poco tiempo todos los rasgos se apagarían, pero proseguían las voces, tienes comida, preguntó uno de los pastores, Poca, respondió José, y la misma voz, Cuando esté todo acabado, ven a avisarme y te llevaré leche de mis ovejas, y luego la segunda voz se oyó, Y yo queso te daré. Hubo un largo y no explicado silencio antes de que el tercer pastor hablase. Al fin, con una voz que parecía, también ella, venir de debajo de la tierra, dijo, Y yo pan he de llevarte.

El hijo de José y de María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hicieron llorar y llorará siempre por ese solo y único motivo. Envuelto en paños, reposa en el comedero, no lejos del burro, pero no hay peligro de que lo muerda, que al animal lo prendieron corto. Zelomi ha salido a enterrar las secundinas, mientras José viene acercándose. Ella espera a que entre y se queda respirando la brisa fresca del anochecer. Cansada como si hubiera sido ella quien pariese, es lo que imagina, que hijos suyos nunca tuvo.

Bajando la ladera, se acercan tres hombres. Son los pastores. Entran juntos en la cueva. María está recostada y tiene los ojos cerrados. José, sentado en una piedra, apoya el brazo en el reborde del comedero y parece guardar al hijo. El primer pastor avanzó y dijo, Con estas manos mías ordeñé a mis ovejas y recogí la leche de ellas. María, abriendo los ojos, sonrió. Se adelantó el segundo pastor y dijo, a su vez, Con estas manos mías trabajé la leche e hice el queso. María hizo un gesto con la cabeza y volvió a sonreír. Entonces se adelantó el tercer pastor, por un momento pareció que llenaba la cueva con su gran estatura, y dijo, pero no miraba ni al padre ni a la madre del niño nacido, Con estas manos mías amasé este pan que te traigo, con el fuego que sólo dentro de la tierra hay, lo cocí. Y María supo que era él.
(José Saramago, El Evangelio según Jesucristo)



Prohibición decretada por Cromwell:
Ahora que estamos inmersos en los días previos a la Navidad y que todas las ciudades europeas se decoran con luces y velas, podemos recordar un hecho curioso ocurrido durante el siglo XVII en Inglaterra cuando la celebración de las fiestas navideñas quedó prohibida por ley durante 13 años!. El causante de esta medida tan impopular fue Oliver Cromwell gobernador inglés durante el periodo conocido como el Interregno (1649 a 1660), única etapa republicana de la historia en Inglaterra. Este político y militar fue educado dentro de la religión protestante, una fe nueva nacida tras las Guerras de Religión que habían dividido al catolicismo en varias sectas irreconciliables. Los protestantes ingleses estaba muy influenciado por una corriente de ideología puritana basada en una estricta moralidad y austeridad, que Cromwell llevaría a la práctica en su vida personal, y sobre todo, en su forma de gobierno. Convertido en Lord Protector de Inglaterra, Escocia e Irlanda tras su victoria en la Guerra Civil contra el rey Carlos I, Cromwell aplicó sus principios religiosos persiguiendo a los católicos no sólo en el ámbito militar sino también en sus costumbres más arraigadas. Consideraba que los católicos hacían una excesiva demostración durante la celebración de los días de Pascua cuando las ciudades inglesas se llenaban de cánticos y jolgorio multitudinarios mientras que la población derrochaba alegría en festines poco espirituales. Según sus rígidos principios morales, estos festejos navideños tenían un origen pagano y no estaban recogidos en el Evangelio, por lo tanto no deberían ser considerado como fiestas sagradas. En realidad era cierto que la mayoría de las tradiciones de Pascua no eran verdaderamente cristianas sino la asimiliación de costumbres paganas difundidas durante la Edad Media por toda Europa. Un ejemplo lo encontramos en el Norte de Europa, en la cultura escandinava. Allí durante el invierno se colocaban dentro de las casas ramas verdes adornadas con panes y fruta como símbolo de la vida y relacionadas con el culto al dios del Sol y la fertilidad. Este serían el origen del actual árbol de Navidad del que se tiene por primera vez constancia adornando la catedral de Estrasburgo en 1539. Mientras que el Yule Log o tronco de Navidad, convertido hoy en día en un famosos dulce navideño, recuerda los grandes troncos que ardían en las chimenea durante toda la noche en el solsticio de invierno. Estas y otras tradiciones se habían consolidado en los hogares católicos de Inglaterra desde hacía siglos, pero el gobierno republicano estaba dispuesto a impedir que se celebrase la Navidad de esa forma. Para ello dispuso una prohibición que afectaría a todas las tierras inglesas, incluídas las colonias Nueva Inglaterra en Norteamerica, cambiando la tradicional fiesta católica por el llamado “Día del Jolgorio de los Paganos“. Con la nueva ley se prohibía la decoración de árboles en las calles, los populares villancicos o christmas carols e incluso que se realizaran copiosos banquetes. Cualquiera que adornase su hogar con acebo, hiedra o muérdago corría el riesgo de ser acusado de desobediencia. En la práctica, el 25 de diciembre se convertía en un día laborable como otro cualquiera y los comercios debían abrir al público. La norma fue tan estricta que incluso el parlamento convocó sus sesiones durante ese día mismo desde 1644 a 1656. Dejaron de fabricarse los tradicionales “mince pies“, típicos dulces navideños hechos de hojaldre rellenos de frutas, almendras y licor que eran muy populares en esas fechas Se prohibía además la venta de alcohol, las representaciones teatrales, las apuestas o las peleas de gallos. Todas estas actividades eran mal vistas por la mentalidad puritana que buscaba la rectitud moral y la austeridad, pero terminaron irritando a los católicos que se resistían a cumplir la ley. Hubo numerosas detenciones y acusados por intentar adornar sus casas. Finalmente, con la muerte de Cromwell en 1658 y la llegada al trono de un nuevo rey, Carlos II se levantó la prohición para celebrar la Navidad y los católicos pudieron volver a festejarla. Sin embargo, en las Colonias Británicas la ley se mantuvo hasta 1681. Allí la costumbre de celebrar la Navidad no volvió con fuerza puesto que la mayoría de los colonos eran estrictos puritanos que practicaban una fe sencilla e individualista, absteniendose de organizar celebraciones y reuniones multitudinarias. Así lo recuerdan las palabras de Increase Mather en 1687, reverendo famosos por participar en los Juicios de Salem “La costumbre de mantener y celebrar la navidad es una deshonra para el nombre de Cristo. ¡Cuán pocos son comparativamente los que pasan esos días de fiesta (como se les llama) de una manera santa. Pero la mayoría se consumen en competencias, en interludios, en jugar a los naipes, en orgías, en exceso de vino, en una loca alegría … ” En cambio, para los colonos ingleses uno de los días más importante era el de Acción de Gracia, celebrado en honor a la primera cosecha que hicieron los peregrinos a su llegada a Plymouth (Massachusetts), pero no así las fiestas navideñas que recordaban la dominación de la metrópolis. Hay que esperar hasta mitad del siglo XIX para que de nuevo se celebrara la Navidad en los hogares de EE.UU y se convirtiera en una de las tradiciones más populares hoy en día. (Cristina Segovia)

 

 

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