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André Malraux:
LA INTENSIDAD COMO SIGNIFICADO:
Pese a que compartiera muchas de las ideas de los artífices de Les Temps modernes, André Malraux no pertenecía realmente a este círculo intelectual, en el que también operaban a sus anchas pensadores como Alexandre Kojève y Alexandre Koyré, herederos intelectuales de Heidegger. Malraux era fundamentalmente un hombre de acción que había viajado a Camboya y a China a los veintitantos. Hallándose en el primero de esos dos países había sido arrestado por traficar con unas antigüedades. Más tarde, el juez acabaría por revocar la sentencia, pero eso no le impediría seguir criticando la actitud de las autoridades coloniales galas. En 1930, su padre, que era banquero, se suicidaría tras el desmoronamiento del mercado de valores ocurrido pocos meses antes. A mediados de los años treinta, Malraux luchaba en la guerra civil española. En 1940, durante la segunda guerra mundial, fue hecho prisionero, pero logró huir y unirse a la Resistencia, recibiendo posteriormente condecoraciones tanto por parte del gobierno francés como de las autoridades británicas. En medio de tan agitada peripecia personal, Malraux encontraría no obstante tiempo para escribir, y conseguiría en 1933 el premio Goncourt por La condición humana.

Todo este trasfondo biográfico iba a revelarse muy importante para su filosofía que, pese a reflejar un estilo de vida distinto al que acostumbraban a llevar los demás intelectuales del París de los años treinta y de la Francia de la Resistencia, se adecuaba no obstante a los cánones del existencialismo en el que se integraba. Malraux aceptaba la circunstancia de que resultara imposible contar con una idea preestablecida del ser humano, asumiendo por tanto que «la existencia precede a la esencia» —pues tal era el mantra fundamental del existencialismo—, lo que implicaba admitir también la ausencia de todo «modelo de existencia» al que pudiera aspirar el hombre. En cambio, sostenía, hemos de ambicionar dos cosas: a que nuestra vida «deje una marca en la superficie de la Tierra», y a realizar nuestras acciones en compañía de otros individuos —dado que «la acción común establece vínculos igualmente comunes»—. La vida no es sagrada, argumentaba, y tampoco es una posesión, sino «un instrumento cuyo valor depende únicamente de que sea utilizado». Malraux pensaba que la obsesión que hacía girar al individuo en torno de un «mundo interior y de una vida íntima» equivalía sencillamente a seguir una pista falsa. En China había descubierto la existencia de una mentalidad distinta, tan distinta, de hecho, que se preguntaba si podía siquiera hablarse de la «mente humana» en términos puramente abstractos. «El chino, por ejemplo, no se concibe a sí mismo como un individuo, de modo que la idea de “personalidad” le es totalmente ajena. Los chinos se consideran mucho menos distintos de los demás hombres y de los objetos que los occidentales». Y en cierta medida el propio Malraux compartía este punto de vista. Dado que la vida carece de una orientación precisa, como era el caso a juicio de Malraux, nuestro autor resolvió que su único sentido «debía de residir necesariamente en la intensidad con la que fuera vivida». «Me es ya imposible concebir a un hombre al margen de su intensidad», solía decir. Y la intensidad viene determinada por la acción, de donde se deduce que el único plan que el mundo alcanzará jamás a reservarnos es aquel que «logremos imponerle temporalmente» con nuestra determinación. A Malraux le resultaba imposible aceptar sin más, como hacían Gide y Valéry, que nuestra condición sea absurda. Por eso argumentaba que debemos rebelarnos contra esa idea —nada ha de aceptarse sin combate, lo que nos remite a la «constante crítica» de los proto-existencialistas—. Esto también implicaba negarse a aceptar todas las formas de orden, como la representada por la posición que uno dé en ocupar en la sociedad, o como el aparente orden cristalizado en la personalidad —lo que significa que nunca hemos de aceptar que seamos un tipo de persona u otro, ya que todo se halla en permanente cambio—. Coincidía con Gide en que no hay nada más allá de lo inmediato, ninguna forma de comprensión al margen de la experiencia; en que todo aquello que no resulte accesible a la sensación no existe; y en que, por consiguiente, no es posible alcanzar a conocer nada que vaya más allá de la acción misma. De esto trata justamente su novela sobre La condición humana. Entre los existencialistas, en cambio, la idea de centrarse en la acción brotaba en parte de la filosofía de Maurice Merleau-Ponty y de su idea de que la conciencia no es una mera función del cerebro, sino el resultado de la actividad del cuerpo entero. Merleau-Ponty, que en sus tiempos de estudiante asistía a conferencias filosóficas en compañía de Jean-Paul Sartre, de Simone de Beauvoir y de Simone Weil, acabaría ejerciendo la docencia en el terreno de la psicología infantil y de la fenomenología, dedicándose a la enseñanza en la Sorbona y en el Colegio de Francia. Merleau-Ponty defendía la doble idea de que el cuerpo pone límites a la experiencia y de que en el ámbito artístico es imposible traducir en palabras la esencia del estilo, es decir, la médula de la realidad de los movimientos físicos que generan los estilos característicos de cada creador —acercándose notablemente en esto a lo que ya dijera Wittgenstein en su momento—. El estilo, sostenía, es un producto tan corporal como mental, de modo que si hemos de sentirnos realizados hemos de procurar tanta satisfacción al cuerpo como a la mente. Y son justamente los actos los que consiguen ese doble efecto, por eso resultan tan satisfactorios y nos proporcionan tanta sensación de plenitud.

EL AMOR COMO REFUGIO:
Pero regresemos un instante a Malraux. El verdadero dilema al que se enfrentaba era éste: si nuestra acción —esto es, las decisiones que tomamos y los movimientos que hacemos— ha de conservarse «pura» y prístina, ¿cómo hemos de relacionarnos con los demás? La acción y la soledad son dos cosas que van de la mano, ya que la experiencia inmediata de la acción —su intensidad misma— nos distancia de los demás. Y esto es lo que da lugar a la siguiente afirmación: «El amor no supone una solución para la soledad humana, sino un refugio para quien quiere huir de ella». Este planteamiento podría ampliarse diciendo que no hay nada que solucione los misterios de la vida, sólo refugios (temporales) en los que descansar de la constante lucha. De hecho, Malraux llegará incluso a sugerir que la relación con los demás nunca podrá convertirse en un paliativo satisfactorio para nuestra soledad —eso sólo podría conseguirlo la percepción de que existe una razón para el hecho de que nos hallemos sobre el planeta, pero Malraux rechazará a un tiempo la metafísica y la religión, que se ocupan de esas percepciones, considerando que son simplemente dos irrelevantes «centros de rehabilitación»—. Si queremos vivir una vida intensa por medio de la acción, el precio que inevitablemente habremos de pagar es el de la soledad, y éste es justamente uno de los dilemas en que nos vemos inmersos. El otro dilema surge cuando ponderamos la idea de si la acción ha de sacrificar o no su «pureza» en un intento encaminado a conseguir algo que vaya más allá de lo inmediato. Así por ejemplo, al vivir para otros —por valiosa que sea esa entrega a los ojos de quienes hayan de beneficiarse de ella— lo que hacemos es sacrificar la intensidad de nuestra existencia. El hecho de tener que vivir con el peso de estos dilemas, que constituyen nuestra «angustia existencial», implica que muy a menudo nos veamos obligados a renunciar a nuestra individualidad a fin de adecuarnos a algún modelo concreto que, según imaginamos, habrá de permitirnos gozar de una «perfecta comunicación» con nuestros semejantes, ya sean éstos hombres o mujeres. Sin embargo, esto es una mera ilusión. Motivo por el cual Malraux no dejará de repetir: «El amor no supone una solución para la soledad humana, sino un refugio para quien quiere huir de ella». Y se trata de una frase que vale la pena reiterar ya que Malraux estaba convencido de que la comunicación interindividual —al menos en la medida en que se juzgaba posible en los viejos tiempos de la religión y la metafísica, es decir, en la época en que las personas creían en la «transcendencia», por ejemplo— no es cosa que se encuentre ya a nuestro alcance. Esto se aprecia claramente, decía Malraux, en el fenómeno del arte moderno, que posee una especie de cualidad sagrada que no deriva del hecho de estar dedicado a Dios sino al arte mismo. «El arte [moderno] es un “sistema cerrado” que nada debe al mundo exterior y el verdadero significado del arte es la lucha en contra de la dominación de ese mundo… Sería difícil apurar más la libertad humana. Sin embargo, la liberación se ha efectuado al precio de introducir un nuevo tipo de separación entre el hombre y su mundo. Y no me refiero a la escisión derivada del empeño que lleva a la mente a tomar perspectiva respecto de la materia, sino al hecho de que esa misma mente se retire a un mundo diferente». En otras palabras, el artista está construyendo algo que «resiste» los embates del mundo exterior. Sea hombre o mujer, ese artista nos muestra algo que es producto de su mente y de su cuerpo. Y a nosotros, como espectadores, nos es dado comprender hasta cierto punto lo que ese artista femenino o masculino está intentando conseguir, aunque nunca podamos entenderlo por completo. El arte anterior a la muerte de Dios, digamos un fresco de Rafael, o un óleo de Da Vinci, representaban una serie de temas transcendentales que suscitaban en el público una reacción «común» y compartida. Pero también esto era fruto de una ilusión. Ésa era la opción que elegían hacer suya las personas de la época, lo que nos sitúa frente a otro dilema: ¿por qué decantarse, por una ilusoria sensación de comunidad, o por la fría apreciación de cuanto no nos es común? Malraux pensaba —y actuaba— de acuerdo con su creencia de que el universo no es un enigma cuya clave estemos condenados a encontrar, dado que estaba persuadido de que, de hecho, no hay nada que el universo esté tratando de ocultarnos. Hemos de explorarlo con toda la intensidad que nos sea dado alcanzar, tratando de disfrutar lo mejor que podamos de las experiencias y de observarnos simultáneamente a nosotros mismos en el acto de la propia experiencia. En este sentido estamos hasta cierto punto abocados a un fracaso inevitable, pero no importa, debemos seguir esforzándonos al máximo por conseguirlo, puesto que eso es todo cuanto se nos ofrece. Teniendo en cuenta que el universo no se propone ocultarnos nada, la respuesta a la vida es la vida misma, de modo que hemos de asegurarnos de vivirla con la mayor intensidad que podamos. Y si lo que necesitamos es alguna metáfora a la que adecuar nuestra existencia, deberemos comportarnos como los artistas modernos, esto es, creando algo que encuentre justificación en sí mismo y que los demás no puedan entender sino de forma incompleta. (Peter Watson)

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