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Surgimiento del lenguaje y la escritura (Por Artola y Sánchez Ron):
la más potente de las técnicas fue la invención del lenguaje, que proporcionó a los humanos la capacidad de expresar sus pensamientos y de manifestar sus deseos. Este invento —que fue posible gracias a un cambio en el sistema de fonación de los sapiens que se produjo hace unos 40.000 años, el descenso de la laringe, que les permitió vocalizar, favoreciendo el habla (hay que señalar que el aprovechamiento de la laringe para sustentar la comunicación en los órganos de fonación exigió previamente un desarrollo cerebral que hiciera posible la propia posibilidad de poder comunicarse)— permitió la aparición de los idiomas, productos de la comunicación en el interior de grupos humanos que mantenían contactos habituales. Aunque el Génesis explicaba la diversidad de lenguas como el castigo de Dios, la verdadera razón reside, por supuesto, en el aislamiento de las poblaciones. En un primer momento, había un signo o imagen para cada idea, eran una unidad de significado, y la asociación de dos o más signos constituía una forma económica de expresar nuevos pensamientos o deseos. Así, a partir de la combinación de los pictogramas correspondientes a boca y agua, para expresar la acción de beber, se abrían cientos de posibilidades para, por medio de la combinación de boca con otros signos, expresar otras acciones. Primero debieron aparecer, efectivamente, los lenguajes pictográficos (esto es, escritos con imágenes), llegando luego los ideográficos, en los que se escriben ideas, y finalmente los logográficos, que utilizan palabras escritas. Entre las primeras muestras de escritura, pictográficas, están las realizadas en tablillas de barro, antes de secarse, por medio de un punzón. Es la que conocemos como escritura cuneiforme, empleada en el caso del sumerio, que exigía disponer de un gran número de signos: 2.000 signos cuneiformes a mediados del IV milenio a.C. (la etapa sumeria), si bien en el III milenio a.C. (la etapa acadia) los signos utilizados se redujeron a 600.

Este hubo de ser el comienzo de la manera de expresar gráficamente las lenguas, que habían nacido con una base oral. Un avance dado en la adaptación de la escritura cuneiforme de los sumerios a la lengua semítica de los acadios fue la «escritura» de los componentes de los signos por medio de sus sílabas, la unidad fónica, lo cual permitió reducir a 300 el número de sus signos gráficos. Un paso más supuso recurrir a la representación de los sonidos o, si se prefiere, a los fonemas, que combinados dan lugar a una palabra, lo que posiblemente se dio ya en la adaptación que se hizo de la escritura cuneiforme en ugarítico (la lengua de los cananeos) o en el persa antiguo. El caso de la escritura china es particularmente interesante, porque muestra uno de los primeros pasos en la transición de una escritura basada en imágenes que se convirtieron en representaciones de unidades de sonido con significado. Y como la unidad de significado era la palabra, se necesitaron miles de símbolos diferentes (del orden de 50.000). La historia de las lenguas y de los alfabetos en los que estas se codifican es la propia historia de la humanidad. De hecho, no podría ser de otra forma, ya que nuestros conocimientos de esa historia (no confundir con la de la especie humana, de la que podemos averiguar a través de otros mecanismos; paleontológicos y genéticos, por ejemplo) dependen de los sistemas simbólicos y comunicativos que nos han llegado, sistemas que fijan la lengua hablada: mientras que el habla es una capacidad innata del homo sapiens, la escritura es un fenómeno cultural restringido. Desentrañar las relaciones entre los diferentes idiomas, cómo unos proceden de otros y por qué se fueron diversificando, constituye una historia tan compleja como fascinante. Y otro tanto se puede decir de los sistemas alfabéticos de escritura, que derivan, en última instancia, de un modelo que surgió durante el segundo milenio antes de Cristo en Oriente Próximo. En la ilustración adjunta incluimos la genealogía de nuestra letra A, cuyos orígenes se remontan al antiguo Egipto, con su lenguaje jeroglífico, aunque la familia a la que pertenece más propiamente es a la del fenicio temprano, cuyo alfabeto estaba compuesto por veintidós signos y del que proceden los principales alfabetos actuales. La introducción del alfabeto, reducido a dos docenas de letras, facilitó el aprendizaje de la lectura y aumentó las dimensiones del diccionario a costa de multiplicar los polisílabos. Hacia 2700 a.C. los egipcios habían desarrollado 22 signos jeroglíficos que correspondían a las consonantes. Fue la fuente del alfabeto consonántico fenicio, del que proceden el indio antiguo, el arameo, el griego arcaico y sus derivados: el sánscrito del primero, el árabe y el hebreo del segundo y el griego, que introdujo letras para las vocales, el eslavónico y el romano del tercero. Desde un punto de vista léxico, la palabra es la unidad mínima de sentido, aunque el mismo signo puede tener distintos significados (acepciones) y pueden existir distintos signos para el mismo significado. El lenguaje oral permitía la comunicación de las personas vecinas, mientras que la escritura hizo lo propio con las lejanas en el espacio y en el tiempo, y por medio de la traducción con los que hablaban otras lenguas. Sin el lenguaje no había lugar para el conocimiento, del tipo que este fuese, incluyendo, por supuesto, lo que ahora llamamos ciencia, esto es, conocimiento del comportamiento de la naturaleza.

Organización de la ciudad-estado:
Además de servir para la comunicación social, que en sus orígenes pudo limitarse a un corto número de palabras, el lenguaje fue necesario para que la actividad mental produjese el pensamiento. Junto a los desarrollos que hemos mencionado, se produjo otro que, aunque de un carácter diferente, no fue menos importante para el establecimiento y la consolidación de la actividad científica: la aparición de la ciudad-estado. Disponer de recursos agrícolas y ganaderos terminó generando asentamientos humanos de tamaño y posibilidades cada vez mayores, un proceso que, a su vez, introdujo la división del trabajo, conduciendo finalmente a la ciudad-estado, uno de los «descubrimientos» determinantes para la historia de la humanidad. La ciudad-estado, un centro de poder con estructuras administrativas de una cierta complejidad, permitió que se almacenasen excedentes que se podían conservar, y esto hizo posible la aparición de grupos dispensados de las tareas en las que en el pasado se centraba la actividad de prácticamente todos sus habitantes, la producción de alimentos; grupos diferentes de otros necesarios como los artesanos o los sanadores (médicos). Surgió así un pequeño número de colectivos, pequeño en cuanto número, pero cuya importancia a partir de entonces fue inmensa: los dedicados a la guerra, a la administración (los funcionarios) y los sacerdotes. No es preciso detenerse en explicar la aparición de los primeros, y de los segundos acaso bastaría con decir que se hicieron necesarios al hacerse más complejas las estructuras sociales, como sucedía en las ciudades-estado. Y no digamos ya en imperios como el egipcio, en el que los funcionarios constituían una de las cinco clases: soldados, sacerdotes, artesanos, esclavos del rey (estas cuatro aparecen enumeradas por el escriba militar Tjaneni de la XVIII dinastía; esto es, entre 1540 y 1293 a. C.) y funcionarios. De la importancia de estos da idea que Estrabón se parase en alabar la administración egipcia, adjudicándole la responsabilidad de que no hubiese hambrunas, ni siquiera en el caso de bajas crecidas del Nilo. Ahora bien, para que la Administración sea eficaz es preciso mantener memorias de lo sucedido, al igual que de otros apartados como pueden ser derechos, deberes, conexiones familiares o propiedades. En otras palabras, registros escritos de algún tipo. Y en este punto aparece el escriba, tal vez inicialmente un mero auxiliar de los administradores, con funciones contables, pero cuya importancia fue aumentando con el paso del tiempo, al irse haciendo más complejas y refinadas las exigencias administrativas, más extensos los anales históricos y más elaborado el discurso religioso. De esta manera, los escribas, algunos al menos que se elevaron de cumplir la función de amanuense en base a escrituras primitivas, pasaron (en Egipto durante el III milenio a. C.) a convertirse en creadores, inventores y perfeccionadores de la escritura.

Conocimiento del mundo:
E insistamos en que la escritura constituye una de las bases imprescindibles para la ciencia, aunque luego esta desarrolle sus propios lenguajes. En cuanto a los sacerdotes, en cierto sentido su origen no es demasiado diferente al de la ciencia: responder a preguntas que surgen imperiosamente en los humanos. En el caso de los sacerdotes, las preguntas estaban, entonces como ahora, relacionadas con la conciencia de la precaria situación de los humanos: ¿cómo es que existimos?, ¿cuál es nuestro destino: morimos y se acabó todo, sin más? Íntimamente ligada a estas preguntas está la de qué es lo que podemos llamar «Universo», el conjunto de todo, y de cómo es que existe. En el carácter evidente, atávico y doloroso de preguntas como estas radica la antigüedad y fuerza de las religiones y la razón de la temprana aparición de profesionales que se dedicaban a ella, a una actividad que no parecía dar frutos materiales. Intentando producir explicaciones a esas cuestiones atávicas, los sacerdotes, las religiones, produjeron cosmogonías; esto es, explicaciones —en general de alto contenido antropomórfico— del mundo. Una de esas ideas, la que adquirió mayor fuerza en diferentes versiones, es la asociada a la idea de un «Dios» responsable, causa y motor, de lo que existe. La existencia del Universo se entendió como una emanación divina. Hacia el siglo V a.C., el Génesis, el libro sagrado del cristianismo, ofreció la imagen de una creación secuencial, que en seis días había hecho surgir de la nada el cielo y la Tierra, la luz, el firmamento, el agua y las plantas, el Sol y la Luna, los animales que habitan los diversos medios y el hombre. Ahora bien, aunque los orígenes de religión y ciencia tienen algo en común, les diferencian claramente las trayectorias posteriores que siguieron; una basada en la fe, en creencias no demostradas, o indemostrables, y la otra en la elaboración de sistemas lógicos cuya verosimilitud se comprueba comparándolos con la observación de lo que sucede en la naturaleza. (Artola y Sánchez Ron)



La palabra y el silencio:
El silencio es oro y plata la palabra.
¿Qué impío profirió tal blasfemia?
¿Qué blando, asiático abandono, ciego, mudo
condena a un destino ciego, mudo? ¿Qué pobre insensato,
ajeno a la humanidad, insultando a la virtud,
llamó quimera al alma y plata a la palabra?
Nuestro único don divino, que a todo
encierra —entusiasmo, aflicción, alegría, amor;
¡lo único humano en nuestra animal naturaleza!
Tú, que tildas de plata a la palabra, no crees
en el futuro, que diluye al silencio, verbo misterioso.
Tú, no te complazcas en el saber, no te hechice el progreso;
con la ignorancia —dorado silencio— te sientes satisfecho.
Estás enfermo. El Silencio insensible es una enfermedad grave,
mientras que la Palabra, cálido afecto común, es salud.
Sombra y noche es el Silencio; día, la Palabra.
La Palabra es verdad, vida, inmortalidad.
Hablemos, hablemos —no nos va el silencio
desde que a semejanza de la Palabra fuimos creados.
Hablemos, hablemos —desde que en nuestro interior
habla el divino pensamiento, discurso inmaterial del alma.
(Kavafis, 1892)

 

 

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