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La igualdad: Visión desde la filosofía:
«Igualdad» es un término polisémico y controvertido que ha sido utilizado en distintos contextos y tradiciones de pensamiento, cada una de las cuales lo ha cargado con nuevos y diferentes matices, no siempre compatibles. Dejando al margen las acepciones que el término posee en los saberes formales (lógica y matemática), «igualdad» remite a un principio normativo omnipresente en la ética y la filosofía política. La historia del concepto es la de la fijación de sus límites, tanto en lo que hace a los sujetos de referencia (todos —o bien parte de— los seres humanos) cuanto en lo que atañe al parámetro que los iguala (todo —o algún— bien material o formal, de la esfera económica, social o política). A este respecto es preciso señalar que no todas las doctrinas filosóficas que han elaborado un concepto de igualdad pueden ser denominadas «igualitaristas», pues en un gran número de casos la igualdad se acompaña de exclusión: es decir, aquélla constituye su ámbito de referencia y adquiere sentido por lo que deja fuera como desigual. De modo que sólo cabría hablar de igualitarismo a propósito de aquellas doctrinas que pretenden no dejar resto de desigualdad en el reparto de algún bien fundamental para la especie humana. Hay ejemplos de teorías igualitaristas en las tradiciones —muchas veces entremezcladas— feminista, marxista, anarquista y liberal, si bien es en la primera donde se encuentran las propuestas igualitaristas más amplias: se reivindica para todos los seres humanos de cualquier sexo, raza, religión o cultura la igualdad formal ante la ley y algún tipo de acceso igualitario a bienes como el poder, el trabajo, la propiedad, la educación, etcétera. Por término general, los pensadores ocupados en el tema han pretendido que la fijación del concepto fuera incontrovertible, pues con ello buscaban delinear al mismo tiempo un modelo de orden social incuestionable. De ahí que hayan procurado justificar su concepción tratando de describir algún plano láctico —metafísico, natural o biológico— que actuara como fuente incontestable de una supuesta igualdad natural o esencial (excluyente o no, según los casos) en virtud de la cual quedaría legitimado el principio normativo. Esta pretensión ha sido desestimada en el transcurso del propio debate histórico sobre la igualdad al hacerse patente la falacia naturalista en que incurre, pues (se haga con fines excluyentes o no) pretende derivar el deber ser del ser. Por otro lado, las polémicas sobre la igualdad han evidenciado lo sesgado y excluyente de muchas nociones pretendidamente asépticas, pues la descripción del «hecho» de la igualdad se realiza asumiendo acríticamente los intereses particulares de un determinado grupo social, presentando luego el resultado como neutro. Las primeras controversias sobre el tema en la filosofía occidental remiten a la Grecia clásica.

Como cabe esperar, en ese contexto se encuentran elaboraciones de la noción tan acabadas e influyentes (en su momento y en la posterioridad) que aun hoy conviene tenerlas presentes. Ya entonces la igualdad aparece como lo que todavía sigue siendo, a saber, un concepto propio del ámbito político, dotado de una estructura relacional por la que se compara a los seres humanos entre sí a propósito del patrimonio y de los derechos ciudadanos. La igualdad se concretaba en la capacidad para participar en la vida judicial y deliberativa de la polis, si bien la noción adquiría sentido preciso y legitimación en el seno de una amplia red conceptual: así, casi con unanimidad se tendió a concebir en términos de isonomía (igualdad en lo que hace a las leyes) y de isegoría (reciprocidad en la capacidad de ser interlocutores en el ágora o ámbito del logos), también se pensó como una relación de concordia (homónoia) y de amistad (philía) por la que lo semejante busca lo semejante y se aleja de lo desemejante. Este último vínculo, el de la igualdad con la semejanza y frente a la desemejanza, está en la raíz de las recurrentes dificultades para determinar los límites del concepto de igualdad y la plausibilidad o no de articularla con su contrario: la desigualdad. A este respecto, el mejor ejemplo se encuentra en un pensamiento tan relevante como el de Aristóteles, donde el ámbito de los iguales se constituye por contraste con, y a costa de, los que quedan fuera como desiguales. En efecto, quedan fuera aquellos que, a pesar de su aspecto antropomorfo, son declarados desemejantes por su esencia ontológica; ésa es la razón de su incapacidad constitutiva para las formas de vida propiamente humanas, las centradas en el logos y en la libertad. Esos «otros» están destinados al ámbito de la necesidad (de la bia), la mera reproducción biológica y material de la vida (condición de posibilidad de la pervivencia de los iguales). El grupo de los políticamente iguales por su semejante cualificación ontológica son los griegos varones libres; los excluidos del ámbito de la igualdad son las mujeres griegas libres y los bárbaros y esclavos de ambos sexos. Vemos, pues, cómo desde un análisis pretendidamente neutral se toma pie en una supuesta diferencia fáctica (ontológica) para legitimar una organización social y política desigualitaria. También este caso ilustra un salto conceptual que los igualitarismos impugnarán recurrentemente: el que transita de la diferencia a la desigualdad. Es cierto que entre los seres humanos existen obvias diferencias físicas, pero en todo caso la diferencia es un relación horizontal de desemejanza recíproca por la que dos seres o grupos se distinguen mutuamente, mientras que la desigualdad establece una jerarquía en virtud de una desemejanza no recíproca por la que las cualidades de un ser o grupo se constituyen en patrón y prototipo privilegiado (tanto en el orden simbólico como en el socio-político) que excluye de su ámbito como inferior a quien posee otras. Por el contrario, es propio de los sistemas igualitaristas propugnar una relación de equivalencia entre los implicados, de manera que, a pesar de las diferencias o incluso de las desigualdades fácticas, tengan el mismo valor social y ninguno sea considerado por encima o por debajo de otro. Sin embargo, como ha mostrado el debate de finales del siglo XX entre la filosofía heredera de la modernidad y los críticos postmodernos, en la práctica no es fácil articular igualdad y diferencia; como cuando se trata de diferencias que son conceptuadas como derechos de grupos o comunidades y que resultan incompatibles con las de otros grupos y comunidades.

Los igualitarismos siempre remiten a una idea unificada de la especie, mediante la que se identifica a sus miembros como «seres humanos» (sin considerarlos idénticos a todos los respectos) y que exige atender en alguna medida las demandas para la realización social del principio de igualdad. Los argumentos utilizados para expresar esa unidad han sido de distinta índole: iusnaturalistas, morales (tanto utilitaristas como deontologistas) o instrumentalistas, pero siempre han ido vinculados a alguna noción de justicia y —salvo en el caso del anarquismo— a alguna forma de Estado que regule con justicia la vida social. Más en concreto, es con el surgimiento del Estado moderno, con las revoluciones burguesas modernas y con la crítica a los privilegios de la sociedad estamental medieval, cuando se piensa y se discute por extenso la noción de igualdad como principio inmanente a las sociedades humanas. Desde la disolución del Imperio romano y hasta el Renacimiento, no se pensó la igualdad como una noción política inmanente, pues, aunque el pensamiento medieval vinculado al cristianismo (incluida la Reforma protestante) hace profesión de igualitarismo, no obstante, para la corriente institucional se trata de una igualdad excluyente y de índole ante todo trascendente, sobrenatural. Trascendente porque equiparaba a los creyentes en el más allá, en la reunión con Dios, lo cual se consideraba perfectamente compatible con cualquier desigualdad social y política. Excluyente porque —haciendo uso del criterio de semejanza— se refiere sólo a los verdaderos creyentes, a los hermanos en la fe que, en virtud de su alma, son semejantes a (imagen de) Dios. Esta concepción fue decisiva cada vez que se precisó reafirmar la organización social desigualitaria. Se usó, por ejemplo, en el periodo de la colonización española de América a propósito de «los indios» y sus derechos (especialmente el derecho a la vida, a la tierra y a no ser tratados como esclavos): también para dirimir los conflictos de sucesión entre descendientes de las casas reales (a este respecto es oportuno reparar en la ley sálica, todavía vigente en algunas monarquías constitucionales, que impide heredar la corona a las primogénitas reales con hermanos varones por considerarlas antes «mujeres» —es decir, seres defectivos por su sexo para la función requerida— que miembros de pleno derecho del linaje privilegiado); o se encuentra en los textos de Lutero para desautorizar las revueltas campesinas que tomaban pie en interpretaciones igualitaristas de la Biblia. Pero, desde fuera del ámbito religioso y teológico, el pensamiento renacentista se hace cargo de la crisis social y política en marcha y muestra un acusado interés por dar con las claves inmanentes a este mundo que permitirían la necesaria renovación política de la sociedad. A partir de entonces, y de manera creciente, la igualdad aparece en la filosofía de los siglos XVII y XVIII como una idea clave. En esa época la igualdad se extiende a toda la especie y se inviste del lenguaje de los derechos humanos, si bien es cierto que sólo en el plano teórico, pues en la concreción se introducen fraudulentamente criterios de exclusión. En las diversas nociones de igualdad del pensamiento moderno e ilustrado hacen mella las tensiones conceptuales que le son inherentes a éste. La red categorial en la que se insertan está compuesta por ideas tan polisémicas y difíciles de articular como las de «naturaleza», «libertad», «razón», «sujeto autónomo» o «ciudadanía». Contemplada desde la filosofía contemporánea, esa red da pie a dos corrientes de pensamiento político que combinan de manera diferente este haz de conceptos para impugnar los privilegios aristocráticos desde una concepción unitaria de la especie. La primera situaría como concepto matriz la libertad individual, y de él hace depender la igualdad; la otra daría prioridad a la igualdad y supeditaría a ella la libertad. En la primera se incluirían paradigmas igualitaristas de tipo liberal y anarquista, y, dentro de ellos, según el alcance con que se piense la igualdad, encontramos igualitarismos económicos, antirracistas, religiosos o feministas, que pueden ser sólo formales (igualdad ante la ley e igualdad de oportunidades) o también materiales (que buscan equiparar el acceso a la propiedad y a los medios de producción, a la educación o al ejercicio del poder). Entre sus primeros representantes se cuentan Hobbes, el marqués de Condorcet, Benjamin Constant, Locke o Kant.

La segunda es la tradición iniciada por Rousseau y continuada por todos los igualitarismos de matriz económica, como el marxista. Es propio de esta corriente no conformarse nunca con una versión formal de la igualdad y vincularse a un concepto de justicia distributiva. Dentro de ella también se han dado —aunque no siempre— desarrollos antirracistas y feministas. Condorcet ejemplifica una de esas concepciones de la igualdad que daban lugar a modelos sociales igualitaristas sin exclusión, pues propugnaba una igualación de los bienes en cuestión para toda la humanidad al margen de la raza (por entonces estaba vigente la esclavitud en América), el sexo y la religión. Sin embargo, la concepción que primero se afianzó (con el régimen jacobino instaurado en Francia a raíz de la Revolución) fue la rousseauniana. Y, aunque el pensamiento político de Rousseau ha pasado a la historia de la filosofía como paradigma igualitarista, y en muchos sentidos lo es, sin embargo conserva un sesgo excluyente. Es, sin duda, el primero en concebir el Estado moderno desde un concepto de igualdad material (económica y política) cuyo ámbito de referencia es supuestamente universal: la humanidad. La igualdad se anuda a un concepto de libertad entendida como autonomía y cuyo único límite es la imposibilidad del sujeto de imponerse su propia esclavitud, esto es, su propia consideración como propiedad enajenable. Concebir la libertad como autonomía implica la no dependencia ni sujeción por razones políticas y económicas. Es decir, que la libertad sólo es posible si se cumplen las condiciones de la igualdad, y éstas no son otras que la redistribución de bienes y propiedades y la ausencia de sujeción a instituciones de poder político en cuya elaboración no se haya participado. Esto último apunta al contrato social como condición de la igualdad, pues, en efecto, los seres humanos renacen simbólicamente como ciudadanos iguales en el espacio político que ellos generan como voluntad general mediante el contrato social. A esto se añade que, desde un punto de vista simbólico, el nuevo espacio político es generado por un conjunto de seres humanos que se comportan como una fratría, esto es, por un grupo cuyos miembros se tratan mutuamente como hermanos —a ninguno se le reconoce autoridad por encima de otro— y que, reconociéndose unos a otros como seres autónomos e iguales, sellan un pacto de respeto mutuo. La igualdad se tiñe así de fraternidad. Pero —he aquí el sesgo— es fraternidad entre varones, pues el contrato nace del apartamiento de las mujeres y adquiere unidad gracias al reconocimiento mutuo de los varones soberanos frente a las mujeres, que sirven de elemento de contraste y afirmación de la igualdad de los iguales. En su Émilie (1762), Rousseau estipula que las mujeres no deben participar en el espacio público de los ciudadanos porque «por naturaleza» son el medio de producción y reproducción de ciudadanos. En esto coinciden otros pensadores ilustrados que, incluso, añaden otro criterio más de exclusión: el económico. El Kant de Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber nichtfür die Praxis (1793) y de Anthropologie in pragmatischer Hinsicht (1798) es un buen ejemplo: ningún ser humano es por naturaleza inferior a otro en lo que hace a racionalidad y libertad; todos, pues, forman parte de la ciudadanía: sólo que unos activamente (los varones propietarios) y otros (las mujeres y los no propietarios) pasivamente, como co-protegidos. Ello se justifica en el caso de las mujeres apelando a la «naturaleza» en su interpretación teleológica: son corporalmente «diferentes», y eso es signo de que deben desempeñar tareas sociales diferentes. En el caso de los no propietarios, su situación se considera contingente y se hace depender de su exigua eficacia meritocrática en el uso de sus capacidades.

Las filosofías marxistas y feministas anexas a las revoluciones igualitaristas iniciadas en la segunda mitad del siglo XIX argumentan contra esos sesgos excluyentes ahondando en la concepción unificada de la especie propia del pensamiento moderno. Esa concepción unificada generalmente tomaba pie en una cualidad igualmente «natural», la razón entendida como capacidad de deliberar y/o de sentir. En la mayor parte de los casos se consideró que la racionalidad comporta una igualdad como equivalencia moral entre los humanos por la que cada uno es una persona digna del mismo respeto y consideración en lo que hace a la satisfacción de sus intereses, cosa a la que todos tienen derecho. De aquí arrancan las justificaciones iusnaturalistas y filosófico-morales de los proyectos políticos del momento, cuya quintaesencia ideológica cabe identificar con la primera Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789). De este modo, la igualdad como proyecto se vinculaba con la teoría de los derechos humanos, y así sigue siendo en el pensamiento actual. Ahora bien, junto a ese bienintencionado y optimista análisis, Hobbes puso de manifiesto con agudeza otros aspectos de la noción que dejan traslucir las dificultades que acompañan al principio de igualdad en sociedades complejas. Desde su perspectiva materialista señaló otra cualidad común a los seres humanos que resulta relevante para pensar la organización social: la igualdad en fragilidad. En efecto, arguye Hobbes que, a pesar de las diferencias corporales y de intereses, los humanos, además de ser estructuralmente iguales en lo que hace a la racionalidad y las pasiones, son iguales porque cualquiera tiene la capacidad de matar a otro y la puede ejercer cuando siente lesionados sus intereses. La igualdad en fragilidad supone una igualdad como equipotencia, esto es, como capacidad de afectar o verse afectado por otro. De ahí deduce la necesidad de instaurar un sistema de autoridad común al que se transfiera el derecho al uso de la violencia y que obligue a todos por igual mediante las leyes. Este sería un Estado justo. Se vincula así la igualdad con una noción de justicia no centrada en distribuir bienes, sino en mantener atenuada y equilibrada la equipotencia. La filosofía contemporánea reflexiona a partir no sólo de este legado conceptual, sino también de la experiencia histórica de lo sucedido, a nivel nacional e internacional, siempre que se ha intentado realizar el principio de igualdad mediante Estados fuertemente intervencionistas en todos los respectos y redistributivos en lo económico (como los del «socialismo real»), o cuando se ha optado por grados menores o muy escasos de intervención y redistribución (como los democrático-liberales). Sigue siendo un problema para la filosofía política esclarecer cómo y qué se debe igualar de manera que ni se vulneren derechos individuales derivados de la libertad, ni se permita que algún grupo adquiera ventajas que amenacen o vulneren los intereses fundamentales de otros (empezando por la vida), ni se provoque la extinción de derechos diferenciales reclamados por grupos o comunidades locales. De entre la larga lista de filósofos que se ocupan de estas cuestiones cabe citar a John Rawls, Ronald Dworkin, Iris Marion Young, Marta C. Nussbaum, Bernard Williams, Jürgen Habermas, Sheila Benhabib o Charles Taylor. (Angeles J. Perona)

 

 

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