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Derechos Humanos: Visión desde la filosofía:
El reconocimiento de una serie de derechos humanos inalienables, considerado una condición de legitimidad en los órdenes políticos contemporáneos, posee una larga tradición en la historia del pensamiento. Derivada de una compleja serie de luchas político-sociales, la formulación de estos derechos está posibilitada por la superación de las nociones particulares y culturales de «hombre» y la elaboración de un concepto abstracto y universal de «persona», al que se atribuyen un conjunto de derechos que suponen una limitación de la acción legítima de gobierno. La concesión de estos derechos tiene el carácter de una institución, por la que se declara el valor específico de lo humano y se le concede una dignidad propia. Su validez, por tanto, no depende de la constatación de las necesidades o intereses del hombre, sino de la atribución de valor a una serie de posibilidades y capacidades humanas y a todo aquello que favorece su desarrollo. En ese sentido, el tratamiento filosófico de los derechos humanos no se ha apoyado, por lo general, en justificaciones empíricas (una teoría de las necesidades humanas, por ejemplo), sino en la concesión de un carácter normativo a la existencia del hombre —por la cual éste es considerado digno de respeto— y la exploración de la forma precisa que ha de tomar el trato con los seres humanos. Dworkin lo ha expresado de este modo: «Si los derechos tienen sentido, la invasión de un derecho relativamente importante debe ser un asunto muy grave, que significa tratar a un hombre como algo menos que un hombre, o como menos digno de consideración y respeto que otros hombres» (Los derechos en serio). Por todo ello, el reconocimiento de los derechos del hombre supone su carácter universal, incondicional e imprescriptible.

Así lo refleja uno de los primeros textos de referencia en este ámbito, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789, en la que los representantes del pueblo francés «resuelven exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración, constantemente presente para todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes». El carácter incondicional de los derechos del hombre, su independencia con respecto a circunstancias políticas y cálculos de consecuencias, es lo que les permite cumplir la función para la que nacen históricamente, la limitación del alcance del poder. Esta función es, significativamente, diferente y previa a otras reivindicaciones políticas, como la lucha por la democracia. En esa dirección, Luigi Ferrajoli establece una distinción que puede ser clarificadora: «el Estado moderno nació históricamente como Estado de derecho mucho antes que como Estado democrático, como monarquía constitucional y no como democracia representativa. El núcleo esencial de las primeras cartas fundamentales está formado por reglas sobre los límites del poder y no sobre su fuente o sus formas de ejercicio. Pero también axiológicamente la limitación legal del poder soberano precede a su fundamentación democrático-representativa. La primera regla de todo pacto constitucional sobre la convivencia civil no es, en efecto, que se debe decidir sobre todo por mayoría, sino que no se puede decidir sobre todo, ni siquiera por mayoría. Ninguna mayoría puede decidir la supresión de una minoría o de un solo ciudadano. Ni siquiera por unanimidad puede un pueblo decidir que un hombre muera o sea privado sin culpa de su libertad, que piense o escriba de determinada manera, que no se reúna o no se asocie con otros. En este aspecto el Estado de derecho, entendido como sistema de límites sustanciales impuestos legalmente a los poderes públicos en garantía de los derechos fundamentales, se contrapone al Estado absoluto, sea autocrático o democrático» (Derecho y razón. Teoría del garantismo penal). Esta naturaleza de límite a la autoridad ha sido reconocida tanto por los defensores de los derechos fundamentales —sean socialistas, liberales o republicanos— como por sus detractores: para estos últimos, entre los que se cuentan los tradicionalistas Burke, De Bonald y De Maistre, el utilitarista Bentham y el conservador Carl Schmitt, es precisamente la restricción del poder (en términos de una noción abstracta y universal de hombre) lo que resulta inaceptable. La historia de los derechos humanos tiene su más antiguo hito en la filosofía de los estoicos, que concede por vez primera al ser humano, en tanto que ser racional integrado en la racionalidad general del universo, una serie de derechos naturales, que justifican por ejemplo la oposición a la esclavitud.

El cristianismo profundizará en este concepto de derecho natural, traduciéndolo sin embargo al lenguaje de una teología creacionista, que entiende que los hombres son iguales en tanto que hijos de Dios e imágenes suyas. Ello no supuso, sin embargo, que esa igualdad se reflejase en los ordenamientos políticos-jurídicos de los Estados cristianos medievales, que mantuvieron más bien un régimen de derechos estamental y jerarquizado. Más tarde, sin embargo, la doctrina del derecho natural defendida por Tomás de Aquino, Bartolomé de las Casas y Francisco Suárez habría de tener repercusión en los debates en torno a los derechos de los indios americanos sometidos al mandato español. En esta línea, resulta de particular relevancia el pensamiento del dominico Francisco de Vitoria, quien, tomando pie en la escolástica tomista, defiende la capacidad de la razón para acceder a los preceptos del derecho natural, emanado de Dios: para Vitoria, este derecho es propio de todos los seres humanos sin distinción y obliga a todos los Estados más allá de sus diferencias culturales e históricas. Ya en la Edad Moderna, el iusnaturalismo tiende a desprenderse de su raíz teológica y a proponer en términos racionales un modelo de limitación del poder de los monarcas absolutos. En ese momento, la consideración de los derechos naturales pasa a apoyarse en el reconocimiento de la unidad del género humano, promoviendo la reforma de las leyes establecidas y la transformación de la condición de súbdito por la de ciudadano. A esta línea de pensamiento, en la que destacan Grocio y Locke, se suman los resultados de la división de la Iglesia y de las guerras de religión desarrolladas en Europa durante los siglos XVI y XVII, de las que se derivan importantes leyes de protección de la libertad de conciencia. La verdadera concreción de los derechos humanos se alcanza en la Ilustración, en la que se consolida la noción de dignidad humana, que Rousseau coloca en la raíz del pacto social y cuya esencia Kant expresa de manera precisa: «la humanidad misma es una dignidad, pues el hombre no puede ser tratado por ningún hombre (ni por otro, ni siquiera por sí mismo) puramente como medio, sino siempre como un fin y en ello precisamente estriba su dignidad (la personalidad), por la cual se eleva sobre todas las demás esencias del mundo que no son hombres» (Metafísica de las costumbres). El ascenso de una nueva clase lleva consigo la renovación de las exigencias políticas, que se enfrentan a los privilegios heredados y radicalizan la petición de igualdad social. Autores como Thomasius, Wolff, Montesquieu, Paine o Beccaria suponen importantes hitos en este proceso, que hallaría su culminación en las revoluciones de finales del siglo XVIII. Con el antecedente de la Declaration of Rights [Declaración de derechos] inglesa, que reconocía ciertas garantías patrimoniales y penales, tanto la Revolución norteamericana como la francesa elaboran sus propios catálogos de derechos fundamentales. En el preámbulo de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776 se presentan como «verdades evidentes en sí mismas» las ideas de que «todos los hombres han sido creados iguales, que les han sido otorgados por su Creador ciertos derechos inalienables, que entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos cuyos poderes legítimos emanan del consentimiento de los gobernados; que cuando cualquier forma de gobierno pone en peligro esos fines, el pueblo posee el derecho de alterarla o abolirla». La conocida Bill of Rights de Virginia, aprobada ese mismo año, otorgará a esta lista de derechos una mayor extensión y concreción. En Francia, la primera Declaración de derechos del hombre y del ciudadano se aprueba en 1789, convirtiéndose en modelo de referencia para los procesos constituyentes abiertos en Europa a principios del siglo XIX. En ella se reconocen como derechos naturales e imprescriptibles del hombre «la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». A estos derechos, de carácter más bien político, se unen en la Constitución de 1793 otros de naturaleza social, que reconocen las «deudas» que la sociedad tiene con sus miembros: en este apartado, se cuentan el derecho al trabajo y a los medios de existencia, a la instrucción y a la protección contra la pobreza. A través de estos y otros progresos jurídicos, los derechos humanos adquieren peso positivo en los ordenamientos legales, y el hombre es comprendido como miembro de una comunidad universal dentro de la cual no hay justificación para las diferencias de valor entre los individuos: «hay opresión contra el cuerpo social cuando uno sólo de sus miembros es oprimido. Hay opresión contra cada miembro cuando el cuerpo social es oprimido» (Constitución de 1793, art. 34).

Siglo XIX:
A lo largo del siglo XIX, las luchas sociales generadas por las reivindicaciones sociales del proletariado matizan el perfil de los derechos humanos, en cuya formulación moderna, como indica Antonio Truyol y Serra, «es históricamente inexacto subestimar el papel del socialismo y el sindicalismo europeos» (Los derechos humanos). Las exigencias de democratización van unidas a la conquista de derechos sociales básicos, relativos a las condiciones de trabajo y seguridad social. Esta necesidad de ampliar el ámbito de protección de los derechos es la que guía la crítica de Marx a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano francesa, que protege exclusivamente, para Marx, a un tipo particular de «hombre», el burgués propietario, siendo un instrumento limitado a la hora de promover un cambio social real. Evaluando el reconocimiento de los derechos naturales e imprescriptibles de «la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad», que entiende el derecho de propiedad como aquel que «corresponde a todo ciudadano de disfrutar y disponer a su arbitrio de sus bienes, de sus ingresos, del fruto de su trabajo y de su industria», Marx concluye que «lo que dentro de la sociedad burguesa puede encontrar un hombre en otro hombre no es la realización sino al contrario la limitación de su libertad. La razón de existir de toda la sociedad es garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad. Ninguno de los llamados derechos humanos va por tanto más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad. Lo que vale como hombre propio y verdadero no es el hombre como ciudadano sino el hombre como burgués» (La cuestión judía, 1844). Marx se enfrenta así a la paradoja de que la apelación a los derechos humanos reconocidos (libertad, igualdad, propiedad, seguridad) no contribuya a paliar las condiciones inhumanas de vida y trabajo del proletariado industrial, ni pueda servir para transformar las bases económicas y sociales del orden establecido. Las posteriores luchas socialistas apuntarán en la misma dirección: la necesidad de sumar a la exigencia de reconocimiento de los derechos políticos el cumplimiento de una igualdad social real y efectiva. Lo que ahora se persigue no es sólo la defensa de ciertas garantías negativas frente al poder (delimitando aquello que se prohíbe hacer al Estado), sino también de una serie de prestaciones positivas (que determinan aquello que el Estado está obligado a hacer). Ello supone la complementación del Estado liberal de derecho con los principios del Estado social de derecho. La evolución posterior de los derechos humanos muestra la forma en la que este pensamiento se abre camino.

Siglo XX:
Los acontecimientos políticos del siglo XX ayudan además a concretar su formulación: las dos guerras mundiales radicalizan la necesidad de fortalecer la defensa de los derechos fundamentales y las luchas de descolonización dirigen la atención a los derechos de los pueblos. Ello conduce a la fundación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1945 y a la proclamación, el 10 de diciembre de 1948, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece en su preámbulo que «la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana», y que «es esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión». Entre los derechos reconocidos, destacan en primer lugar la igualdad (art. 1), la vida, la libertad y la seguridad (art. 3), la prohibición de la esclavitud (art. 4), de la tortura (art. 5) y de la detención arbitraria (art. 9), el derecho a la presunción de inocencia (art. 11), a la libre circulación (art. 13), al asilo político (art. 14), a la propiedad (art. 17) y a las libertades de pensamiento (art. 18), de expresión (art. 19) y de reunión (art. 20). A ellos se suma un conjunto de derechos que exigen una acción positiva por parte del Estado: entre ellos se encuentran los derechos político-jurídicos de apelación, recurso e igualdad ante la ley (art. 8 y 10), de protección de la vida privada (art. 13) y de participación política mediante sufragio universal (art. 21), así como los derechos sociales al trabajo, a la protección contra el desempleo, a la remuneración equitativa y a la sindicación (art. 23), al descanso, al disfrute del tiempo libre y a vacaciones periódicas pagadas (art. 24), a la asistencia médica y a los servicios sociales necesarios, así como a los seguros de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez y vejez (art. 25) y a la educación gratuita (art. 26). A partir del momento de su formulación, y a través de ulteriores desarrollos en protocolos y cartas sociales, los derechos humanos se han convertido en uno de los ejes básicos de los movimientos emancipatorios contemporáneos, e igualmente en un centro de interés de la actual filosofía política y del derecho: desde posturas muy diversas, es particular la atención que han dedicado al problema Jacques Maritain, Norberto Bobbio, Isaiah Berlin, John Rawls, Ronald Dworkin, Richard Rorty y Jürgen Habermas, quien ofrece en Facticidad y validez (1992) una completa justificación de los derechos humanos sobre la idea de la igualdad de los hombres en tanto que capaces de habla y acción racional. Considerados elementos imprescindibles en el respeto de la dignidad del hombre, los derechos humanos son sin embargo quebrantados en una gran mayoría de los regímenes políticos actuales. A este respecto, resulta fundamental el incumplimiento de una prescripción reflejada en el propio texto de 1948: «toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta declaración se hagan plenamente efectivos» (art. 28). La circunstancia de que unos derechos que surgen para limitar el poder de los Estados hayan de ser aprobados por los propios Estados ha detenido su desarrollo: empleando la cruda terminología de Hobbes, puede decirse que los acuerdos y convenciones de defensa de los derechos humanos son aún «pactos sin espada», y su cumplimiento pleno es improbable mientras no se acometa la creación de mecanismos jurídicos y penales de carácter supranacional, que a comienzos del siglo XXI no han sido todavía desarrollados. La Convención de Roma (1998), en la que se ponen las condiciones para la creación de un Tribunal Penal Internacional, abre una puerta en esa dirección, mirada con reticencia por algunas potencias occidentales.(Pablo López Alvarez)

 

 

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