Chamanismo:
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El término «chamán» significa «el que sabe» y procede de la lengua de los evenk, un grupo siberiano de cazadores y apacentadores de renos de habla tungús.
Los ensalmos son fórmulas rituales de carácter mágico-religioso.
Tienen mayor carácter esotérico y mágico que las oraciones religiosas que simplemente ruegan una gracia.
El creyente valora el poder mágico activo del que los pronuncia.
● La mayoría de los antropólogos acepta que el chamanismo es una religión de cazadores y que probablemente fuera la primera manifestación de actividad religiosa, disciplina espiritual y práctica médica que evolucionó. [...] Se centra sobre todo en la necesidad de acabar con vidas (de animales) para mantener la propia, refleja una cosmología primitiva, un equilibrio alcanzado gracias a una idea: la de que el ser humano debe pagar por las almas de los animales que necesita matar para sobrevivir, de modo que el chamán vuela hasta el dueño de los animales para negociar un precio. (Watson)
Epilépticos, neuróticos y enfermos mentales podían ser considerados por tribus primitivas como individuos excepcionales con la posesión del espíritu o capacidad de trance.
Las prácticas chamánicas eran «un importante elemento» del arte rupestre Paleolítico. Para entrar en trance, en Sudamérica se utilizan cantos repetitivos acompañados de ingesta de alucinógenos.
Desde tiempos muy remotos nos acompaña la creencia en que la naturaleza y lo que nos pasa están regidos por la voluntad de un poder superior.
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[Los pueblos antiguos reverenciaban a algunos individuos a los que creían] especialmente dotados, como fruto de un presunto conocimiento de las misteriosas fuerzas que regían la naturaleza.
Porque las creencias religiosas contribuyeron también a afirmar la fuerza del grupo. La humanidad dependía entonces por completo de una naturaleza de la que se creía parte inseparable en pie de igualdad con el conjunto de los seres vivos, pero no por ello dejaba de antojársele misteriosa y voluble. Unirse para tratar de someterla, para protegerse de ella, incluso para suplicar su generosidad a la hora de obtener el sustento y asegurar la procreación, se convertía en necesidad primordial del individuo y la colectividad. Pero ¿cómo domeñar la naturaleza con medios tan precarios? Sin ciencia a su alcance, dueño de una tecnología tan pobre, al hombre no le restaba sino valerse de la magia y la religión.
Su primera gran pregunta hubo de ser, sin duda, sobre el sentido de la vida y la naturaleza de la muerte. Temeroso ante un mundo que desconocía, quizá buscó algo de consuelo en la idea de que la otra vida había de ser semejante a esta, y lejos de abandonar a su suerte los cadáveres de los difuntos, quiso prepararlos para ella envolviendo el inevitable tránsito en sofisticados ritos funerarios. Y así, mientras el Homo heidelbergensis y el neandertal se conformaron con cavar tumbas que eran poco más que pozos cubiertos de piedras y tierra, nuestra especie multiplicó los ajuares, espolvoreó ocre sobre los cuerpos y revistió la muerte de una trascendencia a la que nunca ha renunciado después ninguna de nuestras civilizaciones.
Animismo:
[La visión animista de la naturaleza se ve apoyada por percepciones durante estados alterados, sueños sobre hechos tenidos por clarividencias, mensajes de difuntos aparecidos durante el sueño e inconsciencia por enfermedades. En ocasiones se puede interactuar con los espíritus, seres espirituales pueden introducirse en el alma de individuos y puede modificarse su voluntad mediante ofrendas y sacrificios.]
[...] Insegura ante la realidad, sin armas racionales que le permitieran comprenderla, pero convencida de que necesitaba de su generosidad para sobrevivir, la humanidad prehistórica imaginó un mundo espiritual detrás del mundo real, un universo mágico, poblado de seres fantasmagóricos que habitaban en cada árbol, en cada fuente, en cada animal y cada planta. Y concibió también las formas de comunicarse con ellos y solicitar su generosidad. La visión animista del mundo dio así lugar a ritos colectivos que habrían por fuerza de tener como destinatarios a aquellos seres de los que dependía el sustento y la procreación. Y así, en los lugares más recónditos de las cuevas, donde la impenetrable oscuridad personificaba el misterio mismo que el hombre percibía en cada manifestación de la naturaleza, el clan, más unido que nunca, se entregaba a rituales elaborados que, a medio camino entre la magia y la religión, entre el conjuro y la súplica, trataban de asegurar el éxito del grupo en la caza y la perpetuación de la especie.
Representaciones de lo trascendente:
El arte, de este modo, se convertía en un instrumento del rito, en un apéndice de la religión, a la que venía a servir casi por completo. Dejando de lado pequeños adornos, el grueso de las manifestaciones estéticas de la Edad de Piedra posee un significado religioso. Religiosa es la finalidad de las estatuillas que representan mujeres de faz desdibujada y exagerados atributos femeninos, como las halladas en Laussel, Brassempouy, Willendorf y Grimaldi, para algunos simples testigos de contratos de intercambio de mujeres o incluso herramientas de aprendizaje sexual de los varones, pero para la mayoría iconos propiciatorios, amuletos llamados a asegurar el éxito en la procreación, al igual que los símbolos fálicos tallados sobre las paredes de tantas cuevas. Religioso también es el objeto de las representaciones de animales vinculadas a la cultura magdaleniense, unos trece mil años antes de Cristo, encontradas en Lascaux, en la Dordoña francesa, y en las cuevas de Altamira y El Castillo, en la región española de Cantabria: bisontes o caballos, ciervos o elefantes, multicolores en ocasiones, monocromos en otras, con relieve o sin él, superpuestos las más de las veces, sin formar escenas reconocibles, con escasas figuras humanas que robasen protagonismo a los animales, siempre presas habituales, como especies de las que dependía su sustento. Creían quizá nuestros antepasados que reproducir su efigie, danzar en torno a ella, mendigar así la generosidad de las fuerzas misteriosas que regían el mundo, haría más fácil su vida.
[...] Y alimentan, en fin, la paz de sus espíritus con sencillas creencias que no saben aún de dioses tiránicos y volubles, amantes de los ritos complejos y los sacrificios gravosos, sino tan sólo de la comunión con el hálito vital que anida en cada ser y lo hace parte inseparable del cosmos, al que el hombre, sin más pretensión que vivir y hacer vivir, se siente también íntimamente vinculado.
[...] [Durante el neolítico] el excedente de las cosechas existe ya, y con él, la posibilidad de alimentar a personas, pocas todavía, que pueden dedicarse a tareas bien distintas de la producción de alimentos. Las prioridades se imponen. Urge ante todo apaciguar a los dioses, ganarse su favor. Y así surgen los primeros especialistas a tiempo completo en la religión y sus ritos. La supervivencia depende ahora, antes que de la abundancia de las manadas, de la fertilidad de los campos, esclava del devenir de las estaciones y su corte de fenómenos meteorológicos. La tierra, convertida en la gran madre, transmutada en deidad fundamental, recibe el culto preferente. Pero no se olvidan los hombres del Neolítico de la lluvia que vivifica los campos, el viento que arrastra las nubes, el granizo que arruina las cosechas. Tampoco se posterga a los difuntos, cuyos restos alimentan la tierra bajo las viviendas de sus parientes en un ciclo continuo de muerte y renacimiento, y también, quizá, en un último acto de espontánea gratitud por el trabajo realizado, del que los vivos se benefician. Como antaño, el hombre no busca otra cosa que un poco de seguridad, pero ahora, extraño ya a la naturaleza que desea dominar, se siente más indefenso ante ella y es mucho más consciente de su debilidad. El arte nos cuenta la historia de esos cambios. En las pinturas, las grandes presas prestas a ser cazadas dejan paso enseguida a gentes que cavan la tierra, varean árboles o pastorean ganado, a hombres que montan a caballo o mujeres que danzan en torno al fuego. Las vasijas se decoran, se pintan o se les imprimen conchas de moluscos. En el Oriente Próximo, el culto a los muertos se plasma en originales cráneos decorados mediante conchas y arcilla. Pronto aparecen los primeros santuarios, y en su seno, grandes cabezas de animales representan las fuerzas naturales cuya indulgencia se pretende alcanzar.
(Luis Iñigo)
El continente americano resultó agraciado con gran variedad de plantas alucinógenas que se empleaban para comunicarse con los dioses en busca de respuestas trascendentes.
Cuando tras el Holoceno los pueblos cazadores-recolectores se asentaron para practicar la agricultura, dejaron de contemplar a la naturaleza como una madre que cuida de sus hijos y pasaron a verla más bien como un reto que es necesario dominar y poseer.
Sacerdotes:
Cuando en el creciente fértil se llevó a cabo la enorme tarea de canalizar el agua de riego para depender menos de las fluctuaciones de la naturaleza, se produjeron excedentes agrícolas mucho más allá de las posibilidades de las aldeas del neolítico.
Las poblaciones que albergaban muchos agricultores y artesanos empezaron a poder mantener a un nutrido y nuevo estamento formado por sacerdotes.
La nueva casta, además de su función tradicional de interpretar la oscura voluntad de los dioses, se ocupaban también de someter las salvajes aguas del río, mantener en buen uso las obras que lo apaciguaban y supervisar las cosechas, el acopio del excedente en los grandes silos colectivos y su reparto entre la población.
La organización y logística de un Estado complejo hizo necesario recurrir a la escritura y la numeración, en un principio patrimonio exclusivo de los sacerdotes-administradores.
En las ciudades de Mesopotamia los servidores más directos del dios que se consideraba dueño de todo lo que poseía la ciudad retenían para sí una parte muy considerable de la riqueza colectiva.
La sumisión de las masas estaba sometida a la sanción religiosa y los grupos armados para la defensa seguían las demandas de los sacerdotes.
Las fuerzas de la naturaleza objeto del culto de las aldeas neolíticas se transformaron en deidades dotadas de atributos personales y adoradas en templos cerrados.
La potente institución sacerdotal persiguió a los últimos chamanes y proscribió las experiencias religiosas individuales.
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