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Mitos fundacionales:
Todos recordamos, cuando de niños nos enseñaban la historia de Roma, que nuestros profesores solían hablarnos del mito de la fundación de la ciudad y de la loba que encontró a Rómulo y Remo. El legendario origen de Roma, que tuvo su expresión artística en la escultura y la pintura, por no hablar ya de la literatura, nos ha sido contado siempre como una leyenda, es decir, como un relato fantástico que no se ajusta a la verdad histórica. No obstante, generaciones y generaciones de romanos creían en ella firmemente y pensaban que respondía a la realidad. Inútil decir que si nos creyéramos hoy esta leyenda se nos tacharía cuando menos de extravagantes, cuando no ya de locos. Por eso, cualquier libro de texto se referiría a la fundación de Roma por los hermanos gemelos Rómulo y Remo como a una leyenda, recogida, entre otros, por Tito Livio en su famosa obra Ab Urbe Condita. Como la historia de la fundación de Roma hay cientos de mitos fundacionales en todo el mundo, independientemente de los continentes, los pueblos y las culturas. Antes de pasar al caso particular de Cataluña, vamos a referirnos al mito fundacional español por antonomasia.

Don Pelayo y la batalla de Covadonga:
Desde niños, hemos oído contar cómo don Pelayo venció a cientos de miles de musulmanes en la heroica batalla de Covadonga, después de la cual fue coronado rey, dando así origen al reino de Asturias, que sería el primer reino de España. Pero, volviendo al relato, Pelayo, después de vencidos los musulmanes, se habría refugiado con los suyos en la gruta, conocida como “cueva Santa” que, además de la imagen de la Vírgen de Covadonga, la “Santina”, como la llaman familiarmente los asturianos, contendría el sepulcro del propio Pelayo. El lugar donde está situada la gruta, en las faldas del monte Auseva, es de una belleza paisajística espectacular. Lo demás, la basílica, un atentado al buen gusto. La talla de la Virgen, del siglo XVI, una de las tantas que albergan iglesias y capillas por toda la geografía española, con las características estéticas propias de las imágenes de la época. Lo que popularizó Covadonga fue, después de la inauguración de la basílica en 1901, la coronación de la Virgen y del Niño que lleva en brazos, el 8 de setiembre de 1918, fecha que sirvió para celebrar el XII aniversario de la batalla de Covadonga, en presencia del entonces rey de España, Alfonso XIII, y de su esposa la reina Victoria Eugenia. Cien años después, el pasado 8 de septiembre, se celebró en Covadonga el XIII centenario de la batalla, en presencia de los actuales reyes de España, Felipe VI y Letizia Ortiz. Pero ¿quién era Pelayo? ¿Qué fue exactamente la batalla de Covadonga? Remitámonos a las crónicas cristianas más antiguas, es decir las Crónicas de los Reinos de Asturias y León. La más antigua, anónima, la llamada Crónica Albeldense, terminada en el año 883, nos dice acerca de Pelayo que “fue el primer [rey] de Asturias” y que “reinó en Cangas [de Onís] dieciocho años”. Pelayo habría sido desterrado de Toledo por el rey Vitiza, y pasó a Asturias “después de que los sarracenos ocuparon España,” siendo el primero que se rebeló en Asturias contra ellos. Pelayo había vencido a los musulmanes, cuyo jefe, Alkama, había perecido. De la batalla, esta Crónica no dice ni una palabra. El cronista se limita a decir que los sarracenos, que se habían librado de la espada, “fueron muertos por justicia de Dios en el derrumbamiento de una montaña de Líbana (Liébana)”, y concluye con estas palabras lapidarias: “y así, por providencia divina, nació el Reino de los asturianos”. La cosa cambia en la Crónica alfonsina atribuida al propio rey de la ya monarquía astur-leonesa, Alfonso III el Magno, o por lo menos supervisado por él, que tiene dos versiones- la Rotense, de más “rudo estilo literario”, y la ad Sebastianum, de “más cuidada redacción”, en palabras de Jesús Evaristo Casariego, autor de la edición, introducción y notas de estas Crónicas. En la Rotense, Pelayo aparece como actuando al frente de “una multitud de indígenas asturianos”, que lo elevaron al caudillaje, mientras que en la ad Sebastianum, Pelayo se nos muestra como el designado por un grupo de “godos refugiados en Asturias”, que lo consideran un “descendiente de reyes godos”. Pero vamos a ver lo que dicen exactamente de Pelayo y de la batalla de Covadonga una y otra versión de la Crónica alfonsina. En la Rotense, Pelayo aparece como un “espatario de los reyes Vitiza y Rodrigo”, que llegó a Asturias a causa de la invasión de los “ismaelitas”, acompañado de una hermana suya, con la que el gobernador musulmán de la zona, Munuza, que la pretendía, había conseguido casarse, después de enviar a Córdoba a Pelayo, para mantenerlo alejado y poder llevar a cabo sus planes. De regreso Pelayo a Asturias, Tariq mandó soldados para que lo apresaran y mandaran a Córdoba cargado de cadenas., pero Pelayo logró enterarse y huyó, buscando refugio en una cueva del monte Auseva. Sería entonces cuando los indígenas de la zona lo habrían elegido “príncipe”. El emir cordobés, por su parte, habría enviado a Asturias, al mando de Alkama, un poderoso ejército de 187.000 (¡!) hombres, que acampó frente a la cueva, donde se habían refugiado Pelayo y sus hombres, produciéndose entonces el famoso diálogo entre el obispo Oppa, el traidor, hijo de Vitiza, que le habría conminado a rendirse, y la respuesta lapidaria de Pelayo: “Nuestra fe está [puesta] en Cristo, para que, desde este monte que contemplas, saldrá la salvación de España y la restauración de la nación goda y del ejército […] “. Después, en la batalla que siguió, el cronista no deja de referirse a “la grandeza divina”, cuando las piedras que arrojan los “fundibularios”, es decir, los honderos, al llegar a la morada de la “Santa Virgen María, es decir, la cueva, rebotan sobre los musulmanes y los destrozan. De éstos, resultaron muertos 124.000, mientras los 63.000 restantes, que caminaban por la ladera del monte, resultaron igualmente muertos al hundirse el monte y perecer todos, cayendo al río aplastados por el alud. El obispo Oppa fue aprisionado y Alkama muerto. Los “buenos” habían triunfado, mientras que los “malos” quedaban presos o muertos. En la versión ad Sebastianum, se viene a decir más o menos lo mismo, solo que con otras palabras. Mismo número de enemigos muertos y de enemigos que cayeron al río Deva al derrumbarse parte de la montaña y perecer allí sepultados. La victoria de los cristianos se debió, como en la otra versión, a la providencia divina, que estaba de su lado. Más “política”, la versión ad Sebastianum pone en boca de Pelayo, en su respuesta a Oppa, que, desde aquel modesto monte, “se restaurará y salvará, volverá la salud a España y al ejército y la nación de los godos”. Si, como decían estos cronistas, España se había perdido como castigo de Dios por los vicios y pecados de los últimos reyes godos Vitiza y Rodrigo, esperaban ahora la misericordia, la restauración de la Iglesia, Nación y Reino […]”. Hay en esta Crónica un matiz importante respecto de la Albeldense y de la versión Rotense de la Crónica Alfonsina, y es que en la ad Sebastianum Pelayo aparece como siendo de estirpe real. Los cambios introducidos en la Crónica Alfonsina, en sus dos versiones, respecto de la Crónica anterior, obedecen a razones políticas. Es obvio que Alfonso III, cuyo poderío se iba consolidando cada vez más, necesitaba que el reino de Asturias entroncara con la monarquía visigoda. Haciendo de don Pelayo un descendiente de los reyes godos, el reino asturiano era una continuidad de la monarquía visigoda restaurada. Todas las crónicas que siguieron a la Alfonsina, incluida la más importante de todas, la Silense, se inspiraron fundamentalmente en la del rey Alfonso III, aunque en la Silense se dice que Pelayo era un “espatario del rey Rodrigo”, es decir, que ostentaba un cargo palatino importante en la corte del último rey godo, pero no que fuera de estirpe regia. ¿Qué dicen los cronistas árabes de don Pelayo y de la batalla de Covadonga? La crónica, si no más antigua, sí más famosa, Ajbar Machmuâ (Colección de tradiciones relativas a la conquista de España), se refiere muy de pasada a un rey llamado Belay (Pelayo), quien se habría refugiado con 300 hombres en la sierra que quedaba por conquistar, y a quien los musulmanes no cesaron de combatir, hasta que muchos de ellos murieron de hambre, mientras que otros terminarían por someterse. Al fin quedaron reducidos a 30 hombres, que permanecieron encastillados, alimentándose de miel. Como era difícil a los musulmanes llegar hasta ellos, decidieron dejarlos, pensando que no representaban ningún peligro, aunque se equivocaban, ya que, según el cronista, aquellos 30 hombres “llegaron al cabo a ser asunto grave”. Más adelante, esta crónica musulmana vuelve a referirse a la sublevación de los “gallegos”- en las crónicas árabes, Asturias aparece englobada dentro de Galicia- contra los musulmanes, al tiempo que crecía “el poder del cristiano llamado Pelayo”, quien salió de la sierra y “se hizo dueño del distrito de Asturias”. Como se ve, de la batalla de Covadonga ni una palabra. La opinión más extendida, entre los historiadores que tratan de desmitificar esta batalla, es que el ejército musulmán, de cerca de 200.000 hombres, no era probablemente más que un pequeño destacamento, bajo el mando de Alkama, que se enfrentó a una partida de indígenas asturianos y de algunos godos huidos del sur, capitaneados por Pelayo. Éstos habrían conseguido desbaratar el destacamento de musulmanes, arrojándoles una lluvia de piedras desde las alturas de la montaña donde se habían encastillado. El insigne historiador liberal del siglo XX Rafael Altamira da una versión de la “batalla” de Covadonga, según la cual, Pelayo, un “dignatario” quizá en la corte del anterior monarca godo, nombrado rey por los nobles y obispos reunidos, había conseguido derrotar, en el valle llamado de Covadonga, a Alkama, el jefe de la expedición enviada contra él y sus partidarios. Altamira señala que esta victoria, después de tantas derrotas de los visigodos, había adquirido un valor representativo extraordinario, añadiendo que se tomó “como punto de partida de un nuevo periodo llamado de la Reconquista de España”. Magnificada, exaltada, Covadonga pasó a ser el mito fundacional de España por antonomasia. Otros muchos mitos posteriores, no fundacionales, como el del hallazgo en el siglo IX del sepulcro del Apóstol Santiago, bajo el reinado de Alfonso II el Casto, o el de la batalla de Clavijo, librada por el rey asturiano Ramiro I contra los musulmanes en 844, en la que, según el mítico relato, el Apóstol Santiago, montado en un caballo blanco, habría descendido de los cielos, consiguiendo, gracias a su milagrosa intervención, el triunfo de las armas cristianas. Así nacía “Santiago Matamoros”.

La batalla de Covadonga en los manuales escolares:
Hemos consultado algunos manuales escolares de historia del periodo franquista para ver cómo se aborda el tema de don Pelayo y la batalla de Covadonga. Naturalmente, en ninguno de ellos se habla de un ejército de cerca de 200.000 sarracenos frente a un puñado de hombres capitaneados por don Pelayo, aunque se dicen otras cosas… En el manual de Geografía e Historia de 2º de Bachillerato del plan de 1938 (Geografía e Historia, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1944), se dice que los cristianos refugiados en las montañas cantábricas eligieron por rey a Pelayo, que estableció su corte en Cangas de Onís. El “pequeño ejército” de Pelayo, perseguido por Alkama, se refugió en la cueva de Covadonga e imploró la “protección y auxilio de la Santísima Vírgen”. El texto se refiere asimismo a cómo las tropas de Pelayo ocuparon después las alturas del desfiladero, desde donde les lanzaron saetas y enormes piedras que hicieron estragos entre las “compactas filas infieles”. Y añadía que, según “la tradición”, se desprendió el monte que pisaban y la mayoría quedó sepultada en el fondo del valle por donde corre el río Deva. Este éxito guerrero habría dado ánimos en el “naciente Estado”. Como se ve, el texto hace alusión a que Pelayo imploró el auxilio de la Vírgen María, y, para el relato de que la mayoría de los enemigos quedaron sepultados en el valle, se recurre a la tradición. En este manual, la manera de exponer los hechos atribuye a la tradición el carácter milagroso de la victoria, lo que constituye una forma de no implicarse en la visión mítica, sin tampoco negarla. El mismo relato encontramos en otros manuales escolares de la era franquista, como en Elementos de Historia de España (Editorial Bosch, Barcelona, 1950), cuyo autor José Luis Peña, catedrático en el Instituto Balmes de Barcelona, lo es asimismo de numerosos manuales escolares de este periodo. El que nos ocupa, para niños de 2º curso de Bachillerato, es decir, de unos 12 años, se expresa más o menos en los mismos términos que el anterior. Después de referirse a cómo Alkama y su ejército se adentraron por estrechas gargantas y desfiladeros, habían sido derrotados en la batalla de Covadonga que, a la importancia de los “hechos extraordinarios ocurridos en ella une el valor simbólico de ser la primera de la Reconquista”. Sin especificar cuáles fueron esos “hechos extraordinarios”, se señala que esta victoria frente a un enemigo superior infundió ánimos a los pequeños “estados cristianos”, que vieron en este triunfo la intervención de la Providencia”. El texto no dice que los cristianos vencieran gracias a la Providencia, sino que éstos lo creían. En cuanto a la expresión “estados cristianos”, nos paree inadecuada en este contexto. A todo lo más cabría hablar de focos o núcleos de resistencia a la invasión musulmana, y, aun así, el único que existía en el siglo VIII era el de Asturias. Los demás datan ya del siglo IX: Navarra, con Íñigo Arista, rey de Pamplona, Aragón, que empezaría siendo un condado, y los condados de los Pirineos orientales, el más importante de los cuales, el de Barcelona, terminaría imponiéndose a los demás. Más que la narración de los hechos son los comentarios que los acompañan los que revelan el pensamiento que se quería inculcar y trasmitir a los alumnos. “Durante la Reconquista”- decía uno de los comentarios- “se va formando nuestra personalidad nacional. Se conserva en un principio bastante de lo romano y algo de lo germánico, pero lentamente se va elaborando el elemento esencial: lo hispano (en cursivas en el original), que va tomando cuerpo al calor de la lucha y del contacto que ella implica”.

Los mitos fundacionales de Cataluña: Wifredo el Velloso:
Los núcleos cristianos de las zonas montañosas de los Pirineos pasaron bajo la dependencia y protección de los reyes francos Carlomagno y Ludovico Pío. Era la zona que se conocía como la Marca Hispánica, un territorio situado entre el reino franco y la España musulmana, en la que los numerosos condados de un lado y otro de los Pirineos gozaban de alguna autonomía, pero dependían del reino de los francos. Fue en este contexto en el que surgió la figura de Wifredo el Velloso (Guifré el Pilós, para los catalanes), investido en 870 por Carlos el Calvo conde de Urgel y Cerdaña. En las luchas intestinas que se sucedieron entre los señores feudales partidarios de Carlos el Calvo y después su hijo, Luis el Tartamudo, y Bernardo de Gothia, Wifredo el Velloso supo hábilmente ponerse del lado del vencedor, es decir, Carlos el Calvo, que lo recompensó entonces con algunos de los condados de los que había sido despojado el de Gothia, como eran los de Barcelona, Osona, Gerona y Besalú. Wifredo el Velloso aprovechó la desintegración de la monarquía carolingia, particularmente después de la muerte de Carlos el Gordo en 888 y las luchas intestinas que siguieron, para instaurar la transmisión hereditaria de los condados, en vez de ser por designación regia. Desde finales del siglo IX, los condes no eran ya los delegados de los reyes, sino que actuaban con total independencia en sus dominios. Al Wilfredo el Velloso histórico se superpuso la imagen mítica de un Wifredo el Velloso, padre de la patria catalana, que tuvo su origen en la Gesta comitum barchinonensium (Gesta de los condes de Barcelona), escrita por los monjes de Ripoll en el siglo XII, en la que, para justificar la transmisión hereditaria de los condados, se exalta la figura de Wifredo el Velloso como fundador de la casa condal de Barcelona. En resumidas cuentas, gracias a su lucha, por un lado, contra los musulmanes, y, contra los reyes francos, por otro, habría conseguido la independencia del condado de Barcelona y de los que de él dependían. El nombre de Cataluña (Catalunya, en catalán), que no existía hasta entonces, surgió asimismo en el siglo XII. A Wifredo el Velloso se le atribuye también ser el creador de la bandera catalana de las cuatro barras rojas. Según esta leyenda, surgida mucho más tarde, en el siglo XVI, habiendo resultado herido Wifredo el Velloso en una batalla contra los musulmanes, el emperador carolingio mojó su mano derecha en la sangre que manaba de la herida del conde, colocando luego los cuatro dedos ensangrentados encima del escudo dorado. Así nacería la llamada señera, que pasó a ser el escudo del Reino de Aragón, tras la unión personal del condado de Barcelona con el reino de Aragón por el matrimonio en 1150 de Petronila, hija del rey aragonés Ramiro II, con el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV. Esta unión personal o dinástica solo sería, no obstante, efectiva a partir de 1164, en que el hijo de ambos, Alfonso II, por renuncia de su madre, Petronila, a la Corona de Aragón, reunió, junto a ésta, el condado de Barcelona. Todos los mitos creados en torno al personaje de Wifredo el Velloso por los monjes de Ripoll en el siglo XII serían retomados por los ideólogos de la Renaixença en el siglo XIX, que harían de este personaje un héroe legendario, como adalid de la independencia de Cataluña del Imperio carolingio. Frente a esta versión manipuladora de la historia, el relato que hace el historiador Rafael Altamira de Wifredo el Velloso y los orígenes del condado de Barcelona se basa en una interpretación rigurosa y racional de los hechos, sin concesiones a la leyenda o el mito.

La sublevación de Cataluña de 1640:
También el análisis que hace Altamira de la crisis catalana de 1640 es riguroso. El historiador se refiere a las causas y orígenes de la sublevación que, a su juicio, estaban relacionados con el designio de la monarquía de imponer un poder cada vez más centralizador, que reducía los “privilegios y particularidades locales heredados de la organización medieval”. Ello se traducía en el incumplimiento frecuente de los reyes de convocar las Cortes, y el intento de aumentar los tributos e introducir en Cataluña algunos de los que ya se pagaban en Castilla, a lo que venía a sumarse el choque de jurisdicciones, como ya había tenido lugar al implantar en Cataluña la Inquisición nueva, cuyos funcionarios no eran del país y contravenían la forma tradicional que se usaba en los territorios de la Corona de Aragón. Todas estas cuestiones eran motivo de disgusto y malestar, particularmente las relacionadas con los tributos, además de otras dos que, para los catanes, eran, en palabras de Altamira, un “contrafuero”: la presencia de tropas, entendiendo por tal no sólo la presencia de castellanos, sino la de gentes procedentes de otros países- irlandeses, napolitanos, modeneses, etc.-, a sueldo del rey de España, y la designación de no catalanes para desempeñar cargos públicos. Pero lo que contribuyó también a irritar los ánimos fue el propósito de que Cataluña contribuyera con hombres a las guerras del exterior y que parte de los tributos que pagase se pudiera aplicar a tal fin. Siempre que Felipe IV convocó Cortes en Cataluña para obtener recursos pecuniarios, no los obtuvo. De otro lado, la amenaza de una invasión francesa en el territorio catalán de ambos lados de los Pirineos llevó al gobierno central a desplazar allí tropas, destacadas en Castilla y en Italia. Fue la presencia de estas tropas y los excesos y abusos de todo orden que cometieron, particularmente en relación con el alojamiento de los soldados en las casas de la población local, si bien bajo determinadas condiciones que obligaban a pagar ciertos servicios al alojado. La falta de dinero llevó a no respetar las reglas. En algunas zonas se produjeron choques entre campesinos y soldados, en los que tanto unos como otros cometieron actos terribles de venganza. A las puertas de Barcelona llegó el 22 de mayo una masa de más de 3.000 payeses, portadores, como estandarte, de un gran crucifijo, y cuyos gritos de combate decían: “Via fora! Via fora! Visca la Iglesia! Visca ‘l rei i muyra el mal govern!”. Y, el 7 de junio, día del Corpus, se produjo en Barcelona un motín protagonizado por segadores, que al grito de “Visca la terra i muyran els traidors!”, saqueó casas y asesinó, entre otros al virrey, conde de Santa Coloma, odiado por todos debido a su gobierno represivo. Con estos hechos se inició una guerra civil entre el poder central y los catalanes, que duró doce años, hasta 1652. No es cuestión de entrar aquí en el relato de los hechos que jalonaron esta guerra. Bástenos con señalar algunos de los aspectos más salientes. Más que en contra del rey Felipe IV, el movimiento iba dirigido contra la política del valido del rey, el conde-duque de Olivares, tendiente a unificar las leyes de los diferentes reinos de la Corona española, uno de cuyos principales exponentes eran los fueros. Los más intransigentes llegaron incluso a buscar la alianza de Francia y reconocer la soberanía del monarca francés Luis XIII, proclamado conde de Barcelona. La muerte del cardenal Richelieu en 1642, y la del rey Luis XIII en 1643, así como el cese de Olivares en este mismo año, produjeron un vuelco de la situación. La ocupación del territorio catalán por las tropas francesas y los desmanes y agravios de los que fueron víctimas los naturales del país hicieron comprender a éstos que las tropas del monarca francés no se diferenciaban demasiado de los tercios de Felipe IV. La guerra con sus altos y bajos, victorias y derrotas de unos y otros hasta que venció el partido favorable a la paz. Barcelona se rendía el 11 de octubre de 1652, y en 1653 el rey Felipe IV confirmaba los fueros catalanes, si bien con algunas reservas. La guerra del otro lado de los Pirineos continuó, sin embargo, hasta que la paz de los Pirineos puso fin al conflicto en 1659. En esta contienda, España salió perdiendo al tener que ceder a Francia la Cerdaña y el Rosellón. Como reflexión general de este conflicto, quisiéramos destacar los siguientes aspectos. En primer lugar, la homogeneización de las legislaciones de los diferentes reinos, preconizada por Olivares, significaba un progreso frente a la supervivencia de instituciones medievales; en segundo lugar, independientemente de las causas y orígenes de la sublevación de los catalanes y de su legítima protesta contra los abusos y desmanes que hubieran podido cometer las tropas estacionadas en Cataluña, conviene destacar que la repulsa a la presencia en su territorio de tropas no catalanas obedecía sobre todo a motivos religiosos. La variedad de gentes que constituían los tercios hace suponer que eran “herejes y contrarios a la Iglesia”, en palabras de Altamira, algo que, según este mismo historiador, supieron explotar muy hábilmente los que tenían interés en provocar un levantamiento, sembrando el país de folletos que incitaban a la revuelta.

La guerra de sucesión en Cataluña:
A las cuatro décadas de los sucesos narrados más arriba volvieron a producirse otros de parecida naturaleza, aunque las motivaciones inmediatas fueran diferentes. En esta ocasión, los provocó la designación por Carlos II, llamado el Hechizado, para sucederle en el Trono de España, de un príncipe francés, nieto del rey Luis XIV, que reinaría como Felipe V, inaugurando así la dinastía borbónica en España. La condición impuesta en el testamento de Carlos II de que la Corona española permaneciese independiente de la de Francia y no se pudiesen unir en una sola persona garantizaba aún más el “equilibrio político europeo”, que si el sucesor de Carlos II hubiese sido el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leopoldo. No obstante, el reconocimiento por Luis XIV de los derechos de su nieto a la sucesión al trono francés hacía presagiar la amenaza de una hegemonía francesa, tan peligrosa como la austriaca. El temor a una preponderancia francesa en Europa provocó una alianza, junto a Austria, de Inglaterra y los Países Bajos, que declaraban en 1702 la guerra a Francia y España unidas. Además de reaccionar contra la hegemonía de Francia en Europa, Inglaterra temía que la reunión de las dos Coronas, la española y la francesa, perjudicase su comercio y su expansión colonial en América. No es cuestión de narrar aquí las vicisitudes de esta guerra dinástica, transformada en conflagración europea, en la que dos contendientes tuvieron sucesivas victorias y derrotas, siendo las victorias más sonadas de los partidarios de la dinastía borbónica las de Almansa (1707), Brihuega y Villaviciosa (diciembre de 1710), y de las del partido austracista las de Almenara y Zaragoza (junio y agosto de 1710), con entradas de Felipe V y del archiduque Carlos en Madrid y en Barcelona, hasta que el fallecimiento del emperador austriaco José, y el nombramiento de su hermano Carlos para sucederle volvía a plantear el problema del equilibrio (o desequilibrio) en Europa, al instaurarse una hegemonía, esta vez en provecho del Imperio austriaco. Esta situación, a la que vino a sumarse el cansancio producido por nueve años de guerra, contribuyó a debilitar la alianza de Gran Bretaña y los Países Bajos con Austria. Tanto Francia como Gran Bretaña se mostraban dispuestas a entablar negociaciones de paz, que llevarían al Tratado de Utrecht de 1713, al que se fueron adhiriendo posteriormente las demás naciones aliadas, excepto Austria. Fue una guerra, en la que España, con la ocupación de Gibraltar en 1704 perdió una parte de su territorio nacional, y una paz solo conseguida después de que Felipe V renunciara para él y sus descendientes a la Corona de Francia, y España concediera a Gran Bretaña el asiento de negros, amén de otras ventajas comerciales en América. Asunto pendiente era lo que se conocía como “el caso de los catalanes”, es decir, la situación jurídica en la que éstos quedarían una vez firmada la paz entre Felipe V y sus aliados europeos. Imperaba la opinión de que los catalanes se someterían a Felipe V si éste respetaba sus fueros y privilegios, y concedía una amnistía total a los partidarios del archiduque Carlos. En lo que respecta a los primeros, Felipe V se mostró irreductible en su negativa rotunda a mantenerlos. Divididos los catalanes entre los partidarios de la sumisión y los de la resistencia, se acordó convocar Cortes y que fuera la Junta de Brazos la que decidiera la actitud a adoptar. Siendo la votación favorable por mayoría a proseguir la guerra para salvar los fueros, ésta se prolongaría hasta 1715, sin vencer la intransigencia de Felipe V respecto de los fueros, privilegios y prerrogativas de los catalanes, pese a los esfuerzos para que cediese en este punto. Fue en este contexto en el que Rafael Casanova sería nombrado “conseller en cap” (consejero en jefe o consejero primero, es decir, la máxima autoridad de la ciudad de Barcelona). Sitiada por las tropas borbónicas de Felipe V, la ciudad resistió hasta el 11 de septiembre de 1714, en que terminaría por rendirse. Rafael Casanova, que había sido herido en un muslo durante el cerco de la ciudad, fue curado de sus heridas, y, aunque sus bienes fueron embargados, no fue encarcelado ni perseguido por su importante papel en la resistencia de Barcelona contra la ocupación de las tropas francesas. Amnistiado en 1719 pudo ejercer de abogado hasta su jubilación, en 1737. Casanova, a quien, por cierto, un historiador de la talla de Altamira ni siquiera menciona, aunque sí se refiere a otros representantes importantes del “partido de la resistencia”, no era, en realidad, más que un simple austracista.es decir, un simple partidario del archiduque Carlos, contrario, como otros muchos, a la dinastía borbónica, por temor a que el rey Felipe V no respetase los fueros y privilegios de Cataluña e impusiera una centralización del poder político. En efecto, en virtud de los Decretos de Nueva Planta, las autonomías políticas de los territorios de la Corona de Aragón, incluida, por supuesto, Cataluña, quedaron abolidos. La supresión de estas prerrogativas y privilegios, que databan de la Edad Media, significaba objetivamente un progreso respecto de la situación anterior. La normalización de las leyes y de las instituciones de la administración del Estado creaba las condiciones objetivas propicias para la unidad de mercado, que serviría para sentar las futuras bases del capitalismo. Aferrarse a las instituciones representadas por Casanova implicaba un retroceso respecto del nuevo periodo que se abría en España con el siglo XVIII, al que Pierre Vilar describe como el siglo del “centralismo borbónico”. Recuperada y ensalzada en el siglo XIX por el movimiento de la Renaixença, Rafael Casanova se convirtió en un héroe nacional, defensor de las libertades de Cataluña. La ciudad de Barcelona le dedicó una calle en 1863 y en 1888 le erigió una estatua. Desde 1977, con ocasión de la Diada de Cataluña el 11 de septiembre, las instituciones de la Generalitat le rinden homenaje con ofrendas de flores. Si nos hemos referido ampliamente a algunos casos en los que el relato histórico aparece contaminado y manipulado es porque éste se nutre de elementos ajenos a la historia, que la tergiversan y la falsean para acomodarla a las tesis nacionalistas. La enseñanza de la Historia en los libros de texto de Cataluña Es en los manuales escolares donde se advierte hoy de manera más flagrante el adoctrinamiento nacionalista desde la escuela primaria. Para dar cuenta de esta realidad, bástenos con algunos ejemplos extraídos del documento, que las personas interesadas pueden consultar en el siguiente enlace: Se trata en todos los casos de manuales escolares redactados en catalán, en los que la única historia es la de Cataluña, mientras que la de España en general la despachan en una sola página. Para referirse a España se dice siempre “el Estado”, mientras que se habla de la ocupación de Cataluña por los romanos como si Cataluña existiese ya desde la antigüedad. En este mismo libro de texto se habla continuamente de la “Corona catalano-aragonesa”, que nunca existió, en vez de referirse, como habría sido lo correcto históricamente, al reino de Aragón, del que formaba parte el condado de Barcelona. La historia se centra únicamente en la de Cataluña, haciendo hincapié en los enfrentamientos con el gobierno de España, y dando una visión de la historia de “buenos y malos”, en la que los “buenos” son siempre los catalanes, como heroicos defensores del pueblo y de sus libertades, mientras que los “malos” son siempre los españoles que intentan imponer sus leyes. En lugar de Carlos I de España y V de Alemania, se dice Carlos I de Castilla y de Cataluña-Aragón. Ahora bien, Cataluña-Aragón es una entidad política que nunca existió, mientras que seguir nombrando a Carlos I como rey de Castilla, cuando era conocido universalmente como rey de España, entidad política que englobaba naturalmente a los reinos de Castilla y de Aragón, revela la clara intención de negar la realidad política de España. . Con referencia a la guerra separatista de 1640, se dice que Felipe IV quería imponer las leyes de Castilla, siendo que en realidad lo que pretendía era terminar con los privilegios de los gobernantes de Cataluña, que se negaban a contribuir con hombres y recursos al ejército, como hacían las demás regiones y provincias del Reino de España. De nuevo, en relación con la guerra de sucesión de 1702 a 1714, se dice que los catalanes se pusieron del lado del archiduque Carlos de Austria, porque querían defender su “derecho a autogobernarse”, sin decir que, de haber triunfado, el austriaco, habrían tenido el “autogobierno”, e ignorando que también en Cataluña había muchos partidarios de Felipe V. Sería largo y tedioso referirse a cada uno de los libros de texto y a la manera tendenciosa y sesgada de presentar los hechos. Los conflictos de Cataluña con el gobierno central se presentan siempre como una lucha de los catalanes contra los españoles, siendo que se trataba, en el caso de la guerra de 1640, de un conflicto entre el rey de España y una parte de los poderes locales de un territorio. Otro aspecto en el que cabe señalar una tergiversación de la realidad es el de comparar a Cataluña, no con otras regiones europeas como Saboya o Provenza, sino con otros países europeos como Italia, Bélgica o el Reino Unido. La idea de presentar a los catalanes como víctimas de los reyes españoles está presente en la mayoría de estos libros de texto. En algunos de ellos, se presenta a Cataluña como similar a las ex colonias españolas de América, que se declararon más tarde independientes, con la evidente intención de que Cataluña aparezca como una colonia que aspira a su independencia. Con referencia a la colonización de América, se dice que la Corona castellana se benefició de la explotación del continente americano, sin explicar que aquellos territorios pertenecían a la Corona de Castilla, y no a la de Aragón, hasta que los Decretos de Nueva Planta de Felipe V establecieron la unión política y administrativa de las dos Coronas., que abrió a los territorios de la Corona de Aragón las puertas del comercio con América, del que, por cierto, los catalanes se beneficiaron a fondo. Se advierte con frecuencia la tendencia a presentar a Cataluña y a España como si fueran dos naciones diferentes. El nacionalismo de la Renaixença del siglo XIX no se relaciona en ningún momento con el romanticismo ni con el carlismo antiliberal, aliado de la Iglesia, que exaltaba las formas de vida y del poder propias del feudalismo de la Edad Media. El sentimiento nacionalista se presenta como reacción al centralismo borbónico y no como reconstrucción idealizada (y manipulada) del pasado medieval. El problema con los libros de texto de cada autonomía es que, si cada una solo tiene en cuenta la geografía y la historia de su región autónoma, llegaremos al punto de que un niño andaluz no sepa que el Tajo pasa por Toledo, ni un castellano-manchego que el Guadalquivir pasa por Sevilla. Asimismo, un niño de Cataluña tampoco sabrá quién fue Alfonso X el Sabio, rey de Castilla, ni un niño, pongamos por caso de Madrid, quién fue Alfonso I el Batallador o Jaime I el Conquistador, ambos reyes de Aragón. Una cosa es hacer más hincapié en la geografía y la historia de la Comunidad Autónoma de que se trate, y otra bien distinta omitir o minimizar la geografía y la historia de las demás, ignorando la entidad política superior que las engloba a todas y que se llama España. (María Rosa de Madariaga, 2018)

 

 

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