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Filosofía de la Historia (Espasa):
filosofía de la historia Aunque a veces se utiliza de un modo más general, en sentido estricto el concepto de «filosofía de la historia» alude a una reflexión de intención especulativa en torno al curso total histórico, orientada a desentrañar la racionalidad subyacente al aparente desorden de los acontecimientos, que surge en la Ilustración francesa, se consolida en la tradición alemana romántica iniciada por Herder y culmina en Las Lecciones sobre la filosofía de la historia de Hegel. Algunos autores, como Raymond Aron, han llamado la atención sobre la necesidad de distinguir entre la «filosofía especulativa de la historia», cuyo canto de cisne sería el sistema hegeliano, y una «filosofía crítica de la historia». Aunque sea bastante precipitado hablar de la existencia de una «filosofía de la historia» en la Antigüedad, los momentos preliminares de la disciplina conocida bajo el nombre de «historia» ciertamente hunden sus raíces de manera germinal en las preocupaciones filosóficas de la Grecia clásica. Sin embargo, en el mundo antiguo sólo encontramos un interés por la mera exposición de hechos pretéritos; de ahí la honda divergencia entre el horizonte histórico de salvación cristiano y la concepción periódica y cíclica del cosmos antiguo. Es más, según Karl Löwith, hablar de una filosofía de la historia en el mundo helénico es una contradicción en los términos: «lo continuo y permanente, que se manifiesta año tras año en la revolución de los cuerpos celestes, significaba para los sentidos griegos una verdad mucho más profunda […] que cualquier transformación histórica radical» («Historia universal y salvación», 1950). Por su parte, Emilio Lledó (Filosofía y lenguaje, 1970) ha estudiado, apoyándose en el análisis filológico del verbo griego historeo («soy testigo») en algunos pasajes homéricos, cómo de este verbo —imbuido de connotaciones como «indagación y exposición de lo sucedido» o «narración cuidadosa de la realidad que nuestros ojos ven»— surge el sustantivo «historia» tal como lo conocemos. En la medida en que no constituye episteme (no trata de lo universal, su objeto de conocimiento no es general ni inmutable, sino individual y cambiante), el saber histórico aporta sólo un supuesto e indefinido conocimiento sobre lo particular. Esta idea del historiador como testigo de los hechos era confundida en esos tiempos con una simple erudición superficial, por lo que fue evitada, según afirma Lledó, por autores como Tucídides o Platón. Es conocida la afirmación de Aristóteles en su Poética (1451b, 1-7) de que «la poesía es más elevada que la historia, pues la poesía dice más bien lo general, y la historia lo particular». No obstante, será Aristóteles quien sistematice a la postre este concepto, desprestigiado inicialmente como un conocimiento insuficiente, y lo dote de cierto valor semántico. En un nivel más profundo, como ha puesto de manifiesto Werner Jaeger, Aristóteles es el primer filósofo que tiene en cuenta a sus predecesores no como datos históricos, sino como interlocutores que le pueden ser de utilidad en sus investigaciones. En todo caso, la visión filosófica sobre la historia empieza a consolidarse implícitamente desde el momento en el que el cristianismo se distancia de la visión cíclica del mundo pagano al incorporar un «sentido» último de la historia capaz de abarcar el decurso temporal desde la Creación hasta el Juicio Final. El tema de las «dos ciudades» en san Agustín —la ciudad terrenal y la ciudad celestial— constituye una de las primeras tentativas en esta dirección de adoptar una perspectiva lineal sobre el tiempo, marcada por la voluntad de la divinidad y cuya meta, tras la caída en el pecado, es la redención en el seno de Dios. El término «Filosofía de la historia» es acuñado por Voltaire en el siglo XVIII, que inaugura una nueva era en la que la Ilustración se justifica a la luz de la reflexión histórica y el progreso. Así, la reflexión filosófica sistemática sobre la historia surge en el contexto desmitificador y racionalista de «las Luces» como contraste crítico frente a las concepciones teológicas y providencialistas. Poco antes, las posiciones antagónicas de Bossuet —en su Discurso sobre la historia universal (1681), muy influido por san Agustín y su concepción de la «ciudad de Dios»— y de Bayle —en el Diccionario histórico-crítico (1697)— ya habían apuntado de manera preliminar las pautas y el escenario polémico de la posterior crítica ilustrada a la Historia Universal considerada bajo el punto de vista teológico. Bossuet, último bastión del providencialismo, trataba de superar a la sazón el pesimismo de la marcha histórica del mundo apelando a un Ser superior reconciliador capaz de enderezar los renglones torcidos del desorden empírico humano. Serán Montesquieu y Voltaire los ilustrados que más se interesen por la aplicación de parámetros racionalistas a esta visión providencialista histórica de origen agustiniano. En obras de largo aliento epocal, como Cartas persas (1721), Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y de su decadencia (1734) o Del espíritu de las leyes (1748), Montesquieu da un importante impulso al análisis histórico comparativo y desarrolla una ambiciosa investigación orientada a la búsqueda de legalidades inmanentes a las sociedades históricas. Esta insistencia en la lógica subyacente a los acontecimientos históricos marcará un punto y aparte en la reflexión filosófica de la historia. Por su parte, Voltaire, pertrechado con categorías muy cercanas al mecanicismo, destruye todos los vestigios dogmáticos de la concepción teológica de la historia y seculariza su decurso aboliendo la diferencia entre pueblos cristianos y no cristianos. Voltaire reviste de un contenido radicalmente intramundano la idea providencialista y escatológica de perfección en el cristianismo histórico. Asimismo, es en este desplazamiento hacia la inmanencia racionalista donde el sentido del progreso gana concreción como abolición de la ignorancia y realización de la felicidad. La historia se despoja de sus ropajes mítico-mágicos para convertirse, según las palabras del Diccionario filosófico (1764), en «la relación de los hechos que se consideran verdaderos, así como la fábula es la relación de los hechos que se tienen por falsos». Este nuevo ideal de perfección implica, frente a las tesis de Bossuet, acercarse a un horizonte determinado que, si bien es intemporal, no deja de estar construido por vías estrictamente racionales. La Ilustración, por tanto, propone un proyecto de fundamentación de la filosofía de la historia a la luz de la idea de progreso, una cuestión que descuella especialmente en las figuras del economista y ministro de Luis XVI, Turgot, autor de Dos discursos sobre la historia (1751), y del Marqués de Condorcet, quien escribe el influyente Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1794). Tres serían —según J. Bury (La idea del progreso, 1971)— los antecedentes de esta paulatina importancia del progreso como nuevo eje explicativo de la filosofía de la historia: 1) el rechazo de la teoría de la degeneración humana; 2) la afirmación de que el decurso temporal es, en ciencias y artes, superior al de la Antigüedad clásica (aunque han de tenerse en cuenta, a este respecto, las opiniones disidentes de Rousseau); y 3) la consolidación de una historia universal común a todos los pueblos de la Tierra. No cabe olvidar, dentro de este esquema racionalista y continuista de progreso, la reformulación que del planteamiento de Condorcet hará el positivista Auguste Comte en el siglo XIX con su «ley de los tres estadios» (teológico, metafísico y positivo). Por lo que respecta a la relación idealista entre progreso e historia, no puede pasarse por alto el famoso y emblemático texto dedicado a analizar el concepto de Historia Universal que en 1789 Schiller utiliza como discurso inaugural de su curso docente en Jena. Dicho texto («¿Qué quiere decir Historia Universal y con qué fin se estudia?») muestra, a través de una grandilocuente concepción del significado de la Historia Universal, un esperanzador y autocomplaciente programa de emancipación donde el presente histórico envuelve unitariamente todo el proceso anterior y alcanza por fin esa meta suprema humana de detención del tiempo. Mientras que los hombres mueren y sus opiniones son fugaces —escribe Schiller—, «sólo la historia permanece inmóvil expuesta a la contemplación, una ciudad inmortal de todas las naciones y pueblos». Fuera de los parámetros racionalistas, destaca por su originalidad —y por ser un importante precedente del Romanticismo, crítico frente a los postulados de la metodología cartesiana— la interesante obra de Juan Bautista Vico (1668-1744), que constituye un importante jalón en la reflexión sobre la historia humana. En su obra Ciencia nueva (1725), Vico desarrolla una concepción histórica cíclica que adopta la forma de una espiral progresiva de ascensos y descensos (corsi y recorsi) que, en su movimiento infinito, jamás se repite. Aunque las cosas retornan al punto de partida del pasado, vuelven a tener lugar en el futuro bajo una forma y en un nivel distintos. Mucho se ha hablado —así, por ejemplo, el historiador y filósofo Ernst Cassirer— del «giro copernicano» que Johann Gottfried Herder (1744-1803) lleva a cabo respecto al estudio filosófico de la historia, hasta ese momento privada de una reflexión genética interna que tuviera en cuenta la influencia subjetiva. Pese a que Herder fue discípulo de Kant, es él quien se adelanta al maestro en su concepción filosófica de la historia. Puede decirse incluso que con él se empieza a consolidar la filosofía de la historia como disciplina específica. Cercano a algunas tesis históricas de Vico (la idea del «carácter» sustancial de un pueblo de acuerdo con sus leyes, costumbres y lenguaje idiosincrásicos, germen del Volkgeist o «Espíritu de los pueblos»), y desde las filas del Sturm und Drang alemán, este autor romántico es posiblemente quien más ha enfatizado el papel de la pluralidad histórica y del comunitarismo frente al cosmopolitismo ilustrado de autores como Voltaire —quien es tachado por Herder de dogmático racionalista— o Montesquieu —sobre todo su obra El espíritu de las leyes, criticada por Herder en Otra filosofía de la historia para la educación de la humanidad (1774). En su obra tal vez más influyente, Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad (1784-1791, 4 vols.), polemiza también con la tentativa ilustrada de reducir desde un punto de vista meramente objetivo las diversas tradiciones históricas, con sus respectivas fuentes de prejuicios, a un único marco universalista. Frente a la idea voltaireana de progreso, en la que las culturas atrasadas son consideradas como meros escalones de las más avanzadas, Herder denuncia toda uniformidad y cuestiona toda causalidad lineal mecanicista, apelando a una explicación de la historia sensible al elemento irracional o pasional. De este modo, y con el fin de explicar algunos acontecimientos decisivos, como la Reforma protestante —la influencia explosiva y no intencionada de Lutero—, Herder anticipa la célebre temática hegeliana de la «astucia de la razón» como motor histórico: «la formación y el desarrollo de una nación —afirma— nunca es otra cosa que obra del destino, resultado de mil causas cooperantes, de algo así como la totalidad del elemento en que viven». Para Friedrich Meinecke (El historicismo y su génesis, 1936) son tres, en conclusión, las ideas fundamentales que aporta Herder al estudio de la filosofía de la historia: la idea de una evolución universal de la humanidad; la necesidad de concebir esta evolución como crítica de la civilización mecanizada (aquí es evidente la influencia de la crítica cultural de Rousseau); y, por último, la idea, posteriormente recogida por el historicismo de Ranke, de que en el decurso histórico no hay ninguna época abandonada por la divinidad. Hablar de la filosofía de la historia kantiana es hablar de un planteamiento teleológico al que subyace en última instancia una «intención de la Naturaleza». Para Kant, la meta a la que se orienta la historia es «la realización de una constitución estatal interior y, con este fin, también exteriormente perfecta» (Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, 1784). Pero, a la luz de su criticismo, Kant elimina las excesivas ambiciones teóricas de Herder y centra su estudio de la historia en descubrir en el aparentemente absurdo decurso humano «una intención de la Naturaleza, a partir de la cual sea posible una historia de criaturas tales que, sin conducirse con arreglo a un plan propio, sí lo hagan conforme a un determinado plan de la Naturaleza» (Ibíd.). Esta concepción a priori es una pauta reguladora del historiador —esto es, del juicio reflexionante—, no una determinación inexorable o metafísica. Ahora bien, junto a esta concepción moral convive también en la obra de Kant un contrapunto realista, pragmático, que aprecia la importancia de la pasión. En una línea de reflexión parecida a la «mano invisible» de Adam Smith, reconoce la importancia en la historia de la «insociable sociabilidad» humana, esto es, la resistencia, la discordia y antagonismo egoísta del individuo (y, en un segundo término, también entre los Estados) frente al resto. Una aparente falta de armonía inicial que termina paradójicamente creando condiciones de posibilidad para la prosperidad, así como una armonía superior entre los pueblos. No cabe duda de que es Hegel quien mejor representa la fértil fusión filosófica entre historia universal y devenir racional. Esta aceptación, cercana a la teodicea, de la racionalidad última del universo convive con un dinamismo que no huye de hacerse cargo de lo negativo. Ajeno a toda concepción empírica o meramente historiográfica, pero también a toda praxis voluntarista —ésta sería la posición de Fichte— en la historia, Hegel aboga por una visión especulativa de corte dialéctico en la que la historia se despliega racionalmente a la luz de la Totalidad, eliminando todo resto de naturaleza. En las Lecciones sobre la historia de la filosofía (obra publicada por sus discípulos a partir de 1840), se dice que «el espíritu del mundo ha logrado eliminar toda existencia objetiva extraña y captarse finalmente como Absoluto». Una concepción idealista que acentúa la importancia dialéctica del devenir, pero que también adelanta en ciertos aspectos la idea de «fin de la historia» posteriormente desarrollada por autores como A. Kojève y F. Fukuyama. Es esta ambivalencia hegeliana entre dialéctica y sistema la que ha sido criticada por algunos autores de la Escuela de Frankfurt (Marcuse, Horkheimer), o próximos a ella, como Ernst Bloch. Este último, concretamente, ve en este punto una incompatibilidad entre Hegel como «amigo y pensador del acaecer [Geschechen] y Hegel como regente de lo acaecido [Geschichte]», o, si se quiere, entre el Hegel revolucionario y el Hegel legitimador de lo dado y del Estado (en este mismo sentido apunta la crítica de Nietzsche). Por otra parte, en el planteamiento hegeliano los fines particulares, motivados por intereses y pasiones egoístas, son utilizados por la «astucia de la razón». Si observamos el decurso histórico racional caemos en la cuenta de que de las acciones de los individuos resulta algo distinto de lo que en principio ellos proyectaron. Dicho en otras palabras: Hegel pone de manifiesto cómo del azar y del aparente desorden puede nacer el despliegue de una profunda legalidad subyacente, necesaria a la par que universal. Este punto de vista absoluto muestra además cómo la historia de la filosofía deja traslucir un proceso inteligible en el que filosofías aparentemente diversas aparecen como momentos necesarios para la progresiva toma de conciencia del espíritu. Esas filosofías no son en el fondo sino una misma filosofía en diversos grados de desarrollo: «la filosofía que es última en el tiempo es a la vez el resultado de todas las precedentes […]; es, por tanto, la más desarrollada, rica y concreta» (Enciclopedia, 1817). El materialismo histórico de Marx invertirá la dialéctica hegeliana y traducirá su idealismo a categorías materialistas. Apoyado en una concepción científica de la historia que ve la causa final y el motor de los acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la sociedad, las transformaciones del modo de producción y de cambio y el hecho de la división de la sociedad en clases, el marxismo enfatizará el papel determinante del trabajo humano frente a la «astucia de la razón» hegeliana. Este descubrimiento de las leyes de la historia es el que, según Marx y Engels, permite al historiador predecir el futuro curso del desarrollo social y, más concretamente, el inevitable colapso del capitalismo. El término «historicismo», notablemente ambiguo, puede tomarse en el sentido anti-normativo, objetivista o positivista analizado por H. Schnädelbach (Filosofía en Alemania 1831-1933, 1983): la «posición filosófica que, invocando las condiciones históricas y la variabilidad natural de los fenómenos culturales», rechaza «cualquier pretensión de validez absoluta, sea ésta científica, normativa o estética», en el decurso humano. Ante todo, hay que señalar que la palabra «historicismo» [Historismus], pese a surgir en el siglo XIX, no llegó a ser de uso general hasta principios del XX. A la hora de definir esta tendencia, Schnädelbach enumera los siguientes rasgos: a) el historicismo eleva a principio general un planteamiento de la historia reducido a «hechos», libre por tanto de valores; b) fomenta un acopio no selectivo de los materiales de la investigación histórica; c) se caracteriza por un optimismo histórico, en el sentido de que todo lo que surge en la historia se entiende como igualmente valioso: todo participa de una misma relación con la divinidad; y d) por último, la negativa a conceder legitimidad científica a las nociones de norma y valor genera una cierta contradicción en el historicismo: por un lado, dadas sus premisas, del conocimiento de la historia no cabe esperar ningún efecto práctico sobre el sujeto; pero, por otro, la renuencia a pensar en términos normativos no impide que el optimismo historicista, como evidencia Ranke y como criticará Nietzsche, refuerce —y permanezca ligado indirectamente a— una específica concepción de Estado. Será Walter Benjamin, sobre todo en su obra Tesis sobre la filosofía de la historia (1940), quien más agudamente critique las consecuencias políticamente reaccionarias de este uso histórico del progreso necesario, concepción ideológica para él íntimamente ligada a la «historia de los vencedores». En su decisiva obra Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (1874), Nietzsche desestima ese punto de vista «externo» y escéptico que considera a todos los fenómenos históricos en situación de igualdad (recuérdese de nuevo la afirmación de Ranke: «toda época está en relación directa con Dios»), pero tampoco encuentra satisfactoria esa solución «interna» hegeliana que considera la verdad como la suma de las diversas verdades parciales encontradas a lo largo de la historia. También Ortega —en su escrito Historia como sistema (1941)— polemizará, aun cuando desde otros parámetros críticos, con este historicismo que vive parasitariamente a costa del futuro. Nietzsche intenta resolver el tradicional dilema historia-filosofía en favor de una mutua transformación, donde una y otra entran en un fecundo diálogo que difumina sus rígidas fronteras. Por otro lado, a través de la contraposición conceptual, inspirada en Goethe, entre memento vivere y memento mori, el planteamiento «médico» nietzscheano sostiene la necesidad de adoptar una nueva óptica: la de la vida. Bajo este prisma, tanto el cristianismo, en cuanto fuerza «depresiva» de la vida que condena todo impulso centrado en lo terrenal, como el historicismo, versión secular de aquél, no son en última instancia sino formas similares —y en esa medida teológicas («la historia es una teología disfrazada»)— de desvalorizar el devenir, una común dimensión temporal que reivindica lo infinito, cronológico, lineal, en detrimento de la vitalidad de la actualidad. En su Genealogía de la moral (1887), Nietzsche ahondará todavía más en la crítica de las tradicionales filosofías idealistas de la historia, basadas en la continuidad y abanderadas de una ilusoria reconciliación del devenir. Sin duda, el planteamiento críticogenealógico de Michel Foucault también entronca con esta concepción nietzscheana de corte antihegeliano y antihistoricista. Un eco de esa influencia podrá advertirse posteriormente en la polémica entre corrientes estructuralistas y existencialistas. Fundamentar desde un punto de vista epistemológico el estatuto, hasta ese momento borroso, de las «ciencias del espíritu», y de paso utilizar este proyecto para determinar la conexión y relación internas de dichas ciencias, es la intención de Wilhelm Dilthey (1833-1911) en su Introducción a las ciencias del espíritu (1883), donde se polemiza tanto con el idealismo o intelectualismo hegeliano como con el positivismo metodológico que trata de aplicar a la historia los procedimientos objetivistas de las ciencias de la naturaleza. La importancia de este paso, descrito como una «crítica de la razón histórica», radica en su célebre distinción de dos objetos de conocimiento específicos: mientras que las ciencias de la naturaleza se ocupan de un campo exterior al hombre, las ciencias del espíritu estudian un campo, el mundo histórico-social o el «mundo histórico», del que el hombre forma parte. Crítico con la razón pura, y partiendo del problema radical de la vida histórica, Dilthey desarrolla una nueva forma de racionalidad consciente de la dimensión histórica, que trata de escapar a la vez de la Escila del relativismo y de la Caribdis del sistema del Espíritu Objetivo (Hegel). Según sus palabras, «la filosofía tiene como misión primera y como parte propedéutica la conducción, a través de las etapas de la historia, de la predisposición filosófica y de la necesidad histórica que existe en los sujetos a la plena conciencia histórica actual. Esta historia es la indispensable propedéutica de la filosofía sistemática». Desde la reivindicación de una unidad metodológica entre ciencias sociales y naturales, Karl Popper realiza una influyente crítica al dogmatismo inherente a toda filosofía de la historia, a todo «historicismo» (en el sentido amplio que él da a este término). Historicistas son quienes sostienen que la tarea de la ciencia social es hacer predicciones y proporcionar profecías a largo plazo mediante el descubrimiento de las «leyes de la historia». El prototipo popperiano de este «historicista» sería Marx, quien, ajeno al falibilismo que según Popper debe presidir el proceder científico, cree en la posibilidad de aprehender leyes inexorables de la historia. Dentro del panorama contemporáneo, no puede por menos de señalarse la reflexión crítica de Arthur C. Danto (Analitical Philosophy of History, 1968), en algunos puntos cercana a la hermenéutica, en torno a la relación existente entre la filosofía de la historia y el estatuto de lo narrativo. Según esta línea de investigación, a la imposibilidad hermenéutica de abrazar un escenario al margen de la historia que permita contemplar la totalidad, habría que añadir la idea de que toda explicación del pasado implica necesariamente la asunción de una organización narrativa. Para Danto, toda explicación completa del pasado presupone una visión exhaustiva del futuro, una filosofía de la historia que no renuncie a buscar el sentido último de los acontecimientos —algo que, para él, es del todo imposible dada nuestra condición de finitud—. De ahí que «si no puede haber una filosofía legítima de la historia, tampoco puede existir una explicación legítima y completa». Ser filósofo de la historia, bajo estas condiciones, implica la desmesurada pretensión de abarcar la totalidad de la historia explicando todo el pasado y profetizando el futuro. En este mismo marco escéptico se sitúa la crítica posmoderna de Lyotard a los «metarrelatos», entendiendo por tales los discursos emancipatorios que han marcado y dado sentido a la modernidad. (Germán Cuenca)

 

 

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