Soberanía: Cataluña 5             

 

Catalán 5:


Mitos y emociones:
Estas elecciones son como enamorarse”, aseguraba en Twitter la escritora catalana Bel Olid refiriéndose al 27-S. “No sabes cómo acabará, pero ya te ha cambiado la vida”. La definición es excelente. Igual que el amor romántico activa unos estereotipos que son falsos, pero cuyo atractivo emocional los hace irresistibles, también el soberanismo se sustenta en mitos consoladores y que suscitan adhesión. Básicamente, cuatro: Unanimidad. Uno de los eslóganes centrales del procés es un sol poble. ¿Afirmación o ideal? Si afirmación, es falsa: no votan lo mismo, ni mucho menos, el interior y la costa, hablantes de catalán y castellano, el campo y el cinturón industrial. Ante tales diferencias, ¿qué propone el soberanismo? ¿Respetarlas, dialogar?... No parece: como ideal, un sol poble apunta a una homogeneidad imaginaria en la que, de todas las identidades posibles (género, clase social, origen étnico…), solo hay una, la catalana, dotada de significado y de derechos. Continuidad. Es muy marcada en el soberanismo la idea de una continuidad histórica. Hay quien dice votar “por los muertos” de 1936-1939 o 1714; otros aseguran hacerlo por sus nietos, a los que llevan a la Diada envueltos en banderas… En realidad, ni los derrotados de 1714 ni la mayoría de los republicanos luchaban por la independencia de Cataluña, y en cuanto a las niñas y niños, ignoramos su voluntad política futura. Pero es tan tranquilizadora esa idea de una comunidad milenaria, impermeable a los avatares históricos, unida en el amor (la independencia, oí decir en una tertulia, “es como formar una nueva familia con gente que se quiere”), sin conflictos generacionales (ni de ningún tipo), respaldada por un presunto mandato de la Historia y con el plus de emotividad (tan fácil de confundir con legitimidad) que aportan “héroes” y “mártires”…, que no es extraño que despierte entusiasmo. Superioridad. Cataluña “ha amado a pesar de no ser amada”, recibiendo a cambio “menosprecio”; pero es tan bondadosa que el despreciador “nos va a encontrar siempre con la mano tendida, ajenos a todo reproche”. Parece una fotonovela, pero es un artículo del president (A los españoles, EL PAÍS, 6-9-15). La visión de Cataluña como un pueblo superior y por eso mismo perseguido con saña ha calado a fondo estos últimos tiempos. Aparece en el artículo de Mas, que califica la sociedad catalana de “racional, productiva, libre, justa” (a diferencia, hay que sobreentender, del resto de España), o en la declaración de soberanía del Parlament, donde leemos que ya en el siglo XIII Cataluña defendía “la igualdad de oportunidades” (un portento: socialdemocracia en pleno feudalismo), y la remachan día a día innumerables columnistas con un mensaje simple y eficaz: nosotros somos dignos, valientes, pacíficos, demócratas, “estamos dando una lección al mundo”…; ellos (España, toda en el mismo saco) son autoritarios, cínicos, ladrones: “nos roban”, “nos maltratan”, “nos humillan”, “no nos quieren”, “solo quieren nuestro dinero”... Se divulga una versión de la Historia según la cual los catalanes nunca participaron, salvo como víctimas, en nada reprobable: guerras, franquismo, discriminación, explotación económica del prójimo…; no hubo ni hay otra cosa que “España contra Cataluña”. El nuevo independentismo no teme a nada, y menos que nada a la cursilería Ilusión. Desde el principio, este nuevo independentismo surgido en los últimos años se ha presentado como “de buen rollo”, “pacífico, festivo” y lleno de “ilusión”, despachando cualquier crítica como “campaña del miedo”. Ahora, esos soberanistas que como hemos visto no temen a nada, y menos que nada a la cursilería, hablan de “la revolución de las sonrisas”. Con una sonrisa, desobedecen las leyes que juraron cumplir y hacer cumplir; con una sonrisa, celebran su propia “victoria incontestable” en lo que según ellos era un plebiscito y en el que sus candidaturas sumaron menos del 48% de los votos; con una sonrisa, tildan al que tiene cualquier otro proyecto político de “mal catalán” y “traidor a la patria”; con una sonrisa acosan al disidente, le insultan, le amenazan. El problema para quienes, desde la izquierda, nos oponemos a la secesión de Cataluña (porque pensamos que crea más problemas de los que resolvería y que es una cortina de humo para que sigan mandando, sin siquiera rendir cuentas, los de siempre), es que operamos solo con la razón, en un terreno de juego donde lo que cuenta y se maneja son mitos y emociones. Y como amargamente nos enseña la historia, la batalla de las emociones la gana fácilmente el patrioterismo. (Laura Freixas, 22/10/2015)


Confederación:
El profesor Solozábal ha efectuado, en reciente artículo, “dos reflexiones de fondo” tras las elecciones catalanas: “El independentismo, en primer lugar, debe admitir que le falta suficiente apoyo popular para, en estos momentos, llevar a cabo la secesión. (…) Pero, en segundo lugar, la gravedad del momento político catalán interpela también al resto de los españoles”. Comparto ambas ideas. Y, amparándome en la segunda, me atrevo a interpelar a mis compatriotas españoles no catalanes para que asuman la gravedad del problema y se apresten a afrontarlo con talento, generosidad y coraje. Las notas que siguen resumen mi posición desde hace diez años. El presupuesto del problema. Es la subsistencia de Cataluña como nación. Cataluña es hoy, para la mayoría de catalanes, una comunidad humana con conciencia clara de poseer una personalidad histórica diferenciada y voluntad firme de proyectar esta personalidad hacia el futuro mediante su autogobierno (autogestión de los propios intereses y autocontrol de los propios recursos). La preservación de esta conciencia colectiva no es obra de políticos, literatos, historiadores o juristas, sino el resultado de una firme voluntad colectiva que emana de una realidad social evidente. Los hechos son tozudos. ¿Pudo haber sido de otra manera? Sí, pudo; pero no fue. Antonio Tovar escribió en 1959 (En la muerte de Carles Riba): “La escuela nacional, la conscripción, la eficiencia de la administración pública, unifican en Francia la lengua (…). Es la ineficiencia de la administración hispana en el pasado siglo, con la innata resistencia de los españoles a lo que viene mandado e impuesto, lo que ha asegurado a la lengua catalana un destino distinto”, sin olvidar “la formidable voluntad del pueblo catalán”. Hay que añadir a esto que el Estado español unitario y centralista no llegó a cuajar plenamente: nunca ha habido en España —por poner dos ejemplos— ni unidad de caja, ni unidad de Derecho civil. La raíz del problema. A comienzos del siglo XX, España tenía cuatro problemas: el religioso, el militar, el agrario y el catalán. Los tres primeros se han desvanecido; queda el catalán, que no es tal, sino el problema español de la estructura territorial del Estado, es decir el problema del reparto del poder. La cuestión es si éste ha de quedar concentrado en el vértice de la pirámide, que es la capital del Estado, o ha de distribuirse en red por todo el territorio. Si el poder permanece concentrado en Madrid, continuará en manos de un Estado oligárquico, que seguirá siendo el de las familias acampadas sobre el país —como lo definía Azaña—, el gerente de una sociedad de socorros mutuos —que decía Ortega—, o la finca privada —que veía Araquistain—. Esta oligarquía es el obstáculo fundamental para la redistribución del poder que todo proceso federal comporta. La solución propuesta. Toda solución ha de ser fruto de una transacción. Cataluña debería renunciar a la independencia y a una relación bilateral (de tú a tú) con España. Y España debería ceder en cuatro puntos: 1. Reconocimiento de Cataluña como nación. 2. Fijación de un límite a la aportación catalana al fondo de solidaridad, aplicable a todas las comunidades autónomas. 3. Atribución a la Generalitat de competencias exclusivas en lengua, enseñanza y cultura. 4. Admisión de una consulta a los catalanes sobre su aceptación o rechazo del plan propuesto. Además, debería acometerse una reforma constitucional en sentido federal que, entre otros objetivos, al convertir el Senado en una cámara territorial, impidiese las relaciones bilaterales. Es difícil pero no imposible que esta “tercera vía” sea viable. Los obstáculos son profundos. 1. El debate España-Cataluña ha sido tramposo por ambas partes. Buena parte de los españoles no asume que el Estado autonómico sea el embrión de un Estado federal, pero en buena parte de los nacionalistas catalanes ha latido siempre una soterrada aspiración a la independencia. 2. No hay federalistas ni en España ni en Cataluña. Se denuncia en Cataluña la falta de federalistas españoles, pero tampoco los hay en Cataluña, ya que lo que pretende la mayoría de los federalistas catalanes es una relación confederal Cataluña-España. 3. Muchos españoles no aceptan que Cataluña sea una nación, y, a la recíproca, muchos catalanes niegan a España como nación, reduciéndola a la condición jurídica de Estado. Pero, pese a estos impedimentos, la interpelación a todos los españoles sigue en pie, más allá de la clase dirigente. Porque la alternativa sólo es, primero, impotencia y barullo, y, después, un conflicto abierto. (Juan-José López Burniol, 23/10/2015)


La plaga nacionalista:
Mi patria son los libros y hago de sus autores mis amigos personales. Escribo en castellano y, alguna vez, también en catalán. En los noventa fui una de los firmantes del Manifiesto Foro Babel, movimiento de intelectuales y artistas contrarios a la política nacionalista en Cataluña y en defensa activa de los derechos lingüísticos de sus ciudadanos. Desde entonces, los signatarios catalanes del Manifiesto Babel hemos sido marcados por el régimen nacionalista con la cruz de traidores a la patria y las consecuencias que esta calificación implica. Foro Babel, grupo notable de personas libres, demócratas y con afinidades políticas diversas, ha sido antecedente del Manifiesto que dio origen al partido Ciudadanos. Cuando me preguntan ¿qué pasa en Cataluña?, suelo responder: fuimos atacados por sorpresa por la plaga nacionalista. Jordi Pujol la preparó a conciencia con varios pactos contra natura entre Gobierno central y Generalitat, tripartito incluido, hasta traspasarla a su hijo adoptivo, Artur Mas, que ha hecho explosionar la plaga con el fin de proteger sus intereses personales, los de su partido y los de la casta de colaboradores del régimen. Unidos todos con un pacto de mudez a la siciliana y un presidente, Mas, ahora en la cuerda floja, cuyo triunfo ha consistido en dividir el país en dos. Su mandato ha consistido en recortar derechos sociales y servicios públicos, promover la xenofobia, gastar las arcas en alzamiento nacional y en una pasividad gestora del país a todos los niveles salvo en destinar una cruzada millonaria en adoctrinamiento separatista dejando la política catalana en estado catatónico. Los contrarios al separatismo, el sentimiento de abandono, choque de trenes, y asfixia social lo hemos sentido por las dos partes. Cataluña nos aplasta y España nos abandona. Del lado español, por la desidia y distanciamiento desde que se inició la plaga, y del catalán, por la desvergüenza y manipulación con la que han envenenado la vida de todos los ciudadanos. Una mayoría de catalanes nunca creímos esta patraña. El “no” a la independencia ha sido ganador en estas elecciones pese al silencio ciudadano ante el temor a posibles represalias. Los votantes contra la independencia conocen todo y más sobre los tejemanejes y comisiones del Gobierno pujolista, pero prefieren hablar poco. El nacionalismo actúa provocando el miedo. Ha llegado el momento de expresarnos libremente, dar nuestra opinión en catalán o castellano, sin recelo, y que este “no” al separatismo sea tenido en cuenta en cualquier acción solidaria del Estado español. ¿Se acuerdan de Serrat cantando en dos idiomas? Somos un país bilingüe. Cultura y lengua son la piedra de toque de todo nacionalismo que busca construir un país a su medida. También el catalán ha jugado y ganado a empobrecer la nuestra. La plaga patriótica nunca ha soportado que la Barcelona de la Transición haya sido capital de cultura europea y lugar de encuentro de las artes universales. Y se ha dedicado a eliminar esta condición histórica para colocar en su lugar una seudocultura fanática y obediente a sus intereses separatistas con libros, exposiciones, museos, congresos, etcétera, fabricados de acuerdo al credo patriótico instaurado. Los principales medios de comunicación catalanes han sido comprados y dirigidos a difundir información engañosa del Gobierno independentista. Un caso flagrante se refiere a los archivos personales más importantes de la literatura española y latinoamericana del siglo XX que la agente literaria Carmen Balcells ofreció a la Generalitat y fueron desestimados. Ahora: escritores como Neruda, Rulfo, García Márquez, pasando por Laforet, Cela o Gil de Biedma y tantos otros de igual relevancia descansan en el Ministerio de Cultura español. A manera de otros regímenes autoritarios, los nacionalistas de aquí han creado un enemigo común llamado España. Un país, como la Cataluña de hoy, en el que una mayoría de ciudadanos se siente coaccionada a callar públicamente lo que piensa, no es un país libre. Un país en el que el virus nacionalista propagado por el Gobierno actual y cómplices ha logrado en cuatro años cuadriplicar su sarampión explosivo, es un país robado. Un país que recurre al incumplimiento de la ley para tapar la corrupción de dirigentes y beneficiarios, no es un país democrático. Al margen de la actuación tan necesaria de jueces y políticos sujetos al principio de legalidad, los perjudicados, que somos todos, reclamamos devuelvan la Cataluña que nos han arrebatado. (Nuria Amat, 07/11/2015)


Legalidad:
En caso de que Junts pel Sí tuviera razón, la legalidad real de Cataluña ya sería la ignota del futuro. No la española, ni la del Estatut, que forma parte de ella, sino la que vendrá. Esa no la conoce nadie. Por tanto, en estos momentos, Cataluña carecería de ley. Solo tendría voluntad política. Cada paso que diera el Parlament sería una creatio ex nihilo. Eso significaría que los ciudadanos de Cataluña carecerían desde ahora de derechos ciertos. Todo dependería del fiat, del hágase. Ante esta situación, no basta defender la legalidad. Es preciso denunciar la ilegitimidad de poner a un pueblo entero ante esa situación. Si Junts pel Sí tuviera razón, el escenario de Cataluña podría ser este: una parte de la población obedecería los mandatos del Parlament, mientras otra obedecería al Estado. Pero si esto sucediese, ¿quién dirimiría? ¿Quién tendría entonces el “monopolio de la violencia legítima”? ¿O sería Cataluña un territorio con dos Estados? ¿Dejaría Cataluña que unos ciudadanos ingresasen sus impuestos a la delegación estatal de Hacienda y otros a la propia de la Generalitat? ¿Y cómo impediría una cosa e impondría la otra? Los hombres de Junts pel Sí denuncian a España como un Estado sin calidad democrática. Pero debemos preguntarnos qué calidad democrática se puede seguir de un escenario como el que ellos han dibujado. Y ahí se abre la cuestión de si los pasos que están dando son legítimos. Esto es importante porque Junts pel Sí reclama tener de su parte la legitimidad. La legalidad la dejan para España. Sus proclamas son ilegales, pero legítimas. Las apelaciones al Tribunal Constitucional (TC) serían legales, pero ilegítimas. Sus argumentos son erróneos. No solo porque en la concepción política de Occidente la legitimidad califica exclusivamente a ordenamientos legales, sino también porque su posición política no es legítima. Primero, Junts pel Sí presenta su caso como si fuera desobediencia civil. Un desobediente civil mejora la calidad democrática de un país porque lucha por lo justo. Identifica algo injusto, arrostra la pena legal debida y espera que, con su ejemplo, la opinión pública apoye sus puntos de vista para cambiar la ley de forma legal. El argumento no funciona en el caso catalán. Junts pel Sí olvida que la desobediencia civil aspira a cambiar una ley concreta injusta y a producir un nuevo derecho concreto. Si triunfa, amplía los derechos de los singulares respecto de un código en vigor. Cambiar unilateralmente un Estatuto completo es otra cosa: deroga derechos generales y crea vacío jurídico. Cambiar unilateralmente un Estatuto deroga derechos generales y crea un vacío jurídico Forcadell mantiene que su pronunciamiento es legítimo porque lo exige su electorado. El equívoco ahora concierne a la cuestión de la democracia. Pero si se analiza bien, vemos que la actuación de Junts pel Sí no es democrática en el sentido normativo de esta palabra. Lo es en el sentido de Carl Schmitt: populista, plebiscitario y homogeneizador. Pero la legitimidad es la condición que tienen las leyes democráticas justas. La declaración unilateral de independencia no puede ser legítima porque no viene avalada por una lógica democrática profunda. En efecto, que una mayoría de ciudadanos exija algo, no confiere a su exigencia un marchamo de legitimidad per se. Y esto por tres razones: primera, porque la mayoría puede exigir que se desprotejan los derechos de la minoría, protección que es la clave de la democracia en sentido normativo. Eso se consumará si los parlamentarios del Junts pel Sí ejecutan la independencia. En efecto, ¿concederá el Parlament a la minoría actual la protección íntegra de sus derechos? No puede hacerlo sin reconocer la Constitución española. Además, la declaración unilateral implicará eo ipso la suspensión de derechos de la totalidad de la población catalana. Nadie sabrá cuál es el futuro de su derecho efectivo a cobrar pensiones, a financiar la educación, la sanidad o las infraestructuras, a protegerse del yihadismo o del crimen. Nadie sabrá si el futuro pasaporte catalán será reconocido para viajar con él. Nadie en suma tendrá un derecho cierto, salvo que volvamos a la caótica suposición de que Cataluña sea un territorio con dos Estados. Pero hay un argumento más. La declaración unilateral de independencia no es legítima ni democrática porque no respetará la justicia política. Para que una medida legal sea justa desde el punto de vista político, ha de mantener intacta la probabilidad de la victoria electoral de la oposición. Si se usa la prima de poder para impedir que la oposición gobierne algún día, entonces una norma es políticamente injusta e ilegítima, aunque sea legal. Y ello porque condena de forma irreversible a una oposición en minoría a ser una eterna sometida (en este sentido específico nadie puede decir que el actual Estatut sea injusto). Ahora bien, si Junts pel Sí dijese que la actual oposición, según su normativa futura, podrá acceder al poder de la Generalitat, entonces estaría diciendo que no va a fundar un Estado. Pues si un día ganase la oposición, hoy minoritaria (y debería poder hacerlo), entonces Cataluña se reintegraría en España (igual que ahora saldría de ella). Así, el formar o no parte del Estado se haría depender de una votación parlamentaria simple, algo que contradice la noción misma de Estado. La situación es engañosa y sin salida: ni siquiera desde el catalanismo se pueden reclamar apoyos En resumen, cuando se dice que la mayoría del Parlament impone un acto legítimo, se está afirmando que la legitimidad es un adjetivo de la voluntad política, no de la legalidad. Al no reposar en legalidad previa alguna, sería un acto místico. Ahora bien, esta voluntad mística no demuestra ser legítima, porque anula derechos generales y no crea ninguno cierto, desprotege a la minoría y compromete la justicia política. No hay aquí choque de legalidad frente a legitimidad. Hoy por hoy, la posición de Junts pel Sí no es legítima. Y eso significa que la situación es sintomática, engañosa y sin salida. Los catalanes no tienen por qué encaminarse a una escalada de tensión que espera de España una medida de autoridad para neutralizar la construcción autoritaria del Estado catalán. Eso se parece mucho a un nihilismo desalentador que no sirve a nadie, ni a Cataluña ni a España. Junts pel Sí puede defender sus aspiraciones con toda radicalidad, incluida la independencia. Pero debe hacerlo desde una lógica más seria del juego de legalidad y legitimidad, de la democracia y de la política y, sobre todo, de la justicia. Pueden creer que los conceptos claros son propios de una voluntad débil. Pero deben saber que los observadores imparciales de fuera y los demócratas españoles no tenemos otra herramienta de juicio. Y con esos conceptos fundamentales de Occidente en la mano, los de legalidad, legitimidad, democracia y justicia, Junts pel Sí se encamina a una situación en la que no puede reclamar el apoyo franco de nadie, aunque simpatice con la causa histórica de Cataluña. (José Luis Villacañas, 27/11/2015)


Autodeterminación:
Las elecciones de septiembre en Cataluña dieron lugar al insólito apareamiento de una derecha local cleptómana, los independentistas de siempre y una extrema izquierda de sesgo neolibertario y follonera. Esa coyunda sólo podía producir colapso político y e inestabilidad contaminante. Ahora toca cortejar a Podemos que tras un engañoso éxito en los comicios generales del 20 de diciembre es rehén de aquellos a quienes deben parte de su botín electoral. Sus acreedores les exigen defender un referéndum vinculante de secesión en Cataluña como condición indeclinable de cualquier pacto para la gobernabilidad de España. Ésta ha estado con frecuencia condicionada por la cuestión catalana pero no hasta el punto de poner en peligro la supervivencia del Estado democrático. Hoy tras unas elecciones generales nada concluyentes, el PSOE resulta decisivo. Dicen que debe elegir entre arruinar a España o caer en la irrelevancia. Logrará ambas cosas si se alía con un Podemos nada fiable y sólo creíble en su determinación de suplantar al PSOE. Todo este disparate no hubiera sido posible sin el concurso de otras circunstancias. En primer lugar, una conciencia nacional escindida y vergonzante que los españoles arrastramos desde el final de la experiencia imperial. En segundo lugar, la política no sabe leer la nueva realidad desde que tras la Guerra Fría se desactivaron los idearios movilizadores del siglo XX. De estos solo quedan unos cuantos dogmas que una política ayuna de inteligencia agita y acompaña en cada bando con argumentarios acorde con el guión mediático imperante. De esta manera la política alivia su desconcierto. En concreto, la situación en Cataluña responde a una concienzuda labor de los misioneros del credo nacionalista y un formidable ejercicio de hegemonía que por su eficacia habría asombrado al mismo Gramsci. En su ejecutoria ha contado con la anuencia ruin de unos pocos poderosos, el apocamiento de bienpensantes puestos de perfil y la omisión irresponsable de los más. La hegemonía es antesala de una deriva totalitaria. Pues bien, sólo la mezcla de hegemonía y miseria político-mediática explica que un eufemismo simplón se convierta en bandera de conveniencia para independentistas irredentos y “progres” desorientados o interesados. De esta manera el más peliagudo problema de España no se sustenta en una buena razón sino en un gran embuste: el “derecho a decidir” como quintaesencia de la democracia. Una afirmación tan genérica y equivoca pretende alterar el sentido y alcance del derecho de participación política. A partir de ella cualquier colectivo puede invocarla para decidir lo que le venga en gana, aduciendo que toda expresión de autogobierno es valiosa para engendrar legitimidad. Como si ésta no dependiese de la calidad moral de lo que se decida y cómo; como si el alcance y ámbito de nuestra capacidad de autogobierno no estuviese delimitada por los otros derechos y el derecho de los otros. Sin duda, el de participación política es básico e insustituible pero está circunscrito por un núcleo de razones sustantivas que se resumen en el repertorio de los Derechos Humanos y unos procedimientos que se sustancian en el buen funcionamiento del Estado de derecho. Sin ese horizonte moral y asiento institucional ninguna comunidad política deviene comunidad de justicia. Contra este fundamento arremete el proceso independentista, al tiempo que mina algunas de las condiciones que hacen viable la democracia. Como ha demostrado una práctica secular y la teoría sobre la democracia, ésta no fue ideada para hacer o deshacer Estados sino para dotarlos de instituciones moralmente valiosas y gobernarlos de manera justa. En tanto que procedimiento opera sobre comunidades políticas constituidas como condición previa de su funcionamiento. En suma, participantes y territorio deben ser tenidos por un hecho cierto para que la democracia entre en acción; por eso, la integridad del ámbito territorial se convierte en una de las circunstancias necesarias de aquella. Tampoco el derecho moral a participar en las decisiones de la comunidad política faculta a una porción de sus miembros a erigirse en sujeto soberano de decisión, a determinar por su cuenta quienes son los participantes en los procesos de decisión colectiva o alterar las prerrogativas y obligaciones que la condición de ciudadano confiere al conjunto de los miembros de la comunidad política estatal. Y aunque no les corresponda en derecho ni en justicia arrogarse esa capacidad dispositiva, a veces una parte territorialmente circunscrita de los ciudadanos aprovechan coyunturas críticas para modificar los mecanismos de decisión en la idea de que las consecuencias del cambio les beneficiarán. Crean reglas de facto decididas en su campo y suplantan reglas generales que afectan a un universo de participantes más extenso. Tratan así de configurar un demos a medida, moldeado a conveniencia para convertir sus aspiraciones particulares en derechos y obligaciones universales. En sociedades azotadas por una gran crisis social y económica un supuesto derecho de secesión puede convertirse en una potente recurso de chantaje frente al Estado de grupos territorialmente circunscritos y mejor situados que perjudica a los malparados en el conjunto de la comunidad. He aquí un caso claro de uso fraudulento de la participación política, que excluye en vez de incluir, divide y resta, atenta a la igualdad de trato; en suma, merma el alcance de las libertades y derechos fundamentales de los que son titulares el conjunto de ciudadanos del Estado; y afecta a su distribución . Los independentistas y compañeros de viaje han montando un gran follón en nombre de la democracia para que los intereses de los menos decidan sobre los de los más. Invocan la igualdad y fabrican desigualdad en tanto los réditos de unos se obtienen al precio de empeorar las condiciones de los peor situados, de los que disponen de menos capacidad de presión para hacer valer sus demandas. Para una mayoría de ciudadanos el mantra del derecho a decidir se proyecta como privilegio y afrenta excluyente; en fin, marcha en sentido inverso a la democracia y su criterio de justicia. Y aunque lo mistifiquen, les mueve el motivo de siempre: sentirse diferentes para arrogarse el derecho a crear un ámbito privativo de decisión política dando a entender a los paisanos que “haciendo rancho aparte, cabremos a más”. En esto consiste la almendra política del asunto. No busquen otra. Tampoco hay choque de trenes sino un asalto a la democracia, víctima en este ocasión de una estrategia oportunista e irresponsable, improcedente legalmente y profundamente inmoral. Por favor, ténganlo en cuenta a la hora de pactar. Nos jugamos demasiado. (Ramón Vargas-Machuca Ortega, 2015)


Intervención militar:
Vamos a hacernos en voz alta la pregunta que todos tenemos en mente sobre la independencia de Cataluña. ¿Qué puede hacer el Gobierno de España? ¿Hasta dónde puede llegar en defensa de la unidad del Estado? ¿Una intervención militar para frenar el proceso de independencia de Cataluña? Muchos constitucionalistas, en voz baja, contemplan esto último como improbable en pleno siglo XXI y en el actual contexto internacional. Una intervención como las que nos imaginamos, con carros blindados, tanques y soldados armados hasta los dientes no parece razonable. Pero está ahí. ¿En qué quedará todo? ¿Hay alternativas efectivas a la acción armada? ¿QUÉ ES EL ARTÍCULO 155 Y QUÉ SUPONE PARA ESPAÑA Y CATALUÑA? La Constitución establece que si una comunidad autónoma no cumple "las obligaciones" que impone la propia Carta Magna u otras leyes, o bien, si actúa "de forma que atente gravemente al interés general de España", el Gobierno podrá adoptar "las medidas necesarias" para obligarla "al cumplimiento forzoso" de las leyes o "para la protección" del "interés general". ¿Hasta dónde puede intervenir? Tras un proceso de deliberación y votación en el Senado, el Ejecutivo puede intervenir en las competencias y atribuciones de una comunidad. Y podría implicar la suspensión de la autonomía. Según los expertos, se trata de una medida peliaguda de "carácter excepcional" sólo prevista para situaciones "extremas". Y no hay problema con que la Cortes estén disueltas: La diputación permanente puede comenzar el proceso. Por este mecanismo constitucional, el Ejecutivo debe remitir a la Mesa del Senado un escrito razonado explicando el alcance de las medidas que desea poner en marcha contra la desobediencia manifiesta del ejecutivo autonómico. ¿Y después? La Comisión General de las Comunidades Autónomas del Senado solicitaría al presidente catalán las alegaciones que considere oportunas y que designe a un representante para su defensa. Dicha Comisión emitirá un dictamen razonado sobre si procede o no aprobar la solicitud del Gobierno central. El Pleno del Senado debatirá y votará la propuesta y es necesario para la aprobación el voto de la mayoría absoluta de los senadores. Y hoy por hoy, esa mayoría absoluta está en poder del Partido Popular. INTERVENCIÓN ARMADA Pero hay más. Todo el mundo tiene en mente el escenario de una intervención militar en Cataluña contra el proceso de independencia. Aunque parezca el resultado de un mal guión de Hollywood. La Constitución lo contempla como atribución del Ejecutivo bajo aprobación de las Cortes, si la desobediencia al ordenamiento jurídico persiste, en este caso, desde la Generalitat. En el artículo 8, la Carta Magna otorga a las Fuerzas Armadas la "misión de garantizar la soberanía e independencia de España, y defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional". Y el artículo 116 habla de los mecanismos para declarar los estados de alarma, de excepción y de sitio, que se regulan por una ley orgánica. Además, están las leyes orgánicas de la 'defensa nacional' y de los derechos y deberes de los miembros de las fuerzas armadas que también apelan a la misión constitucional del ejército. De este modo, por tanto, la legislación española prevé perfectamente una intervención armada del ejército en caso de peligro de la 'integridad territorial'. Resulta descabellado e infantil pensar a estas alturas que el Estado Mayor de la Defensa no ha preparado ningún plan de intervención para un caso de secesión 'interior'. La independencia de Cataluña es una amenaza frontal a la soberanía y a la integridad territorial de España y, en consecuencia, el ejército tiene ya, seguro, una previsión operativa. El juez Santiago Vidal, suspendido durante tres años de su cargo por el Consejo General del Poder Judicial por redactar un esbozo de una hipotética Constitución Catalana, y que fue candidato de Junts pel Sí ha declarado en algunas ocasiones que en su opinión, "desde un punto de vista político y social es impensable que saquen al Ejército". Gerardo Pisarello, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona y actual teniente alcalde del Ayuntamiento de la Ciudad Condal, siempre explica en sus clases que una constitución se debe interpretar como una "foto fija" del momento en que se escribió. Y destaca el papel del Ejército, aún franquista, en la redacción de determinados artículos del texto español. "Hubo al menos tres elementos de la Constitución del 78 que quedaron fuera de toda discusión. Uno de ellos, la explícita atribución al Ejército de la tutela de la 'integridad territorial' y del propio 'orden constitucional' (artículo 8)", explica Pisarello en el documento '34 años de la Constitución española', publicado en Sin Permiso. Por tanto, parece que el ordenamiento ofrece cobertura a la acción militar. Su compañero en la Universidad de Barcelona y también catedrático de Derecho Constitucional, Xavier Arbós, prefiere no entrar en el hecho de que la Constitución es hija de un momento y unas circunstancias concretas y pasadas, porque "eso ocurre con todos los textos constitucionales, desde el más antiguo, el estadounidense. Y en cualquier caso, han de cumplirse mientras no se reformen. Yo estoy a favor de hacerlo cada cierto tiempo que no ha de ser corto". EL ESCENARIO INDESEABLE DE UNA INTERVENCIÓN Merece la pena recordar que en septiembre pasado, el ministro de Defensa, Pedro Morenés, afirmó que "si todo el mundo cumple con su deber no hará falta que las Fuerzas Armadas tengan ningún papel". Y una intervención del Ejército supondría, como ya se ha explicado, la declaración de un estado de emergencia -de excepción o de sitio-, contemplado en la Constitución. ¿Qué es el estado de excepción? Implica la suspensión de determinados derechos individuales, de una forma proporcionada a la gravedad de la situación. Esos derechos abarcan desde el derecho a la libertad y seguridad personales, el derecho a la inviolabilidad del domicilio; el secreto de las comunicaciones; el de libertad de circulación y residencia. Y el estado de sitio es ya una situación real de guerra, reservado para casos de insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el ordenamiento constitucional "que no puedan resolverse con otros medios". Según establece la Ley 4/1981 puede ser proclamado por mayoría absoluta del Congreso, a propuesta exclusiva del Gobierno. La cámara baja tiene que determinar en la declaración su ámbito territorial, duración y condiciones. Y sí, por supuesto, ambos estados de emergencia implican la presencia visible de tropas del Ejército, que transmitiría la imagen internacional de una verdadera ocupación militar. El ejército tiene una serie de cuarteles y unidades repartidas por Cataluña. Pero una intervención no militar podría consistir en identificar posiciones estratégicas -telecomunicaciones, energía, infraestructuras de transporte, fronteras, redes de información y sistemas de datos de servicios básicos- y garantizar el control total desplegando selectivamente unidades adecuadas a cada caso y que podrían ser los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado -Guardia Civil y Cuerpo Nacional de Policía-. En este escenario quedaría la duda de qué papel jugarían los Mossos d'Esquadra y si sería necesaria desde ya una mayor presencia de los cuerpos anteriores. En opinión del constitucionalista Xavier Arbós, "el estado de sitio o de excepción que prevé la Constitución no es deseable, ni podemos contemplarlo como posible. Sería contraproducente incluso para aquellos catalanes que estamos en contra de la declaración de independencia unilateral. Pero los mecanismos legales de coerción institucional están definidos, son precisos y se pueden y deben poner en marcha antes de llegar al umbral máximo de tensión. Y podrían resolver el problema. Por ejemplo, aplicando el artículo 155, el Gobierno central puede intervenir en la comunidad autónoma y colocaría a determinadas personas bajo la exigencia de subordinación al Gobierno de España. Si incumplen, estarían cometiendo un delito de desobediencia y podrían ser detenidos". ¿QUÉ HARÍAN LA OTAN Y LA UE EN ESA SITUACIÓN? Algunos expertos ya señalaron en el pasado que una acción del ejército para un caso como el que analizamos es contraria al derecho de la UE. Europa no permanecería en silencio. Aunque eso no significa cerrar los ojos a la ruptura de un Estado miembro. Resulta clarificado recordar la contundencia con la que reaccionó el Parlamento Europeo contra unas declaraciones del eurodiputado Alejo Vidal-Cuadras que pidió la represión "por la fuerza" del independentismo catalán. Aun así, la UE ha dejado claro de manera institucional, clara y rotundamente, que una declaración unilateral de independencia situaría a Cataluña fuera del club europeo. Pero no es el único ingrediente. Hay alguno más. Y contradictorio. En opinión de Santiago Vidal, el juez suspendido, "el Tratado de Maastrich obliga a los gobiernos que quieran utilizar sus Fuerzas Armadas contra sus propios ciudadanos a pedir permiso a la Unión Europea. No se podría decidir desde Madrid", opina Vidal. Xavier Pons, catedrático de Derecho Internacional Público de la Universidad de Barcelona, asegura en un artículo de fondo en la Revista Electrónica de Estudios Internacionales que el Derecho Internacional, en relación con la integridad territorial de los Estados, sólo acepta una reclamación secesionista "en el supuesto de que el Estado contra el que se reivindicase la secesión como ejercicio de la libre determinación no estuviese dotado de un gobierno democrático y representativo". Y no parece el caso de España. Para el profesor Arbós, hay que valorar que hoy en día, la independencia catalana tiene pocos 'amigos' fuera. "Ahora mismo, España está en el Consejo de Seguridad de la ONU y no existe un solo país que esté interesado en apoyar la decoración unilateral de intendencia de Cataluña. Aquí no hay petróleo, no es ningún 'punto caliente', ni tiene interés geoestratégico. Y tampoco hay una base cercana de Rusia o EE.UU, por ejemplo. Además, es un mal ejemplo para no pocos países que mantienen tensiones territoriales como Reino Unido con Escocia, por ejemplo. Es un hecho que los secesionistas catalanes no tienen fuera ningún 'primo de Zumosol'". Y sobre la OTAN, cuya función es prevenir agresiones a los miembros de la alianza, oficialmente, no tiene nada que decir sobre asuntos internos de los estados que forman parte. Pero la comunidad internacional se sentiría muy incómoda si las fuerzas armadas de un Estado miembro intervinieran una parte del territorio. No hay ninguna cláusula en la OTAN que prohíba la intervención militar de un Estado en 'asuntos domésticos', como ha quedado claro en el caso de Turquía y el Kurdistán. Pero hay que tener en cuenta que buena parte de las unidades operativas del ejército español dependen funcionalmente de la estructura de la OTAN. Sería más un problema político y de imagen internacional que 'militar'. (Jose J.Alonso, 13/01/2016)


Etnomanía:
Algunos dirigentes del proceso soberanista catalán han criticado acerbamente las declaraciones, bien razonables, del consejero de Cultura del Gobierno de Puigdemont, Santi Vila. En una entrevista concedida a la edición catalana de ‘El País’ el pasado 6 de octubre, Vila se sinceraba con una loable autonomía ideológica. Tras reconocer que ha llegado al separatismo “arrastrando los pies” y que el referéndum unilateral que propone el secesionismo es “una última y agónica expresión de dignidad”, Vila declara que la cultura catalana es también “españolísima” y que espera que siga siendo “mestiza, abierta y plural”. El consejero va más lejos y se muestra contrario a la prohibición de la fiesta taurina, que dice es “un tema identitario para los nacionalistas españoles y catalanes”, pero que él considera una “gran expresión mediterránea” que declinará sola. Y no elude tampoco tachar de “excéntrica” la iniciativa —propuesta por la CUP— de retirar la icónica estatua barcelonesa de Cristóbal Colón. Estas, entre otras, son las sensatas opiniones de un nacionalista que, como otros, reconoce estar una tesitura política —el independentismo— porque, en su criterio, no ha tenido otra alternativa. Vila ha recibido un alud de críticas y descalificaciones, aunque Puigdemont ha salido en su defensa, quizás porque sabe que tipos como su consejero de Cultura —lo fue de Territorio con Mas— son necesarios para no entrar, más aún, en una deriva hermética de ortodoxia radical que acabaría con el secesionismo en la casilla del peor reaccionarismo. Sin embargo, es muy sintomático que a una personalidad templada dentro de la destemplanza general del separatismo se le depare un trato crítico tan feroz como el que ha recibido Santi Vila. Un fenómeno que se debe al hecho de que un sector del soberanismo catalán se está deslizando hacia un territorio peligroso de dogmatismo y visceralidad que Fernando Savater definió como ‘etnomanía’. El filósofo donostiarra —escribió de este asunto en un ensayo breve datado en 2002— sabía de lo que hablaba. Para Savater, la ‘etnomanía’ consiste “en afirmar que la pertenencia debe primar sobre la participación política y determinarla, que son los elementos no elegidos y homogéneos los que han de sustentar la integración en la comunidad. Se trata de conceder la primacía a lo genealógico, lo lingüístico o las ideologías tradicionalistas sobre la igualdad constitucional de derechos: identidad étnica frente a igualdad ciudadana. O sea, el predominio de unas condiciones del pasado compartidas homogéneamente por unos cuantos sobre el pluralismo aunador del futuro en el que deben encontrarse y colaborar todos”. Podría parecer que estas palabras se refieren a los nacionalismos de raíz étnica y no al catalán, que no la ha manifestado como variable sustancial de sus tesis. Sin embargo, cuando se excita la singularidad del modo en que lo están haciendo algunos dirigentes del separatismo catalán, la aproximación a los planteamientos excluyentes es cada día más arriesgada y peligrosa. Y esa aproximación se está produciendo: se impugna ya la natural idiosincrasia bilingüe catalana y se deforma la historia para presentar una épica de resistencia y una ética de razones victimistas. Es una forma de ‘etnomanía’ que algunos autores clásicos del nacionalismo catalán mostraron a las claras. Sin ir más lejos, el propio Pujol en algunos escritos precoces que mejor es no reproducir en su literalidad. Personalidades como Santi Vila abundan en la cosmopolita Cataluña. Están calladas, retranqueadas, o salvan los muebles de su ‘status quo’ en la sociedad catalana no llevando la contraria a la excentricidad, al radicalismo y, en definitiva, a estas nuevas formas de ‘etnomanía’ que reivindican la ‘pureza’ —¡ay la pureza de los pueblos!— de un idioma, de una cultura, de unas costumbres, de una versión única del país y de su sociedad. De modo que hay que celebrar que Vila hable, no solo porque lo haga él representando lo que representa, sino porque animará a otros muchos a hacerlo después de tanta aparente unanimidad sobre el entendimiento del patriotismo. Vila dice que el referéndum que quiere celebrar el secesionismo es una “última y agónica expresión de dignidad” de una parte de los catalanes. Es una frase que conviene diseccionar en su significación literal y política. En ella encontraríamos alguna de las claves del problema. Quizá Vila —representando a muchos— está pidiendo que se abra una oportunidad alternativa para que él y otros no deambulen por el independentismo “arrastrando los pies”. (José Antonio Zarzalejos, 11/10/2016)


Izquierdas y proceso:
¿España es una nación inacabada y por ahora frustrada? No es una constatación teórica, más bien práctica, por lo menos visto desde las nacionalidades reconocidas por la Constitución. Lo que es estrambótico es el artículo 2 que afirma “la unidad indivisible de España”. Las clases populares fueron marginales en la nación excepto en períodos breves (las dos repúblicas). En la transición se inició un proceso más integrador especialmente en la década socialista de los años 80 e inicios de los 90. Los gobiernos PP y PSOE posteriores y la gestión de la crisis económica supusieron una enorme regresión social. Las clases trabajadoras se han fragmentado políticamente y con escaso entusiasmo. Pero el fenómeno desnacionalizador español más significativo ha sido el caso catalán, más incluso que el vasco. En Catalunya emergió una insurrección pacífica. La chispa fue la absurda y provocadora sentencia del Tribunal Constitucional (TC, 2010). La creencia, más o menos justificada, del maltrato económico y las medidas gubernamentales y judiciales contrarias a la autonomía catalana fueron el sustrato. La reacción de dignidad generalizada se orientó hacia el gobierno del PP principal responsable de la gestión de la crisis y de las políticas antisociales. Las derechas y el PSOE en vez de apagar el fuego catalán lo excitaron con prepotencia, menosprecio y amenazas. Por nacionalismo arcaico y para desviar la atención del resto de Espala. Las campañas políticas y mediáticas anticatalanas intentaron y en parte consiguieron excitar el peor españolismo rancio, sea del PP y FAES, de Ciudadanos o del PSOE de la vieja guardia y su portavoz de la señora Díaz, la sultana sevillana. Como dijo un personaje de la intelectualidad madrileña “asumimos que los catalanes no sois españoles pero tenéis que entender que Catalunya es de España”. Las clases trabajadoras y los partidos de izquierda histórica asumieron en los años 30 y a lo largo de las cuatro décadas de dictadura el carácter nacional de Catalunya y el derecho a la autodeterminación, tanto los socialistas y comunistas como las centrales sindicales (CCOO y UGT). El Estatuto fue un pacto entre Catalunya y el Estado español, previo incluso a la Constitución al reconocer a la Generalitat, formalizado constitucionalmente y pervertido de forma gradual y constante desde los inicios. El Tribunal Constitucional a instancias del gobierno del PP y la complicidad del PSOE dieron la puntilla definitiva al pacto. Y emergió un nacionalismo catalán que evolucionó de la no aceptación de la sentencia a la consulta y de ésta a la independencia. Fue una expresión de la indignación ciudadana. Unos partidos, arraigados en las clases medias se subieron a la ola, por vocación y quizás también por oportunismo. Las izquierdas históricas representativas de gran parte de las clases trabajadoras se quedaron a medio camino, ni con el TC reaccionario ni con el independentismo utópico. No pudieron o no quisieron insertarse con vocación dirigente en la movilización ciudadana. En Catalunya no nos engañemos, no hubo una manipulación política. Hubo una insurrección casi festiva, también muy irritada y expresiva, de gran parte de la ciudadanía. Encontraron ámbitos abiertos como Asamblea Nacional y Ommium Cultural. Sus brotes nacieron de la sentencia del TC y emergió con fuerza con más de un millón de personas en el 11 de septiembre de 2012. La explosión de indignación fue contra el gobierno del PP principalmente pero derivó contra el Estado centralista y autoritario. Y contra “España” o mejor dicho la imagen de una España que recordaba el franquismo. Pronto el grito de “independencia” surgió espontáneamente, no tanto como objetivo político sino como expresión de rabia y de esperanza, de un mundo mejor. En pocos meses los independentistas se multiplicaron por tres. En gran parte de las clases medias. Pero también sectores burgueses que no lo habían sido nunca, o no lo habían expresado. Y una gran parte de las clases trabajadoras incluso no catalanes ni de origen ni de lengua también participaron en esta movilización (no todos, bastantes, pero más reticentes a la independencia). La movilización ha sido probablemente la mayor movilización masiva y que dura ya más de cinco años, cada 11 de septiembre (2012-2016). En cada “diada” participaron entre un millón y millón y medio. Y en la consulta ilegal, el 9 N, aproximadamente dos millones. Fue la ocasión de que los partidos nacionalistas, de centro derecha (Convergencia, hoy PdCat) y centro de izquierda (ERC) se subieron a la ola y se propusieron tomar el timón. De hecho ha habido dos procesos paralelos, más o menos articulados, el de la movilización ciudadana en la calle y el proyecto político de los partidos. Los partidos citados hubieran podido plantear una estrategia política a medio plazo y buscar canales de conexión con las izquierdas catalanas no independentistas pero si favorables a una consulta y construir un pacto sobre las políticas a desarrollar y proponer un gobierno de concentración. A pesar de las dificultades para dialogar con los sectores gobernantes de España (poco o nada dispuestos) hay, o habrá, fuerzas políticas españolas y autonómicas como ya ha ocurrido con Podemos y hay indicios también en la nueva dirección del PSOE. Cualquier iniciativa política catalana para modificar la relación de Catalunya con el Estado español, como hacer un referéndum o modificar el marco constitucional requiere construir lazos con importantes sectores políticos del resto de España. La paradoja fue no hacer una estrategia política sino que se asumió la expresión emocional de las movilizaciones ciudadanas. Si no se puede ir por el camino amplio de la consulta se anuncia y se declara ir por un atajo a la independencia. Bien elaborado técnicamente pero poco viable políticamente a corto plazo por lo menos. Como es moda, los partidos nacionalistas se hicieron portavoces de los sectores más movilizados. El irresponsable gobierno del PP hace todo lo posible para estimular el sentimiento de humillación y la reacción de dignidad y de afirmación propia de los catalanes y hace independentistas a muchos que no lo eran. Se intenta excitar al resto de la sociedad española contra Catalunya y a la vez fracturar la sociedad catalana. El gobierno español actúa como banda de pirómanos con vocación de incendiar la pradera, o la meseta. Las izquierdas hubieran podido influir al proceso catalán algo menos emoción y más apoyos. Pero se quedaron fuera de juego. Los socialistas catalanes (PSC) que habían defendido la autodeterminación en el pasado, que inicialmente se mostraban muy mayoritariamente favorables a un referéndum o consulta y que eran el principal baluarte del PSOE (junto con Andalucía) hubieran podido influir decisivamente al nacionalismo catalán y al propio PSOE. Se sometieron a la vieja dirección del PSOE, que se identificó con el españolismo rancio al que mal llamaron “constitucionalismo”, junto con PP y Ciudadanos. EL PSC perdió votos y militantes y se quedó sin política catalana. Las izquierdas postcomunistas (herederos del PSUC) y las nuevas izquierdas, se agarraron a la consulta pero sin iniciativa política. Aún están pendientes de su futuro y ocupados en construir su nueva casa “En Común”.Mientras tanto sus bases se orientaron en direcciones opuestas sobre el tema catalán, unos muy en contra del independentismo, otros muy a favor, o están por la independencia pero no con los nacionalistas, o por la consulta unilateral, otros vale si es legal. Es decir, suma cero. Sus dirigentes se olvidaron que la política está hoy y desde hace buen rato en gran parte se dirime en la confrontación catalana con el gobierno del PP. Ahora, las izquierdas catalanas, sean “comunes” o socialistas no pueden hacer otra cosa que ir a remolque del nacionalismo catalán o aparecen como cómplices del bloque conservador españolista. O mantenerse en el limbo, que como en política es como el cielo, no existe. Creo que están a tiempo de iniciar un nuevo proceso después del 1 de octubre, centrado en el referéndum, unir al maximo de fuerzas contra el gobierno del PP y con un programa político y económico-social progresista que incluya las izquierdas y los nacionalismos periféricos. Las izquierdas ante nacionalismos y democracia Las izquierdas están incómodas con el nacionalismo. Pero existe y está muy presente. Es frecuente que se critica el nacionalismo en nombre de un nacionalismo superior. En otros casos en contra de un nacionalismo enemigo histórico o competidor en el presente o futuro. Hay nacionalismos que han supuesto un avance social y político. El caso moderno, fundacional y más complejo es la revolución francesa. Identifica “pueblo, nación, estado y república” y su legitimidad se derivan de los “derechos de los ciudadanos libres e iguales” (1789). No es el caso de España, sin pasado democrático o en breves momentos históricos que siempre acababan mal. Es cierto que en las últimas décadas existe un marco político-jurídico similar al europeo producido por la transición y a un importante avance de las políticas sociales. Pero la crisis de de inicios del siglo XXI hizo ver a las clases populares su precariedad social, los privilegios y la corrupción de los poderes económicos y políticos y su escasa influencia en el Estado. En el sustrato de las clases trabajadoras existe en España una base republicana. Hay un mundo popular que vive escasamente socializado en la nación. En gran parte de España las clases populares pueden mantener lazos caciquiles y clientelares, manipulación patriotera o simplemente sometidos por el miedo y la represión. Pero plenamente ciudadanos muy poco. Sin embargo en el caso catalán se conjugaron los sectores medios y en parte populares con fuerte identidad propia. Se añadió además de la crisis política y económica de la última década y la población de origen del resto de España acentuó su indignación ante las políticas del gobierno PP. Éste ha intentado contrarrestar este rechazo fomentando la amenaza de la exclusión si se impusiera el independentismo. Los “otros catalanes” como dijo Candel también se consideran más o menos españoles y se generan fisuras en las clases populares. Unos se aproximan al movimiento catalán, incluso el independentismo, con vocación integradora. Otra parte teme el independentismo por temor a una exclusión política y cultural. El nacionalismo españolista centralista difunde la imagen conservadora del nacionalismo catalán. Pero la gran mayoría de las clases populares catalanas aceptan la consulta y rechazan la política de la derecha española. Y bastantes aceptan incluso la legitimidad de la independencia. Como dijo un sobrevenido al independentismo, el periodista Antonio Baños “es lógico que los catalanes quieran marcharse de España, lo que no es lógico que el resto de españoles no quiera”. Pero hay que reconocer que en el resto de España es difícil aceptar el independentismo catalán comparable con el que hay en el resto. Incluso donde hay nacionalismo activo, como Galicia es minoritario. E incluso el nacionalismo potente como el vasco se conlleva bastante bien con el concierto económico y rechaza “aventuras”. Independentismo solo lo hay en Catalunya. Más del 40% de la población así lo expresa directamente y un 30% quiere la consulta o referendum y una parte se inclina hoy hacia el independentismo. Esta mayoría, heterogénea, con intereses contradictorios, multiclasista y movilizadora está liderada hoy políticamente por el centro derecha y el centro izquierda y sin contenido, o muy difuso, social. A pesar del protagonismo o la influencia política en el proceso de ERC y CUP. También de la presencia de numerosos votantes o militantes de organizaciones históricas o recientes en el proceso. Las izquierdas, herederas del socialismo y del comunismo o de loso indignados y de la “nueva política”, se han encontrado en fuera de juego del escenario catalán. Por el temor a la división de las clases populares, por la hegemonía nacionalista conservadora, por la mitificación del Estado de derecho, por la precipitación independentista sin haber acumulado fuerzas en Catalunya, España y Europa y por las rupturas con las izquierdas y progresistas del resto de España susceptibles de dialogar. Razones importantes pero relativas. ¿Para no dividir a las clases populares? Un mal cálculo por parte de los socialistas, el PSC, que han perdido por un lado, el catalanismo, por la sumisión a una dirección del PSOE propia del españolismo rancio y por el lado de parte de sus bases no catalanistas que rechazan cualquier atisbo de consulta y el nacionalismo. Los “comunes” están divididos a todos los niveles (dirigentes, militantes, votantes) y su punto de equilibrio ha sido el derecho a decidir o consulta. No han tenido la sangría del PSC pero resulta extraño que un bloque de fuerzas con vocación movimentista como es el En Comú no se haya integrado a fondo en el proceso para incidir en el mismo, con criterios más realistas y amplios. ¿Hegemonía conservadora? Sí, pero no tanto. El bloque nacionalista mantiene un discurso vagamente progresista. Sus políticas de “austeridad”han sido similares a las neoliberales y argumentan su dependencia financiera del gobierno español. No proponen compromisos sociales y económicos. Parafraseando la frase famosa “democracia, sí “pero ¿para qué?” Sin embargo si las izquierdas hubieran participado más directamente en el “proceso” podrían haber podido forzar acuerdos programáticos que motivarían a una gran parte de los sectores populares en Catalunya y facilitaría el diálogo con los sectores progresistas españoles. ¿Se ha mitificado el Estado de derecho vigente? La Constitución española y su desarrollo posterior no solo se originó con un pacto con los postfranquistas sino que además por vía gubernamental y judicial se fue pervirtiendo como el sistema electoral, las restricciones al autogobierno autonómico, la ley de partidos, la legislación mordaza, la reforma laboral, etc. No hubo consulta sobre el régimen político (Monarquía o República) y se utiliza el absurdo y metafísico citado artículo 2 que definía “España como unidad indivisible” impuesto al Congreso de disputados. El llamado “bloque constitucional” es el trío de PP, Ciudadanos y PSOE no solo es el bloque conservador sino que utiliza el sistema electoral y el marco legal y el pero no legítimo, para reformar la Constitución o para promover un referéndum por iniciativa popular. Forzar una consulta democrática no depende tanto del marco legal como de la relación de fuerzas. Si no hay falta de voluntad democrática del gobierno hay acumular fuerzas, apoyos y planteamientos legítimos. ¿Hay acumulación de fuerzas en Catalunya para forzar el referéndum y eventualmente la declaración unilateral de independencia? Es probablemente el argumento más crítico al proceso catalán. Unir el referéndum con la independencia no solo supone una provocación al gobierno español que dispone de muchos medios para limitar o evitar ambas iniciativas. También genera múltiples anticuerpos tanto en Catalunya y en el resto de España. Y en Europa puede darse una imagen de debilidad aunque también de poco sentido democrático por parte del gobierno español. Es un acto de fuerza audaz, con riesgos a corto plazo, incluso puede ser visto como fracaso. Pero el fracaso aparecerá como también como una intervención represora por parte del gobierno y de la judicatura del Estado español. Lo cual puede radicalizar el independentismo, atraer a sectores dudosos, pero probablemente también radicalizara en contra a sectores hasta ahora que se han manifestado en contra, no solo desde la derecha, también desde colectivos de la izquierda social. ¿Se han hecho los pasos y las propuestas suficientes con los sectores políticos, sociales y culturales del resto de España para establecer acuerdos, obtener apoyos o por lo menos que consideren públicamente la legitimación del proceso catalán? No se puede evaluar si se han hecho suficientes esfuerzos en este sentido. Probablemente no pues ni han tenido muchos resultados positivos ni se han conocido muchas iniciativas al respecto. Bien por resistencias “españolistas” o por desidia o mal planteamiento de parte catalana. Ir por delante con la independencia como bandera no era la mejor manera de ser atendido. En sentido contrario, las campañas “anticatalanas” por parte del PP, de Ciudadanos y de sectores del PSOE tienen también una considerable responsabilidad de la fractura resultante. El resultado es un bloqueo. El proceso catalán parte de una injusticia, la sentencia del TC y ha acelerado los tiempos para mantener la movilización ciudadana. El proceso independentista ha radicalizado el discurso al no tener un interlocutor. El gobierno español no ha hecho ninguna propuesta y se ha atarincherado en un marco legal más que discutible. El inmovilismo del gobierno del PP es una provocación permanente. ¿Las izquierdas pueden reencontrarse con el pueblo catalán? Las izquierdas han sido dubitativas, temerosas de ser arrastradas por la aventura nacionalista, apegadas a la mitificación del modelo de Estado envejecido prematuramente y pervertido por el uso que han hecho el PP y en menor grado los gobernantes del PSOE. El PSOE, hasta ahora por lo menos, ha vivido de las rentas de la transición. Para lo bueno y para lo malo. Se ha identificado con el Estado de la transición a costa de asumir como propio aquello que venía del autoritarismo centralista, la omisión de la memoria democrática, el menosprecio al derecho de los pueblos a su autodeterminación (como defendía en 1976), y ha promovido y ha apoyado leyes antisociales y anticonstitucionales (como la reforma laboral o la ley de partidos que criminaliza a los partidos que tienen en su programa el sistema socio-económico vigente). El bloque “constitucionalista” (PP,PSOE, C’s) en cambio momifica la Constitución o interpreta restrictivamente el marco jurídico, como es el caso el derecho a la consulta o referéndum, cunado sería fácil delegarlo en la Comunidad autónoma. Los socialistas catalanes, a remolque de una dirección del PSOE conservadora, centralista y que se siente copropietaria del Estado, aunque en minoría frente a la mayoría del PP. Unidos Podemos que apoya el “derecho a decidir” y se le supone un programa político y socio-económico más acorde con las nuevas generaciones, aunque por ahora poco visible. A partir del 2012 se sintió aturdida, desbordada y desorientada ante las movilizaciones de los 11 de setiembre. Una gran parte de los centenares de miles que salen en la calle, convocados por la ANC y otras entidades, son militantes o votantes del PSC, de Iniciativa y de Esquerra Unida, de Podem, de Barcelona en Comú, de Procés constituent, etc pero sin que ello se reflejara en sus direcciones políticas partidarias. Y, en consecuencia, dejan la iniciativa política en ERC, CiU (luego Pd Cat) y CUP, que optan por la independencia y la consulta es simplemente un trámite. Las izquierdas se encontraron encerrados con dos juguetes que no supieron utilizar: la democracia y el nacionalismo. La democracia no se confunde con el marco político-jurídico, la democracia es dinámica y el marco formal es estático y en muchos casos se interpreta o pervierte según los intereses de los grupos gobernantes. Hay crisis política cuando la democracia se confronta con el poder político. No hay que reverenciar el marco formal, hay que reinterpretarlo a partir de principios básicos. Y respecto el nacionalimo ¿hay que temerle? Son siempre pluriclasistas, con intereses y valores contradictorios, pero si sus demandas o reivindicaciones si son legítimas, si expresan valores de justicia y de libertad, deben ser tenidas en cuenta. En estos procesos predominaran las orientaciones políticas más o menos conservadoras o progresistas. Dependerán según el arraigo y las iniciativas de unos u otros. Lo que no pueden hacer las izquierdas es quedar fuera de juego. La democracia se basa en la existencia de un solo pueblo, llamándolo país, nación o comunidad. Un pueblo con una lengua histórica, la catalana, a la que se añadió gradualmente a partir del siglo XVI la lengua castellana y a partir del siglo XVIII con lala centralización política del poder absoluto llegó a ser hegemónica. Las inmigraciones del siglo XIX y sobretodo del XX se instalaron poblaciones de cultura y lengua especialmente la castellana. Esta inmigración y sus descendientes en una parte creciente forman parte de las clases trabajadoras. La confrontación “burguesía industrial y proletariado” prevalece en el último tercio del XIX hasta la República (1931). El independentismo es muy minoritario. La afirmación catalana es cultural y sirve también para reforzar las reivindicaciones económicas y políticas de clases medias y altas. El anarcosindicalismo, hegemónico hasta la guerra civil (1936-39), se proclama internacionalista y menosprecia los nacionalismos. Las clases trabajadoras mezclan ambas lenguas pero entienden más fácilmente la lengua escrita. A medida que las izquierdas catalanas y autonomistas (Esquerra Republicana, Unió Socialista, el CADCI, etc) se hacen más fuertes en los años 30 establecen lazos con los sindicatos y en general las clases populares. El PSOE era reticente ante el catalanismo. Los comunistas declaran que Catalunya es una nación, inspirados por la “cuestión nacional” Stalin que afirma que la lengua es parte de la infraestructura. Se crea el PSUC (1936) como fusión de Unió Socialista (catalanista), la federación del PSOE (ambiguo y federalista), Partit Proletari (independentista) y PC catalán. Asumen el carácer nacional de Catalunya y la autodeterminación pero no la independencia y coinciden con el catalanismo progresista. Las izquierdas históricamente no han sido pues en su gran mayoría independentistas pero sí federalistas o confederalistas. La dictadura franquista, con su odio, menosprecio y acción represora a la vez de las clases trabajadoras y del catalanismo, acercó mucho más a las izquierdas y el catalanismo. Las izquierdas asumieron el nacionalismo y el internacionalismo conjuntamente. En los inicios de la dictadura el catalanismo se refugió en la actividad cultural y en reductos políticos muy minoritarios, en medios profesionales y cristianos. La resistencia obrera y popular que se desarrolló a partir de los años 50 y más aún en los 60 tuvo su eje estructural en el PSUC. Arraigó en el movimiento obrero y en los barrios populares, en la Universidad y en la enseñanza, en los medios profesionales e intelectuales, etc. Sus objetivos: libertades políticas, autodeterminación y defensa de los trabajadores. Antes de que se hiciera popular la afirmación “son catalanes los que viven y trabajan en Catalunya” el PSUC lo llevó a la práctica, asumió el bilingüismo en la realidad pero priorizó el catalán siempre que era posible, unió a los trabajadores fueran su origen o su lengua. Un solo pueblo. Luego, ya en el inicio de la democracia, el PSC asumió una tarea similar. No hubo fractura social ni cultural. Ambos partidos fueron integradores de las clases populares como ciudadanos de Catalunya. El PSUC hegemonizó el antifranquismo incluída la Asamblea de Catalunya y el PSC fue el partido mayoritario en las elecciones generales y en las municipales desde el inicio de la democracia . La bandera catalanista fue en gran parte de las izquierdas. Hasta que llegó el “proceso catalán” que se enfrentó con el Estado español. El proceso catalán radicaliza el independentismo y mantiene un gran apoyo social, aproximadadmente la mitad de la ciudadanía. Reúne a amplios sectores populares y de izquierdas y también el catalanismo liberal y moderado. Pero socialistas y “comunes” quedan en tierra de nadie, los primeros son percibidos con la troika “constitucionalista” (PP, C’s y PSOE) y los segundos “acima do muro”, observadores del proceso, a pesar de que éstos defienden la “consulta” (sin pronunciarse) y los socialistas también pero más tibiamente y contra la independencia. El resultado es una grave fisura del pueblo catalán y de las clases trabajadoras principalmente y ha debilitado a las izquierdas. El “independentismo” optó por acelerar el proceso, de la consulta a la independencia y de un proceso abierto y gradual para reforzarse a fijar fechas a corto plazo sin los suficientes apoyos. Hubiera debido conseguir alianzas fuera de Catalunya, en cambio ha facilitado un “anticatalanismo” primitivo. A pesar de su importante base social han ido creciendo resistencias en sectores populares y progresistas. La principal responsabilidad es del gobierno del PP que ha provocado con sus amenazas e inmovilismo la reacción catalana. Pero ésto se daba por supuesto. El independentismo es también en parte responsable, su indignación expresiva y justificada no podía convertirse en proyecto político con posibilidades de éxito. Sin embargo las izquierdas catalanas no pueden mantenerse al margen. Frente al gobierno del PP no pueden ser neutrales o testigos, ni parecerlo, coma a veces se acusa a “los comunes. Y tampoco el PSC puede ser cómplice como del PSOE cuando aparece su imagen de nacionalismo centralista y rancio. No se trata de conseguir o no la independencia ahora, se trata de acumular fuerzas para un futuro mejor para Catalunya, sea con independencia o una mejor una relación con el Estado español, lo que voten los ciudadanos. La batalla del 1 de octubre puede ser un ejercicio democrático que puede ser un paso adelante. Las batallas que se pierden son aquéllas que no se hacen. Las izquierdas deben estar en las movilizaciones presentes para no encontrarnos en el campo de aquéllos con los que no podemos ni queremos estar. Nada se ha perdido, si se asume que algo se perdió La historia reciente pudo haber sido distinta, pero aún estamos a tiempo. El caso catalán es el problema español. España no culminó su integración nacional. Tal es así que de forma más o menos equívoca lo reconoce la Constitución. El independentismo u otra relación que reconozca el carácter nacional por parte del Estado español requiere un desarrollo democrático de España. El proceso catalán puede ser un factor determinante de redemocratización de España. Las izquierdas catalanas, sean independentistas, confederales, federalistas o autonómicas, deben plantear a la vez el derecho del pueblo catalán a manifestar su futuro y a promover los derechos sociales y la renovación política en Catalunya y en España. El independentismo es hoy por hoy es una fuerza movilizadora que cuestiona el Estado español pero se requiere que en el conjunto de España hayan fuerzas políticas y sociales que asuman la redemocratización del país. La debilidad de las izquierdas catalanas resulta por no haberse situado dentro del proceso catalán para mediar con las izquierdas españolas. El independentismo puede derivar en independencia a medio plazo pero previamente debe contribuir a democratizar el Estado español. Y entonces pueden haber otras salidas además de la independencia. En todos los procesos nacionales se da un conglomerado de actores dispares, políticas, culturales, sociales. Pero la fuerza del proceso depende de compartir un objetivo político concreto. Se han dado en los procesos revolucionarios o transformadores, desde las revoluciones democratizadoras como las inglesas en el siglo XVII (1642), la independencia de EEUU (1763) y la revolución francesa (1789). Especialmente interesante esta última pues se explicitaron las dos dinámicas contrapuestas, el liberalismo conservador y formalista y el republicanismo igualitario y promotor de cambios sociales y económicos. En todas ellas hubo intereses y valores opuestos pero primero acabaron con las monarquías y las dependencias. Las revoluciones sociales, más clasistas, en 1848 en gran parte de Europa y la Commune de Paris (1871) fueron derrotadas pero acumularon fuerzas para conseguir derechos sociales. La revolución rusa (1917) fue el desmoronamiento del Estado, se proclamó de “ revolución de clase” y se impuso mediante la dictadura, incluido sobre el proletariado. Sin embargo estas experiencias dan algunas pistas más conceptuales que aplicables a nuestro caso. La segunda guerra mundial nos ofrece ejemplos europeos más prácticos aunque en estos casos no se trataba de un conflicto entre nacionalismos como se da en España. En los años que se empezó a consolidarse las resistencias en Francia y en Italia (1943). Las iniciativas y los movimientos resistentes fueron diversos y en muchos casos opuestos pero crearon estructuras intermedias y cúpulas políticas. Sobre estas bases no solo se coordinaron sino que también elaboraron programas de democratización política y de políticas socio-económicas que acordaron las nacionalizaciones de la banca y de las grandes empresas colaboracionistas con los nazis y un reconocimiento de derechos sociales que incluyó la seguridad social universal, el acceso a la educación para todos y la vivienda popular en los programas de reconstrucción. Sobre estas bases se movilizaron las clases populares, por sentimiento nacional pero también para ser reconocidos como ciudadanos de pleno derecho. El Consiglio Nazionale de Liberazione de Italia y el Conseil National de Résistance culminaron esta unidad mediante un gobierno de coalición que incluía como fuerzas principales la Democracia Cristiana, socialistas y comunistas además de otras corrientes de centro y de izquierda. En el Reino Unido la resistencia (o guerra de Inglaterra) fue liderada por Churchill y el partido conservador. Pero integró en el gobierno a los laboristas que fueron aliados leales en la guerra pero elaboraron un programa social y económico avanzado para la postguerra. La resistencia era nacional pero también social. Una vez la paz el Labour ganó las elecciones con un gran voto popular y aplicaron su programa que se concretó el “welfare state” que ni tan solo el neoliberalismo lo ha podido destruir del todo. Estas conquistas sociales redujeron las enormes desigualdades, en nombre de la democracia y de la nación como pueblo. Las clases populares adquirieron los derechos políticos y sociales que de facto eran excluidos por parte del capital y de los gobiernos. Las clases populares se sintieron nacionales, ciudadanas. La democracia empezaba a ser real, con muchos déficits, pero se abrían caminos para conquistar los derechos formales y materiales de la ciudadanía No se trata de imitar estos ejemplos. Lo que importa es sumar fuerzas diversas con realismo y apertura, que incorporen movilización hoy y esperanzas para mañana. Catalunya aún estamos a tiempo de unir las fuerzas por una consulta o referéndum y con un programa político y socio-económico que valga tanto para Catalunya como para el conjunto de España. La independencia o el reconocimiento nacional como la democracia debe dar respuesta a la pregunta “para qué”. Aún estamos a tiempo, no se ha perdido la oportunidad de redemocratizar España y reconocer el derecho de Catalunya a manifestar su relación con el Estado español. Para ello debemos superar las fisuras que se han creado entre los sectores populares y dejar de lado las confrontaciones más o menos soterradas entre las fuerzas políticas. Se trata de unir los objetivos primarios nacionales: referéndum catalán, reforma política que elimine los rasgos procedentes del franquismo y programas socio-económicos incluyentes para toda la ciudadanía. La movilización del 11 de setiembre y la consulta del 1 de octubre debería servir para construir más lazos sociales y políticos en Catalunya y con fuerzas políticas y culturales del resto de España. La independencia es un derecho, pero ni es el objetivo más inmediato pues requiere más acumulación de fuerzas ni puede ser la única salida posible para el futuro. El atentado trágico y criminal ha demostrado el valor y la serenidad de los catalanes. Catalunya, a pesar del carácter sospechoso del mismo, sale reforzada. Los ciudadanos rechazan el odio y el miedo. (Jordi Borja, 27/08/2017)


Juntos a ostias:
Si lo que nos queda es defender España a ostias ya hemos perdido. El “a por ellos” que han jaleado algunos centenares de personas a policías, arengándoles contra otros ciudadanos, es un grito impotente de gente a la que el siglo XXI les ha pasado por encima. Lo digo habiendo nacido en Madrid, de padre asturiano y madre manchega, de abuelos catalanes, andaluces y de un pequeño pueblo de la provincia de Albacete. Lo digo pensando en que el fascismo fue un marcha en Italia, unas elecciones en Alemania, un paseo en Francia y en España les costó tres años y un genocidio. Madrid, que resistió hasta el final, dejó el “no pasarán”, lleno de dignidad. Lo he escuchado hoy mismo en los alrededores del puerto de Barcelona a gente que impedía el paso a los antidisturbios. ¿Cómo nos han podido llevar hasta este callejón sin salida? Desde Madrid he aprendido, no sin dificultades, que Catalunya es una nación, que el País Vasco es una nación, que Galicia es una nación, y que España, a la que siento como mi patria (con Lorca y Valle Inclán, con Riego y Negrín, con Picasso y María Zambrano, con Josefina de Aragón y Manuela Malasaña, con las 13 Rosas y Salvador Puig Antich, con Azaña y Machado, con Miguel Hernández y Clara Campoamor, con LLuis Llach y Blanco White y Juan Goytisolo), sólo puede serlo, con las fronteras actuales, si los catalanes, los vascos, los gallegos y los demás pueblos de España sienten a España también como parte de su identidad. Solo si deciden, conscientes y asumiendo sus responsabilidades, formar parte de esta nación de naciones que es España. Nuestra historia no nos ayuda. Nunca hemos debatido una Constitución desde abajo. Cuando hemos tenido que decidir la convivencia colectiva se han reforzado las burbujas culturales que nos encerraban en nuestros pequeños espacios. ¿De donde sacas, lector o lectora, tu idea de España? ¿Con quién la has reflexionado? ¿Te has parado en algún momento a preguntarte de dónde viene esta patria que te acompaña como un soporte simbólico de tu vida aunque no la convoques? ¿Has pensado alguna vez, en Catalunya, en España, en el País Vasco, que te estaban engañando? ¿Has pensado qué significa que el artículo 2 de la Constitución, el que habla de la soberanía indivisible del pueblo español, lo redactaron e impusieron militares cuya legitimidad era haber ganado la guerra española que iniciaron con el golpe de Estado de 1936? ¿Te has preguntado por qué tantos españoles quieren a España pero no se ven reflejados en la bandera, y por qué los que la han hecho suya terminan con frecuencia manifestándose cantando el Cara al Sol o pegando a inmigrantes o a gente que no piensa como ellos? Cuando la democracia estaba construyéndose en Europa aquí tuvimos el golpe de Primo de Rivera y luego el definitivo, el de Franco, que nos amordazó cuarenta años y que nos silenció por un siglo con 200.000 fusilados, 350.000 exiliados, 500.000 encarcelados. A veces parece mentira que hayamos sido capaces de levantar cabeza Hay algo grande en este país. En 1978 alguien decidió que era mejor que votáramos pero que no opinaramos. Hasta retrasaron a 1979 las elecciones municipales para que la democracia, bajada a la calle, no influyera en el texto constitucional. Nadie nos ha contado que los catalanes tienen instituciones propias desde hace siglos y que tienen un sentimiento de comunidad que antes de llegar al resto de España pasa por Barcelona. En vez de enseñarnos canciones y poemas en catalán han alimentado el odio a su lengua y los intereses económicos del fútbol han sembrado más odio que comprensión. Si España les cierra la puerta simbólica, pueden pensarse sin necesidad de nosotros. Una parte importante, más de la mitad, se sentirán amputados, porque su identidad también es española. Pero si España les dice lo que tienen que sentirse a ostias, decidirán cerrar esa puerta. Al PP no le importa: mientras hablamos de Catalunya no hablamos del 100% de sus tesoreros imputados por corrupción ni del desastre de gestión que han hecho. Si quisieran a España no habrían robado tanto ni hubieran gestionado tan mal ni tendrían tanto dinero fuera. La burguesía catalana se benefició en Catalunya de los andaluces, de los extremeños, de los castellanos, y en el conjunto de España de todos los españoles. Por eso nunca tuvieron problemas los ricos de un lado y los de otro. Felipe González y José María Aznar siempre se llevaron muy bien con Pujol (incluso, en el caso de Aznar, tuvo su romance con ETA, a la que llamó Movimiento de Liberación Nacional). Y aún hoy se puede escuchar a historiadores conservadores decir que Pujol, en el fondo, mantuvo el ánimo nacional contenido. Aunque tuviera el dinero en Andorra, a pesar del 3% de comisiones ilegales, a pesar de los recortes en sanidad, en educación, en servicios públicos. Hoy están en la calle catalanes que vienen de Andalucía, de Extremadura y de Castilla. Catalanes que no toleran la falta de respeto de los representantes de España desde que Rajoy se echó a la calle a recoger firmas contra el Estatut. Como siempre, sólo porque pensaba que le daba votos en el conjunto de España. La demanda de ese pueblo que hoy está defendiendo su derecho a votar es legítima, igual que la dirección política de ese proceso no es de fiar. Fueron los que ayer mandaron a los antidisturbios, los que recortaron y robaron, los que envueltos en casos de corrupción y alejados de la ciudadanía por su seguidismo de los ajustes de Bruselas se han hecho independentistas en un curso rápido de lectura en diagonal. Son los que han mentido prometiendo una independencia que nunca se va a dar y que, a la postre, sabiendo que tienen enfrente a la derecha menos democrática de nuestro entorno, les han brindado la excusa que buscaban y no han dudado en mandar a trabajadores pobres de las fuerzas y cuerpos de seguridad a aporrear y detener a trabajadores no mucho más ricos que están reclamando que España les escuche. Rajoy ha dinamitado la Constitución al quebrar los artículos 151 y 152, que desarrollan la verdad que encierra el artículo 2: que España es España y sus comunidades y regiones. Es decir –y hoy ya se puede decir porque no hay tanques ni ruidosos sables-, que España es España junto con sus naciones. Dice la Constitución que el encaje territorial era un acuerdo entre los parlamentos –en este caso el catalán y el español- y que lo sancionaba el pueblo –si: el pueblo catalán- en referéndum. Eso dice la Constitución. Pero Rajoy dijo: que el Estatut lo redacten los jueces del Tribunal Constitucional, que para eso los hemos puesto nosotros. Y al que no le guste, palo. La dirección política del proces catalán no está a la altura de la demanda popular. En Catalunya se demanda un referéndum con garantías. Y las garantías tienen que ver con que el conjunto de España también lo entienda. No se puede solventar algo tan serio como son las fronteras de un país con bravuconadas. Los españoles dentro y fuera de Catalunya tienen derecho a preocuparse cuando alguien decide, sin mediar debate ni explicaciones, cuáles son los nuevos contornos de su país. Y los independentistas debieran tener la mínima sensibilidad para pensar que hay gente que no piensa como ellos y les preocupa qué va a pasar en el país en el que viven. Porque hablamos de las cuencas hidrográficas, de las costas, de las líneas férreas, del déficit público, de las embajadas, de los funcionarios, de los hospitales, de las pensiones, de las carreteras. Claro que hay españolistas que son los mismos que salieron a protestar contra el aborto, el matrimonio homosexual o la España de las autonomías. Pero hay otros muchos, que han aprendido a entender que Catalunya es una nación, que piden diálogo. Y que piensan que igual que el PP no cumple la Constitución tampoco lo hace –y se le nota mucho más- los que pretenden declarar unilateralmente la independencia. Esos millones de personas reclamando democracia en Catalunya este 1 de octubre podrían haber alentado en el conjunto del Estado un sentimiento de solidaridad que, sin embargo, no está. Algo habrán hecho mal esos millones de catalanes cuando no han sido capaces de convencer a la izquierda española. ¿Lo van a explicar sin más llamándoles “españolazos”? ¿No habrán también cometido errores? Sin embargo, y con una enorme generosidad, una fuerza política como Podemos sigue diciendo, pese a los insultos a un lado y a otro, y como lo ha hecho desde el principio, que apuesta por un referéndum vinculante, y sigue recorriendo el Estado para explicar por qué solventar de una vez el encaje territorial de Catalunya es lo mejor para una España democrática y fuerte en el contexto internacional. Podemos está haciendo lo más difícil: defender el derecho a decidir estando en contra de la secesión. Eso se llama coraje democrático. Otros están en la enajenación. Desde una ira que no entiende nada, algunos han dicho, hablando de los “Comunes” que “Roma no paga traidores”, junto a gente que no se presentó con un discurso independentista y que ha traicionado a sus votantes haciendo campaña independentista. El futuro de Catalunya y de España no debe estar en manos de mentirosos ni de locos, sino de gente sensata. Esa España incorregible que retrata el independentismo ya no es mayoritaria. Podemos no tiene la culpa de ser una fuerza con apenas tres años. Sin embargo ha demostrado, con mucha sensatez y sin dejar que las amenazas le hagan dar volantazos, que construir una España plurinacional es posible. Ha roto el bipartidismo, es responsable de que los jueces puedan imputar a los casi mil cargos del PP que pasarán por los juzgados, está dando lecciones de gobierno en los ayuntamientos, baja a la calle en cada pelea laboral en cada ciudad y le recuerda todos los días al nuevo Rey que así no vale para nada. Ha demostrado también que al PP sólo le interesa su negocio y sus problemas. Que Ciudadanos es una mera muleta de Rajoy. Y que el PSOE, aunque Sánchez haya resucitado, no termina de demostrar el coraje que tuvo en la campaña interna. Podemos no va a tolerar las detenciones, vulneraciones del derecho de reunión, de la libertad de expresión, la violencia ni la locura que ha desatado el PP por no querer escuchar a Catalunya. La sedición y la traición a España la ha cometido el partido en el gobierno que no ha escuchado las voces que decían que íbamos hacia el desastre. Que Rajoy, con menos del 30% de los votos, esté causándole este dolor a España le hace merecedor de la más grande repulsa, cuando no de responsabilidades ante la justicia. Ojalá que no haya que esperar a que sea Europa quien ponga a Rajoy y su séquito de hispanofóbicos en su sitio. El día 2 algunos seguiremos diciendo que no hay solución con los que han generado este despropósito. Que se tienen que ir. Y después del 1-O con mucha más razón. Yo no quiero una Catalunya de rodillas en España. Quiero una Catalunya erguida y digna que se quiera sentir también parte de España. Eso se construye con respeto. No a ostias. No otra vez a ostias. (Juan Carlos Monedero, 01/10/2017)


Deja vu:
Ahora, después de haber escuchado a Felipe VI dirigiéndose a la Nación, con voz firme y ademán determinado, creo que sería bueno escuchar las voces de Ortega y Gasset, Unamuno y Azaña sobre Cataluña, en circunstancias diferentes, pero incidiendo en las mismas inquietudes. El primero de los testimonios que vamos a hacer, corresponde a José Ortega y Gasset, el filósofo que fue diputado a las Cortes Constituyentes de 1931, en su calidad de miembro de la entidad “Al servicio de la República” -que formaron él y otros intelectuales como Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, etc.-, pudiendo decirse que Ortega tuvo siempre una visión de que el problema catalán era imposible de resolver plenamente; y ciertamente, no se censuró a sí mismo al hablar en el Congreso de los Diputados el 13 de mayo de 1932: Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista… el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista. No temáis, señores de Cataluña, que en esta palabra haya nada enojoso para vosotros, aunque hay, y no poco, doloroso para todos. ¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras éstos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos[1]. De Unamuno, hay testimonios anteriores al Estatuto de 1932, en los que da por hecho que en el futuro Cataluña se independizaría de España. En términos dramáticos, como era usual en Don Miguel: “Me preparé por lo menos las bases de la reunión de la nación española (un encuentro académico al que asistió) y de la catalana; ya que Cataluña habrá de acabar, y muy pronto, por separarse del todo del Reino de España, y constituirse en Estado absolutamente independiente”. Es lo que se lee en un escrito de Miguel de Unamuno, que data de la Nochebuena de 1918, y que estaba destinado a su amigo Manuel Azaña. La explicación de esa actitud unamuniana fue bien sencilla: En tiempos de Felipe IV se perdió Portugal conservando Cataluña, en tiempo de nuestro Habsburgo de hoy, Alfonso XIII, siendo su canciller Canalejas, se pensó en conquistar Portugal y del triunfo, descontado en el Palacio de Oriente, de Alemania se esperaba la anexión de Portugal y la formación del Imperio Ibérico, vulgarizándose España; justo es, pues, que al ser ésta derrotada con Alemania -la mentalidad neutral que dijo Romanones (el político que ve más claro y obra más turbio) era una alianza clandestina con aquel a quien se creía vencedor futuro- justo es, pues, que España pierda ahora Cataluña. Y la perderá, no me cabe la menor duda que la perderá. La federación no es más que una hoja de parra. ¡Cuánto me gustaría hablar de todo esto ahí! Posteriormente, en el diario de sesiones del Congreso de los Diputados, del 22 de octubre de 1931, se recoge una de las más famosas alocuciones del autor de Abel Sánchez y La Tía Tula, sobre el uso del catalán y el castellano en las escuelas de Cataluña: Para mí todo ciudadano español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde vive, donde cría su familia, es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán, tan catalanes como los otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos ciudadanías”. En su discurso defiende la oficialidad del castellano y reniega de la imposición del catalán a todos sus ciudadanos[2]. Y después de haber escuchado a Ortega y Unamuno en tonos tan pesimistas, le llega el turno a Manuel Azaña, por entonces Presidente del Consejo de Ministros, y en su máximo esplendor. Y fue en el discurso que pronunció en el Congreso de los Diputados el 27 de mayo de 1932, cuando se expresó en términos muy distintos a los de Ortega, a quien hizo respetuosa referencia. En un texto del que se seleccionan los puntos principales: El problema que vamos a discutir aquí, y que pretendemos resolver, no es ese drama histórico, profundo, perenne, a que se refería el señor Ortega y Gasset al describirnos los destinos trágicos de Cataluña; no es eso. Y aun aceptando la descripción exacta y elegante del señor Ortega, es una cosa manifiesta que esa discordia, es impaciencia, esa inquietud interior del alma catalana, no siempre se han manifestado en la historia o no se han manifestado siempre de la misma manera… Los ciudadanos de la República española no tendrán nunca en Cataluña derechos menores de los que tengan los catalanes en el resto del territorio de la República española. Esto, señores diputados, no hace falta decirlo: está escrito en la Constitución; pero a mí no me parece mal que se diga cien veces, porque, como en torno del Estatuto y de la autonomía circulan fantasmas abracadabrantes, bueno será demostrar a las gentes, a fuerza de repetírselo, que tales fantasmas no tienen razón alguna de existir…[3]. Así habló, no Zaratustra, sino Azaña… para luego cambiar dramáticamente su opinión sobre Cataluña, según se ve en sus anotaciones, en las Cuaderno de la pobleta, del 19 de septiembre de 1937. Donde relata el duro encuentro que tuvo en Valencia con Pi y Suñer, entonces consejero de la Generalidad, a quien conocía de cuando era alcalde de Barcelona[4]. Pi y Suñer presentó sus quejas, llenas de victimismo, al presidente de la República, por las actuaciones del Gobierno en temas catalanes, exponiendo su deseo de que se coordinara la acción de los dos Ejecutivos. Y para ello fundamentó sus peticiones en el hecho de que la Generalidad, en ese momento de la guerra, había mantenido su territorio íntegramente fuera de las manos de Franco, y que por ello mismo, el poder de Cataluña debería haber sido aumentado. Azaña, que debería estar perplejo ante lo que oía, contestó que tales cuestiones “no se miden por metros. Lo que el Estado representa no se estira ni se encoje según los movimientos de las tropas en el territorio”. Y reprochó duramente la actitud de Companys por no haberse privado de ninguna trasgresión, ni de ninguna invasión de funciones en contra del Estado: Asaltaron la frontera, las aduanas, el Banco de España, Montjuic, los cuarteles, el parque, la Telefónica, la Campsa, el puerto, las minas de potasa, crearon la consejería de Defensa, se pusieron a dirigir su guerra que fue un modo de impedirla, quisieron conquistar Aragón, decretaron la insensata expedición a Baleares para construir la gran Cataluña de Prat de la Riba… Azaña calificó el programa de Companys como de ampliación de sus declaraciones del 6 de octubre de 1934, por el cual, el Presidente de la Generalidad, había sido condenado a treinta años de cárcel por el Tribunal de Garantías Constitucionales de la República. Y lejos de apaciguarse, Azaña prosiguió manifestando que la Generalidad vivía en franca rebelión e insubordinación, y que si no ha tomado las armas para hacer la guerra al Estado, era porque no las tenía, por falta de decisión, o por ambas cosas a la vez, pero no por falta de ganas… Y arremetió, acto seguido, contra las delegaciones de la Generalidad en el extranjero, la creación de la moneda catalana, la del ejército catalán y el eje Bilbao-Barcelona, medidas, todas ellas, que no iban contra Franco, sino contra el propio Gobierno de la República. Azaña llegó al extremo de apuntar que si al pueblo español se le colocara otra vez en el trance de “optar entre un federación de republicas y un régimen centralista, la inmensa mayoría optaría por el segundo”. Hasta a ese punto había llegado Azaña en su lamentación ante la catastrófica realidad de Cataluña en guerra, tan lejana de la que él había previsto al hacer, en 1932, su célebre discurso sobre el Estatuto de Cataluña, pues hubo un gran número de catalanes destacados que aceptaron y convivieron de buen grado con el régimen de Franco. (Ramón Tamames, 05/10/2017)


Gatopardillos:
La Transición fue pensada para eliminar los extremos del mapa político. El reparto establecido en el sistema electoral fue trazado con la intención de disminuir el peso que podían tener actores muy instalados y que no eran bienvenidos al nuevo mundo español. Fue el caso evidente del PCE, que con la ley D’Hont perdía mucha parte de su fuerza, pero también de la extrema derecha de Blas Piñar. Con esa distribución se dotaba de mayor fuerza a los partidos nacionalistas, lo que satisfacía los sentimientos patrióticos periféricos y al mismo tiempo generaba apoyos para asentar la democracia, ya que los partidos nacionalistas dominantes colaborarían en estabilizar el nuevo régimen. Como resultado de este movimiento, tendieron a desaparecer de España dos clases de ideas, aquellas que hacían de lo material su centro y las que a partir de la bandera y de la religión trataban de conservar la esencia de la vieja España. Pasaron varias décadas, y la ausencia de esa izquierda ligada a lo económico se hizo muy profunda. No se trata solo, como se suele argumentar, de que los recortes en educación, sanidad y prestaciones sociales estén haciendo mayor la distancia entre los de arriba y los de abajo, sino de que el sistema cambió, paso a paso, casi por completo. Han sido los años en los que el trabajo estable desapareció, el paro aumentó y el poder adquisitivo de los salarios descendió para una parte importante de los empleados, en los que las pymes fueron cerrando, se impusieron las externalizaciones y las deslocalizaciones y se crearon los falsos autónomos; fueron también los años de la financiarización, de la globalización y del interés prioritario de los accionistas, en los que las grandes firmas se hicieron mucho más grandes mediante fusiones y adquisiciones, en los que se fueron fraguando nuevos monopolios y oligopolios y en los que las empresas públicas se convirtieron en privadas; y en los que se decía que había que hacerse un seguro privado porque las pensiones no se iban a poder pagar. Todo ello transformó radicalmente nuestro país, así como las perspectivas vitales y esperanzas de futuro de los españoles. La nueva izquierda En todo ese tiempo, la izquierda estuvo allí, a veces para contemplar impotente como se producían los cambios, a menudo para acompañar esos procesos en lugar de oponerse a ellos, y a veces para decir que lo importante era hacer rizoma. Hasta que llegó una nueva izquierda, con energías renovadas y un empuje irresistible. Nos hablaban de casta, de corrupción, de puertas giratorias, de políticos robando, de gente que había usurpado los cargos públicos y los había puesto a su servicio. Creí que era el momento en que volverían a escena las condiciones materiales, el trabajo, los salarios, las opciones vitales; pero no: nos dijeron que había que poner en pie otra Constitución, recordar a Suárez, González y los GAL, invocar la República y el proceso constituyente, e insistir en que había que otorgar mayores cuotas de libertad a los territorios periféricos sometidos al centro. Lo que hicieron, en esencia, fue establecer un nuevo tipo de posición política, que constituía también una nueva versión del eje arriba/abajo. De una parte estaba el viejo poder, el régimen del 78, corrupto, agotado, opresor y basado en la represión, sin las energías ni las ideas necesarias para llevar adelante la España del siglo XXI. De otra, la gente, que exigía un nuevo pacto social que había de constituirse votando, que quería otras bases legales para una nueva España. A eso le llamaban proceso constituyente. El marco En el ‘procés’ se ha producido una particular confluencia entre los marcos de esta izquierda española y los del soberanismo. El mecanismo era idéntico: un poder violento, represor y opresivo no dejaba expresarse a los catalanes e impedía que realizasen sus verdaderos deseos. La única forma de solventar esta brecha era votando, de manera que la voluntad popular se pudiera expresar. Una vez fijado este marco, solo cabía una solución, convocar un referéndum, y fue lo que se promovió. En ese instante, el Gobierno de Rajoy cumplió con el papel esperado por los independentistas y mandó a los policías a la calle para que todo el mundo fuera consciente de quién tenía la ley en la mano. Con lo cual, el cuadro se completaba: el poder violento y opresivo se mostraba como tal y los soberanistas y la izquierda española podían hacer valer su punto de partida. De modo que felices todos: el PP porque contentaba a los suyos y ganaba votos en España, los independentistas porque tenían las fotos que querían y la izquierda posmoderna porque así podía señalar insistentemente con el dedo a la vieja España fascista del régimen del 78. Economía política En fin, había muchos problemas en España, especialmente económicos, pero todos ellos se terminaban votando. En su marco conceptual, la manera de combatir el poder opresor era mediante la expresión de la voluntad popular. Si esta tomaba un cuerpo consistente, nada podían hacer los que mandaban más que someterse a ella. Esta era la idea central, y era enormemente ingenua. Si hubieran tenido algún conocimiento de la historia, leyeran a los clásicos, supieran algo de economía política o al menos tuvieran nociones de materialismo, deberían haberse dado cuenta de que cuando desafías al poder debes tener una fuerza de resistencia al menos equivalente para poder hacerle frente. Y en nuestro caso, cuando los estados tienen un peso mucho menor, las decisiones más importantes no recaen en ellos, pensar que con quitar a Rajoy todo se arreglaba era absurdo. El 1-O, como antes el referéndum griego, es un buen ejemplo de esto. Cataluña no puede marcharse en estas circunstancias. No tiene el apoyo internacional ni el respaldo social interno adecuado ni tampoco el dinero y el crédito que precisaría para contar con opciones reales de marcharse. Cero opciones de independencia, salvo que decidan separarse del mundo, poner en marcha en un mes un banco central y una moneda catalanes, y rezar para que alguien venga en su ayuda cuando los mercados se volviesen en contra. Y esta opción, explicada a los catalanes, no sería demasiado popular. Regreso al diálogo Todo esto era conocido. Por Rajoy, por los soberanistas y por la izquierda posmoderna española, y a ninguno le ha importado mucho. Y así hemos llegado hasta hoy, cuando hay que tomar una decisión de verdad. La gente ha salido a la calle, ha votado (al menos parte de ella, porque otra se quedó en casa) y ahora hay que aplicar coherentemente los resultados. Pero han pasado 48 horas desde el 1-O y la declaración unilateral de independencia (DUI) no ha llegado. Los bancos dicen que quizá trasladen sus sedes (el Sabadell se marcha a Alicante), sectores del PDeCAT y del independentismo comienzan a pensar que quizá la DUI no sea buena idea ahora, o que quizás estaría mejor hacerla en diferido, y abogados de Barcelona, algunos prelados de la Iglesia e incluso el FC Barcelona se ofrecen a mediar, se vuelve a hablar de diálogo y la cosa ya no parece tan clara. En otras palabras, después de la intención, es el momento de la realidad. De medir el poder con el que se cuenta, de ver las opciones concretas que se tienen en la mano y de darse cuenta de que quizá no se pueda hacer mucho con ellas. Pero esto no es solo el caso de Cataluña, es sobre todo el marco de la izquierda posmoderna española, la izquierda Paulo Coelho, esa que piensa que si se desea muy fuerte por mucha gente a la vez, el universo conspirará para que todo se haga realidad. Como demuestra la Historia, las cosas no funcionan así. Este error de nuestra izquierda del pensamiento mágico es normal. Cuando uno se desancla de lo material, se olvida de qué determina nuestro sistema y comienza a creer en que los astros se alinearán para que las cosas ocurran. Lo queremos, lo deseamos, es justo, ocurrirá. En fin, en estas situaciones, uno se acuerda de aquella frase tan repetida de ‘El gatopardo’, de Lampedusa, la de que todo debe cambiar para que nada cambie. Porque en este viraje desde la Transición hasta aquí, en esta desmaterialización de la izquierda, eso es justamente lo que ha ocurrido. Han llegado los gatopardillos: han cambiado todo, pero justamente para sacar de escena todo aquello que podía hacer cambiar algo. Justo en el momento en que nuestro sistema, sin necesidad de banderas, está dando pasos adelante sin descanso, transformando el mundo del trabajo, el del consumo, el de las condiciones materiales de la mayoría de los ciudadanos y el de las opciones de futuro con que contamos. Y a eso le han opuesto el pensamiento mágico. Lo malo no es lo que están haciendo, es la desilusión política que van a dejar en nuestra sociedad. (Esteban Hernández, 06/10/2017)


Demos:
La política es una lucha por la política. Nada en la política está nunca del todo fijo: ni el demos, ni la distinción entre lo considerado político y lo que no, ni desde luego las preferencias de los ciudadanos. ¿Cómo se resuelve democráticamente la emergencia de un demos dentro del demos, de un nuevo sujeto político soberano dentro de una comunidad ya constituida? Esto es lo que plantea la cuestión catalana. Es probablemente el conflicto más político que pueda existir. Y vino a estallar en una de las democracias más institucionalistas posibles, la española. Institucionalista significa que los ciudadanos han internalizado que sus demandas, por más justas que sean y aun cuando queden insatisfechas, no pueden contradecir ni siquiera mínimamente la palabra de las instituciones, ya que éstas siempre tienen razón. En verdad es una implosión, quizá consecuencia de la falta de ejercicio en tramitar conflictos a que ha llevado la asimilación excluyente de democracia y consenso. Equiparar la demanda de referéndum en Cataluña con casos imaginarios del tipo “no pueden votar sólo los hombres acerca de la política agraria europea” resulta superficial. No se trata de que una parte no puede votar en nombre del todo, sino de que en política el todo hay que definirlo, no viene dado por naturaleza. Demos no es población: ni siquiera coincide con los habitantes adultos. La ciudadanía es un modo de vida, una identidad, a la que se accede y no en todos lados del mismo modo (hay derecho de suelo y derecho de sangre, la mayoría de edad puede fijarse en distintas edades). El “querer vivir juntos” y de un modo determinado es la causa, no la consecuencia de la ley. Ésta sanciona a posteriori esa forma de vida elegida. No cualquier grupo se constituye en un todo, para ello tiene que adquirir cierta consistencia como tal: constituirse políticamente. Por eso tampoco tiene sentido preguntar por qué habría que hacer un referéndum en Cataluña y no, por ejemplo, en Murcia o Valencia. Sencillamente porque esas autonomías se identifican —hasta que manifiesten lo contrario— con el demos español. Por lo tanto, desde el punto de vista democrático, el problema es sobre qué criterios se constituye ese nuevo demos, no el hecho de que se constituya, lo cual parece un invariante de la política y, por tanto, un suceso históricamente inapelable. ¿La constitución del pueblo catalán como demos atenta contra la democracia? Los criterios con los que en la práctica se está constituyendo no son diferentes de los del demos español. No están operando criterios racistas, sexistas o xenófobos. Hay sí —aunque no en todas las voces que lo reclaman— un componente de egoísmo social. Pero éste no es extraño al demos español: basta ver el régimen foral navarro, la “paz fiscal” vasca o, incluso, la evasión impositiva en el nivel estatal. La formación del demos catalán no parece contradecir la democracia porque, en primer término, se está dando alrededor de la demanda de votar en referéndum qué tipo de comunidad política quiere ser (lo desea un 70/80%), no alrededor de la independencia (con casi el 50% a favor). Incluso no todos los que impulsan la independencia son nacionalistas, sino soberanistas. Un segundo elemento para evaluar la democraticidad de la constitución de ese demos es qué se pretende votar, porque es cierto que votar no equivale per se a democracia, al menos en términos de la concepción liberal hegemónica. En efecto, votar si las personas de piel oscura pueden ir a los mismos bares que los de piel blanca no sería admisible en términos democráticos liberales (aunque no llamemos democracia iliberal al régimen político norteamericano cuando era regido por una legalidad semejante). Lo que el referéndum catalán quiere votar no parece asimilable al ejemplo que poníamos. No parece ir contra los derechos de nadie votar qué grado de autogobierno adquirirá una comunidad que, en cualquiera de sus casos, no cuestiona la democracia (representativa, liberal y republicana, para más datos). Sólo en el caso de que se diera la independencia, podría dañar la identidad española de algunos de los que no viven en Cataluña. Pero esto no parece una privación de ningún derecho, sobre todo porque no cabría reclamar o justificar su realización contra la voluntad mayoritaria de otro grupo. No parecer razonable obligar a la mayoría de catalanes a renunciar a su independencia para que una parte de otro demos no vea afectada su noción identitaria (nacionalista española). Ya están corriendo los últimos minutos de un conflicto que al menos lleva siete años. En el cercano horizonte del próximo lunes 9 asoma, ahora sí, el peor escenario. Ya que las partes se autopresentan sobre todo como demócratas, sería bueno que aplicaran criterios democráticos para resolver el conflicto. Quizá por eso la clave sea preguntarse cuál solución fortalece o daña más los valores democráticos. (Javier Franzé, 08/10/2017)


Pinguinos Yugoslavia:
La España de los pingüinos salió ayer, por fin, a la calle. En Madrid eran miles, concentrados en la amplia plaza de Cibeles, frente al Ayuntamiento. Eran muchos más de lo que se esperaba de una convocatoria por internet surgida hace apenas una semana. Consiguieron una foto imponente, que pronto fue minimizada por los medios oficiales. En Barcelona llenaron la plaza de Sant Jaume. También estuvieron presentes en otras ciudades. ¡Hablemos!, gritaban los pingüinos, ataviados con camisetas blancas y sin banderas. Todo nació de una pancarta colgada en el balcón de una pequeña agencia de publicidad de la Gran Via madrileña con el lema “Parlem!”. La España de los pingüinos sale por fin a la calle. No sé si es un buen augurio, o la señal de que ya todo está perdido. No lo sé. Escribo estas líneas con una cierta emoción, puesto que hace once años publiqué un libro, mi primer libro, en el que tomaba prestada de la trágica Yugoslavia la metáfora de los pingüinos. La España de los pingüinos. Una visión antibalcánica del porvenir español, se titulaba. En Yugoslavia llamaban pingüinos a los ciudadanos que preferían inscribirse como yugoslavos en su pasaporte, en vez de consignarse como eslovenos, serbios, croatas, bosnios, montenegrinos o macedonios. Muchos eran hijos de matrimonios mixtos y no querían escoger entre papá y mamá. Otros, simplemente, se sentían más cómodos en la supranacionalidad. Otros quizás creían que el invento del mariscal Tito, la República Federativa Socialista de Yugoslavia, independiente de Moscú y de Washington, tenía un largo futuro por delante . Eran una minoría, apenas llegaban al diez por ciento. Fueron arrasados cuando todo se encendió. Aquella compleja Yugoslavia era un accidente geoestratégico que no interesaba a los poderes occidentales después de la implosión de la Unión Soviética. Dejaron que estallara, después se alarmaron por la magnitud del incendio, y después se repartieron las zonas de influencia. Eslovenia es muy austriaca. Croacia, muy católica y bien dispuesta con Alemania. La triturada Bosnia-Herzegovina ha quedado reducida a un montón de cantones, con Turquía muy presente en la islamizada Sarajevo. Montenegro es una colonia rusa en el Mediterráneo, después de haber sido cortejada por Italia. Serbia, eslava, ortodoxa, orgullosa y aislada, se recupera lentamente de sus traumas. Los dirigentes serbios fueron malos, pero no los únicos malos. Kosovo, albanesa, se ha convertido en la principal base militar de Estados Unidos en la Europa del Este. La ensalada Macedonia, medio eslava, un cuarto albanesa y otro cuarto muy diversa, aún se pregunta qué milagro evitó que fuera arrasada por la guerra. También hay pingüinos en España. También en Catalunya. Ayer muchos de ellos salieron a la calle. Son pingüinos distintos de los del mar Adriático, puesto que la enciclopedia ya nos advierte que este grupo de aves marinas cuenta con hasta dieciocho especies diferentes. El pingüino español se declararía nacional-español en su pasaporte, pero se muestra tolerante ante los que preferirían hacer constar otra nacionalidad. No quiere la independencia de Catalunya, tuvo muchas dudas sobre la legitimidad del referéndum del pasado domingo, pero se indignó al ver las imágenes de las cargas policiales en Catalunya. No quiere vivir en un país en el que las grandes controversias se resuelven a palos. Y ahora teme que todo lo que está ocurriendo, acabe con una deriva autoritaria del Estado, con la excusa del artículo 155, o del 116 (estados de alarma, excepción y sitio). Teme ver el ejército desplegado en Catalunya. Duerme mal pensado en esa posibilidad. Está angustiado. El pingüino de Catalunya seguramente estos días se siente un poco más catalán que español, –un poco más, no mucho más–, quizá fue a votar; participó en el paro del martes y acudió a las manifestaciones de protesta. Está enfadado, pero no quiere saber nada de declaraciones unilaterales de independencia. Está angustiado. También duerme mal. Teme que las cosas acaben muy mal. El pingüino catalán bien informado repasa los hechos de los últimos seis años y comienza a sentirse muy irritado con quienes aceleraron el motor independentista en el 2012 con el objetivo principal y casi exclusivo de evitar una mayoría de izquierdas en Catalunya, a consecuencia de los desgarros de la crisis económica. ¡Nunca más un tripartito!, gritaron en la Generalitat cuando vieron que la economía se ponía muy fea. El primer Artur Mas era un merkeliano de oro dispuesto a superar a Mariano Rajoy en el uso de las tijeras. Cambió de opinión el día que tuvo que entrar en helicóptero en el Parlament para sortear a los manifestantes del 15-M, que asediaban el viejo arsenal militar de la Ciutadella. Los sondeos empezaban a señalar una CiU a la baja. Se decidió entonces un cambio de estrategia: el soberanismo tenía que alcanzar la máxima intensidad para absorber las tensiones sociales. “Cuando Catalunya se divide dramáticamente entre derechas e izquierdas, las cosas van mal”, me comentó en aquel tiempo uno de los hombres de confianza de Mas. Se impulsó a fondo la Assemblea Nacional Catalana. La gran manifestación el Onze de Setembre del 2012 resumió todos los malestares y los sintetizó en el “Volem decidir”. Y después empezó todo. Hasta hoy. Los pingüinos quizá salen en el momento oportuno. La manifestación de la gente de blanco en Madrid era interesante. Familias. Gente tranquila de Podemos –timbre Íñigo Errejón–, gente del PSOE, gente de Ciudadanos, más de Inés Arrimadas . Era la manifestación que podía haber encabezado Pedro Sánchez, si no estuviera estos días en arresto domiciliario, bajo vigilancia de los poderes fácticos de su partido. Los pingüinos se han educado en democracia y representan a una España perfectamente posible. Son más mayoritarios de lo que el ruido atronador de estos días nos puede hacer creer. (Enric Juliana Ricart, 08/10/2017)


Somaliland:
Se pregunta uno si, en todo este sainete montado en torno y contra Cataluña, alguien se tomó la molestia de repasar algún manual de Derecho Internacional o, siquiera, un libro básico de historia del último siglo. Viendo los resultados, cabe pensar que no, pues hacer más el ridículo es imposible y ser más ‘bananero’ tampoco, con perdón de las bananas, tan ricas en potasio, ese mineral que primero se pierde haciendo deporte intenso. Crece uno tan condicionado en ciertos prototipos que cree que poniéndose traje y corbata se hace la persona inteligente y que quien accede a cargos públicos lo hace porque es listo, pero no. Visto lo visto (y lo que falta por ver), es cierto el refrán de que la mona, mona se queda aunque se vista de seda -o de político- y ese otro, de que el hábito no hace al monje. Que burros hay que aciertan por casualidad, pero que, flautas aparte, en la realidad de las cosas lo burros hacen burradas y los inútiles, inutilidades. 193 Estados forman las Naciones Unidas y ninguno de ellos admite que una región, área, departamento o comunidad pueda, alegremente, declararse independiente por sus verendas partes, sea haciendo pirámides con urnas o invocando a los dioses manes. Ocurre todo lo contrario. El Derecho Internacional (más exactamente, Interestatal) es celoso defensor de la soberanía estatal y reconoce el derecho inalienable –repetimos, inalienable- de cada Estado a preservar su integridad territorial recurriendo a todos los medios, incluyendo la fuerza si es menester, como ocurrió en el Congo con la secesión de Katanga (1960), en Nigeria con la de Biafra (1967-70) o la de Chechenia, en Rusia (2009). Sólo iluminados y analfabetos desconocen esta norma cardinal, la misma que ha dictado que no se reconozca la independencia de Osetia del Norte ni la de Abjasia, por más que Rusia quiera y desee. Misma norma por la que España rehúsa reconocer la independencia de Kosovo, impuesta a sangre y fuego por la OTAN, hecho que abría las puertas al infierno secesionista que ha anegado de sangre Europa durante dos siglos. Se aclara que las secesiones de Katanga y Biafra fueron promovidas por la CIA y empresas transnacionales, como parte del peor periodo de la Guerra Fría entre EEUU y la URSS. También deberían saber que proclamarse independiente, soberano y pituitario no basta para nacer como Estado, pues los Estados existen como tales Estados porque los demás Estados –todos a una o una vasta mayoría- deciden reconocerlos como tales, tengan o no base material y humana cierta o presunta. Hasta 1971, por imposición de EEUU, la intrascendente isla de Taiwán ocupó el lugar de China en NNUU, resultando que una isla diminuta y títere ocupaba la silla de una potencia de 9 millones de kilómetros cuadrados, incluso en el Consejo de Seguridad, pues no se reconocía a la China real. Hay quince territorios en el mundo que son independientes de facto e inexistentes de iure, como Puntlandia, Somaliland, Transnitria, Alto Karabaj o la República Turca del Norte de Chipre. No se les reconoce como Estados porque los Estados existentes los consideran parte de un Estado reconocido, aunque ese Estado reconocido no pueda imponer su autoridad sobre esos territorios. Para NNUU y la comunidad internacional –que son lo mismo- Transnitria es parte del Estado soberano de Moldavia, el Alto Karabaj de Azerbaiyán y Puntlandia de Somalia, aunque Somalia, como Estado, haya desaparecido. Puede ocurrir lo opuesto, que se reconozca como Estado a un ente que no lo es porque otro lo ocupa, como ocurre con Palestina, que no tiene independencia, ni soberanía, ni justicia y donde sus ciudadanos son pasto de perros para los israelíes. La bufonada –perdón si alguien se ofende, pero el adjetivo es correcto- de proclamar la independencia unilateral de Cataluña fue acto más propio de un circo que no de una comunidad, región, ente o poltergeist de un país que pasa por ser rico y serio y que, al final, ha resultado ser lo uno –muy desigualmente-, pero no lo otro. Antecedentes había en cantidad suficiente para darse cuenta de la fútil charada, pero daba igual. En la realidad de las cosas, no ha hubo un acto político –en el sentido exacto y preciso, del término-, sino algo más próximo a lo que se llamaba, tiempo atrás, “locura colectiva” o “enfermedad psicogénica masiva”, es decir, la propagación como peste de un trastorno de carácter psicológico entre sectores importantes de una comunidad humana, que le hace perder el contacto con la realidad e imaginarse mundos, monstruos o paraísos que sólo existen en su delirio. ¿Cómo explicar de otra manera que tanta gente terminara creyendo o tomándose en serio algo que nadie, nadie, nadie, salvo sus predicadores, pontífices y chamanes, daban por viable? La Unión Europea, conjunta y separadamente, EEUU, Rusia y todo gobierno preguntado al respecto respondieron con un NO rotundo al reconocimiento de Cataluña como Estado independiente, hecho suficiente en sí mismo para que se detuviera el circo y los interfectos recobraran la cordura. Porque, careciendo de reconocimiento internacional y sin posibilidad ninguna de obtenerlo ¿a santo de qué seguir con un sainete que no iba a ninguna parte, salvo al ridículo más inútil, a la mofa y a la befa, además de al conflicto social y al descalabro económico? Estos fenómenos, visto el caso español, resultan ser altamente contagiosos, pues, al final, casi toda España se tomó en serio el esperpento, en primer lugar el gobierno. Enviar a las fuerzas de orden público a reprimir las votaciones del 1-O fue demostración de que la locura colectiva se pega como la gripe. Si esa jornada ‘electoral’ carecía de validez, ¿a santo de qué seguirle el juego? Fue caer en la trampa y, ridículo entre los ridículos, la intervención policial terminó dándole relevancia a algo que no lo tenía, pues sin palos ni garrotes el 1-O hubiera pasado con más pena que gloria, pero ya lo decía Einstein, que hay dos cosas infinitas, el Universo y la estupidez humana. Favor mayúsculo le hubieran hecho al país si hubieran declarado feriado policial el 1-O. Ahora van de juicios persecutorios y cárceles contra los líderes independentistas, con lo cual, en vez de hacer lo que prudencia manda, que es cerrar heridas, las han hecho en canal, para que sangren, proporcionando mártires y paladines a “la causa”, dando la razón a Groucho Marx, de que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Eso, el gobierno. El papel de la izquierda española (pero, ¿hay izquierda aquí?) es aún más patético. Queriendo quedar bien con Dios y con el diablo se ha quedado en el limbo de los insulsos, esos que de tanto querer entender terminan no entendiendo nada. ¿Libre determinación indiscriminada? ¿Dónde han leído eso? ¿En el manual de filosofía del derecho de Mortadelo y Filemón? ¡Por favor, si parecen discípulos de Rompetechos! Su capacidad para confundir el culo con las témporas merece, en el mejor de los casos, el premio IG Nobel, ese que parodia los Nobel y con los que se premian los mayores disparates. No, no hay, no existe, salvo en mentes exaltadas, ningún derecho de libre determinación indiscriminada. Ese principio nació para luchar contra el colonialismo y se le reconocía a un pueblo entero, a todo un pueblo, no a partes de él. Si se admitiera una libre determinación ilimitada, al final se terminaría creando las repúblicas de Ikea, que es una empresa que emboba para vender y que no tiene voz, sino publicidad. Según la interpretación delirante de cierta izquierda –al menos, la única que habla- Cataluña tiene derecho de independizarse de España y, en esa línea, Gerona de Cataluña, Figueras de Gerona y así hasta el infinito, es decir, hasta la infinita estupidez humana, que haría que cada ser humano que quiera ‘libredeterminarse’ se convierta en república soberana, reduciendo el mundo al caos. La izquierda, nacida internacionalista y con la lucha de clases por señera en defensa de la humanidad, se ha reducido a sí misma al ‘libredeterminismo’ cateto, simplista y –de fondo y forma- retrógrado, pues, convertida en compañera oficiosa del nacionalismo sectario ha contribuido a alimentar el nacionalismo reaccionario. Es así que la derecha anda eufórica paseando banderitas salvapatrias, sabedora que se ha llevado el gato al agua, aunque el gato, al final, termine ahogado. Sepultado el internacionalismo proletario, la izquierda se queda sin análisis, vacía y vaciada, desdibujada por su incapacidad para presentar una respuesta coherente y firme al nacionalismo sectario. Para tener esa izquierda, mejor que desaparezca y deje sitio a una coherente, razonada y razonable, que sepa ser motor de cambio y esperanza. Deberíamos llorar, pero de indignación y rabia, ante el alud de estupideces que nos ha anegado y que, vanidad de vanidades, seguirá anegando al país, pues esos mismos que lo han llevado a esta feria de abalorios, simplezas y megalomanías seguirán gobernando después del 21 de diciembre. Que Dios y el diablo nos agarren confesados y, eso sí, por favor, sin banderas, banderines ni gallardetes, salvo los de la solidaridad, la fraternidad, la igualdad y, por encima de todo, los de una razonable humanidad preocupada por el cambio climático, la corrupción, los desahucios, las desigualdades cada vez más rampantes y los desamparados, que esos ni determinan ni son determinados. (Augusto Zamora R., 09/11/2017)


Juicio: Turull:
El fiscal Javier Zaragoza ha puesto en duda este lunes que los heridos del 1-O efectivamente fueran heridos por las cargas policiales documentadas en cientos de vídeos, e incluso que estos heridos realmente sangrasen como consecuencia de las lesiones causadas por los agentes. Ante La Sala de Lo Penal del Tribunal Supremo, en la décima sesión del juicio al procés catalán, el fiscal ha preguntado al exsecretario de Estado de Seguridad, José Antonio Nieto, llamado en calidad de testigo, si la orden de detener las cargas contra los ciudadanos que acudieron a colegios electorales en esta jornada tuvo que ver con las imágenes difundidas por los medios de comunicación que documentaron la virulencia de estas cargas, criticadas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) o por Amnistía Internacional. Así, Zaragoza deslizaba que en las imágenes de ese día aparecen "heridos o personas que parecía que sangraban o estaban heridas". Nieto respondía que "había personas que parecían heridas", y el presidente de la Sala, Manuel Marchena, llamaba la atención al fiscal. Le reclamaba que no pidiese al testigo "valoraciones" sobre las imágenes, o sobre "la intensidad o la no intensidad de la violencia". Marchena aludía incluso a las "valoraciones" que hizo "el fiscal sobre el origen de la sangre" de los heridos, para incidir en que las imágenes "están ahí", y serán utilizadas como prueba, si bien no toca ahora valorarlas. Menos aún sin exhibirlas. Zaragoza acumula llamamientos de atención por inocular opiniones o valoraciones en sus preguntas desde el arranque del juicio al procés catalán, si bien este lunes el propio Marchena ha llegado a reestructurar y trasladar al testigo alguna de sus preguntas. El fiscal incluso ha preguntado a Nieto si "hubo cargas policiales", el 1-O y el número 2 de Interior lo ha negado. El presidente del Tribunal fue particularmente crítico con la actuación de Zaragoza en el interrogatorio al expresidente de la ANC, Jordi Sànchez. Así, recriminó al representante del Ministerio Público que mostrase su extrañeza ante una respuesta de Sànchez: “No estamos para manifestar extrañeza con las respuestas”; “Eso para el informe, señor fiscal", apuntó poco después. "Vamos a intentar evitar las conclusiones sobre lo que es delictivo o no es delictivo”, “Vamos a hacer preguntas sobre los hechos, no incluyan reproches”, zanjaba Marchena. (A. LÓPEZ DE MIGUEL, 04/03/2019)


No es tiempo de jueces:
En 1981 Óscar López Rivera fue condenado a un total de 70 años de presidio acusado de conspiración para la sedición, sin que se le imputara ningún hecho violento, por reclamar la independencia de Puerto Rico. Después de pasar 35 años recluido en cárceles norteamericanas, el presidente norteamericano Barak Obama, le concedió el indulto en enero de 2017. Pocos meses después comenzarían los avatares para los independentistas catalanes por promover la secesión y proclamación de la República de Cataluña. Es este un ejemplo de lo que puede suponer una sentencia judicial cuando se mezcla con un conflicto político. El caso del procés desde su inicio se vio afectado por el tinte político que impregnó todo. Sería en septiembre de 2017 cuando el fallecido fiscal general Maza daría instrucciones para que se desencadenara el tsunami judicial que este lunes cumplió una de sus principales etapas, aunque no la última. A Pujol y sus colegas les vino de perlas la "aparición" de esta crisis de reclamación de la soberanía para camuflar sus chanchullos económicos. Puigdemont y los suyos fueron autores de una ilegalidad manifiesta cuando optaron por desafiar la Constitución y el Estatut, en vez de resolver los problemas por la vía de la negociación, el debate y el acuerdo político. Los sectores más radicales se frotaban las manos de satisfacción ante la oportunidad de ejercer su vocación antisistema. Por su parte, el Partido Popular, que tanto había trabajado en crear el caldo de cultivo previo, entró al trapo con dedicación. Cataluña le venía bien a Rajoy por desviar la vista de la corrupción que se dirimía en los tribunales y culminaría en el caso Gürtel con una sentencia clara de condena al PP y su salida del Gobierno, tras una moción de censura. En este punto, unos y otros se asemejan: los del 3%, los de Banca Catalana, los del Palau, los de la Púnica, los de la Gürtel… El PP añadía a esta huida hacia delante de sus propios problemas con la Justicia su intención de hacer ver la mano dura de sus postulados de derecha frente a un Ciudadanos que le comía –entonces– terreno electoral. ¿Qué mejor que el espectáculo judicial para distraer el foco de atención, y resolver un asunto enojoso que, sin interés por solucionarlo de forma operativa, se iba de las manos? De ahí que no se hiciera mayor esfuerzo para abordar el tema desde la política. Los del Govern fueron radicalizando sus llamamientos y el Gobierno del PP dejó todo en manos de la Fiscalía, que abordó con entusiasmo una respuesta jurídica a un problema de otro calibre con la acusación de sedición primero y rebelión después, como caballo de batalla. Ni rebelión ni sedición Metidos en materia, desde el principio, en septiembre de 2017, dije que no veía sedición ni rebelión como tipos delictivos de los hechos que se juzgaban. Y sigo sin verlo. Sin duda los ahora sentenciados obraron de forma ilegal, inventaron sus reglas y lanzaron su desafío. Sabían de sobra que estaban quebrando las normas legales y constitucionales, que les vinculaban y que su actitud tendría, probablemente, consecuencias penales. Y a pesar de ello, actuaron, aunque no como se ha interpretado por las acusaciones y por la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Si algo ha existido en este procedimiento, y en los que le seguirán, para los cuales ya está marcado el camino, es que no habría absolución. El mantenimiento de la prisión provisional era claramente demostrativo de la solución condenatoria. Dice la sentencia que ha puesto fin al caso, de fecha 14 de octubre de 2019, que "...La exclusión del delito de rebelión como propuesta final para el juicio de subsunción se produce, como venimos razonando, por la ausencia de una violencia instrumental, ejecutiva, preordenada y con una idoneidad potencial para el logro de la secesión. Pero también, de modo especial, por la falta de una voluntad efectiva de hacer realidad alguno de los fines establecidos en el art. 472del CP...". Si esto es así, ahora, para el tribunal y lo expone con tanta contundencia, la pregunta sería: ¿por qué no lo fue igualmente para el instructor y para la Sala que resolvió los recursos, que defendieron la existencia de la presunta rebelión? Si se hubiera hecho esta sencilla exclusión, entonces las prisiones preventivas acordadas no se hubieran mantenido vigentes hasta el mismo momento de la condena. Es claro que la fase de instrucción es una simple preparación y un aporte de indicios para el juicio oral, pero, en este caso, las evidencias, las alarmas eran tantas que es muy difícil asumir que se mantuviera hasta el final, con calificaciones tan "contundentes" como vacías de contenido del fiscal y la acusación popular. A la luz de la decisión, el tribunal ha seguido la estela de la Abogacía del Estado que, a la hora de la calificación, rectificó y a la postre ha visto puestos en valor sus argumentos, bajo la batuta de la Ministra de Justicia, Dolores Delgado, enormemente atacada en ese momento y obligada a comparecer en forma contumaz por la oposición para que rindiera explicaciones en el Parlamento. Pero tampoco estimo que exista sedición. Sobre el referéndum El relato de los hechos probados de la sentencia parte de la intención que supuestamente tuvieron los alzados en concertarse para engañar al pueblo catalán con las leyes de desconexión, referéndum y normativa posterior. Es decir, todo el armazón fáctico sobre el que se basa la sentencia es declarar probado que eso aconteció así; de donde se desprende que si realmente no hicieran esa afirmación voluntarista, no habría base alguna para sustentar una sentencia condenatoria: estrategia concertada por los principales acusados... "De lo que se trataba era de crear una aparente cobertura jurídica que permitiera hacer creer a la ciudadanía que cuando depositara su voto estaría contribuyendo al acto fundacional de la República independiente de Cataluña". Todos los que fueron a votar el día 1 de octubre de 2017 sabían que el referéndum no era legal, que carecía de efectos legales y constitucionales; que era una mera consulta popular por más que se quisiera dar apariencia de legalidad, resulta un hecho notorio que no lo era. Siguen diciendo la resolución en los hechos probados: "...era indispensable conseguir la movilización de miles y miles de ciudadanos que, en un momento determinado, pudieran neutralizar cualquier manifestación de poder emanada de las autoridades judiciales y gubernativas del Estado". Es difícil declarar probado como hecho que los votantes que concurrieron a aquella consulta lo hicieron engañados. Mas bien fueron conscientes de lo contrario, sabían que no habría efecto jurídico, pero quisieron demostrar su voluntad de independencia. En todo caso, creo que es aventurado afirmar que el poder de los acusados fue tal que indujeron al alzamiento tumultuoso a más de dos millones de personas. "Con este fin y con el de lograr una participación relevante en la consulta presentada como la expresión del «derecho a decidir», se sumaron al concierto los acusados D. Jordi Sánchez Picanyol y D. Jordi Cuixart Navarro. Eran los líderes respectivos de la Asamblea Nacional Catalana (en adelante, ANC) y de Ómnium Cultural (en adelante, OC), organizaciones ciudadanas que fueron puestas por sus dos principales dirigentes al servicio de la maniobra de presión política que había sido ideada de forma concertada con el resto de los acusados." De las sesiones del juicio oral resulta clara la participación de esos líderes, pero también es obvio que no hubo una incitación ni al alzamiento tumultuoso ni a la violencia, más bien fue exactamente lo contrario y, en todo caso, posterior al inicio de la actuación judicial, en el caso de lo sucedido con ocasión del registro de la Consejería de la Generalitat, el 20 de septiembre. Lo que la sentencia describe en los hechos probados sobre el desarrollo del referéndum y las carencias del mismo que le restaban toda credibilidad son elementos más que suficientes para que tal acto quedara nulo de pleno derecho y así se derivaba del quebranto constitucional expresado por el Tribunal Constitucional. Consecuentemente, si el acto era nulo, ¿qué relevancia puede dársele para considerarlo parte de una estrategia de alzamiento tumultuario? Que era parte de la estrategia independentista resulta evidente, pero esto en sí mismo no es delictivo en el ordenamiento jurídico español, como tampoco la declaración unilateral de independencia, como lo reconoce la propia sentencia: sí la desobediencia en la que se incurra si el acto está prohibido por el TC, como en este caso. ¿Hubo no violencia? "La ausencia de violencia en las convocatorias multitudinarias añadía una seña de identidad que reforzaba, si cabe, su capacidad de convocatoria. De ahí que la vanguardia para la movilización ciudadana dirigida a la celebración del referéndum fuera asumida por ambos acusados". Esto lo dice el TS para después resaltar exponencialmente los hechos acontecidos el 20 de septiembre y otros en los que se describen actos de desórdenes públicos graves y que podrían haber llevado a unas penas de hasta 6 años de cárcel (art.557 bis, 3ª y 5ª del Código Penal) pero para incardinarlos en la "estrategia concertada" a la que se apunta el Tribunal, y así, inevitablemente, utilizarlos para ir conformando la sedición. La sedición en ningún momento estuvo en el ánimo de esos acusados cuando se sumaron e incluso dirigieron los hechos acontecidos en aquella fecha. No puedo evitar recordar cuando en las investigaciones contra ETA se rodeaban los domicilios, empresas, instituciones, etc. ante acciones judiciales que se consideraban contrarias a los intereses de las personas afectadas por las investigaciones. La diferencia es que nunca se las consideró delito de sedición. Son llamativas y preocupantes las referencias que la sentencia hace respecto de la actuación o falta de la misma por parte de los Mossos, fuerza de seguridad catalana. Se hacen juicios de valor, a unos les imputan desidia y para los otros asumen que recibir órdenes de retirada es intrascendente, al contrario que para las referidas a los primeros, que tildan de sediciosas. Y en los razonamientos jurídicos, la acusación que se vierte contra ellos, que no están siendo juzgados, cuando menos puede preconstituir el caso que se sigue en la Audiencia Nacional contra el mayor Trapero y es contradictorio porque por un lado se los presenta como víctimas y en otro como perpetradores o cuando menos coadyuvantes a la acción delictiva de sedición. Demasiados juicios de valor "Bajo el imaginario derecho de autodeterminación se agazapaba el deseo de los líderes políticos y asociativos de presionar al Gobierno de la Nación para la negociación de una consulta popular", continúa la sentencia. Este juicio de valor es impropio de un relato de hechos probados. Debería estar en la valoración jurídica de los hechos, predetermina el fallo y eso es procesalmente incorrecto, además de que adelanta la intención condenatoria que posteriormente se plasma en el fallo. "Los ilusionados ciudadanos que creían que un resultado positivo del llamado referéndum de autodeterminación conduciría al ansiado horizonte de una república soberana, desconocían que el 'derecho a decidir' había mutado y se había convertido en un atípico 'derecho a presionar" ¿Cómo se puede afirmar esto como probado sin introducirse en las mentes de los más de dos millones de personas que votaron a favor la propuesta? ¿Por qué no pensar también que todos sabían que era lo que se votaba y por eso fueron a depositar su papeleta? Tratar de incautos a los ciudadanos desvela una actitud soberbia y de menosprecio hacia ese número de personas que estaban ejerciendo un derecho de libre expresión de sus ideas. "Los ciudadanos fueron movilizados para demostrar que los Jueces en Cataluña habían perdido su capacidad jurisdiccional y fueron, además, expuestos a la compulsión personal mediante la que el ordenamiento jurídico garantiza la ejecución de las decisiones judiciales." Esta es una afirmación estrictamente voluntarista y juicio de valor, gravísimo error al recogerse en unos hechos probados lo que simplemente es un juicio de intenciones. ¿Qué elementos tienen el ponente y los demás magistrados sentenciadores para arrogarse la decisión sobre la intención de los votantes, en el sí o en el no? ¿Acaso, ellos son los llamados a definir que los que optaron por el sí, estaban equivocados y los que dijeron no, eran los que sí comprendían el alcance de la trampa? Si esto fuera así, ese solo hecho destruiría la sentencia. Asevera el ponente: "En el presente caso, de lo que se trataba era de hacer posible un referéndum que condujera, con la ayuda de la movilización ciudadana, a destruir las bases fijadas por el poder constituyente." Por más que se esfuerza la sentencia en potenciar por encima de la despenalización del delito de convocatoria ilegal de referéndum de 2005 lo consigue escasamente a ojos críticos e imparciales, ajenos a la predisposición que el Tribunal hace con el concilio entre autoridades, organizaciones de la sociedad civil, soberanistas y pueblo catalán participante en las manifestaciones y referéndum, para construir la tesis condenatoria. Pero es lo cierto, que ese vacío incriminatorio no existe, ya que lo cubre la desobediencia, no la sedición ni la rebelión. Lo que sucede en el caso de autos es que el TS opta por una especie de solución salomónica por la vía de la sedición, previo preordenar todos los esfuerzos al fin de los alzados, cuando lo que se acumulan son conductas de coparticipación, pero no un plan sedicioso para lo que ineludiblemente tendrían que contar con los ciudadanos y que se demostrara sin lugar a duda que el levantamiento fue tumultuario (art. 544 CP). Incongruencia La sentencia es expresiva cuando afirma que los "procesados que, al mismo tiempo que presentaban el referéndum del día 1 de octubre como expresión del genuino e irrenunciable ejercicio del derecho de autodeterminación, explicaban que, en realidad, lo que querían era una negociación directa con el Gobierno del Estado. Es insalvable la contradicción en que incurre quien se dirige a la ciudadanía proclamando que ha accedido a su propio espacio de soberanía e inmediatamente deja sin efecto la declaración de independencia para volver al punto de partida y reclamar, no la independencia, sino la negociación con un ente soberano del que afirma haberse desgajado, aunque solo temporalmente durante unos pocos segundos". "Como hemos apuntado arriba, la defensa política, individual o colectiva, de cualquiera de los fines enumerados en el art. 472 del CP -entre otros, derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución o declarar la independencia de una parte del territorio nacional- no es constitutiva de delito. Pero sí lo es movilizar a la ciudadanía en un alzamiento público y tumultuario que, además, impide la aplicación de las leyes y obstaculiza el cumplimiento de las decisiones judiciales. Esa es la porción de injusto que abarca el art. 544 del CP. Ambos preceptos se encuentran en una relación de subisidiariedad expresa. No podemos, en fin, hacer nuestro un mal entendido principio de insignificancia, que reconduzca a la total impunidad comportamientos que, inútiles para las finalidades determinantes del tipo de rebelión, satisfacen las previsiones de otros tipos penales, como en este caso, el delito de sedición". Sin embargo, lo que de aquí se desprende es una clara incongruencia con el relato de hechos probados en los que se va describiendo todo un plan detallado y concatenado, con todos los elementos coadyuvantes que definen la urdimbre criminal que ahora se rechaza. En ese plan criminal previo no puede contarse con los hechos nuevos que no dependen del plan sino de la coyuntura judicial, por ejemplo en la que las entradas, registros y detenciones del día 20 y otros actos judiciales eran desconocidos para los acusados. No es admisible en derecho despachar este esencial elemento con la afirmación de que había instrucciones generales de actuar en la calle y frente a las instituciones o lugares afectados. No es válido acudir al elemento contextual para armar un delito de sedición inexistente que, al final, se concreta en dos hechos puntuales. Como tampoco, es defendible la afirmación que la discrepancia respecto del delito de sedición aplicable a estos hechos enjuiciados responde al principio de insignificancia puesto que debe reconocérsele la relevancia penal correspondiente, pero no la extendida a los tipos de rebelión que se rechaza ni al subsidiario de sedición que se acoge oportunamente para que no quede "descapitalizado" el proceso. En la causa, existen conductas penales relevantes como los desórdenes públicos del artículo 557 bis 3ª y5ª del CP, además de las de malversación de caudales públicos y otras posibles figuras delictivas. Los contornos del delito "En definitiva, el principio de proporcionalidad propio del derecho penal democrático exige valorar si el tumulto imputado a los autores pone efectivamente en cuestión el funcionamiento del Estado democrático de derecho". Desde la perspectiva de la actividad delictiva, la sedición, como la rebelión, se caracteriza por no ser cometida mediante un solo acto sino por la sucesión o acumulación de varios. Son delitos plurisubjetivos de convergencia, en la medida en que su comisión exige una unión o concierto de voluntades para el logro de un fin compartido. La mera reunión de una colectividad de sujetos no es, sin más, delictiva. El delito surge cuando, además de ser tumultuaria y pública, acude como medios comisivos a actos de fuerza o fuera de las vías legales, para dirigirse con potencial funcionalidad a lograr que las leyes no se cumplan o que se obstruya la efectividad de las órdenes o resoluciones jurisdiccionales o administrativas. El alzamiento, por tanto, se caracteriza por esas finalidades que connotan una insurrección o una actitud de abierta oposición al normal funcionamiento del sistema jurídico, constituido por la aplicación efectiva de las leyes y la no obstrucción a la efectividad de las decisiones de las instituciones. "Los contornos del delito de sedición -otra cosa sería probablemente la violencia que caracteriza a la rebelión- quedan cubiertos cuando del simple requerimiento a quienes permanecían aglomerados y compactados se pasa al necesario intento de anular su oposición. También cuando los agentes tienen que claudicar y desistir de cumplir la orden judicial de que son portadores ante la constatada actitud de rebeldía y oposición a su ejecución por un conglomerado de personas en clara superioridad numérica. Igual significación penal hay que atribuir al anuncio por los congregados de una determinada actitud de oposición a posibilitar su actuación, incluso mediante fórmulas de resistencia -si se quiere, resistencia no violenta por acoger la terminología de la prueba pericial propuesta por D. Jordi Cuixart-. Esa negativa, en ese escenario, aunque no se diese un paso más, es por sí sola apta e idónea para colmar las exigencias típicas del delito de sedición". En este apartado, la sentencia habla de insurrección o abierta oposición al normal funcionamiento del sistema jurídico..., lo cierto es que en el caso del día 20, existió dificultad no tanto en el desarrollo sino en la conclusión del acto, con dificultades surgidas del conjunto de ciudadanos que en un muy importante número se congregaron en el lugar. Las consignas de obstaculización o impedimento finalmente no impidieron la ejecución de la medida judicial, que, desde luego se podía calificar de alto riesgo y por ende debería de haberse previsto la necesidad de medios de disuasión necesarios y proporcionales. Lo que no se puede es imputar a los acusados como alzamiento tumultuario y además con ciertas dosis de violencia, como se hace en la sentencia, con una clara finalidad de integrar el tipo del 544 que solo con fórceps acogería los hechos acontecidos, lo que fue una presencia tumultuaria si se quiere pero no violenta ni activamente beligerante contra la autoridad judicial. De haberse empleado la fuerza de disuasión correspondiente no hubiera acontecido lo que ahora se considera la base de la sedición. "El derecho a la protesta no puede mutar en un exótico derecho al impedimento físico a los agentes de la autoridad a dar cumplimiento a un mandato judicial, y a hacerlo de una forma generalizada en toda la extensión de una comunidad autónoma en la que por un día queda suspendida la ejecución de una orden judicial. Una oposición puntual y singularizada excluiría algunos ingredientes que quizás podrían derivarnos a otras tipicidades. Pero ante ese levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica, no es posible eludir la tipicidad de la sedición. La autoridad del poder judicial quedó en suspenso sustituida por la propia voluntad -el referéndum se ha de celebrar- de los convocantes y de quienes secundaban la convocatoria, voluntad impuesta por la fuerza". La afirmación de la suspensión de la orden judicial por un día no se ajusta a la realidad de los hechos porque la diligencia comenzó a determinada hora de la mañana, sin incidencia, sencillamente porque no era conocida, y siguió sin dificultad interna hasta su finalización, la "resistencia pasiva" que le parece exótica al ponente no es más que el ejercicio de la discrepancia democrática que tiene que ser contenida con los medios proporcionales de contención. Lo contrario sería reconocer la insuficiencia del estado, en cualquiera de sus instituciones, para hacer frente a una coyuntura sobrevenida y que no puede considerarse parte de ningún levantamiento tumultuoso. Feroces críticas Hasta que los magistrados han optado por la sedición, este concepto ha sido la bestia negra para la derecha orquestada en torno a los acontecimientos. No hay más que recordar la que se organizó cuando la Abogacía del Estado planteó así su petición en noviembre de 2018. Las críticas fueron feroces contra el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y contra Dolores Delgado, la titular de Justicia, ministerio del que depende Abogacía del Estado. Pablo Casado lo dejó bien claro: "Es indecente que el Gobierno humille a España forzando a la Abogacía del Estado a desmarcarse de la Fiscalía y a no acusar por rebelión a los golpistas". Albert Rivera, por su parte, afirmó que "Sánchez está utilizando el poder ejecutivo para beneficiar a los que dieron un golpe contra nuestra democracia y lo hará para indultarles si les condenan los tribunales". Curiosamente Ciudadanos acababa de acoger en sus filas como candidato para las elecciones del 28 de abril a Edmundo Bal, que había sido director del departamento penal de la Abogacía del Estado desde 2002 y que fue relevado de su cargo cuando se negó a firmar el escrito de acusación por no mantenerse la acusación de rebelión, como bien recordaba ayer el periódico El País. Hoy, en cambio, los personajes mencionados abrazan la decisión del Supremo sobre la sedición con buen talante: Casado manifestó su satisfacción al demostrarse que "el que la hace la paga". "Hoy hemos ganado los buenos, los demócratas", afirmó por su parte Rivera. La sentencia, sin embargo, acoge al completo los postulados de la Abogacía con una ligera elevación de las penas solicitadas. Y sin rebelión. Supremo enfado La injerencia del poder político en los temas del poder judicial ha sido por tanto una constante en todo el proceso, con virulencia y a riesgo de perturbar la tranquilidad debida a la Sala. Lo más escandaloso en este sentido ha sido la insistencia de nuevo de los líderes del PP y Ciudadanos en exigir que el Gobierno no debía indultar a los políticos ahora condenados. Esa tenacidad en un tema inexistente aun cuando el juicio estaba aún en su apogeo tuvo su máxima expresión en el debate que los candidatos a la presidencia celebraron en televisión en el mes de abril. Me pareció, y así lo manifesté en público, "una interferencia gravísima en la independencia e imparcialidad de los jueces del procés que todavía no se han pronunciado". El propio tribunal introduce en la sentencia unas líneas en las que se intuye el enfado, a estas tenaces exigencias de los políticos: "El debate sobre la procedencia de un indulto, cuando todavía ninguno de los acusados ha sido declarado culpable, es un elocuente ejemplo de falta de rigor y responsabilidad institucional". Lo que los magistrados señalan es evidente pero, como todo lo que ha rodeado a este caso del procés, parece no afectar a los políticos, que son quienes más deberían velar por los deberes fundamentales y no lo hacen. Pero hay que mirar hacia el futuro. Es el momento, ahora sí, de asumir responsabilidades políticas, y de poner sobre la mesa medidas razonables. Entre esas medidas hay que hablar de indulto, de progresión en grado y obviar todo lo que suponga venganza. Pero para ello deben cesar los desmanes que se están cometiendo por una sentencia que aun cuando no se considere justa, es legal y por tanto la oposición debe mostrarse por vías civilizadas. La reacción de la ciudadanía se alimenta momentáneamente de ira y frustración. Es fruto del desacuerdo con una decisión discutible, pero arrasa con toda posibilidad de acción por parte del Gobierno, que tendría muy difícil conceder medida de gracia alguna en este estado de cosas contando además con la oposición férrea de la Fiscalía. Sobre todo, para nada deben traerse a colación ni los argumentos, ni las causas o razones para mediatizar la ejecución de la sentencia. Las sentencias hay que cumplirlas y una forma de cumplimiento siempre que se respeten las leyes que regulan las normas de perdón e indulto y progresión de grado es precisamente el cumplimiento en libertad. Hay que pensar que mientras los condenados estén en prisión, el conflicto continuará; ahora los políticos tienen que dialogar. El tiempo de los jueces ya ha pasado. (Baltasar Garzón 16/10/2019)


Sentencia:
La sedición no es una rebelión en pequeñito. No por las penas, que son igualmente altas, sino por su naturaleza legal. La rebelión es un alzamiento armado, un delito contra la Constitución. La sedición figura en otro apartado del Código Penal: el de "desórdenes públicos". Es una pena de origen autoritario y que ni siquiera aparece como tal en buena parte de las legislaciones europeas. No al menos con la dureza con la que el Tribunal Supremo la acaba de aplicar. La raíz histórica de ambos delitos es la misma: un atentado contra el orden social establecido que permitía declarar el estado de guerra. Pero los matices son muy distintos y fáciles de diferenciar. La rebelión era la protesta armada contra el gobierno o el rey. La sedición era otra cosa, muy diferente al alzamiento militar: era la algarada de los campesinos contra el orden en vigor y nace en una época en la que no existía el derecho a protesta, a reunión o a manifestación. La sedición no violenta es, por tanto, un delito autoritario que debería ser incompatible con la democracia. Porque un Estado democrático es aquel donde el derecho a la protesta pacífica es un bien superior. Este lunes, 14 de octubre de 2019, el Tribunal Supremo español ha decidido sentenciar que la protesta pacífica –que es el caso de los Jordis– merece nueve años de prisión. Porque el Supremo niega que la violencia que se vivió en esos días fuera "instrumental, funcional, preordenada a los fines del delito". La sentencia deja claro que hubo algunos episodios violentos, pero no un plan violento contra el orden constitucional. Porque el Supremo no cuestiona el compromiso de Jordi Cuixart "con la no violencia, siempre elogiable". "Tampoco desconfía lo más mínimo de sus convicciones pacifistas y su repudio de actuaciones violentas", añade la sentencia contra el procés catalán. En otro de los párrafos, llega a elogiar a la ANC como "una asociación cuya legalidad no ha sido cuestionada" y que tiene "un relevante papel en el tejido social de la comunidad catalana". Porque el Supremo también admite algo que llama mucho la atención, entre otras razones porque es la pura verdad: que el procés catalán no fue, en sí mismo, un intento de secesión. "Todos los acusados eran conscientes" –dice la sentencia– de que el referéndum del 1 de octubre era "inviable" y "no podría conducir a un espacio de soberanía". El plan era otro, asegura el Supremo: "El deseo de los líderes políticos y asociativos de presionar al Gobierno para la negociación de una consulta popular". En resumen: la sentencia dice que el procés no fue un golpe de Estado, que no fue un plan violento, que no pretendía de forma inmediata la secesión de Catalunya, sino presionar al Gobierno a negociar un referéndum como el escocés... Que el independentismo es un movimiento de "convicciones pacifistas". Un movimiento pacífico cuyos principales líderes, a los que respalda casi la mitad de la sociedad catalana, han sido condenados a altísimas penas de prisión. El procés, según la sentencia, nunca tuvo ninguna oportunidad. El Estado controló en todo momento la situación. El plan no era lograr la independencia de Catalunya, sino forzar una negociación y una consulta pactada… El repaso de los hechos probados deja muy mal a Mariano Rajoy, muy mal a la Fiscalía, muy mal al juez instructor Pablo Llarena, muy mal a la prensa conservadora, muy mal al PP, a Ciudadanos y a Vox. No hubo golpe de Estado ni nada lejanamente parecido a un alzamiento militar. Y la sentencia, en su parte factual, desmonta la ficción sobre el golpismo en la que se había enrocado gran parte de la política, de la prensa y del sistema judicial. Otra cosa son las penas. Y cómo el Supremo ha cuadrado unos hechos políticamente muy graves –lo que ocurrió en el octubre de 2017 no fue un simple 'happening'– con un Código Penal donde esos hechos no encajaban con facilidad. Desde 1995, no existe en España el delito de rebelión sin violencia. Y en el año 2005 se despenalizó la convocatoria de un referéndum ilegal. ¿Cómo condenar una protesta no violenta con unas penas de cárcel similares a las de un homicidio? La clave de la sentencia está en la página 283. Allí el Supremo sienta una peligrosa jurisprudencia de consecuencias aún por determinar. "El derecho a la protesta no puede mutar en un exótico derecho al impedimento físico a los agentes de autoridad a dar cumplimiento a un mandato judicial", dictamina el alto tribunal. "La autoridad del poder judicial quedó en suspenso sustituido por la propia voluntad –el referéndum se ha de celebrar– de los convocantes y que quienes secundaban la convocatoria, voluntad impuesta por la fuerza". Tomen nota. Porque, con esta definición, sedición también son todos y cada uno de los desahucios que ha impedido en estos años la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Sedición son muchas de las protestas de los activistas ecologistas, animalistas o de las Femen. Sedición es la resistencia pasiva. Y la sedición en España se castiga con hasta 15 años de prisión. El derecho al juez natural La rebelión imaginaria sin duda tuvo su utilidad. Sin esa acusación ficticia, el Supremo no habría podido ordenar la inhabilitación preventiva de Carles Puigdemont. Sin ese invento procesal, la sentencia probablemente no habría sido igual. Hay un precedente muy cercano para explicar el pecado original del juicio al procés. Es el caso Altsasu, un episodio que guarda algunas similitudes con la sentencia que acabamos de conocer. ¿Lo recuerdan? Esa pelea de bar que fue investigada por la Audiencia Nacional con la excusa de que se trataba de terrorismo. Luego no era terrorismo –no lo fue nunca–, pero en el camino los acusados fueron juzgados en Madrid, y no en Navarra. Y allí se les condenó con una dureza excepcional. Hay un derecho fundamental que recoge todo país democrático: el derecho al juez natural. Consiste en que a cualquier acusado le debe juzgar el tribunal ordinario predeterminado por la ley (artículo 24.2 de la Constitución). El que le toca, no el que prefiere el Gobierno o el rey. Y el juez natural para una pelea de bar en Navarra es la Audiencia Provincial, y no la Audiencia Nacional. Y el juez natural para el procés catalán debería haber sido la Audiencia Provincial de Barcelona o el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, no el Supremo ni la Audiencia Nacional. Ya era muy cuestionable que la rebelión fuera juzgada en el Supremo o –en el caso de los no aforados, como Josep Lluís Trapero– por la Audiencia Nacional. La propia jurisprudencia del alto tribunal español estableció que ni la rebelión ni la sedición eran competencia de ese tribunal, tal y como le dijeron al juez Baltasar Garzón cuando intentó investigar la rebelión más evidente de la historia reciente de España: el golpe de Estado de 1936. Tampoco se han juzgado en el Supremo o en la Audiencia Nacional el caso de sedición más famoso de los últimos años: la protesta de los controladores aéreos de 2010. Ya era muy cuestionable que la rebelión acabase en el Supremo. Y lo es más aún cuando resplandece una obviedad: que no existió nunca tal rebelión violenta, como admite hoy el Supremo por unanimidad. Al igual que con Altsasu con el terrorismo, la acusación de rebelión sirvió para otro propósito: traer el juicio a Madrid. ¿Habría ocurrido el mismo desenlace si el procés se hubiera juzgado en Barcelona? Lo dudo mucho y también lo dudaba el propio Fiscal General del Estado, el fallecido José Manuel Maza. En la querella de la Fiscalía por rebelión que inició este proceso judicial, Maza ya hablaba de la conveniencia de sacar la instrucción "del ámbito de la Comunidad Autónoma de Cataluña" en favor "de un tribunal fuera de ese territorio" para evitar que los partidos independentistas "condicionaran" a los jueces. Cabe preguntarse si los jueces del Supremo no están condicionados por los partidos que, a través del CGPJ, les ascienden a este tribunal. Las consecuencias políticas Casi la mitad de los catalanes no quieren seguir en España. Más de dos tercios de ellos quieren votar. Una mayoría absoluta –superior al movimiento independentista– cree que el juicio no ha sido justo y que los presos deberían estar en libertad. Aún no hay encuestas sobre el respaldo ciudadano a la sentencia. No hace falta ser adivino para imaginar qué resultados ofrecerán. La mayoría de los catalanes van a ver estas condenas de cárcel como excesivas y desproporcionadas. Más allá del Ebro, el resto de los españoles –de forma mayoritaria– lo verán justo al revés. Es lo que ocurre cuando un problema político se convierte en un problema judicial. Aunque también es evidente que la justicia tenía que actuar. De todas las condenas que hoy se han firmado, hay una que los dirigentes independentistas se merecen sin duda alguna: la inhabilitación. La desobediencia grave a la autoridad es un delito evidente y que sin duda cometieron los líderes del procés catalán. Tampoco puede salir gratis la malversación de fondos públicos, o que el Parlament –con una mayoría absoluta en escaños, que no en votos– ponga en marcha un proceso unilateral de abolición de la legalidad vigente contra los derechos de la mayoría de los catalanes. Ni siquiera como forma de protesta ante la cerrazón del Gobierno central. No puede salir gratis. Tampoco puede costar 13 años de prisión. La sentencia, sin embargo, deja una puerta abierta que un futuro gobierno podrá usar. El Supremo se ha negado a otra de las peticiones de la Fiscalía, que quería que los condenados cumplieran obligatoriamente al menos la mitad de la pena sin poder recibir ningún beneficio penitenciario. Los condenados podrán acceder a permisos bastante antes, a partir de que cumplan una cuarta parte de su condena, como explica Diego López Garrido en esta entrevista. Y en 2026 como máximo, todos ellos probablemente estarán en libertad condicional. Sigue siendo una condena enorme, aunque sea inferior de lo que pedía la Fiscalía o la acusación de Vox. No es una sentencia blanda, aunque la alternativa fuese aún peor. No ha terminado aún este proceso judicial y va a ser curioso de ver, por ejemplo, cómo responde Bélgica ante la euroorden contra Puigdemont –la sedición no es un delito en este país–. Pero al menos el punto final de la sentencia deja sin excusas a la política para arreglar esta situación. Porque la crisis con Catalunya siempre fue política. Y política debe ser su solución. (Ignacio Escolar, 16/10/2019)


Sentencia: Autoritarismo:
La primera imagen que se asoma a la mente de quien lee y analiza la sentencia dictada por el Tribunal Supremo en el caso del secesionismo catalán es la de los distintos representantes de la Fiscalía General del Estado (vinculada por su Estatuto a la defensa de la legalidad) proclamando sin argumentos que los hechos juzgados fueron constitutivos de un delito de rebelión porque concurrió la violencia o la amenaza de violencia o la violencia sobre las cosas, que de todo hubo. A la postre, los fiscales que aparecieron en carrusel ante la Sala no han logrado convencer a los siete magistrados de que los actos juzgados fueran constitutivos de un delito de rebelión. Muy a su pesar, los más de cien penalistas que denunciamos hace dos años la utilización espuria de ese gravísimo delito teníamos razón. El juicio contra los cabecillas del independentismo catalán estuvo marcado desde el principio por un apelativo que llenó titulares de periódicos, alegatos parlamentarios y, lo que es peor, resoluciones judiciales: que Junqueras y el resto de los acusados eran "golpistas", que pretendieron dar un golpe de Estado, lo mismo -alguna política dijo que "incluso peor"- que el intento del 23F, cuando Milans sacó los tanques a la calle y Tejero secuestró el Congreso de los Diputados con un grupo de guardias civiles. La evidente distancia entre aquellos hechos y lo ocurrido ahora en Cataluña no deja resquicio a la duda en el plano penal: mientras aquello era una rebelión clarísima, esto último fue quizá un "atentado grave al interés general de España" -como dice el art. 155 de la Constitución- lejano de la rebelión violenta. Todas las manifestaciones llevadas a cabo en Cataluña habían hecho gala de un pacifismo deliberado, más allá de algunas extralimitaciones menores. Es cierto que los políticos acusados habían desobedecido las órdenes del Tribunal Constitucional, que les conminó a no seguir por esa vía, pero de ahí a calificar los hechos como rebelión hay un abismo en el que no ha caído la sentencia. Sin embargo, el Supremo se extralimita -en mi opinión- a la hora de valorar la "seriedad" de los fines secesionistas calificándolos como "mera ensoñación" y como "artificio engañoso", porque ello se compadece muy mal con una larga serie de resoluciones del mismo Tribunal que hicieron hincapié en el carácter perfectamente organizado del secesionismo para mantener la acusación por rebelión y la consiguiente prisión preventiva. Este giro radical permite sospechar que se mantuvo la anterior opinión de un modo poco razonado. La condena por el delito de sedición abre un intenso debate jurídico, que no se centra sólo en lo acertado de esa calificación sino en la propia persistencia de esa figura penal. Años antes de que comenzara el "Procés", en 2007, escribí en unos Comentarios al Código Penal que "esta figura delictiva debe desaparecer para dejar su espacio a los desórdenes públicos, pues de un desorden público se trata". Insospechado entonces el protagonismo que iba a alcanzar la sedición 12 años después. Si propugné su desaparición era por dos razones: la enorme ambigüedad de la conducta castigada y la raíz profundamente autoritaria de este delito. Por lo que se refiere a lo primero, el art. 544 del Código Penal castiga el "alzamiento público y tumultuario para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales". Es decir, que si un grupo numeroso de personas se manifiestan contra la aplicación de una Ley (posiblemente injusta) puede haber sedición; pero también si un funcionario judicial intenta practicar un desahucio y los vecinos de la familia desahuciada se "alzan" para impedirlo…. ¿Qué es entonces lo que se pretende castigar? Al responder a esta pregunta se descubre precisamente la raíz autoritaria de este delito. Tanto los Códigos Penales decimonónicos (1848, 1850 y 1870) como la legislación de orden público (Ley de 1870) colocaban la sedición junto a la rebelión porque en el fondo se concebía el orden público como "orden social" u "orden político", un espacio cerrado a cualquier disidencia cuya represión estaba encomendada a la autoridad militar, habilitada para declarar nada menos que el estado de guerra cuando "se hubiere manifestado rebelión o sedición". Y a partir de esa declaración todo el poder (legislativo, ejecutivo y judicial) quedaba en manos de dicha autoridad militar, para anular las libertades y juzgar sumariamente a los disidentes. Pero si este antecedente remoto no rezumara autoritarismo por los cuatro costados, algo más cerca queda la criminalización de las huelgas de trabajadores en la época franquista mediante el delito de "huelga sediciosa", cuya derogación se planteó el Tribunal Constitucional en 1981 porque parecía frontalmente contrario a la Carta Magna. Los antecedentes no pueden ser, por tanto, menos presentables. Dicho eso, la explicación que ofrece la sentencia no convence en absoluto. Sostiene que es un delito contra el orden público y no contra la Constitución, pero al definir aquél no lo identifica con la "tranquilidad pública" o la "paz en la calle" (nociones propias de Estados democráticos) sino con el "normal funcionamiento de las instituciones", lo que se parece sospechosamente a la definición contenida en el art. 1º de la Ley de Orden Público de 1959, eje de la represión franquista: "el normal funcionamiento de las instituciones públicas y privadas"-se decía entonces. ¿Por qué siguen ese camino tan autoritario los siete magistrados del Supremo? Porque necesitan justificar que los altercados del 20 de septiembre y del 1 de octubre de 2017 no fueron unos simples desórdenes públicos, una mera extralimitación en el derecho de reunión (si hubo alguna), sino el momento culminante de un proceso político que no pretendía sólo protestar contra medidas gubernamentales sino que iba más allá: cuestionaba el mismo orden jurídico, perseguía subvertir el orden constitucional. Aquí se aprecia una grave fisura en la argumentación del Tribunal Supremo, que emplea miles de palabras para decir que no está castigando la ideología independentista pero utiliza esa misma finalidad ("extremista") para justificar la concurrencia de la sedición. Descendiendo al detalle de la condena, según la sentencia se verificó la sedición en dos momentos: el 20 de septiembre de 2017, cuando 40.000 personas fueron reunidas y alentadas por los dirigentes independentistas "para impedir" el registro en la Consejería de Economía, y el 1 de octubre, cuando 2 millones de catalanes fueron llamados a votar en un referéndum ilegal, a sabiendas de su ilegalidad y con la finalidad de incumplir la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que había prohibido su celebración. Respecto al primero de los momentos, la respuesta es clara: por grande que sea el número de ciudadanos reunidos en la calle para manifestarse contra una medida (judicial, gubernamental o legislativa), la Constitución ampara el derecho de todos y cada uno de ellos a manifestarse, habiendo declarado el Tribunal Constitucional que se trata de un derecho preferente porque sirve para conformar la opinión pública democrática. El oportuno recurso dirá si el Alto Tribunal mantiene esta opinión. Y por lo que se refiere al referéndum ilegal del 1 de octubre, habría que decir dos cosas: en primer lugar, que su convocatoria se anunció el 9 de junio de 2017 y se verificó mediante la Ley de transitoriedad, fechada el 8 de septiembre del mismo año, lo cual impide decir -como hace la sentencia- que los 2 millones de catalanes fueran a votar "para" desobedecer esa resolución que lo prohibía; más bien votaron "a pesar de" dicha prohibición, que no es lo mismo. En segundo lugar, por mucho que se empeñe el Supremo, si la convocatoria ilegal de un referéndum quedó despenalizada en 2005 (Aznar la había penalizado poco antes), resulta imposible aceptar que promover esa convocatoria y acudir efectivamente a votar constituya una sedición. La conclusión a que todo ello nos aboca no puede ser más decepcionante en términos democráticos. El Tribunal Supremo ha buscado la forma de condenar cuando no había materia suficiente para ello, recurriendo a una argumentación que adolece de un autoritarismo nada disimulado. La deslealtad institucional catalana quedó reprimida mediante el artículo 155 de la Constitución; no hacía falta escarmentar a los independentistas con penas largas de prisión. La calidad democrática de España ha descendido varios enteros con esta sentencia. (Nicolás García Rivas, 15/10/2019)


Sentencia:Estrés:
El procés ha puesto a España en situación límite. Me refiero especialmente a la calidad de su democracia y a su capacidad para dar respuesta adecuada a los retos a que se ve sometida. El procés ha sido seguramente uno de sus retos principales, desde luego el más importante de estos últimos tiempos y es evidente que el test de estrés que implicaba la respuesta del Estado a lo sucedido en Cataluña en otoño de 2017 no se ha superado. Todos hemos perdido con ello. El círculo vicioso en que nos encontramos desde hace años no solo no se ha roto, sino que se ha enquistado aún más. La sentencia ahonda en la radicalización de posiciones y demuestra lo insensato de renunciar a la política para resolver un problema esencialmente político. El autismo político y la judicialización del procés como única respuesta posible ha sido una grave irresponsabilidad. Una gran dejadez porque era evidente que la vía penal no podía aportar ninguna solución y sí en cambio nuevos problemas añadidos. El procés se ha visto como un desafío a la integridad territorial de España y esta percepción parece bastante ajustada a tenor de su objetivo. Un proceso de independencia cuestiona esa integridad y con ello se tocan las fibras más sensibles de un Estado y de la sociedad que lo compone. Esta percepción se ha visto agravada por la forma de conducir el procés. La opción por la vía unilateral fue una irresponsabilidad porque no se daba ninguna circunstancia que objetivamente le diera una mínima capacidad de tener éxito. La vía unilateral introdujo también un falso debate al pretender separar la democracia del Estado de derecho. Con esta errónea creencia el procés se legitimaba a sí mismo y disponía del argumento necesario para desbordar el marco constitucional. Un argumento muy discutible que lo situaba en un camino de alto riesgo que seguramente los responsables políticos catalanes no calibraron bien en aquel momento. La sentencia del Tribunal Supremo parece demostrarlo. Sin embargo, si algo caracteriza a una democracia fuerte, es su capacidad para gestionar y reaccionar serenamente a sus posibles amenazas. Y aquí es donde el Estado ha fallado estrepitosamente. No deja de ser curioso que la sentencia resalte de manera especial la inconsistencia de procés como un peligro real para la integridad territorial del Estado. Parece como si el Tribunal quiera hacer también una condena moral y social de los líderes del procés presentándolos como vendedores de humo que, en el fondo, estaban engañando a los ciudadanos, con lo que el propio Tribunal califica como una quimera. Si esto es cierto, parece también evidente que el procés tenía muy poca consistencia como desafío al Estado. Comparto esta apreciación. Como he escrito en otro lugar, el referéndum del 1-O no reunía las condiciones necesarias para tener ningún efecto de reconocimiento internacional. La misma Comisión de Venecia, órgano asesor del Consejo de Europa, lo había dicho pocos días antes respondiendo a una carta enviada por el presidente de la Generalidad para pedir su mediación. La respuesta fue muy clara: en contra de la Constitución y sin acuerdo con el Estado, el referéndum no podía tener ningún amparo institucional. En esta tesitura el Gobierno español tuvo su gran prueba de estrés y equivocó su respuesta. No tuvo capacidad de aguantar la presión y sobredimensionó el problema. Renunció definitivamente a la política y se sumó a la misma lógica radical del procés. Siempre he pensado y hoy aún más, que la respuesta policial al 1-O no solo era innecesaria sino un grave error. Tan grave como lo es que aquella jornada haya acabado siendo considerada como la prueba de una sedición. La judicialización del procés y la incapacidad política que se esconde tras ella, no es solo una prueba de la falta de fortaleza de la democracia española, sino que muestra precisamente su debilidad y su incapacidad para adaptarse a los cambios sociales. Una democracia de calidad debe tener capacidad para dar algún tipo de salida a demandas que cuentan con el apoyo de amplias mayorías sociales, aunque estas demandas no encajen en la Constitución vigente. Sobre todo, cuando esta Constitución no exige militancia o adhesión a su contenido. Y sobre todo cuando estas demandas se plantean en un Estado que, guste o no reconocerlo, tiene un sustrato político y social con características plurinacionales. Por desgracia, la sentencia parece confirmar que para el Estado solo cuenta salvar la patria como sea. Con la patria no se juega, ni siquiera en broma. Recordando la conocida frase de la campaña presidencial de Bill Clinton de 1992 sobre la importancia de la economía sobre otras consideraciones, podríamos reescribirla ahora como ¡Es la patria, estúpido! Y el encargado de enviar el aviso a navegantes es, encima, la justicia penal. En este contexto no debería extrañar a nadie que la sentencia del procés transite entre la razón de derecho y la razón de Estado. Un trazado muy difícil cuando el Código Penal no ofrece una respuesta clara a lo sucedido en Cataluña si queremos adentrarnos en acusaciones tan graves como la rebelión o la sedición. La sentencia contiene para mí una gran contradicción que la debilita técnicamente. Por un lado, banaliza el procés y lo presenta como algo que no llegó a poner nunca en riesgo al Estado, pero por otro da a lo sucedido los días 20-S y 1-O de 2017 el valor de un "alzamiento tumultuario" propio de un acto sedicioso. Es decir, de un tipo delictivo de especial gravedad que solo debería ser apreciado cuando hubiera tenido la naturaleza e intensidad idónea y suficiente para poner en jaque al Estado. No puede haber sedición cuando lo sucedido no pone al Estado en riesgo de tener que claudicar o doblegarse a la voluntad de los sediciosos. Y la misma sentencia desmiente que esto hubiera realmente sucedido. Volviendo a la calidad democrática de España, me parece evidente que la sentencia del procés y el mismo proceso penal son una muy mala noticia. El proceso penal ha limitado injustificadamente los derechos de libertad de los afectados y también sus derechos de participación política. Desde una perspectiva más general, no hay duda de que la aplicación del delito de sedición también tendrá un efecto negativo sobre el ejercicio de los derechos de reunión y manifestación. Los ciudadanos pueden temer, con razón, que los tribunales confundan el legítimo ejercicio de estos derechos y sus posibles incidencias sobre el orden público con la concurrencia de supuestos delictivos especialmente graves. Aunque algunos no quieran verlo, todos vamos a salir perdiendo. El procés es un fracaso colectivo y las responsabilidades están muy repartidas. Son responsabilidades esencialmente políticas que no deberían llevar a propiciar otras. España y Cataluña deberían romper cuanto antes el circulo vicioso en el que están encerradas. No todo está perdido si existe una mínima capacidad de hacer política con aguante, inteligencia y magnanimidad. Y también con valentía porque esta es la clave necesaria para solucionar el estropicio. (Antoni Bayona, 15/10/2019)


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