Imperio romano             

 

Roma: Foro El imperio romano:
Lugarteniente de César en Galia, Marco Antonio, tras el asesinato de su jefe, tuvo que plantar cara al joven de veinte años Octavio, nieto del gran general, erigido en el heredero designado por el dictador. Intentó embaucarle formando con él y un tal Lépido el segundo triunvirato. Entre los tres mandaron ejecutar a Bruto y a un buen número de partidarios de la República. Pero esto no impidió una guerra civil entre Marco Antonio y Octavio. Marco Antonio se apoyó en Egipto y en Cleopatra. Tras la batalla naval de Actium (31 a.C), Marco Antonio, refugiado en Alejandría, se dio muerte; también Cleopatra se suicidó, poniendo fin de este modo a la dinastía de los Ptolomeos. El imperio había quedado definitivamente establecido. Octavio se hizo llamar Augusto y gobernó hasta el año 14 d.C, es decir, durante cuarenta años. Desde el punto de vista constitucional, el régimen es específico. Puesto que los romanos sentían fobia por la monarquía, el imperio nunca se constituyó como tal (no lo será hasta los bizantinos). Simplemente, el poder estaba concentrado en una sola cabeza; el poder de los tribunos y el poder militar (el emperador es imperator, jefe de los ejércitos) se concentraba en el poder consular (el emperador se hacía nombrar cónsul). Pero el emperador no portaba ningún título real. Sencillamente se le llamaba, como en la actualidad en Inglaterra, el Primero (princeps, de donde procede la palabra «príncipe»). El Senado seguirá subsistiendo, y la ficción del poder del pueblo también: no se promulgaban las leyes en nombre del emperador, sino «del Senado y del pueblo romano», Senatus populusque romanus. Estas iniciales forman la sigla SPQR, los lictores las enarbolaban ante las legiones en movimiento, y todavía aparecen grabadas sobre las tapas de las alcantarillas de la Roma actual. Para recordar los nombres de los emperadores romanos de los dos primeros siglos de nuestra era, antiguamente se utilizaba una cantinela nemotécnica: «Cesautica-Claunegalo-Vivestido-Nertraa-Antmarco», que procede de: César. Augusto. Tiberio, Caligula. Claudio. Nerón, Galba, Otón, Vitelio, Vespasiano. Tito, Domiciano, Nerva. Trajano. Adriano, Antonino, Marco Aurelio. Se puede considerar que el Imperio romano fue el Estado más importante que los hombres jamás hayan construido. Es cierto que el de los persas, el de Alejandro Magno, y más tarde el de Gengis Khan o el Imperio británico, fueron mayores, pero duraron infinitamente menos tiempo. La propia China era inferior. Y, sin embargo, en la misma época, la dinastía Han la había unificado. Los dos imperios del mundo antiguo se conocían, comerciaban por la ruta continental de la seda, intercambiaban diplomáticos. En lo que se refiere a los reinos indios del Indo y del Ganges, estuvieron casi siempre divididos, a pesar de que aquella civilización ganó Birmania, Tailandia e Indonesia (todavía hoy, la isla de Bali es hinduista). Los persas, bajo el nombre de partos, habían reconstruido un Estado, pero mucho menor.

Límites del imperio:
Los romanos reinaron durante cinco siglos desde Escocia hasta Arabia, de Crimea al norte de África. Al contrario que Alejandro Magno, ellos mismos se impusieron límites. No conquistaron Germania y evacuaron voluntariamente Escocia, demasiado lluviosa para su gusto, limitándose a edificar al norte de Inglaterra una «muralla china» (aún visible) para contener a los bárbaros. Aquella línea fortificada, el limes, rodeaba todo el Imperio. Había un limes germánico al norte y un limes sahariano al sur, las ruinas de Timgad dan testimonio de ello. Inglaterra, Francia, Bélgica, el sur de Alemania, Suiza, España, Portugal, Italia, Austria, Hungría, Croacia, Serbia, Albania, Bosnia, Grecia, Bulgaria, Rumania («tierra de los romanos»), Turquía, Siria, Líbano, Palestina, Jordania, el norte de Irak, Egipto, Libia, Túnez, Argel y Marruecos, formaban parte del Imperio (sin contar, por supuesto, todas las islas del Mediterráneo). Alrededor del Imperio sólo se encontraban tribus prehistóricas de beduinos o criadores de ganado, excepto hacia Oriente, en donde el Estado persa (los partos) lo separaba de la India. Se estima la población imperial entre cincuenta y cien millones de habitantes: la tercera parte de la población mundial de la época. Las fronteras del Estado marcaron la historia. Por ejemplo, la diferencia entre ingleses y escoceses es simplemente que los primeros fueron romanizados. Siglos más tarde, cuando los problemas de religión los enfrentaron, los alemanes se separaron según el trazado del ex limes: aquellos que conservaban el recuerdo de Roma se sometieron de modo natural a la Iglesia «romana», el resto se hicieron protestantes. La frontera actual entre los alemanes católicos y los alemanes luteranos conserva grosso modo el trazado del limes imperial. Todo esto demuestra la inexactitud del eslogan de moda: «Las fronteras están superadas». En contra de esto, Fernand Braudel escribió que una frontera no desaparece jamás. Una frontera se parece a una vieja cicatriz: no hace sufrir, pero de vez en cuando aparece. El pasado deja su huella y explica muchas de las características del presente. El imperialismo romano inauguró una idea muy original: «la integración».

Política imperialista:
Roma era imperialista (la palabra procede de allí), pero no racista. Practicó desde muy pronto la integración completa de los pueblos conquistados, o por lo menos de sus élites. Todas las personas indígenas destacadas podían aspirar a adquirir la ciudadanía romana (el apóstol Pablo, aquel rabino judío, era romano de nacimiento por parte de padre) e incluso a gobernar: habrá emperadores galos, españoles, árabes. Los romanos habían comprendido que la fuerza sola no garantiza la duración. Talleyrand volverá a decirlo: «Con una bayoneta se puede hacer de todo, excepto sentarse encima». Ya hemos subrayado que los gobiernos necesitan cierta adhesión por parte de los gobernados. Roma se hacía con las riquezas del mundo, cobraba impuestos y dominaba, pero como contrapartida aseguraba la «paz romana»: la ley, la seguridad, el orden y cierta libertad local (las «ciudades» conservaban su municipalidad y sus propios reglamentos). Es un error decir que Estados Unidos es la Roma de la actualidad. No son una nación imperial como lo fue la Italia romana (y como lo fueron Francia e Inglaterra), sino una nación «hegemónica». Para que haya imperio, es necesario que haya un intercambio —desigual, es cierto— por medio del cual el dominante toma mucho de los dominados, pero también les da algo. Los americanos no se sienten responsables de ese modo. Son hegemónicos en Latinoamérica desde hace dos siglos, pero no les preocupa en absoluto que una guerra en Colombia pueda hacer perecer a un millón de personas en treinta años. Inglaterra era una nación imperial y no es erróneo hablar del Imperio británico. Aunque es cierto que estrujaba a la India, hubiera sido impensable que allí una guerra causara miles de muertos durante años sin que el ejército de Su Graciosa Majestad interviniera. Ya lo hemos dicho, los romanos inventaron el derecho. En los Hechos de los Apóstoles se puede leer una significativa historia sobre este asunto: Pablo predicaba en Efesia, una gran ciudad de Asia Menor que albergaba el templo de la diosa madre mediterránea (culto que hoy se sigue practicando en Marsella bajo el barniz católico de la «Buena Madre»). Los comerciantes del templo vieron con malos ojos el anuncio de un Dios único que haría periclitar sus negocios. Estalló una revuelta. La muchedumbre capturó a Pablo. El gobernador romano dijo entonces a los sublevados: «Efesios, ¿qué estáis haciendo? Si tenéis algo que reprochar a Pablo, existen leyes y tribunales, presentad una denuncia. Si no, lo que estáis haciendo se considerará sedición», y despidió a la muchedumbre. (Hechos de los Apóstoles, XIX, 35.) Así era Roma. Se sabe que Pablo, aun estando en una difícil situación con las autoridades de su pueblo, apeló al emperador. Puesto que era ciudadano romano (de lo que se sentía orgulloso), fue conducido, con grandes gastos, a la capital. En 212, el edicto de Caracalla concedió la ciudadanía romana a todos los hombres libres.

Legiones:
También los romanos inventaron la idea de la primacía del poder civil sobre el militar. Cedant arma togae, proclamaban. «Las armas ceden ante la toga» (la toga era el traje civil). El propio Julio César era senador. Roma otorgó el mando de sus ejércitos a los civiles. Roma dominaba el mundo mediterráneo con una gran economía de medios. Sólo dispuso, en general, de treinta legiones. Cada legión se correspondía con nues-tros actuales regimientos. Allí se enrolaban a los veinte años y durante veinte años. Por lo tanto, los legionarios no eran jóvenes, sino más bien tropas viejas. Tras cuarenta y cinco años, con la jubilación, recibían una parcela de tierra y un modesto capital. Cada legión tenía un nombre (igual que nuestros submarinos nucleares). Estaba la «Fulminante», la «Triunfante», la «Augusta» (aquí se ha citado la carta de un oficial de esta legión), etcétera. Es verdad que el ejército romano, culto y disciplinado, era el mejor del mundo. Una legión podía recorrer a pie cincuenta kilómetros al día (José María de Heredia lo evoca: «El sordo pisotear de las legiones en marcha») y construir para acampar fortificaciones impenetrables. También es cierto que los romanos se mostraban despiadados. Querían que los indígenas participaran en sus gobiernos, pero reprimían las rebeliones de un modo terrorífico. En el año 70 de nuestra era, Tito, futuro emperador, aplastó la revuelta de los judíos destruyendo Jerusalén. Como recuerdo de aquel expolio, mandó construir en Roma un arco de triunfo que todavía existe, y en sus bajorrelieves se puede ver el candelabro de los siete brazos llevado a Roma como botín. Más tarde, el emperador Adriano dispersará a los israelitas. Entonces, el judaísmo cambió su naturaleza. Era una religión con su clero, centrada en el Templo, y se convirtió en una religión sin sacrificio, unida en su dis-persión alrededor de sus maestros espirituales, los rabinos. Jerusalén fue siempre una obsesión: «El próximo año en Jerusalén». Cuando hoy en la televisión vemos los acontecimientos de Palestina, lo que vemos son las ruinas del Templo que Tito destruyó.

Al empezar, hablábamos de la importancia de la Historia: ¿cómo comprender los conflictos de Palestina sin saber que Tito y Adriano arrancaron a los judíos de su tierra y les prohibieron que se establecieran allí? El apogeo del Imperio se situó en el segundo siglo de nuestra era con los grandes emperadores Trajano (117-137), Adriano (137-161), Antonino (161-181) y Marco Aurelio (181-190), cuatro emperadores para un siglo. No eran jóvenes. Se asumía el cargo de emperador hacia los cuarenta y cinco años, y la responsabilidad se extendía a lo largo de veinte. La muerte de un emperador siempre planteaba problemas: al no ser una monarquía, el Imperio no conocía la sucesión hereditaria y, para designar a un nuevo emperador actuaba un frágil equilibrio entre el Senado, el ejército (los pretorianos) y los «proletarios» (la categoría más baja de hombres libres). Aquel apogeo romano fue también un apogeo histórico, y coincidió con el apogeo de China y de la India. Roma mantenía la paz en aquel inmenso espacio con sólo doscientos mil hombres y treinta legiones. En África del norte no había más que una única legión. Es la mejor relación calidad-precio de la historia: la mínima fuerza para el máximo efecto. Aquel apogeo significó también un intenso urbanismo. Para los romanos (igual que para los griegos, que fueron quienes los educaron), la ciudad pasó a ser el lugar de la «civilización» (la palabra procede de civis, «ciudad»). Una paradójica situación para antiguos soldados-agricultores.

Urbanismo:
Por otra parte, el imperio dejó periclitar a sus agricultores; la agricultura se hizo frágil. En la capital había una enorme concentración humana. En la Roma actual todavía quedan magníficas ruinas y monumentos de aquellos tiempos: el Coliseo, el Foro, el Panteón, los arcos de triunfo y los acueductos. Porque los romanos adoraban bañarse: las inmensas termas, lujosas y abiertas a todos los ciudadanos, eran el lugar social por excelencia. La gente pasaba allí al menos una o dos horas al día. Por lo que era necesario llevar a esos lugares grandes cantidades de agua y desde muy lejos. Así pues, los acueductos son el símbolo de la civilización latina. Por todas partes alrededor del Mediterráneo, Roma sembró ciudades, construidas según un mismo plan (un eje norte-sur, el cardo, y otro este-oeste, el decumanus), con anfiteatros, templos, foros, teatros y termas. París, que entonces se llamaba Lutecia, sólo era una pequeña ciudad. Sin embargo, Lutencia tenía sus termas y su anfiteatro, que todavía hoy se pueden ver. Se sigue pudiendo admirar, alrededor del mar interior del imperio (Mare nostrum, lo llamaban los romanos: «Nuestro mar»), magníficas y grandiosas arquitecturas, siguiendo el modelo griego pero aún más llamativas: Petra en Jordania, Palmira en Siria, Dajmila y Cherchel en Argelia, Leptis Magna y Sabrata en Libia, Segovia en España, Arles y Nimes en Francia, Split en Croacia, Efesia en Asia Menor, por citar sólo las más famosas. Por todas partes había grandes calzadas por las que se podían desplazar comerciantes y soldados. Las vías romanas, «muros descansando sobre el llano», convergían hacia la capital. El imperio duró porque, aunque se apoderó de mucho, también aportó mucho. Allí la administración era eficaz a pesar de las distancias. Si sucedía cualquier cosa en el actual Irak, tres semanas más tarde el emperador estaba al corriente. Dos meses después del acontecimiento, las órdenes llegaban al limes. En la actualidad, cuando nuestras comunicaciones ya no viajan a la velocidad del mensajero (cincuenta kilómetros al día como máximo), ni a la del caballo (cien kilómetros) sino a la de la luz, es raro que una decisión se ejecute sobre el terreno antes de meses... Los romanos destacados conservaron durante mucho tiempo la idea de que teman obligaciones. Como testimonio, disponemos de notas personales de Marco Aurelio. Estas notas no estaban destinadas a su publicación. El emperador escribía (en griego) «para sí mismo». ¿Qué pensaba «el hombre más poderoso del mundo»? (título que a los americanos les gusta otorgar a su presidente, pero que expresa con más justicia lo que podía ser Marco Aurelio). En esas notas encontradas por azar se pude leer:

Fasces ¿Alguna vez se ha escrito mejor retrato de un gobernante? Sobre todo, cuando se sabe que Marco Aurelio no escribía estas líneas para hacer propaganda a favor de su imagen como hizo César con La guerra de las Galias, sino para sí mismo. Roma dejó una formidable herencia: el Derecho Romano, el buen gobierno, una cierta dignidad exaltada por sus pensadores, el estoicismo (Marco Aurelio era estoico). A los días de la semana los llamamos con nombres latinos: lunes, el día de la Luna (en inglés Monday); martes, el día de Marte; miércoles, el día de Mercurio; jueves, el día de Júpiter; viernes, el día de Venus; sábado, el día de Saturno (Saturday); domingo, el día del Sol (Sunday). En lo más esencial, nuestro calendario data del imperio: diez meses, septiembre era el séptimo y octubre el octavo, a los que los romanos añadieron dos más para llegar a los doce: julio, el mes de Julio César, y agosto, el mes del emperador Augusto (que todavía es más evidente en lengua inglesa: August). Nunca, ni antes ni después, la paz y el orden reinaron en el Mediterráneo como durante todos aquellos siglos. También fue la única época de la Historia en que el Mediterráneo estuvo unido. Ya no lo está. En aquella época, de Antioquía a Nápoles o a Nimes, reinaba la misma civilización, limitada al sur por el Sahara, y al norte por el Rin, el Danubio y los bosques germánicos, unidos a la India y a China por los iraníes. El helenismo triunfó en el tiempo gracias a los romanos. Sin embargo, aquella formidable grandeza también tenía sus sombras y sus abismos.

Rasgos de crueldad:
Aquella civilización ignoraba la piedad. Era extraordinariamente cruel. En el mismo momento en que el emperador Marco Aurelio escribía las sublimes líneas datadas con anterioridad, acudía (en lo que a él se refiere, más por obligación que por placer) a los juegos del anfiteatro, en donde centenares de hombres se degollaban entre ellos para halagar el sadismo de los espectadores: Morituri te salutant, «Los que van a morir te saludan»... Para reprimir la revuelta de Espartaco, Roma hizo levantar cruces de Nápoles hasta en los suburbios, a lo largo de la vía Apenina —miles de cruces en las que se exhibía a los que padecían el suplicio—. La cruz era la manera de dar muerte a los esclavos: Roma reservaba la espada para sus enemigos y el veneno para los patricios. Hay algo de incomprensible en ese gran espectáculo de sadomasoquismo, que Ridley Scott muestra bastante bien en Gladiator; incomprensible al menos para nosotros, marcados como estamos por el judeo-cristianismo. Incluso los nazis, homenaje del vicio a la virtud, escondían sus campos de exterminio y de humillación. Los romanos, sin embargo, hacían de los suyos un teatro de guiñol. La filósofa Simone Veil, que murió como «una francesa libre» en Londres, no dudaba en comparar a los romanos con los nazis. Aunque algo excesiva, esta comparación no deja de esconder una parte de verdad. Y, además, no hay que olvidar la esclavitud. Es cierto que a los esclavos domésticos se les trataba bien, a menudo se les concedía la libertad y entonces podían acceder a los más altos cargos. Pero Roma conoció una servidumbre de masas que la antigua Grecia ignoraba, con miles de muertos vivientes en los latifundios y en las minas: su «gulag» particular. En cualquier caso, a pesar de esos horrores, el imperialismo romano no dejó demasiado mal recuerdo. (Jean-Claude Barreau y Guillaume Bigot)


Augusto:
The Roman Revolution es una vieja, influyente y controvertida monografía de sir Ronald Syme, editada por Oxford University Press en 1939 y reeditada muchas veces (la última en el 2002). Se centra en los últimos años de la ­República y en la instauración del imperio por Augusto. Su tesis es que la estructura institucional republicana –Senado incluido– era apta para el gobierno de una ciudad como Roma (“en cualquier época de la historia de la Roma republicana, unos veinte o treinta hombres, sacados de una docena de familias dominantes, detentan el monopolio de los cargos y del poder”), pero era inadecuada ­para gobernar los extensos territorios que Roma conquistó, por lo que Augusto se hizo con el poder absoluto tras una guerra civil, restauró el orden público y aseguró la gobernabilidad instaurando el imperio. Preservó una apariencia republicana e impuso una dictadura. Libertad o gobierno estable fue la cuestión que se planteó entonces a los romanos. Quienes podían decidir –la oligarquía– optaron por el gobierno estable. De esta forma, las casas nobles, los líderes políticos y sus acólitos conservaron lo que tenían por suyo. Y así cabe concluir –como hace Syme– que Augusto “surgió en la guerra civil, usurpó el poder para sí y para su facción, convirtió la facción en un partido nacional, y un país desgarrado y revuelto en una nación con un gobierno estable y duradero”. Ahora bien, Augusto fue un déspota, un dictador frío que eliminó a sus enemigos de modo sutil pero sistemático, mediante la manipulación de la opinión pública y la simulación. La conclusión de Syme es demoledora: “En todas las edades, cualquiera que sea la forma y el nombre del gobierno, sea monarquía, república o democracia, detrás de la fachada se oculta una oligarquía, y la historia de Roma, republicana o imperial, es la historia de la clase dominante”. Y su juicio final es contundente: “No hay necesidad alguna de encomiar el éxito político, ni de idealizar los hombres que alcanzan la riqueza y los honores por medio de una guerra civil”. Dado que el poder está siempre en manos de una oligarquía, la cuestión que se ha planteado de forma reiterada a lo largo de la historia es por qué opción se inclina la oligarquía dominante cuando su posición es cuestionada y corre el riesgo de verse desplazada y privada de su hegemonía, lo que sucede en épocas de fuerte agitación provocada por un cambio social de calado, máxime si este coincide con una crisis económica grave. Es decir, entre libertad y orden, por cuál de estas dos opciones se decanta la oligarquía. Si escoge la libertad y, para ello, admite y aun propicia las modificaciones del sistema que el cambio social exige para integrar a los que se sienten excluidos de él; o, antes al contrario, opta por el orden expresado en unas leyes y encarnado en unas instituciones que considera intangibles y en cuya defensa se enroca. De quienes apuestan por la segunda opción –el enroque altivo y tozudo– suele decirse que son realistas. Pero atina Claudio Magris cuando advierte –en El infinito viajar– que “la locura de Don Quijote es, de alguna manera, realista y vidente; mucho más desde luego que la utopía de quien ve sólo la fachada de las cosas y la toma por la única e inmutable realidad. Son los Don Quijotes quienes se percatan de que la realidad se cuartea y puede cambiar; los presuntos hombres prácticos, orgullosamente inmunes a los sueños, siempre creen, hasta el día anterior a su caída, que el Muro de Berlín está destinado a durar”. En la misma línea, Keynes da un paso más y amonesta: “Quisiera advertir a los caballeros de la City y de las altas finanzas que si no escuchan a tiempo la voz de la razón, sus días pueden estar contados. Hablo ante esta gran ciudad igual que Jonás habló ante Nínive (…). Profetizo que a menos que abracen la sabiduría a tiempo, el sistema sobre el que viven se pondrá tan enfermo que se verán inundados por cosas insoportables que odiarán mucho más que los remedios suaves y limitados que se les ofrecen ahora”. Del mismo modo que las especies que mejor sobreviven a los cambios no son ni las más grandes ni las más fuertes, sino las que tienen más capacidad de adaptación, los sistemas políticos que ofrecen más garantías de continuidad y de eludir, por consiguiente, los sobresaltos revolucionarios son los que muestran más aptitud para acomodarse y ajustarse a la nueva realidad social emergente, lo que comporta cesiones inevitables por parte de quienes ocupan una posición dominante. Esta idea, que ha sido siempre cierta, reviste hoy especial importancia habida cuenta de que las sociedades modernas, con un ni-vel de formación media apreciable, un gra-do de información elevado y una interconexión a través de las redes sociales hasta hace poco desconocida, son infinitamente más difíciles de contener dentro de un sistema represivo de lo que nunca antes fueron. Por eso resulta profundamente realista la idea, aparentemente paradójica, de que el pensamiento radical es el único antídoto del cambio radical. (Juan-José López Burniol, 02/04/2016)


El cargo de Prefecto del pretorio:
(en latín, praefectus praetorio) era el título de un alto funcionario de la Antigua Roma. Originalmente comandante de la Guardia Pretoriana, el cargo fue adquiriendo progresivamente funciones legales y administrativas. Esta prefectura fue creada por Augusto al modo y manera de las fuerzas privadas que acompañaban a los generales romanos en sus campañas. El Prefecto se consideraba un hombre de plena confianza del emperador, ajeno a las órdenes de otros mandos militares y que tenía como misión dirigir como fuerza de élite la Guardia Pretoriana. El prefecto se instalaba en Roma mientras el emperador se encontrase en la ciudad. Cuando éste se desplazaba, el Prefecto le seguía con seis cohortes. Al menos tres de ellas permanecían en la ciudad. El prefecto del pretorio fue considerado uno de los cuatro prefectos de la ciudad de Roma, junto al praefectus urbi, el prafectus annonae y el prafectus vigilum. Su poder con el tiempo llegó a tal punto que administraba justicia en la ciudad en nombre propio, siendo la máxima autoridad judicial. Bajo Constantino I, el cargo redujo su poder, con funciones de administración civil, simplemente, mientras que bajo sus sucesores, la prefectura pretoriana emergió como división administrativa del más alto nivel del Imperio. Los prefectos funcionaron de nuevo como los principales ministros del estado, dando su nombre a muchas leyes. Así continuaron hasta el reinado de Heraclio (siglo VII), cuando nuevas reformas redujeron su poder al nivel de meros observadores de la administración provincial. Los últimos trazos de la prefectura desaparecieron en el Imperio bizantino hacia 840. El término praefectus praetorio se abreviaba a menudo en las inscripciones como 'PR PR', o 'PPO'. Comandante de la Guardia pretoriana. Bajo el Imperio, la Guardia pretoriana estaba mandada por uno, dos o incluso tres (praefecti praetorio), elegidos por el emperador de entre los équites. Desde Alejandro Severo, el puesto se abrió también a los senadores, y si era elegido un caballero, se le nombraba senador al mismo tiempo. Hasta el tiempo de Constantino, que privó al cargo de su carácter militar, la prefectura fue entregada regularmente a militares que hubieran entrado en batalla. En el transcurso del tiempo, el mando se amplió a las tropas de Italia, excepto a los cuerpos mandados por el prefecto de la ciudad (cohortes urbanae). La especial posición de los pretorianos les dio poder en el estado romano, y su prefecto, el praefectus praetorio, pronto se convirtió en un hombre poderoso en esta sociedad. Los emperadores trataron de halagar y controlar a los pretorianos, pero éstos dieron muchos golpes de estado, y contribuyeron a una rápida rotación de la sucesión imperial. Así contribuyeron a desestabilizar al estado romano, contrariamente a su propósito. El prefecto del pretorio se convirtió en la mayor figura administrativa del Imperio tardío, cuando el puesto combinaba en un individuo los deberes de un jefe imperial con mando directo sobre la guardia. Diocleciano redujo grandemente el poder de estos prefectos, como parte de sus reformas de la administración imperial y de su estructura militar. Transformación en administrador. Además de sus funciones militares, el prefecto del pretorio adquirió jurisdicción sobre causas criminales, que ejerció, no como delegado, sino como representante del emperador. En 331, Constantino decretó que las sentencias del prefecto del pretorio no podrían ser apeladas. No más tarde de Septimio Severo adquirió jurisdicción similar en casos civiles. Por tanto, el conocimiento de la ley se convirtió en una cualificación para el cargo, y bajo Marco Aurelio, Cómodo, y especialmente Severo, fue ocupado por los primeros juristas de la época, como Papiniano, Ulpiano, Paulo y, en tiempos de Justiniano, Juan de Capadocia, mientras que las cualificaciones militares decayeron cada vez más. La reforma de la Tetrarquía de Diocleciano (c. 296) multiplicó los cargos: había un prefecto del pretorio jefe del personal (militar y administrativo)—más que comandante de la guardia—por cada uno de los dos Augustos, pero no de los dos Césares. Cada prefecto del pretorio supervisaba las cuatro partes creadas por Diocleciano, que se convirtieron en prefecturas pretorianas para los jóvenes hijos de Constantino (ca 330 d. C.) Desde 395 había dos cortes imperiales, en Roma (luego en Rávena) y en Constantinopla, pero las cuatro prefecturas permanecieron como el nivel superior de la división administrativa, a cargo de varias diócesis (grupos de provincias), cada una encabezada por un Vicario. Bajo Constantino I, la institución del magister militum privó a la prefectura del pretorio de su carácter militar, pero la mantuvo en el más alto nivel civil del Imperio. El cargo fue mantenido después de que el Imperio romano de Occidente sucumbiera a la invasión germánica de Italia, principalmente en la real corte del rey ostrogodo, Teodorico el Grande. (www.historiaantigua.es)


Los Juristas clásicos en el Derecho Romano
Se denomina clásica a la etapa de máximo apogeo y esplendor de la jurisprudencia romana, que se considera modelo porque se basa en el momento de plenitud de una cultura que se identifica con la jurisprudencia que tuvo una fuerza creadora superior en el período del Principado. El historiador inglés Edward Gibbon, del siglo XVIII, nos va a decir que la época de mayor apogeo de la Ciencia del derecho es el período que comienza con la el nacimiento de Cicerón (102 a.C.) hasta la muerte del emperador Alejandro Severo, a mediados del siglo III de nuestra era, que él denomina "la época de oro de la jurisprudencia romana", porque aparecen en ella los grandes juristas como Sexto Elio Paeto Cato, que publica su obra Tripartitum, otro gran jurisconsulto de esta época fue Labeón que con Capitón fueron jefes de las dos famosas escuelas, este primer período coincide con la etapa final de crisis de la constitución republicana. En ella florece la jurisprudencia republicana o preclásica que elabora un sistema jurisprudencial, mediante una magistral aplicación de métodos de la lógica y la dialéctica griega. De esta época son también Muscio Scévola y Servio Sulpicio Ruffo. En los primeros tiempos, la jurisprudencia republicana conserva los caracteres de los antiguos Pontífices cuya labor, según Alvarez Suárez, tuvo una fuerza superior a la jurisprudencia del Principado. Los jurisconsultos siguen perteneciendo a la nobleza senatorial y patricia, y desempeñan las más importantes magistraturas. Incluso famosos autores de Derecho Civil son también Pontífices como Publio Muscio Scévola y Publio Lucio Craso. Publio Muscio Scévola, Bruto y Mario Manilio se consideran, según Pomponio en el Enchiridion, los fundadores del Derecho Civil. Lucio Craso era, según Cicerón, "el más elocuente de los jurisconsultos". De estos juristas el primero dejó diez obras, Manilio siete y Bruto tres. Pero el más famoso de todos ellos fue Quinto Muscio Scévola que según Pomponio fue el primero en sistematizar el Derecho Cicvil en una obra de dieciocho libros y en el Digesto 1,2,2,4 dice que puede considerarse "la obra fundamental de la jurisprudencia romana". Fue cónsul en el año 95 a. c. después fue Pontífice Máximo y gobernador de la provincia de Asia. Murió en el 82 a. c. asesinado por los partidarios de Mario. Entre los discípulos más importantes que tuvo se cita a Lucio Balbo, Papirio y sobre todo a Aquilio Galo a quien se atribuye la creación de la acción de dolo y de las cláusulas para la institución de hijos póstumos. Los juristas que viven en los últimos años de la República, época de demagogia y violencia, proceden en su mayor parte de la clase de los caballeros, aunque siguen desempeñando altos cargos y magistraturas. De entre ellos se destaca Servio Sulpicio Rufo, que procede de una familia patricia aunque su padre pertenece a la clase ecuestre, fue cónsul en el 51 a. c.; estudió dialéctica y retórica con Apolonio Molón de Rodas e inició su carrera como orador forense. Según su amigo Cicerón, fue el verdadero creador de la dialéctica jurídica; además fue el creador de la escuela serviniana, sin embargo no se trataba de una escuela pública organizada sino de la asistencia de oyentes y auditores a las respuestas dadas por el jurista. Se le atribuyen como ciento ochenta libros pero sólo se conocen los títulos de cuatro como las Críticas a Quinto Murcio, también escribuió sobre Derecho Pretoriano, una obra de diecisiete tomos, etc. Tuvo varios discípulos entre los que podemos mencionar a Aulo Ofilio, Alfeno Varo, Pacuvio Labeón, padre de Labeón, Ofilio de la clase ecuestre y amigo de César , comentó el edicto en una obra más extensa que la de su maestro. También podemos decir que en esta época y en el siglo siguiente van a aparecer dos escuelas jurídicas: la de los Sabinianos y la de los Proculeyanos, que fueron fundadas la segunda de ellas por el más grande jurista de la época: Labeón. Fue discípulo de Trebacio y ejerció el oficio de jurisprudente con toda dignidad. Desde el punto de vista político mantenía una acendrada propapia republicana y va a ser contrario al nuevo orden político que instaura Augusto, no aceptó cuando se le ofreció el consulado, pero se dedicó a escribir numerosos libros entre los que se encuentran sus Comentarios al Edicto del Pretor y su colección de Respuestas que se conservan en el Digesto. Su contemporáneo Capitón fue partidario de Augusto y fue designado Cónsul. Fueron discípulos de Labeón los dos Nervas (padre e hijo) y Próculo que dará su nombre a la escuela, también los dos Celsos, el padre de la época de Domiciano y el hijo de la época de Trajano. Capitón tuvo como jurista, muy poco relieve. Fue más importante Masurio Sabino que dará su nombre a la escuela, es decir que fue el primer gran autor de esta escuela. De origen humilde siempre tuvo gran escasez de recursos pero alcanzó gran prestigio público y como fue descendiente de Cassio el asesino de César la escuela también fue llamada Cassiana. Pertenecieron a ella Celio Sabino, Javoleno Prisco y Salvio Juliano. Sin embargo, la oposición entre las escuelas no era clara en cuanto a fundamentos jurídicos. Si bien es cierto que diferían en sus conceptos también es cierto que miembros de una misma escuela discrepaban. Después de Salvio Juliano prácticamente desaparece la división de las escuelas. Ello se debió quizá al gran prestigio del gran jurista que zanjó viejas cuestiones y continuaron siendo clásicos en cuanto al método y a las soluciones. Salvio Juliano fue el otro jurista del nivel de Labeón; se le encomiendan altas misiones políticas, entre otros cargos fue dos veces cónsul, gobernador de la Germania Inferior, del Norte de España y de Africa. Perteneció al Consejo de Adriano, después al de Antonino Pío y Marco Aurelio. Fue el redactor del Edicto Perpetuo y de una obra "Digesta" de noventa libros que contiene respuestas y decisiones ordenadas por el sistema edictal. Con el sistema de codificación del edicto de Salvio Juliano se va a iniciar un nuevo período de la jurisprudencia clásica. Importante característica de esta época es la vinculación de la jurisprudencia al Príncipe. La antigua práctica jurisprudencial de dar respuestas fue en cierto modo sometida al poder imperial que concedió a prestigiosos juristas la facultad de dar respuestas en nombre del Príncipe (jus publicae respondendi ex auctoritate pricipis). El propósito de Augusto al conceder este derecho sería que el jurista así distinguido tuviese una autoridad mayor que los demás juristas e influyese en los magistrados y jueces. Adriano distinguió a Masurio Sabino con ese derecho. Los juristas de mayor prestigio pertenecen a la clase de los caballeros y la mayoría de ellos son de origen provincial y sobre todo pertenecen a la mitad oriental del Imperio. En la época de Adriano y Antonino Pío, se destacó Pomponio, Gayo, y poco después Marcelo, Cervidio Scévola, Papiniano, Ulpiano, Paulo, Marciano y Modestino. Pomponio: Fue contemporáneo de Salvio Juliano, aunque más joven que él. Fue un maestro de derecho, representa el nuevo estilo enciclopédico ya que en sus tres comentarios al Edicto a Quinto Muscio y a Sabino, reunió toda la sabiduría de la Jurisprudencia anterior. Su obra más conocida es el discutido "Enchiridion" o manual elemental que ofrece la única historia de la jurisprudencia que se encuentra en al literatura jurídica clásica; sus biógrafos dicen que debe haberse inspirado en Cicerón. Gayo: Uno de los más famosos y desconocidos juristas de esta época. Probablemente fue un maestro de Derecho. Su obra más importante son las famosas Instituciones cuyo texto conocemos gracias al descubrimiento realizado por Niebuhr de un Palimpsesto en 1816 en la biblioteca capitular de Verona. Otros fragmentos se han descubierto en 1927 en un papiro de mediados del siglo III y en un pergamino descubierto en Egipto en 1933. Fue traducida al castellano por Alvaro D’Ors (Madrid, 1943) y por Alfredo Di Pietro (Buenos Aires, 1967). Es un manual didáctico que ha tenido la mayor influencia en la compilación justinianea y en la sistemática del Derecho; en las escuelas de Bérito y Constantinopla, su método va a ser estudiado en la literatura didáctica y científica posterior. Gayo fue autor de varias obras, es digna de mención Aurea o De res Cotidianae. En su época debió de ser un jurista desconocido por no aparecer citado por sus contemporáneos. Emilio Papiniano: Originario de Siria, prefecto del pretorio en el 203, ese cargo fue importante porque desde él, se dominaba en esa época la administración de justicia. Murió asesinado en el 213 porque no quiso justificar el asesinato del emperador Caracalla, del corregente y de su hermano Geta. La posteridad lo consagró como el más grande jurista romano por su ingenio y por la profundidad de sus respuestas inspiradas en la Justicia y en la Equidad. Dentro de un estilo muy sobrio escribió sobre Responsa (diecinueve libros) Quastiones (treinta y siete libros) y Definitionis (dos libros). Se lo consideró el príncipe de la justicia. Marcelo: Fue miembro del Consejo en la época de Antonino Pío y Marco Aurelio. Fue autor de Digesta que consta de treinta y un libros asícomo de un libro de Responsa. Hizo un comentario sobre el oficio de los cónsules. Paulo: Fue discípulo de Scévola y trabajó como asesor de Papiniano, miembro del Consejo imperial, en la época de Severo y Caracalla y Prefecto del Pretorio con Ulpiano, en la época de Alejandro Severo. Poseía un gran ingenio y es autor de numerosos escritos como por ejemplo los cinco libros de Sentencias de Paulo a su hijo. Publicó también veintitrés libros de Respuestas, veinticinco de Cuestiones y otros libros de comentarios al Edicto del Pretor. También es autor de los comentarios y notas a las Cuestiones y Respuestas de Papiniano. Ulpiano: Nacido en Tiro, Fenicia, fue como Paulo, asesor de Papiniano. Fue un autor muy prolífico: Ad Edictum (ochenta y tres libros) no sólo respecto del Edicto del Pretor Urbano sino también del Edicto de los Ediles en los dos últimos libros, un comentario Ad Leguem Aquiliam, otros comentarios y las Reglas. Será el jurista más citado en el Digesto de Justiniano. En los últimos años fue Prefecto del Pretorio, pero habiéndose dedicado a la política, murió asesinado en el año 228 por los pretorianos. Tanto Paulo como Ulpiano fueron juristas muy significativos pero inferiores, en cuanto a la creación jurídica, a Salvio Juliano y a Papiniano. Su importancia mayor fue la recopilación y el ordenamiento de todo el gran material clásico. Modestino: Fue el último de los juristas clásicos que merece citarse como tal, escribió en griego y en latín en la forma simple y clara que querían los maestros prostclásicos. Escribió obras elementales destinadas a la enseñanza, unas Instituciones de diez libros. Se destacaron también en la época de los emperadores Severos: Marciano, Calístrato y Trifonino . Marciano realizó unas Instituciones de once libros. En el siglo III de nuestra era gozaron del "jus publicae respondendi": Modestino, Paulo, Papiniano y Ulpiano. A Gayo se le otorgará a más de dos siglos después de su muerte por la Ley de la Citas, de Teodosio en el 426. (Nelly Louzán | iusromano.blogspot.com)


Los túneles del emperador Claudius:
Obra monumental que consiste en un largo canal subterráneo, seis túneles de servicio inclinados y treinta y dos pozos, que el emperador CLAVDIVS (Claudius) había construido entre el 41 DC y el 52 DC (y es un trabajo único de su tipo), fueron creados para regular los niveles variables donde una vez existió el LACVS FVCINVS (Lago de Fucino) en Abruzos, salvaguardando así a los países de las inundaciones y reclamando la tierra de Fucia para que sea cultivable. De hecho, a través de los túneles, las aguas del lago fluyeron a través del vientre del monte Salviano desde el territorio de Avezzano a lo largo del túnel subterráneo de casi seis kilómetros hasta que se fusionó con el río Liri en el lado opuesto de la montaña, debajo de la antigua aldea de Capistrello. El canal subterráneo es el túnel más largo construido desde la antigüedad hasta la inauguración del túnel ferroviario de Freius en 1871. En 1902, el trabajo hidráulico se incluyó entre los monumentos nacionales italianos, en la "Lista de edificios monumentales en Italia", en , Ministerio de Educación Pública, 1902, p. 382.


Vía de la Plata:
La Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales (SECC), adscrita al Ministerio de Cultura, presentó hoy en Astorga (León) la exposición 'La Vía de la Plata. Una calzada y mil caminos', que rememora esta vía histórica que fue concebida por el gobierno romano para el control militar de la Península, así como para el abastecimiento y la distribución de productos comerciales. El catedrático de Arqueología de la Universidad de Extremadura, Enrique Cerrillo, y la arqueóloga de la Junta de Extremadura, Ana Montalvo, son los comisarios de esta exposición, que llega al Museo de Arte Romano de Astorga tras pasar por Mérida, según informaron a Europa Press fuentes de la SECC, promotora de la iniciativa junto al Ayuntamiento de Astorga y la Consejería de Cultura y Turismo. Esta muestra está concebida como un largo camino en el que el visitante recorre los territorios geográficos de las distintas comunidades autónomas que conforman la Vía de la Plata (Extremadura, Castilla y León y Andalucía) así como sus ramificaciones hacia Galicia y Asturias. La Vía de la Plata enlazaba las poblaciones de Mérida (Augusta Emerita) capital de la Lusitania, y Astorga (Asturica) y a ellas se unían muchos territorios a través de una red de caminos secundarios, lo que la convirtió en un eje vertebrador del occidente peninsular. La Vía de la PlataLa muestra recrea a través de una treintena de paneles didácticos los pormenores de las diferentes etapas que constituyen la Vía de la Plata. Junto a ellos se exponen cerca de un centenar de piezas que ilustran las diferentes huellas que desde la protohistoria, y a lo largo de tres milenios, han depositado en los márgenes de esta calzada las distintas culturas que han transitado la Península Ibérica. Estas huellas se materializan en la exposición a través de objetos de orfebrería, cerámica, relieves, epigrafías, réplicas de esculturas, arcillas, vidrios, útiles de telar, material de construcción, facsímiles con repertorios de todos los caminos de España, maquetas de maquinaria de construcción romana o miliarios. Tras su paso por Mérida y Astorga está previsto que la exposición se pueda ver en Santiponce-Sevilla, Oviedo y Lugo gracias a la colaboración de la Junta de Andalucía, el Principado de Asturias y la Xunta de Galicia respectivamente. HISTORIA DE LA VÍA. De su nombre actual no hay constancia hasta comienzos del siglo XVI, y son varias las explicaciones buscadas para el origen del término, como la referencia a las riquezas que circularon por ella; por la buena conservación del firme y su color blanquecino; la procedencia del latín via lata, es decir, amplia, ancha; la posibilidad de que viniera del árabe balata, camino enlosado, origen del término castellano calzada, y en los últimos años aún se ha pensado en un origen latino, de la pidata, referido al empedrado. Los romanos dotaron a esta vía pública de puentes tendidos sobre los cursos fluviales de más difícil vadeo y de miliarios situados minuciosamente a cada milla romana (1.480 metros). Estos elementos fueron, además, emblemas propagandísticos en los que se dejaba constancia del mantenimiento de la calzada a cargo de los diferentes emperadores, desde Augusto hasta los últimos años del Imperio. Los emplazamientos militares situados en las proximidades del camino indican que durante la época romana fue transitado por los ejércitos que controlaban las zonas recién conquistadas. Pero esta vía facilitó principalmente el tráfico de mercancías --tanto productos exóticos como cerámica local y útiles necesarios para la vida cotidiana-- entre los puntos urbanos intermedios y desde ellos hasta la periferia rural. También circularon las ideas: la forma de vivir romana se extendió gracias a ésta y otras vías peninsulares. Así, se difundió el modelo de vida urbana, con edificios oficiales que repetían fórmulas estereotipadas en las distintas ciudades, o la interdependencia entre éstas y las zonas rurales próximas que las abastecían y que generaron una nueva fórmula de vida en los campos. Del mismo modo que se irradiaron las ideas lo hicieron las creencias: la religión romana se extendió hacia la periferia, como más tarde lo haría el cristianismo, teniendo como puntos de referencia más antigua, precisamente, Augusta Emerita y Astorga en el siglo III. Durante la Edad Media, los distintos reinos se sirvieron de esta ruta en sus idas y venidas bélicas entre el norte y el sur peninsulares. Además, a partir del siglo XIII algunos de los tramos originales vieron añadida una nueva función: la trashumancia de los ganados de la Mesta. Tras la etapa medieval, el surgimiento de nuevas ciudades contribuyó a variar el primitivo trazado romano y, a partir del siglo XIX, el nuevo sistema de comunicaciones -ferrocarril y carreteras- significó el fin del tránsito continuado a través de la Vía de la Plata, que quedó relegada al estudio arqueológico. (Europapress)


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